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Aguas turbulentas



 

–Esto no me gusta nada. –Rig apretó el catalejo contra el ojo, vigilando las encrespadas aguas teñ idas de rosa por el sol que se alzaba–. Ya deberí a estar de regreso. Han pasado tres dí as.

Dhamon estaba recostado en la barandilla a su lado, la mirada fija en una elevació n lejana.

–Hemos de esperarla.

–No pienso levar el ancla, no todaví a –replicó el marinero–. De modo que no tienes que preocuparte de que vaya a dejarla abandonada... si es que sigue viva. Es amiga mí a, y yo no soy de los que abandonan a los amigos. Pero esperar tampoco es mi estilo. Si Palin se vuelve a poner en contacto con Usha esta noche, averiguaré cuá nto tiempo má s podemos permitirnos seguir aquí. –Le pasó el catalejo a Dhamon–. Voy a despertar a Fiona, y entre los dos prepararemos algo para desayunar. Algo comestible. Algo mejor que lo que nos ofreció Ampolla anoche.

El marinero se deslizó por la cubierta, silencioso como un gato. Dhamon se llevó el catalejo a un ojo y contempló las aguas.

–¿ Todaví a contemplas ese cetro? –Ampolla se dirigí a a Usha, sentada sobre un grueso rollo de cuerda–. Admito que es bonito. Y terriblemente valioso con todas esas joyas que lleva encima. Pero yo me cansarí a de mirar la misma cosa todo el tiempo. Claro que no hay gran cosa má s que mirar, supongo. Hay agua. Una barbaridad de agua. Podrí as contar los cuarterones de madera del camarote del capitá n. Yo ya lo hice, de todos modos. Así que tal vez podrí amos...

–¡ Buenos dí as, Ampolla!

–Buenos dí as a ti, Jaspe. –La kender volvió su atenció n hacia el enano–. Usha vuelve a contemplar el cetro.

–Ya lo veo.

–Sigue intentando recordar algo.

–Creo que he dado con un modo de ayudarla a hacerlo.

–¿ Es cierto? –Los ojos de la kender se abrieron desmesuradamente–. ¿ Qué? ¿ Có mo?

–Mmmmm. Desayuno. –El enano olfateó el aire–. Rig y Fiona está n en la cocina, preparando algo sabroso.

La kender se escabulló hacia la escalera.

–¡ Le dije a Rig que yo cocinarí a el desayuno! ¡ Querí a utilizar esa jarra de harina azul que encontré anoche!

–¿ Qué es lo que se te ha ocurrido? –preguntó Usha al enano.

–Algo que deberí a haber pensado hace mucho tiempo, si es que no voy errado. ¿ Recuerdas cuando está bamos en Ak‑ Khurman, y yo, eh..., hice que aquel espí a fuera un poco má s cooperativo? El hechizo tambié n podrí a funcionar contigo.

Los ojos de la mujer centellearon mientras depositaba el cetro a sus pies.

–Por favor, Jaspe. Cualquier cosa que me ayude a recordar.

El enano se replegó sobre sí mismo, fue en busca de la chispa, y la hizo crecer. Cuanto antes finalizara con esto, se decí a, antes podrí a regresar bajo cubierta, donde no tení a que contemplar có mo las aguas se encrespaban y alborotaban y donde su estó mago no parecí a revolverse con tanta violencia. Extendió una mano gordezuela en direcció n a Usha, la posó sobre su pierna y fijó la mirada en sus dorados ojos.

–Amiga –empezó el enano.

–Amigo –se escuchó responder Usha. Cerró los ojos, y el azul del océ ano Courrain Meridional desapareció. Su mundo se llenó de tonos verdes, en lugar de azules.

Usha contempló có mo Palin partí a, có mo el bosque qualinesti lo engullí a a é l junto con Feril y Jaspe; la vegetació n llenó su campo visual y la hizo sentir repentinamente vací a y aislada, atemorizada en cierto modo. Durante unos instantes todo lo que escuchó fue su propia respiració n inquieta. Sintió en los oí dos el tamborilear del corazó n, y escuchó el suave rumor de las hojas agitadas por la brisa.

Entonces los pá jaros de los altos sauces reanudaron sus cantos, indicá ndole que Palin se alejaba cada vez má s y ya no les causaba preocupació n. El murmullo de ardillas listadas y ardillas corrientes llegó hasta ella; se recostó contra el grueso tronco de un nogal y se dejó invadir por los innumerables sonidos del bosque tropical, mientras intentaba relajarse. Si las circunstancias hubieran sido diferentes, o si su esposo hubiera estado con ella, podrí a haber disfrutado de lo que la rodeaba o como mí nimo lo habrí a apreciado y aceptado. Pero, tal y como estaban las cosas, no podí a evitar sentirse incó moda, una intrusa desconfiada en los bosques elfos.

Una vez má s, tal y como ya habí a sucedido antes, la elfa apareció ante sus ojos; y una vez má s escuchó pronunciar su nombre como si fuera una maldició n. Los detalles resultaban tan vivos como si estuviera de vuelta en el bosque qualinesti.

–Se llama el Puñ o de E'li –decí a la qualinesti–, y es un objeto antiguo que empuñ ó el mismí simo Silvanos. Segú n dicen, decorado, enjoyado y vibrante de energí a. Tal vez si tuvié ramos el Puñ o, podrí amos hacer algo contra los secuaces del dragó n.

–¡ Si Palin lo consigue, no se lo podé is arrebatar! –Usha alzó la voz por primera vez contra sus anfitriones–. Necesitamos...

–No lo cogeré, si es que lo encuentra... aunque dudo que lo consiga. Me daré por satisfecha si el arma queda lejos del alcance de los ocupantes de la torre. Pero aceptaré una promesa por tu parte, siempre y cuando tu esposo regrese aquí con é l. –Los ojos de la elfa relucieron–. Si lo que sea que ha planeado tu esposo hacer con é l no consume el cetro, hará s todo lo que esté en tu poder, Usha Majere, para mantenerlo a salvo y devolvé rnoslo. Arriesgará s la vida por este cetro, por el Puñ o de E'li, si es necesario. ¿ Entendido?

–Arriesgaré mi vida –musitó ella–. Lo mantendré a salvo; lo prometo. Pero debes contarme qué es lo que hace el Puñ o. Me lo debes por haberme robado los recuerdos.

–Te lo diré, Usha, pero só lo porque no creo que Palin Majere regrese jamá s de la torre. Las leyendas afirman que Silvanos usaba el Puñ o de E'li, el Puñ o de Paladine, para acaudillar a los elfos, para incitarlos, inspirarlos, instarlos a defender sus causas. Algunos cuentan que el Puñ o de E'li es un instrumento para controlar la mente. Sin embargo, yo prefiero creer a aquellos estudiosos elfos que insisten en que el Puñ o no hace má s que reforzar las cosas en que las gentes ya creen. Sencillamente les concede el valor necesario para defender sus convicciones. Segú n estos estudiosos, el Puñ o da a las personas los arrestos necesarios para llevar a cabo las acciones que abrigan en sus mentes. Yo tambié n lo creo así. El Puñ o es incapaz de corromper a nadie.

–Comprendo –respondió Usha en voz baja–. El Puñ o no puede cambiar la forma de pensar de la gente o controlar sus pensamientos. Pero sí puede darle confianza en sí misma.

–Sí. Y no puede obligarlos a hacer algo que vaya en contra de su forma de ser –continuó la elfa–. Eli no lo habrí a permitido. No hubiera querido ejé rcitos forzados, seguidores que no fueran má s que marionetas controladas por su mente.

La elfa extendió la mano hacia arriba y arrolló un mechó n de cabellos de Usha alrededor de un delgado dedo.

–Algunos sabios dicen que el Puñ o posee otras propiedades, Usha Majere; que otorga má s confianza en sí mismo a quien lo empuñ a, y que puede mejorar el aspecto de quien lo maneja y hacer que resulte má s agradable a la vista o mejor aceptado por la gente. Tambié n es posible que no sea má s que la belleza de las joyas lo que hace que quien lo sostiene parezca má s atractivo o majestuoso.

–Majestuoso –repitió ella, y frunció el entrecejo–. Pero, si el Puñ o de E'li no cambia la mente de las personas ni consigue nada drá stico, ¿ qué lo convierte en tan poderoso y valioso para mi esposo?

–Sospecho que Palin Majere no sabe nada sobre lo que el cetro puede hacer en realidad. –Los ojos de la elfa centellearon–. Sencillamente cree que es un objeto antiguo que lo ayudará a llevar a cabo su misió n. Lo cierto es que posee poderes arcanos, Usha; el Puñ o tambié n es un arma y puede matar si se le ordena, siempre y cuando quien lo empuñ a se concentre en su adversario y sepa có mo invocar su fuerza asesina. De un golpe puede reducir a cenizas al enemigo.

–¿ Podrí a matar a un dragó n?

–¿ Un dragó n? –La elfa retrocedió, mirando a Usha–. Tal vez, o tal vez no. Dudo que pudiera hacer algo má s que herir a una señ ora suprema como Beryl. E'li no debe de haber tenido a esa clase de adversario en mente cuando creó el cetro. Ademá s, un señ or o señ ora supremos como la Muerte Verde percibirí a la magia del cetro y soltarí a su horrible aliento, y é ste destruirí a a quien lo empuñ ara y al Puñ o antes de que se pudiera utilizar el arma contra ella.

–Debemos contar a Palin los poderes del cetro. Quizá podrí a encontrar un modo de...

–No. Los poderes del Puñ o son como tu isla de los irdas: un secreto precioso que las dos hemos compartido. El secreto me pertenece a mí y a mis seguidores escogidos, y a los estudiosos elfos. No dudo que Palin pudiera empuñ ar el cetro con la competencia para la que é ste fue concebido. Pero, si fracasa y se lo roban, tambié n le robarí an los conocimientos sobre sus poderes, y se podrí a convertir al Puñ o en una fuerza del mal. É sa será su prueba. Lo mejor es mantener el secreto, en mi opinió n.

–Mantener el secreto –repitió Usha–. Yo entiendo de secretos.

–Tú no sabes nada sobre los secretos del Puñ o de E'li –dijo la elfa, la voz monó tona, hechizadora–. No recordará s nada de nuestra conversació n, Usha Majere. Tan só lo recordará s nuestro bosque y tu juramento con respecto al Puñ o.

Tras una pausa, la elfa dijo con suavidad:

–Me hablabas sobre vuestro viaje hasta este bosque.

La esposa de Palin se pasó los dedos por las sienes, para hacer desaparecer un ligero dolor de cabeza.

–Sí –respondió vacilante–. Un barco nos trajo aquí.

–¿ Có mo lo llamabais, a ese barco?

Yunque de Flint. Jaspe lo bautizó, lo compró con una joya que su tí o Flint le dio.

–Y ese tí o era...

–Flint Fireforge, uno de los Hé roes de la Lanza.

–El enano legendario. –La elfa irguió la cabeza–. ¿ Sucede algo, Usha?

–Lo recuerdo.

Usha parpadeó y sujetó la mano de Jaspe.

 

–He tomado una decisió n, elfa de la superficie. –Nuqala flotaba frente a Feril en una pequeñ a habitació n desprovista de mobiliario. El edificio, segú n la kalanesti habí a averiguado, se llamaba la Torre del Mar–. La corona es un tesoro –siguió Nuqala–. Es parte de nuestro patrimonio, crucial para nuestra defensa. Ha sido muy ú til para desanimar a Pié lago.

Las esperanzas de Feril se vinieron abajo.

–Tambié n me doy cuenta de que a lo mejor podrí a ser de mayor utilidad ayudando a acabar con todos los señ ores supremos dragones, no tan só lo deteniendo al que nos atormenta. La Corona de las Mareas es tuya a cambio de una promesa solemne. Si impedí s que Takhisis regrese a Krynn, y luego emprendé is una estrategia contra los señ ores supremos, tienes que prometer que al primero que intentaré is eliminar será a Brynseldimer.

«No puedo hacer tal promesa –pensó Feril–. ¿ Có mo puedo garantizar que mis amigos estará n de acuerdo? » No obstante, se dijo, sí podí a garantizar sus propias acciones, de modo que asintió mirando a la mujer.

–Lo prometo.

–Envié a buscar la corona anoche –continuó la elfa marina–. La guardamos en otro lugar de esta torre. –Introdujo la mano entre los pliegues de la tú nica, que ondulaban como frondas marinas alrededor de su delgado cuerpo, y sacó una corona alta de coral azul tachonado de perlas. Era asombrosamente hermosa, y la kalanesti percibió las vibraciones de su poder.

Nuqala la tendió a Feril, y los dedos de é sta se extendieron indecisos, hasta tocar la corona.

–La Corona de las Mareas –musitó la elfa marina–. Con ella, las aguas te obedecerá n. –Nuqala se hizo a un lado, señ alando en direcció n al abierto portal oval situado a su espalda–. Elfa de la superficie, informa a Palin Majere de la promesa que me has hecho. Y asegú rate de que la cumplí s.

 

Las montañ as de Dimernesti se hicieron má s pequeñ as detrá s de ella a medida que Feril nadaba veloz en direcció n al cementerio de barcos, el primer mojó n que la conducirí a de regreso al Narwhal. Conservaba el aspecto de elfa cubierta de escamas, y la Corona de las Mareas descansaba bien sujeta sobre su cabeza.

Se mantení a pegada a la arena, nadando entre los oscuros cascos, ya que no deseaba llamar la atenció n de los pequeñ os tiburones ni de ninguno de los tiburones de mayor tamañ o de los arrecifes que pudieran rondar por la vecindad. No hací a mucho que habí a amanecido, por lo que pudo apreciar, y una luz tenue se filtraba desde lo alto, pintando a los barcos de un verde ló brego. Dama Impetuosa, se dijo pensativa al pasar junto a la nave. Tendrí a que contar a Rig cuá l habí a sido el final del navio; recordaba que é l le habí a contado que añ os atrá s habí a navegado en é l.

Con el cementerio a su espalda, se puso a nadar má s deprisa en direcció n al barranco y al arrecife situado al otro lado. En lugar de centrar su atenció n en la exuberancia de vida marina que la rodeaba, se obligó a concentrarse en la corona; percibí a la magia del coral azul, y có mo le daba nuevas energí as y á nimos.

Controla el agua, comentó para sí. La corona emitió un claro zumbido, y los ojos de la elfa se abrieron de par en par. ¡ La corona le respondí a! Feril cruzó el barranco a toda velocidad, agitando las piernas con fuerza mientras el agua se apartaba a su paso. Se concentró en los dedos, los extendió ante el rostro, y contempló có mo el agua corrí a veloz por entre sus manos.

«La Corona de las Mareas –pensó –. ¡ Sí, podrí a controlar las mismas mareas con esto! Pero ¿ qué es lo que hará sobre el agua? ¿ Có mo puede ayudar a Palin? »

Agitó las piernas para dirigirse al arrecife, sin percatarse de la presencia de la sombra que acababa de separarse del barranco para seguirla.

La criatura se impulsó tras la kalanesti, a la que en las oscuras aguas habí a confundido con una insolente elfa marina. Al gran dragó n no le gustaba que los elfos dimernestis se alejaran de su reino subacuá tico, y se comí a a aquellos que tentaban su có lera.

Al coronar el arrecife, Feril notó que el mar empezaba a calentarse. Desconcertada ante esta nueva sensació n, se dijo que tal vez fuera un efecto secundario producido por la utilizació n de la corona. A lo mejor...

Jadeó cuando el agua caliente inundó sus agallas. ¡ No! No era la corona. Era otra cosa. Casi demasiado tarde, giró en redondo para mirar a su espalda, y se quedó boquiabierta, mientras el calor aumentaba tanto que resultaba casi imposible de soportar.

El enorme dragó n parecí a un monstruo marino sacado de un cuento infantil. Feril se dijo que debí a de medir má s de veinte metros desde el puntiagudo hocico a la punta con afiladas pú as de su cola. El largo corpachó n negro carecí a de patas e iba acortando distancias; escamas verde oscuro le cubrí an el cuello y la testa, en tanto que escamas de un verde má s claro revestí an su mandí bula inferior y estó mago.

En cuanto Pié lago abrió las fauces, Feril percibió có mo la corriente se encrespaba con violencia y el agua arremolinaba a su alrededor. Jadeó, incapaz de respirar aquellas aguas tan calientes, y se dobló sobre sí misma a causa del insoportable dolor. Sintié ndose a las puertas de la inconsciencia, extendió los dedos hacia la corona y la rozó.

«¡ No! –chilló en silencio–. ¡ No puedo rendirme! ¡ No puedo dejarme cocer antes de que Palin haya tenido una oportunidad de usar la corona! »

Pensó en el agua, que herví a a su alrededor, y deseó que se enfriara. Y en cuestió n de segundos así fue. La Corona de las Mareas habí a llevado a cabo el portento.

No obstante, el dragó n estaba tan cerca ahora que veí a sus irisados ojos azules, y la kalanesti se imaginó reflejada en sus ó rbitas. Movió las piernas con rapidez, concentrá ndose en la corona, mientras el dragó n se acercaba aun má s, amenazador; el cuerpo ondulante del ser se abrió paso por entre las aguas, las fauces bien abiertas, e intentó morderla con avidez; afilados dientes de madreperla centellearon bajo la luz que se filtraba desde la superficie.

Ella agitó las piernas con má s fuerza, al tiempo que gesticulaba con los brazos y lanzaba un chorro de agua má s intenso en direcció n a Pié lago. Feril se arriesgó a echar una mirada por encima del hombro, y descubrió sorprendida que la potencia del agua habí a empujado ligeramente hacia atrá s al dragó n; así pues, se concentró en los chorros de agua que creaba y consiguió hacer retroceder un poco a la criatura contra un afloramiento rocoso cercano al arrecife.

Un aullido se dejó escuchar en el agua, y Feril se dio cuenta de que la cola del dragó n habí a quedado ensartada en una aguja de coral. Pié lago volvió a bramar, y el agua hirvió a su alrededor y destruyó a las pequeñ as criaturas, el coral y la roca viva de la zona, al tiempo que proyectaba una oleada de un calor insoportable en direcció n a Feril.

La kalanesti nadó con mayor rapidez, utilizando la Corona de las Mareas para aumentar sus energí as, en un intento de poner distancia entre ella y la criatura.

Al cabo de un instante sintió una oleada de renovado calor en el agua que la envolví a y comprendió que Pié lago habí a conseguido liberarse. El agua aparecí a teñ ida de hirviente sangre oscura. El dragó n abrió la boca y rugió, tras lo cual salió disparado al frente, azotando furiosamente el agua con la cola.

Feril redobló el movimiento de sus piernas, sin dejar de concentrarse en la corona para seguir lanzando los chorros de agua. Al mismo tiempo proyectó la mente hacia la vida vegetal cercana, y fusionó sus sentidos con las plantas en solicitud de ayuda. Habí a usado el hechizo en innumerables ocasiones en tierra firme y supo instintivamente que tambié n funcionarí a allí.

Las algas, las frondas, el plancton y el coral blando respondieron, y se estiraron para arrollarse a la cola del dragó n. Un espeso bancal de algas se alzó para enroscarse al musculoso cuello del reptil.

El dragó n aulló enfurecido, revolvié ndose como una fiera. Abrió las fauces y descargó otra rá faga hirviente que la elfa apenas consiguió enfriar. Entonces la kalanesti se detuvo y se mantuvo flotando, con la mirada fija en el dragó n, mientras pasaba los dedos por la franja coralina y centraba sus pensamientos en las plantas.

«Creced», deseó.

Intensificado por la corona, el conjuro cobró vida, y los efectos fueron sobrecogedores. Las algas doblaron su tamañ o, y enseguida volvieron a doblarlo. El blando coral se multiplicó y rodeó a Pié lago. El plancton espesó, ocultando casi por completo al ser.

«Creced –continuó ella–. Má s. »

Escuchó con claridad el grito del dragó n, que resultó dolorosamente intenso, incluso en el agua. Notó có mo la maleza se estrechaba alrededor de la garganta de Pié lago y le impedí a absorber la nutritiva agua.

«Má s fuerte. Creced. »

La vegetació n se estiró, ocultando ahora todo rastro del dragó n. Luego, en un instante, se marchitó y murió. Feril la contempló boquiabierta mientras el corazó n le latí a con violencia. El reptil habí a encontrado la energí a suficiente para lanzar otra bocanada má s de su aliento devastador y habí a acabado con todas las plantas que lo rodeaban.

Los inmensos ojos del dragó n se entrecerraron, y una vez má s volvió a arremeter contra ella. Feril dio la vuelta y tomó lo que creí a era direcció n este, lejos de donde sabí a que se encontraba el Narwhal. No podí a arriesgarse a correr hacia el barco en busca de seguridad, no cuando el dragó n podí a destruir con facilidad la pequeñ a nave.

Usó la corona para proyectar chorros de agua desde sus piernas y brazos, esforzá ndose por ganar tiempo. Entonces se sintió impelida al frente, no por sus propios medios, sino por Pié lago; se vio lanzada, dando volteretas en el agua, contra una afloramiento coralino. Feril se esforzó por frenar su velocidad, pero chocó contra el arrecife. Sus ojos se cerraron.

El dragó n contempló con curiosidad a la inconsciente elfa. No era azul, como los dimernestis, pero era una elfa, y poderosa. ¿ Procedente de la superficie? ¿ De un barco?

 

Dhamon descubrió otra elevació n y enfocó el catalejo hacia ella. Algo en ella resultaba diferente. Era verde oscuro, tal vez negro. Puede que se tratara de una ballena. La elevació n se aplanó, y é l la perdió de vista. Una ballena, en especial una grande, podí a crear problemas si se acercaba demasiado; incluso podí a hacer zozobrar el Narwhal.

–¿ Dó nde está s? –musitó Dhamon–. ¿ Dó nde?

La proa del barco se alzó de improviso, levantá ndose hasta tal punto que la nave quedó prá cticamente posada sobre el timó n de popa. Dhamon se aferró a la barandilla, pero sus pies perdieron apoyo y quedaron suspendidos en el aire, al tiempo que una lluvia de agua increí blemente caliente le azotaba el rostro.

Un puñ ado de esclavos liberados que se encontraban en cubierta resbalaron en direcció n a popa, y sus manos buscaron con desesperació n algo a lo que sujetarse.

–¡ No! –Jaspe rodó dando volteretas al cabecear la nave.

Usha, situada en mitad del barco, tendió las manos para sujetarlo a é l y el cetro. En el ú ltimo momento sus dedos se cerraron alrededor de la brillante empuñ adura, en tanto que la otra mano conseguí a agarrar la pernera del pantaló n del enano. Pero la tela se desgarró, y Jaspe cayó de cabeza. Enseguida, Usha sintió que tambié n ella resbalaba. Oyó có mo las cuadernas de la nave crují an, escuchó los gritos de sorpresa que surgí an bajo cubierta. Se vio lanzada en pos de Jaspe, y ambos chocaron contra el cabrestante.

–¡ Yo te sujeto! –aulló el enano. Pasó un rechoncho brazo por la cintura de la mujer, sujetando el otro al cabrestante–. ¡ No sueltes el cetro!

Ella abrió la boca para contestar, pero en su lugar emitió un grito de sorpresa. La parte delantera del barco descendió con gran estré pito y golpeó contra el agua; la sacudida arrancó a ella y a Jasper de su asidero, al tiempo que provocaba gritos lastimeros en los antiguos esclavos. El enano fue el primero en incorporarse, y luego ayudó a Usha a hacer lo propio.

–¿ Qué fue eso? –inquirió ella.

–No lo sé. –Se llevó las manos al estó mago al notar có mo una sensació n de ná usea empezaba a embargarlo–. Pero pienso averiguarlo. –Se apoyó en el cabrestante mientras paseaba la mirada en derredor–. ¡ Dhamon! –Jaspe dirigió un vistazo hacia la proa, donde un Dhamon empapado, con el rostro enrojecido y lleno de ampollas, intentaba incorporarse.

El caballero guardó el catalejo en el bolsillo y desenvainó una espada larga que llevaba sujeta a la cintura, una de una docena de armas que é l y Rig habí an descubierto bajo cubierta. Retrocedí a despacio, sin apartar la mirada del agua.

–¡ Rig! –vociferó Dhamon–. ¡ Rig, sube aquí arriba!

–Desenredad las jarcias –ordenó Jaspe a los antiguos esclavos, al tiempo que é l y Usha corrí an hacia Dhamon–. Y sujetaos bien. Creo que esta vez tenemos serios problemas.

» ¿ Qué es? –inquirió el enano, tomando el cetro de manos de la mujer.

–Pensé que se trataba de una ballena –respondió Dhamon. Se pasó la mano libre por el rostro, y frunció el entrecejo cuando los dedos tocaron las ampollas–. Pero no lo creo. Me parece que...

–¡ Dragó n! –chilló Usha. La mujer señ alaba a babor–. ¡ Es un dragó n!

–¿ Qué? –Era la voz de Rig–. ¿ Un dragó n? –Fiona iba detrá s de é l, con Groller pegado a ella.

–¿ Qué ha sucedido? –Ampolla se abrió paso rá pidamente entre ellos. Los cabellos de la kender estaban azules; tení a el rostro manchado de harina azul, y su tú nica evidenciaba restos de algú n mejunje pegajoso de color amarillo–. ¿ Hemos chocado con algo?

–¡ El dragó n! –repitió Usha.

La cabeza de Pié lago afloró entonces a la superficie, y todos pudieron verlo. Las fauces eran mayores que el Narwhal, y los dientes, gruesos como el palo mayor de la nave. Clavó los azules ojos en el navio, y se elevó má s en el agua.

El sinuoso cuello, que resplandecí a en tonos verdes y negros bajo el sol de la mañ ana, resultaba extrañ amente bello. Estiró la testa a un lado y a otro, abrió la boca, y lanzó sobre el Narwhal un chorro de vapor.

Furia aulló. El lobo acababa de aparecer en cubierta y corrí a hacia la barandilla cuando le cayeron encima las primeras oleadas del abrasador aliento. El animal perdió el equilibrio, se puso a aullar, y se arrancó grandes mechones de pelo.

–¡ Pié lago! –aulló Ampolla mientras se palpaba los bolsillos en busca de la honda–. Dije que querí a ver un dimernesti, no un dragó n –masculló para sí –. No deseaba en absoluto ver un dragó n. No, no. En absoluto.

–¡ Si esa cosa se acerca al barco, estamos perdidos! –chilló Rig. Sacó unas dagas del cinto y, sosteniendo tres en cada mano, se apuntaló junto a la barandilla de babor y aguardó a que el dragó n se pusiera a tiro.

Dhamon estaba junto al marinero, con una pierna pasada por encima de la barandilla.

–Intentará hundir el barco.

–¿ Qué crees que está s haciendo? –Rig se quedó mirando a su compañ ero cuando é ste pasó la otra pierna por encima de la barandilla.

–Tomar la iniciativa y daros la oportunidad de que la nave se haga a la vela. Ya he luchado contra un dragó n, ¿ lo recuerdas? Saca al Narwhal de aquí. –Luego sin una palabra má s, Dhamon saltó al agua y empezó a nadar torpemente en direcció n al dragó n, sin soltar la espada. Rig estaba demasiado asombrado para contestar.

Era cierto que Dhamon se habí a enfrentado a Cicló n, el gran Dragó n Azul que descendió sobre el Yunque cuando é ste estaba atracado en el puerto de Palanthas. Aqué lla fue una batalla que costó la vida a Shaon, la persona a quien el marinero amaba. Rig habí a culpado a Dhamon de la muerte de Shaon y habí a afirmado que, si el caballero hubiera permanecido con los Caballeros de Takhisis y continuado como compañ ero de Cicló n, Shaon habrí a seguido viva. Pero la verdad era que Dhamon habí a combatido contra el Azul. Rig lo habí a visto luchar con é l sobre las colinas de Palanthas, habí a presenciado có mo el caballero y Cicló n se precipitaban a un profundo lago.

–¡ Estas cosas no van a servir de nada! –masculló el marinero mientras arrojaba las dagas contra el dragó n. Tan só lo una consiguió clavarse en el cuello de la criatura; el resto cayó al agua, y el marinero se dijo que la pequeñ a hoja no debí a de significar má s que un pinchazo para el animal–. Jaspe! ¡ Leva el ancla! ¡ Fiona, iza las velas! –Ordenó a los antiguos esclavos que vigilaran el timó n, mantuvieran los aparejos tensados, y avisaran a los hombres de la bodega.

Tras todo esto, corrió a proa, en busca de la ú nica balista del Narwhal. Abrió un cofre sujeto a la cubierta, y empezó a sacar saetas.

–Los cuchillos no te hicieron dañ o, pero é stas quizá sí –aulló.

En el centro del barco, Fiona desplegó las velas con la ayuda de Usha y los esclavos liberados. La nave se movió pero enseguida se detuvo, sujeta por el ancla. Las mujeres miraron en direcció n a popa, donde Jaspe y Groller tiraban de la cuerda del á ncora.

–Daos prisa, Jaspe –lo apremió Usha.

–¡ Bien! –vitoreó Fiona, al contemplar có mo el ancla surgí a de las aguas; pero de inmediato sacudió la cabeza–. ¡ No! –chilló al semiogro, a pesar de saber que no podí a oí rla y que, aunque pudiera, sus palabras no lo disuadirí an. Efectivamente, terminada su tarea, Groller hizo lo impensable: saltó al agua y comenzó a nadar en direcció n a Dhamon y el dragó n impelié ndose con sus largos brazos.

–Pero ¿ qué cree que está haciendo? –exclamó Usha, ató nita.

–Ayudar a Dhamon –respondió Fiona, solemne, al tiempo que dirigí a la mano a su espada–. Sabe que só lo hay una balista y que Rig la utiliza.

–Pero eso que hace es un suicidio.

–Y yo me uniré a é l en la fabulosa otra vida –repuso la dama solá mnica– a menos que encontremos alguna otra cosa que lanzar contra el dragó n desde lejos.

–Vamos a la bodega –instó Usha–. Hay lanzas.

–Entonces dé monos prisa.

–¡ Ampolla! –oyeron rugir a Rig mientras se encaminaban abajo–. Olvida la honda. ¡ No sirve de nada! ¡ Ve al timó n! ¡ Haz que nos alejemos!

El marinero apuntaba con la enorme ballesta y disparaba saetas contra el enorme dragó n marino. No estaba acostumbrado a aquella arma, pero tras algunos disparos ya habí a empezado a apuntar mejor.

Ahora, a una buena distancia del Narwhal que retrocedí a, Dhamon se mantuvo a flote en el agua y sostuvo la espada por encima de la cabeza mientras el dragó n se alzaba por encima de la superficie, para luego dejarse caer con fuerza. Una lluvia de agua caliente roció a Dhamon. Apretó los dientes para no gritar. La testa del animal volvió a alzarse, los ojos fijos en el hombre que nadaba. Las fauces se abrieron otra vez y soltaron un nuevo chorro abrasador de vapor.

Dhamon se sumergió justo a tiempo de evitar lo má s recio del ataque; pero el agua estaba ardiendo, y tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para mantenerse consciente y no soltar el arma.

Resuelto, el caballero contuvo la respiració n y se impelió al frente. «¡ Má s cerca! –se ordenó interiormente Dhamon–. ¡ Má s cerca! ¡ Ahí! » Hundió la espada en el cuello del dragó n con todas sus fuerzas, y el acero se abrió paso por entre las escamas de un verde negruzco y le produjo una herida.

¡ Aguijoneado por un humano! Pié lago aulló asombrado. La espada no le habí a hecho dañ o en realidad; resultaba má s bien molesta. Sin embargo, el dragó n rugió enfurecido ante el hecho de que algo tan insignificante osara enfrentarse a é l. Otro hombre nadaba tambié n hacia allí. Era un hombre de mayor tamañ o y serí a el primero al que devorarí a.

Pié lago se hundió má s, a la vez que su primer atacante extraí a la espada de su garganta y volví a a clavarla. El dragó n dobló la cabeza a un lado y lanzó el cuello al frente, con las fauces bien abiertas.

En la cubierta del Narwhal, Ampolla hizo girar el timó n y consiguió alejar la proa del barco de la criatura, justo mientras Rig hací a girar la balista para obtener un mejor á ngulo de tiro.

Jaspe se encontraba detrá s de ella en la cubierta, sujetando con fuerza el Puñ o y con los ojos fijos en el dragó n.

–No sé nadar –decí a–. Me hundirí a como una piedra. ¡ Groller!

El enano divisó al semiogro. Estaba agarrado a una pú a del lomo de Pié lago, espada en mano, asestando cuchilladas al reptil. Tambié n Rig descubrió a Groller e hizo girar la balista.

–¡ Ampolla! –gritó el marinero–. ¡ Vira en direcció n al dragó n!

–¡ Creí a que querí as alejarte!

–¡ Cambio de planes! –replicó é l a todo pulmó n–. Acé rcanos má s. –Groller habí a forzado el cambio de planes, se dijo el marinero. Rig no arriesgarí a la vida por Dhamon Fierolobo; no pondrí a el barco en peligro por aquel hombre. Pero Groller era otra cosa–. ¡ Má s cerca!

Usha y Fiona ascendieron corriendo a cubierta con los brazos cargados de lanzas sacadas del arsenal. Las seguí an una docena de hombres, igual de cargados.

–El dragó n –murmuró Usha incré dula–. Nos dirigimos hacia é l en lugar de alejarnos.

–Será má s fá cil darle si estamos má s cerca –observó la solá mnica. Se detuvo ante la barandilla y afirmó los pies en el suelo, empuñ ando una lanza en cada mano–. De una en una –indicó a Usha. Acto seguido, las lanzas salieron despedidas de sus manos en direcció n al enorme dragó n marino. Usha le entregó dos nuevas lanzas, mientras preparaba otro par.

Los otros se unieron a ellas, intentando inú tilmente herir al monstruo.

–¡ Oh, no! –dijo Jaspe.

El dragó n volví a a alzarse del agua, prepará ndose para otra zambullida. El inmenso corpachó n desapareció bajo las aguas a toda velocidad lanzando una lluvia de agua hirviendo sobre la cubierta del Narwhal.

Bajo la superficie, el cuerpo del reptil se retorció y arrojó lejos de sí al hombre; luego rugió, enfurecido, giró la testa y lanzó un chorro de vapor en direcció n al semiogro, justo cuando Groller salí a a la superficie cerca del barco. Pié lago escuchó el tenue grito del hombre, alcanzado por los extremos de la bocanada de calor, y se permitió unos instantes de có lera al comprender que su adversario no se encontraba lo bastante cerca para que el calor lo eliminara; entonces sintió otra cuchillada en el cuello. El hombre de cabellos negros habí a regresado. El dragó n se sumergió a mayor profundidad.

La espada de Dhamon estaba clavada en el cuello de Pié lago, las manos del caballero bien cerradas sobre la empuñ adura.

El monstruo marino sabí a que el hombre morirí a ahora. Carecí a de las orejas puntiagudas de los dimernestis y no podí a respirar en el agua.

El dragó n descendió hasta el fondo, y Dhamon se sujetó con desesperació n a la espada, que seguí a enterrada en la garganta de la criatura.

En la superficie, junto a la barandilla del Narwhal Rig tendió una pé rtiga al apaleado semiogro. Groller extendió una mano a lo alto y se agarró a ella para que lo subieran a cubierta.

El marinero miró fijamente a su amigo.

–Estoy bien –le dijo é ste. Estaba escaldado y magullado y habí a estado muy cerca de la muerte, pero seguí a vivo–. In... tenté ayudar a Dhamon. –Se frotó los ojos para eliminar el agua salada, y entonces vio a Furia y a Jaspe que se acercaban–. Jas... pe buen sanador. Jas... pe, cú rame otra vez.

–¿ Dó nde está Dhamon? –refunfuñ ó Rig–. ¿ Dó nde está el maldito dragó n?

Bajo las olas, Dhamon luchaba por mantenerse consciente. Le dolí an los pulmones y le zumbaba la cabeza, pero obligó a sus manos a tirar de la espada hasta soltarla una vez má s, y así volver a clavarla en el dragó n marino. Pié lago era mucho mayor que Cicló n, y su piel mucho má s gruesa, pero el caballero habí a estado atacando el mismo punto una y otra vez. Habí a conseguido agujerear las escamas y que finalmente la herida sangrara bastante; negro como la sangre del Dragó n de las Tinieblas, el viscoso lí quido se arremolinaba a su alrededor, enturbiá ndole la vista.

Hundió má s el acero, y el dragó n se encogió sobre sí mismo. Levantó el cuello y lo dejó caer con fuerza contra una repisa de coral para aplastar a Dhamon entre su cuerpo y el coral. El caballero se quedó sin el poco aire que quedaba en sus pulmones, y sus manos soltaron la empuñ adura.

Pié lago alzó el cuello y sintió dolor en el punto en el que estaba incrustada la espada. El hombre yací a inmó vil, listo para ser devorado. Pero primero el dragó n pensaba hundir la nave. Luego regresarí a a ocuparse de este hombre... y de la fastidiosa mujer que llevaba la corona.

Ante todo destruirí a el barco, antes de que pudiera alejarse. Matarí a a todos los ocupantes de la embarcació n, los devorarí a uno a uno, para saborear su carne insolente. Pié lago se apartó y salió disparado hacia la superficie; asomó por entre las olas a varios metros del Narwhal.

–¡ Ahí esta el dragó n! –tronó Rig–. Todo a babor, Ampolla. ¡ Ahora! ¡ Todo a babor!

La kender obedeció.

–Buen sana... dor –dijo el semiogro, que estaba recostado contra la base de la balista.

El enano habí a usado su magia curativa para aliviar el dolor de las ampollas que cubrí an el cuerpo de Groller. El lobo permanecí a junto al semiogro, golpeando la cubierta con la pata y paseando la mirada de su compañ ero al dragó n.

–No –dijo el semiogro al lobo–. No voy a na... dar otra vez.

–¡ Tal vez tendremos que nadar todos! –gritó Rig–. ¡ A menos que Ampolla consiga alejarnos má s! ¡ A babor!

–¡ Lo intento! –respondió la kender tan alto como pudo–. ¡ Pero el dragó n es sumamente veloz!

Pié lago alcanzó el costado del Narwhal y alzó la testa por encima de la cubierta para observar a los hombres que se moví an por ella. Fiona y los otros continuaron arrojando lanzas contra la criatura, pero casi todas rebotaban en el grueso pellejo del monstruo.

–¡ El dragó n es demasiado veloz! ¡ Y demasiado enorme! –protestó Ampolla al contemplar má s de cerca al ser.

La cola del reptil se arrolló a la barandilla, la sujetó con fuerza y ladeó la nave. El movimiento amenazó con arrojar a Fiona, Usha y a la tripulació n por la borda.

–¡ El má stil! –chilló la dama solá mnica a Usha y a los otros–. ¡ Subid a é l! ¡ Agarraos a é l! –Antes de que Usha y los otros pudieran responder, Fiona sacó su espada y empezó a atacar el trozo de la cola del dragó n que tení a a su alcance.

–¡ Vamos! –Uno de los antiguos esclavos ayudó a Usha a trepar por la empinada cubierta inclinada, donde la mujer aceptó la mano que le tendí a Jaspe.

El enano y Groller estaban agarrados a las jarcias y ayudaban a los otros a encontrar cosas a las que sujetarse.

Furia hací a todo lo posible por mantenerse en pie, pero resbalaba en direcció n a la barandilla. Usha agarró al lobo y perdió el equilibrio, y fue Groller quien consiguió ponerlos a salvo tanto a ella como al animal. El lobo se restregó contra la mujer, y todos contemplaron al dragó n.

–Jamá s pensé que todo terminarí a así –musitó Usha–, tan lejos de Palin.

–No ha acabado todaví a –afirmó Jaspe–. Ha llegado la hora de que tome parte en la lucha. –El enano tragó saliva y soltó la cuerda que sujetaba. Resbaló hacia la barandilla, con el Puñ o de E'li bien sujeto en una mano.

El enano llegó junto a Fiona en el mismo instante en que la testa de Pié lago se elevaba por encima del má stil, con las fauces abiertas. Un chorro de vapor brotó de su garganta, y una pequeñ a parte de la rá faga cayó sobre el enano, la dama solá mnica y Rig.

Un dolor insoportable embargó a Jaspe. Era igual que si estuviera ardiendo. Sintió có mo su piel se cubrí a de ampollas y los ojos le ardí an, y comprendió que, si el dragó n volví a a lanzar su aliento, todos perecerí an. El cetro que sujetaba se tornó increí blemente caliente, y las tiras de metales preciosos incrustadas en é l le quemaron la piel; pero se negó a soltar el arma, se negó a ceder ante el dolor.

Sobre la cubierta cayó un chorro de agua oscura. El enano se dio cuenta de que era sangre al descubrir la larga espada que sobresalí a del cuello del dragó n.

–Así que puedes sangrar –masculló Jaspe–. Eso significa que puedes morir.

A su derecha, Fiona intentó golpear la cola de Pié lago. Tambié n su piel estaba cubierta de ampollas, aunque no parecí a que el dolor la achicara.

–Puedes morir –repitió Jaspe, al tiempo que lanzaba una mirada furiosa al dragó n.

El enano se concentró en el Puñ o, recordó lo que Usha habí a dicho sobre sus poderes. «Encuentra el poder de matar», se dijo. Luego cerró los ojos para que no lo distrajera la contemplació n de la bestia, que se hallaba cada vez má s cerca. El putrefacto olor ya era bastante malo. «¡ Tení a que encontrar ese poder! ¡ Encontrar ese...! »

De improviso los dedos del enano se quedaron helados, y el gé lido frí o ascendió hasta sus brazos. Sus dientes castañ etearon. Empezó a temblar de modo incontrolable, mientras los dedos que sujetaban el cetro se aflojaban ligeramente. Y entonces la sensació n de estar congelá ndose empezó a desvanecerse.

–¡ Es el poder! –exclamó Jaspe al tiempo que levantaba el Puñ o de E'li. Sentí a un frí o terrible, pero consiguió golpear con el cetro la mandí bula del dragó n justo cuando é ste bajaba la cabeza para engullirlo.

La criatura se echó hacia atrá s, se estremeció y rugió, un alarido casi humano que ahogó los gritos de todos los que estaban a bordo. Pié lago contempló a Jaspe con ojos entrecerrados. Volvió a abrir las fauces y, con un golpe de la cola contra la cubierta, lanzó a Fiona por encima de la borda. Luego se abalanzó sobre el enano.

–¡ Otra vez! –Jaspe volvió a blandir el cetro. El enano se sintió tan abrumado por el frí o, que temió desmayarse por su culpa. Notaba los miembros entumecidos, y el helor lo atontaba; no obstante, al mismo tiempo se sentí a fuerte. «Silvanos, el rey elfo, empuñ ó esta arma», se dijo. Si un elfo podí a soportar este frí o, un enano tambié n podí a.

» ¡ Puedes morir! –Volvió a levantar el cetro, lo descargó otra vez y esta vez asestó un violento golpe a la garganta de la bestia.

Entonces el dragó n volvió a alzarse sobre el barco, se alzó má s, se balanceó... y se desplomó de espaldas, lejos del Narwhal.

–¡ Muere! –volvió a chillar Jaspe.

–¡ Ampolla, todo a estribor! –bramó Rig–. ¡ Embí stelo con el espoló n, Ampolla! ¡ Embí stelo antes de que se vaya al fondo!

–Primero a babor luego a estribor, luego babor, luego estribor –farfulló la kender mientras giraba con fuerza el timó n–. Decí dete de una vez o ven a manejar el barco tú mismo.

Las cuadernas del Narwhal crujieron.

–¡ Sujetaos a cualquier cosa! –indicó Rig a todos los que estaban en cubierta–. Vamos a...

El resto de las palabras del marinero quedaron ahogadas cuando el baupré s alcanzó al dragó n y penetró en la parte inferior de su vientre como una lanza.

Groller, que gateaba en direcció n a proa, fue el primero en ducharse con la sangre del dragó n. Se frotó los ojos para limpiarlos.

El enorme dragó n marino echó la testa hacia atrá s y luego la lanzó al frente para golpear el barco. Las mandí bulas se cerraron sobre el má stil, al que partió en dos al mismo tiempo que enviaba a Usha, a Furia y a varios de los otros tripulantes dando tumbos hacia popa.

La criatura volvió a erguirse, pero su cuerpo se sacudió presa de convulsiones, en tanto que la cola se retorcí a. La sangre manaba abundante de la herida causada por el Narwhal, y chorreaba tambié n por la herida que el dragó n tení a en el cuello, donde la espada seguí a clavada. Gracias al cetro, el cuerpo de Pié lago estaba inundado de escalofrí os.

El cuello del animal golpeó contra el agua, y el impacto amenazó con hacer zozobrar la nave.

Luego el dragó n marino sintió que se hundí a, y su primer pensamiento fue de alivio por volver a estar bajo el agua y libre del barco. Un frí o intenso embargó a Pié lago. La cola se quedó rí gida. El dragó n marino parpadeó y sus ojos se cerraron al tiempo que el espinoso lomo se posaba sobre la arena. El pecho se alzó y descendió una vez má s, y luego quedó inmó vil.

¡ Furia! ‑ ‑ Groller indicó al lobo que se acercara, y sus largos brazos rodearon al animal. Furia tení a el costado ensangrentado allí donde el palo mayor lo habí a golpeado–. Jas... pe arreglará –explicó Groller a su camarada–. Jas... pe arreglará.

Jaspe se encontraba en el centro del barco, lugar al que se encaminaba Usha. El enano arrojó una cuerda a Fiona, a quien el cuerpo del dragó n al desplomarse no habí a aplastado por muy poco.

–¿ Viste a Dhamon en el agua? –inquinó el enano, cuando entre é l y Usha subieron a la solá mnica a bordo.

La mujer negó con la cabeza.

–¡ Creo que hemos acabado con el dragó n! –gritó Rig. Estaba junto a la balista, con una saeta cargada y lista para ser disparada–. ¡ Me parece que lo hemos matado!

–Y é l ha acabado con nosotros –comentó Fiona, paseando la mirada por la cubierta–. Ha destrozado el barco.

–Y se comió a Dhamon –añ adió Ampolla sombrí a. Descendió del cajó n colocado tras el timó n. Ya no la necesitaban allí por el momento, en especial ahora que el má stil estaba destrozado.

El baupré s se habí a ido al fondo junto con Pié lago, y gran parte de la barandilla que rodeaba la parte delantera de la nave tambié n habí a desaparecido. Toda la parte central de la nave estaba cubierta de cuerdas, enredadas a la vela que amortajaba el má stil roto.

Usha tapó a Fiona con una manta, a pesar de las protestas de é sta de que se encontraba bien.

–Yo jamá s habrí a elegido una nave de un solo palo –rezongó Rig. Se apartó de la balista y miró a la solá mnica, con una expresió n que se dulcificó inmediatamente–. No hay má stil. No hay remos. Estamos clavados.

–Al menos ya no tenemos que preocuparnos por el dragó n –intervino Ampolla.

El marinero le dedicó una tenue sonrisa.

–Tal vez Palin pueda agitar los dedos y sacarnos de aquí rá pidamente –repuso–. A lo mejor incluso puede...

–¡ Rig! –Jaspe, inclinado sobre el lado de babor de la nave, lo llamaba.

–¿ Ahora qué? –El marinero avanzó con ruidosas zancadas hasta é l.

–¿ Quié n eres? ¿ Qué eres? –Rig contempló asombrado por encima de la barandilla un rostro azul pá lido que le devolví a la mirada. El rostro estaba enmarcado por una centelleante cabellera de un blanco plateado que se abrí a en abanico sobre el agua–. ¿ Y có mo es que has encontrado a Dhamon Fierolobo? –El marinero se quedó mirando có mo la elfa marina alzaba a un inconsciente Dhamon para depositarlo en manos de Jaspe.

–Veylona –respondió ella–. Encontré Domon Fierolobo en repisa coral. –La elfa azul pá lido hablaba entrecortadamente–. A punto morir. Podrí a morir. Vi có mo Pié lago... aplastaba... Domon contra coral.

Rá pidamente, en un idioma chapurreado, la elfa relató có mo Pié lago habí a intentado aplastar a Dhamon. De vez en cuando, contrariada con aquel idioma que le era extrañ o, regresaba a su propio dialecto elfo.

Rig le hizo má s preguntas, pero ella lo interrumpió.

–Por favor esperar –indicó, y desapareció bajo el agua.

–Esperar. ¡ Ja! No podemos ir a ninguna parte –farfulló el marinero mientras miraba a Dhamon–. Muchas costillas rotas. Mucha sangre. Está helado, pá lido. No es necesario ser un sanador para darse cuenta de que se muere.

Fiona, Groller y Furia se reunieron con ellos junto a la borda. La solá mnica se sacó la manta que le rodeaba los hombros y cubrió con ella a Dhamon.

–¿ Puedes ayudarlo? –inquirió Usha, deslizá ndose detrá s de Jaspe.

–Tengo fe –respondió el enano, mientras se inclinaba y buscaba su chispa interior. Hizo una corta pausa para recoger el cetro–. Pero esto ayudará. No me queda demasiada energí a propia –añ adió.

–¿ Jas... pe arreglará? –preguntó Groller, sin enterarse de lo que se hablaba a su alrededor.

–Sí, puedo arreglarlo –respondió é l, asintiendo–. Es un pasatiempo mí o, arreglar a la gente. –Sonrió de oreja a oreja a medida que la chispa crecí a.

–Feril –farfulló Dhamon entre dientes–. Feril...

–¿ Feril? –Esta vez era la voz de Rig.

El marinero seguí a mirando por la borda al punto por el que la elfa marina habí a desaparecido. La mujer volvió a salir a la superficie casi en el mismo lugar, en esta ocasió n con la kalanesti a su lado.

–Temí que hubieses muerto –dijo el marinero al tiempo que tendí a una mano para ayudar a Feril a alcanzar la cubierta. Entonces abrió los ojos de par en par al darse cuenta de que la elfa no llevaba ropa, ú nicamente una corona en la cabeza.

–Tambié n yo pensé que estaba muerta –repuso ella, mientras se frotaba un punto de la nuca–. Veylona me salvó.

–Dragó n má s interesado en barco –explicó la elfa marina, trepando a cubierta.

–¡ Una dimernesti! –Ampolla lanzó un agudo chillido; luego se acercó entre saltitos excitados y alzó una mano deformada a modo de saludo–. ¡ Una auté ntica elfa marina en carne y hueso! –La kender enarcó una ceja ante la desnudez de Feril, para dedicar acto seguido toda su atenció n a Veylona.

Rig relegó las preguntas de la kender a Veylona al fondo de su mente y volvió a clavar los ojos en la kalanesti. Una sensació n de sofoco le coloreó el rostro y, despojá ndose rá pidamente de la camisa, se la tendió a la mujer.

–Veylona es una sanadora dimernesti –dijo Feril a modo de introducció n, interrumpiendo el parloteo de Ampolla; los otros se unieron al grupo–. Le debo la vida, y salvó a Dhamon.

–Lo intenté –repuso la elfa marina–. Domon. –El terso rostro mostraba preocupació n mientras atisbaba por encima de los hombros del enano có mo é ste se ocupaba de Dhamon–. Alumna de Nuqala.

–Nuqala se alegrará de saber que Pié lago ha muerto –añ adió Feril.

–Mucho se alegrará –respondió Veylona. Sus ojos no perdí an de vista al enano, observando sus dedos y el modo en que fruncí a el entrecejo mientras realizaba su magia curativa.

Dhamon lanzó un gemido, abrió los ojos con un parpadeo, y levantó una mano para sujetar la de Jaspe. Tosió, y un chorro de agua brotó de su boca. Jaspe lo ayudó a incorporarse al tiempo que le daba palmadas en la espalda. El caballero tosió con fuerza varias veces má s.

–Estará s dolorido durante un tiempo –explicó el enano–, y tendrá s unas cuantas magulladuras. Será mejor que descanses.

–Gracias –le respondió é l–. Otra vez.

Jaspe sonrió, pero sus ojos estaban clavados en la atractiva elfa marina.

–Siempre me satisface ayudar a gente que me aprecia. –Sacudió la cabeza como para despejar sus sentidos y, con un suspiró, devolvió la atenció n a Dhamon. Lo ayudó a ponerse en pie y arrugó la frente cuando é ste se llevó la mano al costado.

–Me parece que un poco de descanso no me hará dañ o –le dijo Dhamon–. Veylona, muchas gracias tambié n a ti. –Sus ojos se encontraron con los de Feril; su expresió n mostró alivio al ver que la kalanesti se encontraba bien. Ella le dedicó un saludo con la cabeza y se quedó mirando có mo Jaspe lo acompañ aba hacia la escalerilla, perseguidos ambos escaleras abajo por las preguntas de Ampolla.

Entonces el aire se llenó de voces alrededor de Feril y Veylona.

–Quedar aquí tiempo –anunció la elfa marina–. Nuqala dijo quedar. Ayudar.

–Puedes quedarte todo el tiempo que quieras –manifestó Rig–, ya que no vamos a ir a ninguna parte. –Indicó con la mano el má stil partido–. A menos que Palin pueda trasladarnos má gicamente a otra parte.

Veylona y Feril intercambiaron miradas. Ambas elfas sonrieron mientras los dedos de la kalanesti acariciaban la corona de coral de su cabeza.

–¿ Qué? –inquirió el marinero, preguntá ndose qué tramaban las dos mujeres.

–Dadme unos minutos –respondió Feril–. Dejad que encuentre alguna otra cosa que ponerme. Dejaré que sea Veylona quien lo explique.

–¿ Explicar qué? –insistió el marinero. Fiona se habí a colocado junto a é l, y lo cogió de la mano.

–Quizá deberí as buscar algo para que Veylona se ponga –gritó la solá mnica a Feril mientras la kalanesti desaparecí a bajo cubierta.

–Elfa mari... na –dijo Groller por fin. El semiogro tení a los ojos fijos en Veylona, en sus cabellos relucientes que le colgaban hasta la cintura y en la fina tú nica plateada que se le pegaba al cuerpo. Estaba boquiabierto. No oyó la risita proferida por Rig cuando tendió una mano enorme para estrechar la de la mujer–. Hermo... sa elfa marina azul.

Las mejillas de Veylona enrojecieron ligeramente. Sonrió y escuchó las explicaciones de Rig sobre la sordera de Groller.

–Pero desde luego no está ciego –susurró el marinero al oí do de Fiona.

–Tampoco tú –respondió é sta–. Me parece que ayudaré a Feril a encontrar algo de abrigo para Veylona.

 

Poco despué s del mediodí a el Narwhal se poní a en movimiento para regresar a la costa de Khur, pero evitando el puerto de Ak‑ Khurman. Rig habí a decidido no correr el riesgo de tropezar con má s barcos de los Caballeros de Takhisis que pudieran haber llegado hasta allí.

Groller llevaba el timó n, con el lobo enroscado có modamente a sus pies. Rig y Fiona estaban sentados junto a Veylona cerca del cabrestante. La elfa marina iba ataviada ahora con una amplia tú nica verde oscuro ceñ ida a la cintura, que le llegaba a mitad de los muslos. Aunque su dominio del idioma era limitado, hací a todo lo posible por entretener a la pareja con historias sobre la vida en Dimernost y los horrores que sus habitantes habí an padecido por culpa del dragó n.

Jaspe se encontraba bajo cubierta, muy ocupado con Dhamon intentando curar las ampollas que cubrí an su cuerpo.

Tambié n la kender estaba bajo cubierta, revolviendo la pequeñ a bodega en busca de ví veres que no se hubieran derramado por el suelo durante el enfrentamiento con el dragó n. Habí a prometido algo «apetitoso e interesante» como cena para celebrar la muerte del gran señ or supremo marino. Y habí a encontrado una botella de algo purpú reo que podrí a servir como vino.

Feril estaba sentada junto al timó n, observando có mo el agua impelí a al Narwhal. Habí a ayudado a crear la estrecha y poderosa ola que impulsaba la nave, y é sta se moví a con la misma velocidad que si lo hiciera a toda vela. Veylona se habí a ofrecido a relevar a la kalanesti de vez en cuando.

Rig calculaba que el trayecto durarí a una semana y media, tres dí as menos de lo que les habí a costado llegar hasta el reino de los dimernestis. Y entonces ¿ adonde irí an? Y, si Palin sabí a adonde ir, ¿ estarí an a tiempo aú n de detener a Takhisis?

¿ Habrí a descubierto el hechicero el lugar en el que iba a aparecer la Reina de la Oscuridad?

 



  

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