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Renacimiento



 

Las rodillas de Veylona temblaban y le castañ eteaban los dientes, y la elfa marina se llevó ambas manos a la boca para impedir que escapara el menor sonido de ella. La dimernesti escudriñ aba desde detrá s de una roca el borde de la meseta, contemplando a los siete enormes dragones, cinco de ellos señ ores supremos. Sudaba má s de lo que lo habí a hecho despué s de recorrer penosamente durante dí as el desierto de los Eriales del Septentrió n. Le aterraban los dragones.

Jaspe estaba arrodillado junto a ella con la mano sobre su hombro, aunque ello no daba el menor consuelo a la elfa. Groller y Furia se encontraban justo a su espalda, y una temblorosa mirada por encima del hombro indicó a Ampolla que el enorme semiogro estaba tan asustado como ella.

–Miedo al dragó n –musitó Palin a Veylona–. Es un aura que los dragones exudan.

–¿ Puedes hacer algo? –inquirió Usha. Sus dorados ojos estaban abiertos de par en par. Habí a estado entre dragones con anterioridad, cuando docenas de ellos combatí an a Caos en el Abismo, pero jamá s habí a visto dragones tan enormes.

–Yo sí –ofreció Jaspe. Los dedos de su mano derecha estaban fuertemente cerrados alrededor del Puñ o–. Esto puede influir sobre los otros, puede reforzar su valor –murmuró al tiempo que se concentraba–. Si no aumenta nuestro valor deprisa, creo que unos cuantos de nosotros echaremos a correr montañ a abajo dentro de nada.

El enano cerró los ojos.

–Goldmoon, tengo fe –dijo en tono quedo–. ¿ Tengo la fuerza para...? –Su mente se fundió con la energí a que recorrí a el mango del cetro–. Demos gracias a los dioses ausentes.

Del otro lado de la mesetas el viento empezó a soplar. Ardiente como un horno, estaba impregnado de un aroma a azufre. Los relá mpagos centelleaban sin cesar, iluminando a los dragones que describí an cí rculos en el cielo.

Jaspe abrió los ojos y estudió a Dhamon, Rig y Fiona cuando é stos se acercaron. Las expresiones de sus rostros le indicaron que ya no tení an miedo. Veylona se movió en silencio a su espalda.

–Muy seco –dijo, con voz dé bil–. Piel duele. Mis ojos arden. Muy lejos del hogar marino. –La dimernesti levantó la vista al cielo y parpadeó con cada relá mpago. La pá lida nariz azul se estremeció, y sus labios se crisparon en una mueca. Se preparaba una tormenta, pero sabí a que no habrí a lluvia purificadora, só lo este calor seco e incó modo–. Pensé que habí a una posibilidad –continuó –. Cuando Pié lago murió, pensé que má s dragones podí an morir. –Tení a las pupilas dilatadas, y cerró la mano con fuerza sobre el pomo de la espada que Palin le habí a dado; los nudillos estaban tan pá lidos que parecí an de una blancura cadavé rica.

–Siempre existe una posibilidad –dijo Usha–. Hay...

De improviso el viento gimoteó con fuerza, y los truenos sacudieron el suelo. Palin y sus compañ eros se tambalearon, y tuvieron que luchar para no verse arrojados por la ladera de la montañ a.

Malystryx se moví a despacio y majestuosamente. Los ojos de todos los dragones estaban fijos en ella, las testas de todos ellos inclinadas en señ al de respeto.

–¿ Qué sucede? –susurró Jaspe mientras intentaba echar una ojeada por entre las rocas que tení a delante.

–Algo –respondió Ampolla–. Creo que la Roja va a invocar a Takhisis.

Palin frunció los labios y contempló a los dragones, intentando localizar al má s dé bil. Querí a lanzar un ataque pero comprendió que quizá tendrí an que luchar con todos los dragones a la vez si se mostraban ahora. «Gilthanas tiene razó n –se dijo interiormente–, esto es un suicidio. Ni siquiera tenemos la fuerza para derrotar a uno de ellos. » En voz alta susurró:

–No sé lo que está haciendo Malys. Pero creo que se acerca el momento de actuar. Deberí amos...

Khellendros lanzó un rayo que cayó sobre la lisa superficie de la meseta y lanzó por los aires pedazos de roca que acribillaron inofensivos los gruesos pellejos de los señ ores supremos. Cuando el olor a azufre y el polvo se disiparon, los apostados descubrieron que el rayo habí a sido dirigido a las proximidades de un altar de roca que se alzaba solitario en medio de aquel enorme lugar.

–Los tesoros má gicos –indicó Malys; la voz inhumana, má s potente que el tamborileo de los truenos, se escuchó con claridad por encima del aullido del viento–. Colocadlos aquí.

Uno a uno, los dragones obedecieron. Sus enormes zarpas recogieron con suavidad las antiguas reliquias y las depositaron con cuidado sobre el altar y alrededor de su base, sin percatarse de la presencia de los que los observaban.

–¿ Cuá ndo? –La voz de Ampolla sonaba frá gil–. ¿ Cuá ndo vamos...?, ya sabes... –Rozó con los dedos las empuñ aduras de los cuchillos–. ¿ Cuá ndo...?

–¡ Todo! –chilló Malys. Su voz estremeció la montañ a, y las formaciones de rocas temblaron. Echando hacia atrá s la testa, abrió la boca y proyectó un chorro de fuego hacia el firmamento. Entonces sus ojos se abrieron de par en par, al divisar a los Dragones Plateados y Dorados que descendí an, tan altos en el cielo que parecí an estrellas que cayeran sobre la tierra. Los Dragones Negros, Verdes y Azules que habí an estado describiendo cí rculos en el aire fueron a su encuentro–. ¡ Todo! ¡ Ahora!

A excepció n de Khellendros, los señ ores supremos actuaron con rapidez. La zarpa del Azul se desplazó despacio hasta su montó n de tesoros y empujó las llaves de cristal, el Medalló n de la Fe.

¿ Un ú nico medalló n?

–¡ Fisura! –el Azul escupió la palabra en un tono tan apagado que Malys no la oyó. Miró a su espalda y vio una pequeñ a sombra gris. Habí a mantenido en secreto la presencia del huldre, al que habí a llevado consigo con la intenció n de usarlo para abrir el Portal cuando llegara el momento propicio–. ¡ El otro medalló n, duende!

El hombrecillo gris se encogió de hombros.

–Devué lvelo –siseó el dragó n.

–No lo tengo. –El huldre sostuvo la severa mirada de Khellendros, y su terso rostro se mantuvo impasible.

Khellendros lanzó un rugido, paseando la mirada por el redondel. Aproximó má s las llaves al altar, y tambié n el solitario medalló n, manteniendo la lanza en el extremo del cí rculo de tesoros, cerca de su garra herida. Sus ojos no perdieron de vista a Malys ni un momento.

–¡ Este mundo ha estado demasiado tiempo sin una diosa dragó n! –exclamó Malystryx. La enorme Roja se alzó sobre los cuartos traseros y extendió el cuello hacia los cielos–. Llevamos demasiado tiempo sin que exista un poder incontestable, sin una voz poderosa que marque el rumbo de Ansalon. Ahora una se ha alzado. ¡ Soy yo, y yo lo soy todo!

–¡ Malystryx! –tronó Gellidus. El aire rieló blanco a su alrededor, cuando cristales de hielo brotaron de entre sus afilados dientes y se fundieron al instante en la ardiente atmó sfera.

–¡ La nueva Reina de la Oscuridad! –chillaron Beryl y Onysablet prá cticamente al uní sono. De las mandí bulas de la Negra surgieron hilillos de á cido que chisporroteaban y estallaban y fundí an monedas y joyas del altar.

–¡ La Reina de la Oscuridad! –se inició un cá ntico por parte del resto de los dragones, que fue recogido casi como un susurro por los dragones que aguardaban al pie de la meseta. Apagadas, casi imperceptibles, las voces humanas se unieron a ellos.

Columnas de vapor ascendieron en espiral desde los cavernosos ollares de la Roja, y las llamas le lamieron los dientes. Los zarcillos de fuego parecieron adquirir vida propia. Parecí an dragones Rojos en miniatura que brotaran de sus inmensas y horribles fauces.

Palin Majere palideció. En alguna parte, entre las danzarinas llamas, sus doloridos ojos creyeron distinguir de nuevo por un instante el rostro plateado del Hechicero Oscuro, que lo habí a traicionado.

–¿ Qué sucede? –preguntó Ampolla, su vocecilla ahogada casi en el tumulto del cielo y la montañ a.

–Es un conjuro –respondió Palin. Su voz temblaba–. No está invocando a Takhisis. ¡ Cree que ella es Takhisis!

–Pero yo siempre pensé que Takhisis era hermosa –comentó la kender–. Me da la impresió n de que a Malys le falta un tornillo. Me da la impresió n de que...

Palin la acalló con un gesto.

–¡ Ahora! –instó a sus amigos–. ¡ Debemos actuar ahora! ¡ No podemos esperar a Gilthanas y a Silvara! ¡ Los Dragones Plateados y Dorados está n demasiado lejos y tienen que enfrentarse a los Dragones del Mal de ahí arriba! –El hechicero se puso en pie y señ aló a Gellidus, extrajo poder del anillo de Dalamar e invocó a su propio fuego. Refulgentes llamaradas rojas surgieron de las manos de Palin en direcció n al señ or supremo Blanco.

Abandonado el hechizo que los mantení a camuflados, sus disfraces de Caballeros de Takhisis se desvanecieron como agua, y aparecieron bajo su auté ntica apariencia.

–¡ Ahora! –gritó Palin.

El cá ntico de Gellidus estalló en un alarido cuando algunas escamas heladas se deshicieron bajo la rá faga de fuego de Palin, incrementada artificialmente.

Rig y Fiona se precipitaron al frente, mantenié ndose bajo la ardiente llamarada del hechicero para cargar contra Escarcha. La joven Dama de Solamnia habí a insistido en atacar a este dragó n en concreto, que tení a sometido a Ergoth del Sur bajo su gé lido dominio y aterrorizaba a las gentes que su orden de caballerí a habí a jurado proteger. Y Rig se habí a ofrecido a ayudarla.

Ampolla y Jaspe se dirigieron hacia Onysablet, la gran Negra, con Veylona pegada a ellos.

Groller cargó contra Beryl. «Por mi esposa –se dijo–, y tambié n por mi hija. Por la gente de mi pueblo». Beryl no habí a sido la responsable; habí a sido un dragó n má s pequeñ o, lo sabí a. Pero de todas formas ella tambié n era Verde, y el semiogro contaba con la ayuda de Furia, que corrí a a su lado.

Usha hizo intenció n de avanzar, pero Palin dejó caer la mano derecha sobre su hombro.

–No intentes protegerme –le dijo ella. Su larga espada centelleaba.

–No lo haré –contestó con voz dé bil–. Te necesito a ti para protegerme a mí.

Ella comprendió al instante. É l era la mayor amenaza para los dragones y se convertirí a en su principal objetivo.

–Con mi vida –le respondió; alzó el escudo y la espada, y aguardó.

Dhamon se precipitaba hacia el centro de la meseta, directamente hacia la enorme señ ora suprema Roja. Feril no sabí a por cuá l decidirse. Contemplaba a Gellidus, el dragó n que habí a destrozado su tierra natal. Querí a luchar contra é l con cada una de las fibras de su ser; pero su corazó n se oponí a... Dhamon se acercaba a Malys, solo. Un instante despué s Feril se encontraba tras Dhamon, concentrá ndose en la Corona de las Mareas e invocando a toda la poca humedad que pudiera permanecer en el aire.

–¡ Malystryx! –tronó Dhamon–. ¡ Me convertiste en un asesino! ¡ Me obligaste a matar a Goldmoon! ¡ Me robaste la vida, maldita seas!

La inmensa señ ora suprema Roja bajó los ojos y descubrió la presencia del detestado humano, el humano inferior que la habí a desafiado, se habí a liberado de su control y se habí a quedado con la alabarda. Unos instantes antes habrí a interrumpido cualquier cosa para matarlo; pero momentos antes ella era simplemente un dragó n. Ahora era una diosa, un ser por encima de la insignificancia de tal venganza.

Malys continuó con su conjuro; só lo vagamente registró el sonido de pies humanos que trepaban por el montó n de tesoros, y sintió de un modo tenue el cosquilleo de una espada que golpeaba las gruesas placas de su vientre. Dhamon Fierolobo no podí a hacerle dañ o. Tal vez lo eliminarí a cuando hubiera terminado, como advertencia a los hombres que osaran desafiar a la raza de los dragones.

La kalanesti contempló có mo Dhamon atacaba a Malys una y otra vez; la espada repicaba inú tilmente contra las relucientes escamas rojas, como si cada uno de sus golpes fuera interceptado por un grueso escudo de metal. Las lá grimas resbalaban por las mejillas de la elfa mientras lo observaba, comprendiendo ahora hasta qué punto habí a sido responsable el dragó n de sus atroces acciones.

–¿ Có mo pude culparte de la muerte de Goldmoon? –murmuró.

La Corona de las Mareas lanzó un zumbido, recogió sus lá grimas y empezó a multiplicarlas en forma de rí o.

Por encima de sus cabezas, los Dragones Negros, Verdes y Azules acortaron la distancia que los separaba de un enjambre de relucientes Plateados que transportaban Caballeros de Solamnia. Encabezaban la formació n Dragones Dorados que eran tambié n los má s numerosos; pero entre ellos tambié n habí a Dragones de Cobre, Lató n y Bronce.

Gilthanas, que montaba a Silvara empuñ ando una larga espada, localizó un relá mpago que zigzagueaba en direcció n a las montañ as; su mente lo atrapó y lo hizo girar en el aire para lanzarlo contra el Dragó n Negro que lideraba al enemigo. El Negro aulló y batió alas con desesperació n para mantenerse en el aire, mientras una lluvia de escamas y sangre caí a sobre la meseta.

La docena de Plateados que seguí an a Silvara se lanzaron como un rayo a la batalla. Ella habí a convocado a má s, pero é stos eran los primeros que habí an llegado hasta el Portal de la Ventana a las Estrellas, tal vez los ú nicos que podrí an hacerlo a tiempo. Silvara sabí a que no serí an suficientes, pero era seguro que se sacrificarí an con tal de impedir que estos dragones repugnantes se unieran a los señ ores supremos del suelo e interfirieran en el intento de Palin de detener a Takhisis. Ella y Gilthanas tambié n se sacrificarí an de buen grado, si era necesario. Justo detrá s de ella volaban Terror y Esplendor, dragones de Bronce y Lató n que no deseaban vivir otra vez bajo la Reina de la Oscuridad. Tambié n ellos darí an sus vidas por esta causa justa.

 

–¿ Un hombre? –Sobre la meseta, Beryl, la señ ora suprema Verde, interrumpió su cá ntico y descubrió al semiogro que arremetí a contra ella. Aspiró con fuerza y bajó la cabeza; abrió luego las fauces y lanzó una nube de gas cá ustico que se dirigió hacia el hombre y el lobo de pelaje rojo. Ambos se aplastaron contra el suelo cuando la nube pasó sobre sus cabezas.

Groller gimió. El lí quido le quemaba ojos y pulmones, provocaba un fuerte escozor en su piel y confundí a sus sentidos. Furia lo golpeó en el costado. El pelaje del animal estaba cubierto con aquel lí quido, pero ello no parecí a afectarlo. Impelido por el lobo, Groller siguió avanzando hacia el dragó n.

Beryl los olió en cuanto estuvieron má s cerca. Notó có mo la espada del hombre la golpeaba y sintió los mordiscos del lobo en sus garras. No podí an hacerle dañ o; no eran dignos de su atenció n.

Así pues, la Verde se dedicó a observar a Malys, y vio que la Roja relucí a. ¡ Algo estaba pasando! ¡ La ceremonia funcionaba! El cá ntico de Beryl surgió má s sonoro y veloz.

–¡ Malystryx, mi reina! –aulló Gellidus el Blanco.

Las llamas de Palin habí an fundido algunas escamas del cuerpo del dragó n. Y ahora una mujer de cabellos llameantes y un hombre de piel oscura, Fiona y Rig, atacaban al Dragó n Blanco. La espada de la mujer consiguió herirlo, al dirigir sus ataques a las zonas donde las llamas habí an derretido las escamas. Entretanto, el marinero se ocupaba del costado del blanco reptil, la alabarda ligera entre sus manos. Balanceó el arma y contempló sorprendido có mo se abrí a paso a travé s de las escamas de la criatura y dejaba una roja herida.

–¡ Malystryx! –volvió a llamar el dragó n. El hombre le hací a dañ o. ¡ Un humano le provocaba dolor! El Blanco volvió la cabeza, y los ojos azul hielo se clavaron en Rig.

Escarcha aspiró con fuerza, introduciendo el odioso aire caliente en sus pulmones, para expulsarlo acto seguido y proyectar una violenta rá faga helada, una tormenta invernal.

Fiona estaba familiarizada con las tá cticas de su adversario, de modo que arremetió contra el marinero y lo derribó fuera del alcance de la principal andanada de afiladas agujas de hielo.

Rig apretó los dientes y notó có mo las piernas tiritaban bajo el intenso frí o. Cayó al suelo, hú medo ahora por los trozos de hielo fundido. Brazos y pecho sangraban a causa de las innumerables heridas producidas por los cristales de hielo afilados como cuchillas, y comprendió que é stos lo habrí an matado si Fiona no lo hubiera tirado al suelo.

Sus manos permanecieron firmemente cerradas alrededor del mango de la alabarda, y sin saber có mo encontró las fuerzas para incorporarse y volver a blandir el arma.

–¡ Rig! –llamó Fiona. Se incorporó con dificultad, y observó que su compañ ero estaba malherido. Tambié n ella tiritaba–. ¡ Acé rcate má s, donde su aliento no pueda alcanzarte! ¡ Deprisa!

El marinero obedeció, apretá ndose contra la parte inferior del vientre de Gellidus. Asestó un golpe con la alabarda a las gruesas placas que protegí an a la criatura.

Fiona acuchilló la herida abierta del dragó n, moviendo el brazo con rapidez cuando escuchó có mo el monstruo volví a a tomar aire. Se aplastó contra el costado del Blanco y sintió una intensa oleada de frí o en la espalda. Apenas si se encontraba fuera del alcance de los helados proyectiles.

Malys observó que Gellidus volví a a lanzar hielo por la boca, y sus ojos se clavaron en la alabarda que el hombre empuñ aba contra el señ or supremo Blanco. Era el arma que ella habí a codiciado y habí a deseado para alimentar su ceremonia. El hombre estaba herido de gravedad, pero era tozudo y se aferraba a la vida y al arma, mientras seguí a atacando.

Malystryx sintió có mo el poder fluí a desde los tesoros apilados hasta ella... para penetrar en sus zarpas, subir por sus patas y ascender hasta su corazó n, que ardí a como un horno. ¡ La ceremonia funcionaba! El mundo ante ella permaneció completamente inmó vil durante un ú nico, delicioso, insoportable instante, y en ese momento supo que era una diosa.

Matarí a a Dhamon Fierolobo y luego al hombre que manejaba la alabarda. Se apoderarí a de la alabarda y la ocultarí a a todos los hombres. Ella era Takhisis, la Absoluta. Echó la testa hacia atrá s y proyectó una llamarada al cielo. El fuego volvió a caer sobre ella, y disfrutó con aquella sensació n.

Dhamon sintió que el fuego caí a sobre sus hombros y lo laceraba. No era tan doloroso como habí a sido el contacto con la alabarda despué s de matar a Goldmoon, se dijo, no era tan doloroso como encontrarse bajo el dominio de la señ ora suprema Roja.

–¡ Malys! –rugió.

Feril levantó la vista hacia la enorme barbilla del Dragó n Rojo, sintió que el aire se enfriaba a su alrededor merced a la acumulació n de agua, y notó có mo la corona vibraba sobre su cabeza. Se concentró en el antiguo objeto y en el dragó n, y sintió có mo la energí a se agolpaba. Un chorro de agua brotó de la corona, un surtidor espeso y erguido como una lanza. El agua alcanzó a Malys, a la que hizo perder el equilibrio, apartá ndola del montó n de objetos má gicos. Una nube de vapor blanquecino se elevó por los aires envolviendo al dragó n.

–¿ Có mo te atreves? –fue el rugido que salió del interior de la nube.

Dhamon se alejó a toda velocidad de la Roja y saltó por encima de los tesoros en direcció n a Feril. Se arrojó sobre ella y la derribó contra el suelo justo cuando una bola de fuego salí a disparada de entre el vapor. Las llamas chisporrotearon por encima de sus cuerpos y, por una circunstancia fortuita, fueron a dar contra el pecho de Gellidus.

–¡ Mi reina! –tronó é ste.

Fiona cayó contra el costado del Dragó n Blanco, y tan só lo recibió el calor indirecto de la mal dirigida bola de fuego de Malys. Pero fue suficiente para cubrirla de ampollas y enviar una oleada de dolor por todo su cuerpo. A pesar de su adiestramiento, la joven Dama de Solamnia chilló. La aspada le quemó la mano, la hoja chocó contra el suelo, y Fiona se dobló sobre sí misma.

Tambié n Rig consiguió esquivar, aunque por muy poco, la abrasadora andanada, protegido por el vientre de Gellidus. Vio caer a Fiona y sintió que las lá grimas afloraban a sus ojos.

–Shaon –musitó, temiendo que su compañ era sucumbiera a un dragó n como le habí a sucedido a Shaon. Sin embargo, no se precipitó hacia ella. En lugar de ello, volvió a levantar la alabarda y asestó una cuchillada al Blanco que atravesó la carne del reptil y alcanzó el hueso que habí a debajo.

Gellidus aulló y, batiendo las alas, se alzó por los aires, lejos de la nube de Dragones Negros, Verdes, Azules y Plateados que habí a sobre sus cabezas. No querí a saber nada má s de luchas. Sabí a que la nueva diosa dragó n de Krynn podí a condenarlo, pero Gellidus, que odiaba el dolor y el calor, volvió la enorme testa hacia el oeste y con un penoso batir de alas inició el regreso al bendito frí o de Ergoth del Sur.

–¡ Palin! –chilló Usha–. Uno de ellos se va: el Blanco. ¡ Creo que Rig lo hizo huir! –Contempló có mo el marinero corrí a al lado de Fiona, y lanzó un suspiro de alivio cuando Rig puso en pie a la solá mnica y ambos se encaminaron hacia Onysablet–. Palin, tal vez podamos triunfar realmente.

–No podemos vencerlos –respondió é l, sacudiendo la cabeza–. No podemos matarlos, a ninguno de ellos. Carecemos de ese poder. Pero podemos desbaratar lo que Malys ha planeado. Eso serí a una victoria en cierto modo.

–No hables de ese modo, Palin. Tal vez podamos...

Las palabras murieron en su garganta. Rodeando el montó n de objetos má gicos acababan de aparecer los lugartenientes Azul y Rojo, Cicló n y Hollintress. Khellendros habí a enviado a su lugarteniente de confianza a ocuparse de Palin Majere, el odiado hechicero que creí a haber matado meses atrá s en la isla de Schallsea.

–Acaba con é l –siseó Tormenta–. Acaba con Palin Majere por Kitiara.

–Palin...

–Los veo, Usha. –El hechicero alzó el anillo de Dalamar.

Khellendros dedicó una ú ltima mirada a su enemigo y avanzó en direcció n al tesoro y al altar. Al señ or supremo Azul le interesaba muy poco lo que aquellos intrusos intentaban. Ahora pensaba só lo en Kitiara, la reina de su corazó n.

–¡ Rig! –Ampolla habí a desenfundado sus dagas y acuchillaba con ellas la zarpa posterior de Onysablet.

El marinero hizo una mueca. La kender hací a todo lo que podí a, pero los cuchillos no le hací an ningú n dañ o al Dragó n Negro. Junto a la kender, Veylona no tení a mejor suerte. Estaba claro que el arma de la elfa marina estaba hechizada, porque desportillaba las negras escamas y habí a conseguido hacer que brotara sangre; pero era dudoso que aquello afectara demasiado a la criatura.

Fiona y Rig corrieron a unirse a la kender y a la elfa marina. El marinero echó un vistazo a la parte delantera del dragó n, donde Jaspe apenas conseguí a resistir.

El enano habí a golpeado la garra delantera del Dragó n Negro con el Puñ o de E'li. Una energí a gé lida hormigueó desde el brillante mango de madera, introducié ndose en el pecho del enano, y luego se precipitó desde el cetro al interior de Onysablet.

La Negra rugió con tal violencia que el suelo se estremeció bajo los pies de Jaspe. Sus fauces gotearon á cido, que salpicó el suelo y al enano. El lí quido atravesó las ropas y le quemó la piel, al tiempo que disolví a zonas de su corta barba y le arrancaba una exclamació n ahogada.

–¡ Muere! –Jaspe volvió a blandir el cetro; luego aulló al sentir una lluvia de á cido sobre su cuerpo. Esta vez recibió toda la fuerza de su horroroso ataque cá ustico.

» Deberí a estar muerto –tosió –. Deberí a..., ¿ por qué? –El Puñ o, sospechó el enano. De algú n modo, al haber sido creado por dioses, lo mantení a con vida. El Puñ o y... ¿ Goldmoon? Percibió su presencia cerca de é l, igual que la habí a percibido cuando estuvo a punto de morir en la cueva. Ella lo habí a ayudado a recuperar la fe. ¿ Lo ayudaba su espí ritu ahora?

Jaspe escuchó có mo su piel chisporroteaba, la vio borbotear, y sintió un dolor insoportable.

–¡ Jaspe! –Rig se acercaba–. Jaspe, sal de ahí. Sal...

Un lamento desvió la atenció n de Rig. Al mismo tiempo que Onysablet lanzaba su aliento sobre el enano, habí a asestado una patada hacia atrá s con la pata posterior. Ampolla y Veylona saltaron por los aires en una voltereta, en direcció n al borde de la meseta. Fiona intentó agarrarlas, aunque tambié n ella corrí a peligro de caer por el precipicio.

El marinero se lanzó tras ella con el brazo extendido; tanteó la tú nica de la elfa marina y tiró de ella al mismo tiempo que la mano de Fiona se cerraba sobre la muñ eca de Ampolla. La solá mnica luchó por no caer montañ a abajo y tiró rá pidamente de la kender hacia arriba.

Rig arrastró a Veylona y frunció el entrecejo al darse cuenta de que la joven estaba inconsciente. Un hilillo de sangre azul oscuro afloraba de sus labios, y má s sangre manchaba la parte delantera de la tú nica allí donde la zarpa posterior del dragó n se habí a hundido en la carne. La mancha iba creciendo. La depositó sobre el suelo y se volvió hacia el Dragó n Negro. Ocuparse de la elfa tendrí a que esperar... si habí a tiempo. Si sobreviví an.

–¡ Monstruo! –chilló Jaspe a Onysablet.

Los ojos del enano eran estrechas rendijas; los pá rpados le dolí an tanto por culpa del á cido que no podí a abrirlos má s. La Negra bajó la cabeza, pero sin dejar de observar a Malystryx y a Khellendros. A este ú ltimo no lo molestaban los hombrecillos y avanzaba despacio, acercá ndose al tesoro má gico.

La enorme hembra Negra hizo una mueca, y má s á cido goteó desde sus labios azabachados. Por el rabillo del ojo vio có mo el hombre de la alabarda se aproximaba, y percibió la magia del arma que empuñ aba, sabiendo que habí a herido a Gellidus. Onysablet lanzó un trallazo con un ala, que cogió desprevenido al hombre de piel oscura y lo lanzó lejos de ella y casi en la trayectoria de un rayo disparado por el Dragó n Azul ciego.

Rig se sintió volar y por un instante temió verse arrojado contra Palin y Usha. Un rayo atravesó el aire cerca de é l y puso fin a sus meditaciones al asestarle una ardiente sacudida por todo el cuerpo. Observó có mo una serie de relá mpagos en miniatura danzaban sobre la hoja de la alabarda, pero se negó a soltar el arma, y una sensació n de mareo lo embargó.

«¡ No puedo desmayarme! –pensó –. ¡ He de permanecer consciente! » Cayó pesadamente al suelo, sintiendo que le faltaba el aire, y las tinieblas se apoderaron de é l.

–¡ Monstruo! –repitió Jaspe. A poco de cargar contra Onysablet, el enano se habí a dado cuenta de que é sta era mucho má s formidable que Pié lago, el dragó n marino que habí a ayudado a matar–. ¡ Dragó n hediondo! –De algú n modo un poco del á cido se habí a colado en su boca. Tragó saliva, y le pareció como si tuviera la garganta en llamas.

La Negra deslizó una zarpa hacia arriba y luego la bajó, en un intento de acuchillar al diminuto enano, de partirlo en dos para así poder dedicar toda su atenció n a la ceremonia de la señ ora suprema Roja. Pero el enano se hizo rá pidamente a un lado, y só lo consiguió alcanzarlo en un costado.

Jaspe aulló y notó có mo su brazo quedaba inerte. El dolor se fue tornando insoportable, a medida que el á cido le corroí a la carne.

–Tengo fe –dijo apretando los dientes–. ¡ Tengo fe!

Buscó a su alrededor la presencia del espí ritu de Goldmoon. Estaba allí, má s fuerte que antes, tranquilizador y reconfortante.

–¡ Fe! –El enano se acercó má s, intentando encontrar las fuerzas necesarias para permanecer en pie y alzar el cetro con el brazo derecho, que todaví a funcionaba–. ¡ Muere, dragó n! –escupió –. ¡ Muere! –Pero el brazo le ardí a por culpa del á cido.

–Tu fe es fuerte –murmuró Goldmoon–. Confí a en tu fe, amigo mí o.

El aire relució junto al enano, y de improviso allí estaba la imagen espectral de la sacerdotisa. El Medalló n de la Fe brillaba alrededor de su cuello, y su fulgor fue en aumento a la vez que su figura adquirí a cuerpo.

–Goldmoon –Jaspe apenas consiguió articular la palabra.

Ella asintió y lo rozó al pasar junto a é l, la carne cá lida y só lida. No era un fantasma. Ya no. Iba vestida con polainas de cuero y una tú nica y llevaba los cabellos salpicados de cuentas y plumas. Estaba tal y como su tí o Flint la habí a descrito: joven y llena de fuego, con el mismo aspecto que tení a durante la Guerra de la Lanza.

–Estoy aquí, Jaspe –dijo con suavidad y un dejo de tristeza en la voz–. Estoy realmente viva. No era mi hora de morir. Riverwind me convenció para que regresara.

«¿ Có mo? –quiso preguntarle–. ¿ Có mo es posible que esté s aquí? ¿ Los dioses? ¿ Tuvieron ellos algo que ver en esto? ¿ Acaso no se han ido por completo? Vi có mo Dhamon Fierolobo te mataba. Intenté salvarte, pero no tuve la fe necesaria para sustentarte y mantenerte con vida. Te fallé. Perdó name. »

Ella sonrió, como si hubiera escuchado sus pensamientos.

–No hay nada que perdonar, amigo mí o –dijo–. Confí a en tu fe, Jaspe. Usa tu fe.

Confió en su fe. Vio su chispa interior y de algú n modo encontró fuerzas para levantar el cetro. Lo alzó por encima de su cabeza y detrá s de é l al tiempo que Goldmoon corrí a al frente con una gruesa barra.

–¡ Goldmoon está viva! –chilló Jaspe mientras descargaba el cetro contra la pata del Dragó n Negro–. ¡ Goldmoon está viva! –Prá cticamente rebosaba alegrí a en tanto que el dragó n rugí a. Negras escamas cayeron sobre el enano y sangre negra le bañ ó la cabeza, pero é l apartó a un lado el dolor y pensó só lo en la felicidad que sentí a. ¡ Goldmoon estaba viva!

Volvió a echar el Puñ o de E'li hacia atrá s, pensando ahora ú nicamente en la muerte del reptil, y lo abatió con má s fuerza.

–¡ Mi fe me protegerá!

La bestia volvió a rugir, atacando con la otra zarpa. En esta ocasió n su blanco no era el enano, sino la mujer de cabellos dorados y plateados que tambié n lo habí a golpeado. La bondad de la mujer enfermaba a Onysablet; era una pureza que amenazaba la perfecta hediondez y corrupció n de la hembra Negra.

La garra apenas si rozó a Goldmoon; só lo una uñ a consiguió desgarrar un trozo de tú nica. Onysablet aulló de nuevo, creyendo segura la victoria. El Dragó n Negro dedicó toda su atenció n a la sacerdotisa. El enano irí a despué s. Un zarpazo má s, y la mujer llena de bondad habrí a desaparecido.

A su espalda, la ceremonia en el centro de la meseta proseguí a. Sable percibí a la energí a que latí a en los objetos má gicos, percibí a la electricidad del aire. Su negro corazó n tamborileaba al compá s de los truenos que Khellendros invocaba sobre sus cabezas. No tardarí a ni un segundo en matar a esta mujer, y luego la seguirí a el enano. Hecho esto, contemplarí a có mo Malystryx renací a como diosa dragó n.

Khellendros se aproximó má s a los tesoros, y su garra se cerró alrededor de la ardiente lanza que en una ocasió n habí a empuñ ado Huma.

Malystryx acababa de recibir un segundo chorro de agua de la corona que llevaba la kalanesti, que la habí a empujado un poco má s lejos de los objetos má gicos. El Dragó n Rojo no habí a resultado herido; simplemente le habí an hecho perder un poco el equilibrio. La Roja arrojó otra bocanada de fuego contra Feril. Esta vez la elfa la esquivó por sí misma y continuó combatiendo junto a Dhamon Fierolobo, el humano que habí a sido el peó n má s prometedor de Malystryx. El ú nico que habí a osado desafiarla.

La hembra Roja emitió un rugido, y las llamas envolvieron su cabeza.

–Dhamon Fierolobo –siseó con su profunda voz inhumana, mientras se inclinaba hacia é l–, pensaba matarte en cuanto me convirtiera en diosa, para castigarte por tu estú pida insolencia. Pero lo haré ahora, y así te arrebataré la gloria de verme ascender a los cielos. Te destruiré a ti y a la maldita elfa.

Malys se adelantó y extendió la cabeza al frente, los malé volos ojos entrecerrados y convertidos en refulgentes rendijas.

Detrá s de ella, las zarpas de Khellendros rozaron el montó n de tesoros. Se encontraba ahora en el lugar en el que habí a estado Malystryx. El señ or supremo Azul miró al cielo, donde diminutas figuras –negras, verdes, azules, plateadas, doradas y otras má s– descendí an y ascendí an a gran velocidad. Sus agudos ojos separaron las figuras, vieron las explosiones de mercurio que apedreaban a los Verdes, y contemplaron có mo nubes de á cido caí an sobre el Dragó n Dorado que iba a la cabeza. El Dorado tení a un jinete, como sucedí a con muchos de los Plateados. Y aquel elemento humano convertí a a ambas clases de dragones en má s curiosos, má s amenazadores.

Tres de los Negros atacaban a la Plateada que llevaba al elfo sobre el lomo. Khellendros observó mientras los tres dragones proyectaban chorros de á cido, pero el Dragó n Plateado se escabulló en el ú ltimo instante, salvá ndose a sí misma y a su jinete.

Tal y como Khellendros deseaba haber podido salvar la vida a Kitiara tantos añ os atrá s.

–¡ Ah, Kitiara! –musitó –. Mi reina. El cuerpo de Malystryx no es lo bastante bueno para ti. Está contaminado. Escogeré otro.

Fisura se apretaba contra la pata de Tormenta, oculto en su sombra, aumentando la esencia má gica, y pensando en El Grí seo.

–¡ Khellendros! –chilló Malystryx con voz aguda. Al echar un vistazo por encima del hombro habí a descubierto al Azul en su lugar–. ¡ Aparta! ¡ La ceremonia es mí a! ¡ Apá rtate de mi tesoro!

Tormenta sobre Krynn vio có mo la Roja se volví a un poco má s hacia é l con una expresió n furiosa pintada en la inmensa cara roja, mientras proyectaba llamaradas para quemarlo. Pero el fuego só lo ardí a dé bilmente ahora y era menos doloroso que la lanza que empuñ aba. La energí a má gica que penetraba en su interior procedente del tesoro que tení a bajo las garras, y la fuerza que le concedí an los rayos que descendí an de las nubes y recorrí an sus escamas, lo mantení an a salvo, lo hací an má s poderoso.

Khellendros contempló có mo Cicló n y Hollintress avanzaban hacia Palin Majere y la mujer de cabellos plateados y ojos dorados.

Vio có mo Beryl, la señ ora suprema Verde, lanzaba una garra contra un enorme semiogro, y có mo un lobo de pelaje rojizo corrí a a colocarse ante las zarpas de la Verde y salvaba al hombretó n... como é l deseaba haber podido salvar a Kitiara. Cuando la zarpa de Beryl tocó al animal, é ste pareció estallar en una explosió n de energí a, sin dejar otra cosa que un semiogro aturdido y a un Dragó n Verde enojado y con una garra dolorida. Khellendros intuyó que el lobo, o lo que realmente fuera, seguí a por allí todaví a, recuperando su forma.

Luego Tormenta observó có mo Goldmoon, una mujer a la que reconoció como la señ ora de la Ciudadela de la Luz, esquivaba por muy poco las fauces de Onysablet. Gotas de á cido cayeron sobre su tú nica de piel de ciervo, chisporroteando y estallando como lo habí a hecho la piel del enano minutos antes.

–¡ Goldmoon! –chillaba el enano–. ¡ Sal de ahí!

–¡ Mi fe me protegerá! –le contestó ella. Habí a una profunda tristeza en su voz y sus ojos. Los dedos temblaron cuando alzó el bastó n para golpear la garra de Onysablet que descendí a sobre ella–. Mi fe. –Sollozaba sin disimulos, y las lá grimas resbalaban por sus mejillas y corrí an por su cuello mojando el Medalló n de la Fe que colgaba de é l.

¡ El Medalló n! Tormenta comprendió entonces que habí a sido Goldmoon, no Fisura, quien habí a cogido el Medalló n de su montó n de tesoros. Habí a regresado de la muerte para reclamar su preciada posesió n. Habí a regresado de la muerte, igual que harí a Kitiara.

–¡ Mi fe! –exclamó la sacerdotisa, exultante.

La zarpa de Onysablet rebotó inofensiva lejos de la sacerdotisa, rechazada por su sencillo bastó n de madera. Pero una segunda zarpa atacaba ya, con unas uñ as afiladas y relucientes como cuchillas. Garras dirigidas al corazó n de Goldmoon.

Tormenta sobre Krynn escuchó la advertencia del enano y vio que é ste blandí a el cetro má gico para desviar el ataque de la Negra.

El Dragó n Azul contempló có mo el enano reuní a toda su energí a y saltaba para interponerse entre Goldmoon y la garra, al tiempo que descargaba con fuerza su propia arma contra ella.

La garra atravesó el corazó n del enano en lugar del de la mujer.

Pero del Puñ o de E'li brotó una luz deslumbrante que chamuscó a Onysablet y la arrojó en medio de la trayectoria de una serie de bien dirigidos golpes por parte del hombre de la alabarda y de una mujer de cabellos rojos. Delante de ellos habí a una kender, que tambié n asestaba una lluvia de cuchilladas al dragó n. Khellendros sabí a que no conseguirí an matar a Onysablet; pero podí an mantener ocupado al dragó n durante un buen rato.

Con el rostro bañ ado en lá grimas, Goldmoon se arrodilló junto al enano caí do.

–Mi fe –murmuró –. Eras tú quien debí a morir, Jaspe, en la isla de Schallsea. No yo. Tú tení as que morir ese dí a, mi querido, mi valioso amigo. Yo tengo alumnos a los que enseñ ar. Y si bien yo, sola, no puedo hacer nada contra los dragones, el conjunto de todos mis alumnos... y de otros que vendrá n a mí en el futuro... sí puede hacer algo. Por eso yo tení a que regresar.

No muy lejos, Khellendros observó có mo Dhamon Fierolobo avanzaba hacia Malystryx; el hombre de cabellos negros estaba totalmente concentrado en la Roja, al igual que la elfa que marchaba a su lado. Ella usaba de nuevo la magia de la corona de coral, y un chorro de agua brotó de la diadema por tercera vez y golpeó a la Roja en el momento en que é sta abrí a la boca; el fuego que salí a de sus fauces se transformó en vapor, pero aquello no hizo ningú n dañ o a la gran señ ora suprema. Tormenta sabí a que ni Dhamon ni la elfa poseí an el poder para hacerlo. Ni tampoco el ataque la disuadí a; en lugar de ello só lo conseguí a encolerizarla má s. Dhamon y la elfa no eran má s que mosquitos para Malystryx. A menos que...

–¡ Khellendros! –rugió Malystryx–. ¡ Apá rtate del tesoro! ¡ La ceremonia es mí a! ¡ Mí a!

Tormenta sobre Krynn dedicó una ú ltima mirada a la tumultuosa escena que tení a lugar ante é l; y entonces el Dragó n Azul distinguió, sentada con tranquilidad en un pico lejano, la forma oscura de otro reptil. No era negro; má s bien parecí a envuelto en sombras. Mientras lo observaba, Khellendros sintió, por un breví simo instante, un atisbo de duda, como si tuviera ante sus ojos un poder inmenso y terrible, oculto bajo una má scara frí a e inescrutable.

–Kitiara –repitió Tormenta para sí.

El instante de debilidad desapareció, y el camino que debí a seguir apareció claramente ante é l. Situado justo detrá s del altar ahora, Khellendros sintió có mo la tierra temblaba bajo el montó n de objetos má gicos, có mo la energí a fluí a al interior de sus garras, ascendí a por sus patas, penetraba en su vientre y le recorrí a el lomo. Echó la testa hacia atrá s y disparó un grueso rayo hacia el cielo; innumerables rayos diminutos descendieron veloces para acariciarlo, para aumentar su poder. La ceremonia producí a en su cuerpo los má gicos resultados esperados.

–¡ No! –bramó Malystryx–. ¡ Soy yo quien debe ascender! ¡ Yo soy la escogida!

La hermosa visió n que habí a dominado la mente de la señ ora suprema Roja se hizo añ icos, como un cristal destrozado. El mundo a su alrededor se descompuso en fuego, hielo y vapor. Malys notó que su mente se desangraba y revoloteaba por la meseta en una serie infinita de sombras; no obstante, una parte siguió dentro del dragó n y lanzó una mirada ominosa a los humanos que la habí an atacado.

Las patas de Khellendros vibraban repletas de energí a arcana. De sus cuernos saltaban chispas de poder.

–Por lo má s sagrado –dijo Palin. É l y Usha miraban de hito en hito la escena. Las escamas del Dragó n Azul brillaban con tanta fuerza como el sol, y sus ojos relucí an como piedras preciosas.

La luz que se desprendí a en forma de cascada de Tormenta sobre Krynn iluminaba la Ventana a las Estrellas y proyectaba un resplador deslumbrante sobre los dragones. El enorme señ or supremo se alzó sobre las patas traseras y se irguió igual que lo harí a un hombre, las alas extendidas a los costados, sujetando todaví a en su garra la Dragonlance. El arma ya no le quemaba. Alrededor de sus dientes y ojos parpadeaban una serie de relá mpagos que, al rebotar en las zarpas, arrancaban un brillo cegador de la lanza.

El oscuro huldre situado junto a Khellendros entrecerró los ojos y miró a lo alto, incré dulo.

–¿ Tormenta? –susurró Fisura.

Beryl interrumpió su ataque al semiogro para inclinar la testa en señ al de deferencia al Azul.

Onysablet dedicaba ahora toda su atenció n a Khellendros, sin importarle que Goldmoon se llevara el cuerpo del enano tirando de é l en direcció n a la desvanecida mujer de piel azulada.

–¡ Khellendros! –exclamó Sable sorprendida.

Hollintress y Cicló n se volvieron hacia el Dragó n Azul. Hollintress se dio cuenta del poder que emanaba ahora de é ste, en tanto que Cicló n só lo comprendió que una energí a má gica recubrí a al señ or supremo y provocaba que la meseta se estremeciera violentamente.

–¡ No! –gimió Malystryx–. ¡ Debí a ser yo! ¡ Yo! –Puso los ojos en blanco, y abrió profundos surcos en el suelo ante ella con las garras. Lanzó una venenosa mirada a Dhamon Fierolobo–. ¡ Humano! –escupió –. ¡ Tú has provocado esto! ¡ Me distrajiste! ¡ Lo pagará s!

–¡ Dhamon Fierolobo! –vociferó Tormenta sobre Krynn–. ¿ Quieres a Malystryx, Dhamon Fierolobo?

Dhamon asintió, guiñ ando los ojos para ver por entre la brillante luz y los relá mpagos, y vio que algo reluciente caí a hacia é l.

–¿ Quieres a la Roja? –repitió la atronadora voz. Las palabras sonaban tan fuertes que hirieron sus oí dos.

El caballero extendió las manos y agarró la Dragonlance. Giró en redondo al mismo tiempo que Malystryx se abatí a sobre é l, y, trepando torpemente por encima de los ú ltimos restos del tesoro, corrió al frente acortando la distancia.

La lanza perforó la carne de Malys y penetró con fuerza en su pecho, y el dragó n profirió un alarido desgarrador que sacudió el cielo. Dhamon intentó liberar la lanza, pero estaba demasiado hundida; el mango le escaldó las manos cuando la llameante sangre del dragó n inundó el arma. Soltó la lanza y retrocedió, contemplando có mo la criatura se retorcí a. La garra de Khellendros salió disparada contra la señ ora suprema, a la que asestó tal golpe que lanzó a la enorme hembra Roja por los aires, muy lejos de allí.

Malystryx salió volando de la meseta, con la Dragonlance clavada en el cuerpo y chorros de fuego brotando por sus fauces.

–¡ Khellendros! –llamó Onysablet–. ¡ Khellendros! –La Negra inclinó la cabeza respetuosa.

Beryl, la señ ora suprema Verde, gruñ ó, pero hizo lo mismo.

–¡ Khellendros! –exclamó.

El grito fue recogido por Hollintress y Cicló n, y repetido por los dragones situados al pie de la montañ a.

–¡ Escuchadme! –tronó el Azul, y sus palabras sacudieron con violencia la montañ a–. ¡ Yo soy Khellendros, la Tormenta sobre Krynn! ¡ Khellendros, el Señ or del Portal! ¡ Khellendros, aquel a quien Kitiara llamaba Skie!

El gigantesco Dragó n Azul señ aló en direcció n a la formació n de rocas que circundaba la meseta. El resplandor que emanaba de é l se extendió hasta bañ ar las piedras, que absorbieron la luz y empezaron a retumbar con un fuerte zumbido que inundó el cielo.

En lo alto, donde Dragones Negros, Verdes y Azules y Plateados, Dorados, de Lató n, de Cobre y de Bronce se enfrentaban, el zumbido tambié n se escuchó; y las criaturas hicieron una pausa en su aé reo combate. Los Caballeros de Solamnia que montaban a los Plateados miraron hacia el suelo, forzando los ojos para intentar ver qué sucedí a.

Khellendros absorbió los restos de energí a má gica que quedaban en los tesoros y en Fisura; el huldre, tan dé bil que no podí a mantenerse en pie, se desplomó al suelo.

Entonces la mente del Azul se proyectó hacia las piedras, solicitando acceso a El Grí seo. El megalito refulgió, el aire humeante situado entre las dos columnas gemelas de piedra chisporroteó, y luego se dividió. Por la abertura brillaron las estrellas. Estrellas y volutas grisá ceas.

–Mi hogar –musitó el huldre. Intentó arrastrarse hasta el megalito, pero la garra de Cicló n lo mantuvo inmovilizado–. El Grí seo.

Las piedras zumbaron con má s fuerza, en tanto que Palin y los otros se tapaban los oí dos.

–¡ Palin Majere! –gritó Khellendros–. Te concedo la vida y la de tus amigos en este dí a. Te doy mi palabra de que los dragones aquí reunidos no os hará n dañ o. Ni tampoco los ejé rcitos de ahí abajo. Podé is marcharos. ¡ Pero só lo hoy! –Su voz se apagó –. ¡ Marchaos ahora! –continuó –. La pró xima vez que nos encontremos, Palin Majere, no seré tan generoso.

Se dio impulso con las patas y dio un salto que sacudió la montañ a e hizo caer de rodillas a Palin y a los otros.

El dragó n voló hacia el megalito, a la vez que extendí a una garra enorme en direcció n a una hembra Azul, el recipiente elegido por Khellendros para contener a Kitiara. La hembra se echó hacia atrá s instintivamente, y por un instante Tormenta vaciló en su vuelo. Mientras lo hací a, la superficie de El Grí seo pareció ondular y vibrar. Hilillos de neblina surgieron de su interior y envolvieron al Dragó n Azul; acariciaron y abrazaron su gigantesco cuerpo, dando la impresió n de que se lo llevaban hacia la oscura cú pula del firmamento.

–¡ Kitiara –exclamó Khellendros–, finalmente voy a reunirme contigo!

La superficie del Portal se estremeció; mientras Palin la contemplaba con fijeza, le pareció ver durante un ú nico y eterno instante un rostro moreno de una inmensa belleza desgarradora. Luego el cuerpo del Azul se alargó hasta extremos imposibles y penetró por entre las piedras. Un trueno resquebrajó las montañ as, y a lo lejos, sin que nadie lo advirtiera, el Dragó n de las Tinieblas desplegó las alas y se introdujo silenciosamente en una nube.

Khellendros habí a desaparecido.

–¡ Kitiara! –susurró el viento.

Beryllinthranox se apartó del semiogro y señ aló en direcció n a la ladera de la montañ a. Onysablet hizo lo mismo y empujó a Rig y a sus compañ eros con la sinuosa cola.

–Marchaos –sisearon las señ oras supremas.

Rig levantó del suelo a Veylona, en tanto que Goldmoon tomaba entre sus brazos el cadá ver de Jaspe; el cetro descansaba sobre el pecho ensangrentado y cubierto de ampollas.

Fiona tomó la mano de la kender y la condujo hacia Palin y Usha, que habí an iniciado el descenso de la montañ a.

Feril se quedó junto a Dhamon, mirando al cielo. Por fin lo cogió de la mano y tiró de é l hacia el borde de la meseta, y é l la siguió en silencio, contemplando con incredulidad la espalda de Goldmoon.

El grupo pasó sin ser molestado junto a los dragones menores situados al pie de la montañ a. En silencio, las filas de Caballeros de Takhisis se separaron para dejarlos pasar, al igual que hicieron las de goblins, hobgoblins, ogros, draconianos y bá rbaros.

No se detuvieron hasta encontrarse bien lejos de aquellos ejé rcitos y hasta que el sol empezó a alzarse en un cielo sin nubes. Ulin, Alba, Gilthanas y Silvara los aguardaban. Todos demostraron sorpresa al ver a Goldmoon, y tristeza ante la visió n de Jaspe. Sus miradas hablaban por sí mismas, aunque no cruzaron una sola palabra. Ya habrí a tiempo para palabras y lá grimas má s adelante.

 



  

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