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Una reunión diabólica
Los ú ltimos rayos de sol de aquel dí a cayeron sobre la Ventana a las Estrellas, una inmensa meseta de Khur, haciendo que el suelo pareciera de bronce fundido, cá lido y precioso. Reflejaba los rostros de los siete enormes dragones que la circundaban, enmarcados por gigantescas rocas erosionadas, blanqueadas como dientes de gigantes, que se alzaban hacia el cielo detrá s de ellos. Los inmensos cuerpos de los reptiles parecí an montañ as de colores, cada uno en agudo contraste con el de su compañ ero. Malystryx se hallaba en el punto cardinal que indicaba el norte, frente a la má s angulosa de las piedras. A su espalda se alzaba un megalito: la Ventana a las Estrellas. El aire entre los dos monolitos gemelos se agitaba con una humareda má gica. De vez en cuando resultaba visible un punto de luz, como una estrella lejana, pero enseguida lo ocultaba el turbulento humo. Un nuevo lugarteniente, una enorme hembra llamada Hollintress, se encontraba a la derecha de Malys. A la izquierda de la señ ora suprema Roja estaba Khellendros, su consorte, cuyas escamas brillaban violetas y regias a la luz del crepú sculo, la testa só lo ligeramente por debajo de la de ella. Cicló n se encontraba a la sombra de Tormenta, una posició n que lo marcaba como sumiso y respetuoso ante el Azul. Malystryx habí a dejado muy claro que se habí a concedido un gran honor a Cicló n al permitirle participar en la ceremonia... y un honor aú n mayor le aguardaba cuando, esa misma noche, heredara los Eriales del Septentrió n y Palanthas. Los otros lugartenientes, así como unos cuantos Rojos a los que habí a decidido honrar, esperaban al pie de la meseta con tropas de bá rbaros, hobgoblins, goblins, ogros, draconianos y Caballeros de Takhisis. Gellidus el Blanco soportaba el calor en silencio, colocado justo frente a Malystryx. Sus ojos azul hielo estaban clavados en los de ella, observando cada uno de sus movimientos y estudiando sus expresiones. Onysablet contemplaba a la Roja con atenció n, aunque los ojos de la gran Negra no perdí an de vista tampoco a los otros señ ores supremos y calibraban sus estados de á nimo. Beryllinthranox evitaba encontrarse con la mirada de Malystryx. Frente a cada dragó n habí a una pila de tesoros, relucientes joyas que en una ocasió n habí an llenado los cofres de las familias má s ricas de Ansalon, objetos má gicos que vibraban llenos de poder, y artilugios obtenidos tras sacrificar valiosos peones. El principal trofeo de Gellidus descansaba en lo alto de su montó n: un escudo de platino en forma de media luna que, segú n se decí a, habí a salido de las manos de la mismí sima Lunitari para ser entregado a un sacerdote que gozaba de su predilecció n. El borde, que brillaba como estrellas centelleantes, estaba hecho supuestamente de pedazos de la luna de la diosa que habí an sido capturados y retenidos dentro del metal. El regalo de Beryl era un auté ntico sacrificio. Incluí a un almirez del tamañ o de una fuente con su maja, hechos de amatista tallada y con poderes má gicos concedidos, al parecer, por Chislev. La leyenda explicaba que, en una é poca muy lejana, la diosa habí a entregado la gema tallada a un irda altruista. Usada de forma adecuada podí a crear un remedio para cualquier enfermedad, incluida la vejez. El almirez y la maja descansaban encima de un escudo centelleante: el Escudo de los Reyes Enanos, lo llamaban. Onysablet só lo habí a conseguido obtener un objeto con magia arcana, un hermosa espada larga conocida como la Espada de la Gloria Elfa. A é sta, la gran Negra habí a añ adido un considerable nú mero de objetos má gicos de menor importancia. Lo cierto era que habí a ofrecido todos los objetos má gicos que poseí a, junto con artí culos hechizados arrebatados a dragones menores de su tenebroso reino. Sabí a que, bajo el emblema de una nueva diosa dragó n, podrí a reunir má s magia. La ofrenda de Khellendros, no obstante, era la má s propicia; una que, segú n dijo, tení a como intenció n honrar a la reina de su corazó n. Dos Medallones de la Fe coronaban la pila, lucidos en el pasado por la famosa sanadora, Goldmoon. Llaves de cristal, capaces de forzar cualquier cerradura, relucí an anaranjadas bajo la puesta de sol. El principal trofeo, la Dragonlance, era el situado má s cerca del enorme Dragó n Azul. Tormenta sobre Krynn habí a sufrido mucho para llevarla hasta allí, y su zarpa aú n seguí a enrojecida y desfigurada. –Cuando el cielo esté oscuro y la luna llena y en lo alto, envuelta en una aureola de nubes de tormenta, ascenderé a la categorí a de diosa –empezó Malystryx–. La noche anunciará que una nueva diosa ha nacido en Krynn, la ú nica diosa que conocerá el mundo. Os llevaré a una grandeza que só lo os habé is atrevido a soñ ar. Y nadie impedirá que nos apoderemos de todo Krynn. –Malystryx –dijo Gellidus, contemplando con fijeza a Malys. El Blanco inclinó la cabeza. –La Reina de la Oscuridad –corearon los otros. –Las estrellas presenciará n mi renacimiento –continuó ella–. Las estrellas será n testigos de una nueva era. ¡ La Era de los Dragones! ¡ La muerte de los hombres!
En las estribaciones situadas má s allá de la meseta, Gilthanas alargó la alabarda. –Creo que tú puedes empuñ ar esta arma mucho mejor que yo, Dhamon. Rig frunció el entrecejo. El marinero abrió la boca para decir algo, pero se detuvo cuando vio que Dhamon negaba con la cabeza. –Preferirí a no tener nada que ver con esa arma –respondió el caballero. Palmeó la larga espada que pendí a de su costado–. Me contentaré con é sta. –Yo tambié n prefiero una espada –añ adió Gilthanas. El marinero aceptó inmediatamente la alabarda. Un alfanje pendí a ya de su costado izquierdo, y al menos una docena de dagas resultaban visibles sobresaliendo de las fundas de piel que entrecruzaban su pecho. Unas cuantas empuñ aduras má s emergí an por encima de las negras botas. –Preferirí a usar la Dragonlance de Sturm –dijo, mirando a Dhamon–. Desgraciadamente, descansa junto al Yunque. ‑ ‑ En voz baja, añ adió: – Y pienso recuperar esa lanza, si conseguimos sobrevivir a esta experiencia. –Las hondas no sirven contra los dragones –manifestó Ampolla, al tiempo que tomaba un par de las dagas de Rig–. Pero no creo que estas armas sirvan de mucho tampoco. Fiona, Groller, Veylona y Usha sostení an espadas y escudos. Todas las armas las habí a facilitado Palin, que las habí a tomado prestadas del tesoro má gico de la Torre de Wayreth. Existí a magia residual en todas las hojas, aunque no tanta como la que emanaba de la alabarda. No obstante, tal vez podrí an atravesar el grueso pellejo de un dragó n. El hechicero estaba cubierto de cicatrices de los pies a la cabeza, sin pelo, y con un aspecto mucho má s envejecido del que correspondí a a sus algo má s de cincuenta añ os. Pero sus ojos brillaban decididos, y el anillo de Dalamar centelleaba en su dedo. Habí a tenido la intenció n de enviar a Usha de vuelta a la torre, pues sabí a que é ste no era lugar para alguien sin preparació n para el combate e incapaz de lanzar conjuros. Pero, tras mirar sus dorados ojos y contemplar la firme mandí bula –y tras explicar lo sucedido en el Reposo de Ariakan–, supo que no podrí a alejarla de allí. Vivirí an o morirí an juntos en este dí a. Ella se habí a enfrentado a Caos en el Abismo, y ¿ có mo podí a no ser parte ahora de esta batalla que tendrí a un papel tan esencial en la configuració n de lo que iba ser el futuro de Krynn? Palin só lo deseaba que Ulin se hubiera unido a ellos. No habí a tenido contacto con su hijo desde el dí a en que é ste abandonó la torre con el Dragó n Dorado. Sin embargo, sabí a que un ejé rcito de Dragones del Bien se encaminaba hacia allí y cubrirí a pronto el cielo, Caballeros de Solamnia sobre Plateados sin duda alguna. Tal vez Ulin estarí a entre ellos. Feril llevaba puesta la Corona de las Mareas, tras decir a Palin que no necesitaba ninguna otra arma. La habí a usado para hundir varias naves de los Caballeros de Takhisis que intentaban impedir que desembarcaran cerca de Port Balifor, y seguirí a utilizá ndola para aumentar el poder de sus conjuros. Jaspe sostení a el Puñ o de E'li. Nadie le habí a discutido al enano el derecho a empuñ arlo. Silvara y Gilthanas habí an facilitado informació n sobre los dragones reunidos, y sobre los ejé rcitos acampados alrededor de la base de la meseta. Silvara les aseguró que habí a muchos Dragones del Bien en camino, criaturas a las que ella conocí a personalmente que ofrecerí an sus vidas para impedir que Takhisis regresara a Krynn. –Esto es un suicidio –murmuró Gilthanas a Palin, llevá ndose al hechicero aparte–. Só lo los ejé rcitos reunidos aquí son demasiados para que podamos ocuparnos de ellos, y eso sin contar cinco señ ores supremos dragones y dos lugartenientes... y con Takhisis de camino. Es un suicidio, amigo mí o. Palin asintió y señ aló en direcció n a los otros. Su mirada se cruzó con la de su esposa. –Ellos tambié n lo saben –repuso–. Pero no intentarlo... –... significa entregar voluntariamente Krynn a los dragones. Lo sé. Y eso tambié n serí a un suicidio –continuó el elfo–. Silvara y yo aguardaremos hasta que el sol se haya puesto y luego alzaremos el vuelo. Esperaremos a que alcancé is la meseta. –Y si no lo conseguimos... Gilthanas acarició la empuñ adura de su espada. –Entonces Silvara y yo iniciaremos la batalla. –En voz mucho má s baja, añ adió: – Y nos reuniremos con el espí ritu de Goldmoon mucho antes de lo que habí amos planeado. –Hechicero y elfo se estrecharon la mano. Minutos despué s, Silvara y Gilthanas habí an desaparecido. El pequeñ o grupo inició el recorrido de un sendero que atravesaba las estribaciones y conducí a a la meseta situada en lo alto de la montañ a. Ampolla empezó a mostrarse nerviosa a medida que se acercaban al lugar. –Los Caballeros de Takhisis –masculló –. Un mar de color negro. Me provocan comezó n en los dedos. Aú n no veo goblins, ni hobgoblins, ni ogros o draconianos como los que descubrieron Silvara y Gilthanas cuando exploraban. ¿ Y quié n sabe qué otra cosa hay tambié n ahí? ¿ Có mo vamos a pasar junto a ellos? ¿ Andando? –Desde luego –replicó Palin. Su pulgar jugueteó con el anillo de Dalamar. En cuestió n de segundos, todos ellos adoptaron el aspecto de Caballeros de Takhisis. Todos altos y humanos, incluso Furia; aunque este caballero en concreto no podí a evitar andar un poco raro y olfatear el aire, iba cubierto tambié n con una armadura negra. La ú nica forma de conocer quié n era quié n estaba en el color de los cabellos que sobresalí an de debajo de los yelmos. –Esto me pone la carne de gallina –dijo Rig a Fiona, mientras bajaba la mirada hacia el emblema de la calavera de su peto negro. Recorrió con los dedos el dibujo, y ladeó la cabeza en direcció n a Palin. No habí a notado el contacto con el metal, sino la suave piel de su pecho y las dagas sujetas a é ste. –Es un camuflaje –dijo el hechicero a modo de explicació n–. Uno muy complicado, que será mejor que recemos para que esos ejé rcitos no puedan penetrar. –¡ Vaya! –chilló Ampolla, que estaba admirando su reluciente armadura y guanteletes–. ¡ Tengo un aspecto fantá stico! –Pero inmediatamente frunció el entrecejo. El hechizo desde luego le daba un aire imponente, pero su voz sonaba igual. –El disfraz es só lo para cubrir las apariencias –explicó Palin–. Ten cuidado de no hablar. Eso nos delatarí a. Ampolla asintió. El caballero de cabellos rojos gruñ ó por lo bajo y dejó de escarbar el suelo. Dhamon encabezó la marcha a travé s del primer campamento. Varias docenas de caballeros estaban estacionados en el perí metro exterior, pero ninguno prestó atenció n al enmascarado grupo, pues se hallaban ocupados en el banquete que se preparaba. Varios cerdos de gran tamañ o se estaban asando ensartados en espetones, y bá rbaros procedentes de algunos de los poblados cercanos de Khur se dedicaban a repartir pan y queso. No fue má s que el primero de varios campamentos que atravesaron, cada uno aproximadamente del mismo tamañ o y todos caracterizados por la misma atmó sfera de fiesta. No obstante, no habí a ni cerveza ni aguamiel, observó Dhamon, nada que pudiera embotar los sentidos de los caballeros. Los ejé rcitos de goblins era otra cuestió n. Los tambores retumbaban con un ritmo desigual, y los guerreros goblins má s jó venes danzaban alrededor de mesas cargadas de comida. Barriles de algo acre y fermentado resultaban bien visibles. Dhamon escogió los senderos menos concurridos para atravesar estos campamentos y apresuró el paso en direcció n a la cima, seguido por los otros. No querí a arriesgarse a que un goblin borracho tropezara con Ampolla o Jaspe y viera a travé s del camuflaje creado por Palin. Esquivó tambié n los campamentos de ogros y draconianos que descubrieron. Los hobgoblins y los bá rbaros parecí an ser los má s disciplinados del grupo, y no habí a sustancias embriagantes en estos campamentos. Sin embargo, el aire estaba inundado de gritos de guerra y discursos victoriosos, en los que sargentos y capitanes fanfarrones se jactaban de có mo su suerte en esta vida mejorarí a cuando la diosa dragó n regresara a Ansalon. En la base de la meseta, un grupo de é lite de los caballeros de la Reina de la Oscuridad se encontraba acampado a la sombra de cuatro Dragones Rojos, un pequeñ o Negro y un pequeñ o Verde. Dhamon reconoció a Jalan Telith‑ Moor, y rá pidamente hizo girar a sus acompañ antes por el sendero má s largo que rodeaba el campamento para esquivarlo. La comandante tal vez estaba ciega, pero Dhamon lo dudaba. Sabí a que la mujer tení a acceso a un grupo de Caballeros de la Calavera que probablemente sabí an có mo curar su dolencia. Por el rabillo del ojo distinguió a varios hombres y mujeres con tú nicas negras: miembros de la Orden de la Espina. Tampoco quiso arriesgarse a que unos hechiceros penetraran su disfraz. –Por aquí –indicó, mientras dejaba atrá s a un par de oficiales e iniciaba el ascenso por un sendero sinuoso. –Hay tantos –musitó Usha a Palin–. Muchos má s tal vez que los que habí a en el Abismo. –Fue má s fá cil llegar aquí que al Abismo –respondió é l. –¡ Deteneos! –Un comandante de los caballeros apareció ante Dhamon, en un punto donde el sendero giraba alrededor de un saliente rocoso y ascendí a una ladera má s empinada aun. Só lo Dhamon, Rig y Feril habí an doblado la esquina. Los restantes no podí an ver al hombre que los habí a detenido. El hombre volvió a hablar: – ¡ Malystryx la Roja no permite que nadie se acerque! Regresad a vuestros puestos inmediatamente. –Las ó rdenes de Malystryx fueron que me dirigiera a la cima –replicó Dhamon irguiendo los hombros–. Debí a llevar a estos hombres hasta ella. El comandante estrechó los ojos. –Dudo que el dragó n haya... –¿ Dudá is del dragó n, señ or? Tengo a Palin Majere conmigo, un prisionero al que quiere. Tal vez piensa ofrecé rselo a Takhisis. –Los ojos de Dhamon no parpadearon. –Deja que vea a este Palin Majere. Palin no podí a ver al hombre, pero escuchó la tensa conversació n entre é l y Dhamon. Sintió có mo los dedos de Usha acariciaban nerviosamente los suyos. –Todo irá bien –musitó –. Dhamon sabe lo que hace. –Dobló la esquina, abrié ndose paso entre Rig y Fiona, al tiempo que cancelaba el hechizo que lo ocultaba. El caballero contempló con atenció n al hechicero, y sus ojos examinaron las quemaduras y cicatrices de su rostro, cabeza y manos. –Herirlo fue inevitable –dijo Dhamon, señ alando a Palin y golpeando impaciente el suelo con el pie–. Si no permití s que escolte a Palin Majere y a estos hombres hasta lo alto de la meseta, entonces deberé is explicarle a ella vuestras razones. Espero que el Dragó n Rojo sea comprensivo. Los ojos del comandante se entrecerraron, pero sus labios temblaron de forma casi imperceptible. –¡ Id! –bramó, haciendo un gesto a Dhamon para que pasara–. Llevadle al hechicero. Sin duda resultará un bocado apetitoso para la Reina de la Oscuridad. Dhamon asintió y empezó a avanzar. –¡ Funcionó! –se escuchó chillar a una infantil vocecita femenina–. ¿ Lo ves, Jaspe? Ya te dije que esa lecció n sobre có mo mentir que le di a Dhamon hace muchí simos meses acabarí a siendo ú til. Dhamon se encontraba junto al comandante cuando escuchó el siseo del acero al ser desenvainado. Se llevó la mano a su propia espada y giró velozmente, justo para ver có mo el comandante era abatido. El hombre cayó al suelo en medio de un charco de sangre. Rig contempló la alabarda que empuñ aba y silbó por lo bajo. –¡ Alguien podrí a encontrarlo! –advirtió Dhamon al marinero. Palin cerró los ojos y pasó el pulgar por el metal del anillo de Dalamar. Fiona apoyó al hombre contra la pared de la montañ a; entre ella y Rig colocaron el cuerpo de forma que no se doblara al frente. –Si estuviera vivo, nosotros no seguirí amos respirando por mucho tiempo –masculló Rig. –Me parece que verá n toda esta sangre, y que le han cortado en dos la armadura –manifestó la kender–. Resulta bastante difí cil no darse cuenta. Rig arrugó la frente, pero su rostro no tardó en iluminarse. –Gracias, Palin –dijo. En cuestió n de segundos, el hombre volví a a parecer vivo e intacto, los ojos cerrados como si se hubiera dormido en su puesto, y Palin recuperó el aspecto de un Caballero de Takhisis. –Esperemos que nadie pase por aquí y resbale en la sangre –murmuró el hechicero. Echó un vistazo a Dhamon, que habí a reanudado la ascensió n–. Será mejor que nos demos prisa. Se encontraban muy cerca de la cima cuando el ú ltimo haz de luz solar se hundió tras la lí nea del horizonte. El territorio quedó bañ ado en un brillante y precoz crepú sculo. El viento aumentó de intensidad con rapidez y sin previo aviso, y comenzó a soplar con fuerza. Palin hizo una mueca. Empezaron a acumularse nubes, que sumieron la zona en una oscuridad sobrenatural. Las piernas de Dhamon cubrieron veloces los ú ltimos metros del estrecho sendero, mientras el trueno sacudí a la montañ a. –¡ Deprisa! –chilló a los otros, blandiendo su espada. El cielo se llenó de relá mpagos que revelaron las figuras de dragones, Azules, Rojos y Verdes, que describí an cí rculos en el aire por encima de la Ventana a las Estrellas. Los reptiles se destacaban con nitidez entre las nubes de tormenta. En lo alto del cielo, relucí an tambié n destellos metá licos: los dragones Plateados y Dorados se aproximaban. Palin sabí a que muchos de ellos irí an montados por Caballeros de Solamnia. Una voz resonó por encima del fragor del trueno y el viento, sibilante, inhumana y autoritaria. –¡ Preparaos! –gritó la voz–. ¡ Empieza la ceremonia que dará paso a una nueva era!
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