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Dimernesti



 

Feril permanecí a en equilibrio sobre la barandilla, cerca del lado de babor del baupré s del Narwhal, contemplando có mo las agitadas aguas capturaban relucientes reflejos del sol del mediodí a. La luz centelleaba como estrellas en un cielo nocturno. A lo lejos distinguió una mancha de un azul má s oscuro que indicaba la presencia de un arrecife. Y en el borde mismo de su campo visual aparecí a un promontorio rocoso que, segú n sabí a, estaba salpicado de cuevas marinas, donde atracaban los barcos que comerciaban con los dimernestis antes de que el gran Dragó n del Mar llegara para gobernar la zona.

Se decí a que el territorio subacuá tico de los elfos marinos se encontraba en algú n lugar entre el arrecife y el promontorio.

–Ojalá pudiera acompañ arte. –Ampolla se encontraba a su espalda–. Jamá s he estado bajo el agua. Bueno, aparte de haber nadado un poco, y eso no cuenta. Quiero decir que nunca he visto un paí s, ni elfos, ni nada que fuera submarino. ¿ Crees que podrí as enseñ arme algú n dí a có mo realizar tu magia para que yo tambié n pudiera nadar bajo el agua?

Feril no contestó. Decir «no» herirí a los sentimientos de Ampolla y sin duda provocarí a una docena de «porqué s» y «có mo es que». Y decir «sí » era imposible. En cuanto se hubiera enfrentado junto con Palin a la Reina de la Oscuridad, la kalanesti tení a intenció n de regresar a Ergoth del Sur y encaminar todos sus esfuerzos a luchar contra Gellidus –o Escarcha, como llamaban los humanos al supremo señ or Blanco–. Y, si algú n dí a conseguí an expulsar a aquel dragó n, Feril pensaba instalarse en el pantano de Onysablet o en el bosque de Beryllinthranox.

Pero sus futuros planes no contaban con los otros miembros del grupo. Se sentí a unida a Ampolla y a los otros, en especial a Dhamon; sin embargo, aquella unió n no podí a suplir su necesidad de estar sola y en territorio salvaje.

La kender habló un poco má s alto, pensando que tal vez el sonido de las olas al golpear contra el barco habí a ahogado su voz.

–Feril, ¿ crees que algú n dí a tal vez podrí as enseñ arme...?

La kalanesti llenó profundamente los pulmones con aire salado y se zambulló.

–¿... có mo lanzar un conjuro? –Ampolla hizo un puchero y se acercó lentamente a la barandilla; por unos instantes entrevio los pies de Feril. Luego la kalanesti desapareció.

El mar se cerró como un capullo, y Feril se concentró en el contacto del agua sobre su piel fijando su atenció n en un conjuro que la transformarí a en una criatura que habí a estudiado añ os atrá s. Habí a pasado gran parte del dí a anterior durmiendo y reuniendo fuerzas. El descanso era necesario, pues la magia resultaba agotadora.

Notó un hormigueo en la piel cuando los pulmones empezaron a reclamar aire. Mientras descendí a má s, la kalanesti vio có mo la piel de sus brazos extendidos se oscurecí a hasta tomar el color del barro. El agua tení a un tacto diferente ahora; su piel tambié n era diferente: má s gruesa, elá stica. La tú nica resbaló de su cuerpo y flotó en direcció n al fondo marino.

Las manos desaparecieron, los pies se desvanecieron, y sus extremidades se tornaron serpentinas; culebrearon en el agua impulsá ndola al frente. Le dolí an los pulmones, y tomó con cautela un sorbo de agua. ¡ Todaví a no! El conjuro no habí a progresado lo suficiente. Se concentró má s al tiempo que sentí a un martilleo en la cabeza.

Las extremidades serpentinas de Feril adquirieron grosor, y otras brotaron de su cuerpo; dos brazos a cada lado, que crecí an de costillas que se partí an y cambiaban de forma.

Descendió má s, mientras la luz disminuí a torná ndose nebulosa. A su alrededor abundaban las plantas, que erguí an los tallos y las hojas hacia la superficie en un intento por absorber la tenue luz. Las polainas se escurrieron de su cuerpo.

Los cabellos que revoloteaban alrededor de su rostro retrocedieron, y el torso encogió y se volvió bulboso hasta fusionarse con la cabeza, que aumentaba de tamañ o. Los dedos de manos y pies se modificaron y multiplicaron, para convertirse en cientos de apé ndices succionadores en forma de ventosa. Tan sensibles eran las ventosas que, cuando rozaban el follaje marino, un millar de sensaciones inundaba el cerebro de la kalanesti. Feril boqueó, y en esta ocasió n introdujo un gran trago de agua en los pulmones. Fue una sensació n extrañ a, como si se ahogara. Pero no se ahogaba; por fin conseguí a respirar agua. El corazó n le latí a con violencia, y se concentró en tranquilizarse, en aceptar la nueva experiencia.

El pulpo descendió hacia el blanco suelo arenoso. El nuevo cuerpo de Feril resultaba á gil y maleable; los tentá culos ondulaban para transportarla por el fondo, las ventosas registraban la suavidad de las rocas, la aspereza de la arena y la flexibilidad de la escasa vegetació n. Era imposible catalogar todas las impresiones, de modo que Feril dedicó sus esfuerzos a estudiar el paisaje.

Sus nuevos ojos, que ya no precisaban de la luz filtrada por el sol, veí an con facilidad en las ahora oscuras aguas. Los colores eran intensos. Disfrutaba de un amplio campo de visió n y no tardó en aprender a ajustado. Observó las jibias y calamares que nadaban justo por encima del suelo marino a la derecha y un poco por detrá s de ella, y vio a un gran tiburó n de los arrecifes que nadaba al frente, algo má s lejos. El tiburó n iba de caza y aspiraba prá cticamente un banco de peces globo de negro lomo que huí an en desbandada. Feril se dijo que el tiburó n no le prestarí a atenció n. Ella era demasiado grande, y sin duda no figuraba en su lista de bocados preferidos.

La elfa continuó en direcció n al arrecife, mientras exploraba visualmente los alrededores. Entonces el suelo marino descendió bruscamente, y ella encogió las extremidades a su espalda para proyectarse hacia adelante. El lí quido elemento se arremolinó a su alrededor, cuando extendió por fin las patas para aminorar la velocidad.

El arrecife coralino era espectacular, y Feril se quedó contemplá ndolo boquiabierta. Las algas crecí an en profusió n a lo largo de la base y formaban matas aquí y allá. El coral cuerna de ciervo, en agrupaciones verdes y amarillas, predominaba en la secció n del arrecife que tení a má s cerca. Distinguió parcelas de coral de fuego: criaturas amarillas, blancas y de un naranja pá lido que parecí an zarcillos de fuego. En algunos puntos el coral só lo ocupaba unos pocos metros antes de quedar interrumpido por el lecho marino; en otros se extendí a durante cientos de metros.

Los peces tení an colores tan vivos como el arrecife. Un banco de peces cirujano azules nadaba por encima del coral cuerna de ciervo. Los cangrejos trepaban hacia la superficie, intentando atrapar pececillos diminutos mientras avanzaban. Habí a peces erizo, cangrejos ermitañ os de ojos enormes, finos y delicados peces escorpió n, y quebradizas estrellas de mar. Deseó que sus compañ eros pudieran contemplar las maravillas desplegadas ante sus ojos. Descubrió un erizo marino en forma de bola blanca que reuní a pedazos de conchas para cubrirse con ellas y, a poca distancia, una lengua de flamenco, un pequeñ o molusco que se alimentaba con los pó lipos del coral blando e iba dejando un rastro de muerte tras é l.

Los tentá culos la impulsaron arrecife arriba, donde los colores se volví an má s vivos; todo un arco iris de vida, a medida que la luz del sol penetraba con má s fuerza. Luego viajó por encima del coral y descendió por el otro lado, que descendí a en pronunciada pendiente hacia un enorme barranco que parecí a una siniestra cicatriz sobre la blanca arena del fondo marino.

Feril encogió los tentá culos y pasó a toda velocidad por encima; echó una ojeada a la oscuridad, aunque no distinguió otra cosa que sombras que parecí an moverse al ritmo de las corrientes y las algas marinas.

 

–¿ Crees que existe una ciudad bajo el agua? –Ampolla se encontraba de pie junto a Usha, que estaba sentada sobre un rollo de cuerda, la espalda apoyada en el má stil.

–Varias –asintió la mujer.

–¿ Y crees que hay elfos allí?

–Se llaman dimernestis.

–¿ Has visto uno alguno vez?

Usha negó con la cabeza.

–¿ Crees que Feril encontrará el lugar?

–Eso espero.

–¿ Sabes?, es posible que no estemos en el lugar correcto. El océ ano es enorme. –La kender extendió las manos a los lados y se encogió de hombros.

–Estoy segura de que Rig siguió las instrucciones del Custodio correctamente –la tranquilizó Usha–. Sin duda estamos muy cerca.

–Pero Feril se marchó hace horas. –La kender lucí a una insó lita expresió n preocupada–. No vino a comer. ¿ Y si no ha regresado a la hora de cenar?

–Dale tiempo, Ampolla –repuso Usha con una sonrisa–. No le basta con localizar a los dimernestis: tiene que encontrar la corona.

–Espero que no encuentre al dragó n. –La kender clavó la mirada en los dorados ojos de su compañ era–. Recuerdo lo que Silvara nos contó de Pié lago.

–Feril sabe cuidar de sí misma. –Rig se habí a aproximado por detrá s de Ampolla–. Me preocupa má s que el dragó n nos encuentre a nosotros. Somos el ú nico barco en esta parte del océ ano, lo cual nos convierte en un blanco facilí simo. Se sabe que el dragó n ha hundido embarcaciones que navegaban por estas aguas. –Sostení a un catalejo muy trabajado, hecho de ó nice y plata y con incrustaciones de madreperla, uno de los tesoros ná uticos que habí a encontrado en el camarote–. No he visto ningú n otro barco desde que abandonamos Khur hará unas dos semanas. Todos los capitanes inteligentes mantienen sus naves cerca de la costa.

–No tienes que preocuparte por el dragó n –dijo Ampolla–. El Narwhal es demasiado pequeñ o. El dragó n no advertirá la presencia de una barca.

Rig cerró los ojos y lanzó un profundo suspiro; mantuvo el equilibrio cuando la nave cabeceó violentamente. La kender pasó los brazos alrededor de la pierna del marinero para no caer.

Cuando el mar volvió a calmarse, Ampolla se soltó, recuperó la compostura, y levantó los ojos hacia el rostro del marinero.

–¿ Has visto alguna vez un dimernesti? Un elfo marino, no la especie terrestre. Los llaman del mismo modo a pesar de que no son la misma cosa. Sé que no has visto el paí s. Pero podrí as haber visto a uno de los elfos. Usha me dijo que los elfos marinos pueden respirar aire. Tú has navegado por todo Ansalon, y pensaba que a lo mejor...

–No; no he visto ninguno. –El marinero entregó a Ampolla el catalejo–. ¿ Te importarí a reemplazarme en la vigilancia?

Ampolla le dedicó una amplia sonrisa y sacó pecho; luego le arrebató el catalejo y corrió hacia popa, donde Groller enseñ aba a Dhamon un poco de su lenguaje por señ as.

–Gracias –dijo Usha.

–Ni lo menciones –respondió Rig, sonriente–. Voy a dormir un rato y luego haré la guardia de la tarde. Tú tambié n deberí as pensar en descansar un poco.

–¿ Descansar? –La nueva voz era á spera e iba acompañ ada por el sonido de pesadas botas–. Tendremos mucho tiempo para descansar cuando hayamos impedido el regreso de la Reina de la Oscuridad. –Jaspe aferraba entre las manos el saco de lona. Furia lo seguí a.

El enano introdujo la mano en el saco y entregó el cetro a Usha. Esta paseó los delgados dedos por la superficie de madera, acariciando las joyas con los pulgares.

–¿ De verdad quieres volver a intentarlo? Lo has hecho todos los dí as –dijo é l.

–Lo sé.

–¿ No has pensado que tal vez no puedes recordar porque no hay nada que recordar?

–Pareces Ampolla –se burló ella–. No. Los elfos me hicieron olvidar porque les preocupaba que el cetro cayera en malas manos, y no querí an que se utilizara para el mal. No es que no confiaran en Palin y en mí. Tampoco creí an que fué ramos a explicar a nadie voluntariamente sus poderes. Simplemente no quisieron correr riesgos.

Jaspe se sentó junto a ella, clavó la mirada en las olas a travé s de una abertura en la barandilla, y se llevó la mano al estó mago. Usha nunca recordarí a, se dijo. Del mismo modo que é l nunca conseguirí a evitar marearse.

 

El suelo marino descendió y la corriente adquirió má s fuerza. Feril continuó en la misma direcció n, siguiendo las instrucciones del Custodio. El agua era má s oscura ahora, no só lo porque se encontraba a má s profundidad sino porque habí a atardecido. La kalanesti sabí a que habí an transcurrido varias horas, pero no sentí a cansancio.

No habrí a tenido que nadar tan lejos si hubieran llevado al Narwhal má s cerca; pero ni ella ni Rig habí an querido. No deseaban arriesgarse a perder a todos los que ocupaban el barco a manos de un dragó n que, segú n Silvara, disfrutaba hundiendo todo lo que se acercaba demasiado a Dimernesti.

Sus ojos se abrieron camino por entre las ló bregas sombras, distinguiendo rocas, sombras, plantas y...

Se detuvo, y los tentá culos se agitaron suavemente sobre la arena para mantenerla inmó vil. A unas cuantas docenas de metros, unas formas extrañ as, negras y angulosas, se alzaban del suelo marino. No eran rocas.

Se preguntó si serí an dimernesti. Aproximá ndose con sigilo, se introdujo por entre un par de agujas coralinas y se impulsó hacia una sombra enorme. Un naufragio, comprendió al cabo de un instante. Una inmensa carraca de tres palos yací a sobre el fondo; los má stiles se elevaban inú tilmente hacia la superficie, y pedazos de vela y largos trozos de cuerda se agitaban en la corriente, lo que contribuí a a que toda la estructura pareciera el vientre de una medusa gigantesca.

Tocó el casco con los tentá culos y percibió la suavidad de la madera y los rugosos moluscos que salpicaban su superficie. Se acercó a un boquete del costado y se deslizó al interior. Estaba oscuro como la noche dentro de la bodega del carguero. Distinguió cajas, rollos de cuerda y barriles etiquetados en una lengua que no conocí a; un cuerpo, totalmente cubierto de diminutos cangrejos rojos, golpeaba contra el interior del casco. Descubrió otros marineros, o má s bien lo que quedaba de ellos, pues los habitantes de la zona no habí an dejado má s que huesos pelados de la mayorí a.

Con un escalofrí o, salió veloz del barco hundido y siguió adelante. Varias docenas de naves cubrí an el suelo marino: balleneros enormes, galeones de cuatro y cinco palos, carabelas, chalupas, naví os mercantes y de cabotaje. Todos se habí an convertido en hogar de millares de peces, langostas y cangrejos. Mientras se abrí a paso por entre los pecios, observó que algunas de las naves llevaban decenios allí abajo, las má s grandes entre ellas convertidas en refugio de tiburones y calamares. Las algas eran espesas en los naufragios má s antiguos, como alfombras de un azul verdoso que cubrí an cada palmo de ellos.

Los brioles se agitaban en el agua como serpientes marinas atadas. Las torres de vigí a se inclinaban en á ngulos imposibles, algunas sujetas todaví a a los má stiles, otras atrapadas en jarcias cubiertas de algas. El lugar rezumaba una calma sobrenatural. Tiburones de pequeñ o tamañ o pasaban rozando las cubiertas, y un banco de peces cirujano de color amarillo se introdujo rá pidamente en una carabela de tres palos. Feril descubrió otro pulpo, no tan grande como ella, cuyos tentá culos se arrollaban y desenrollaban por una abertura en el casco de una pequeñ a galera.

Tambié n habí a naufragios má s recientes, y Feril consiguió leer los nombres de los cascos: Viento Marino, La Favorita de Balifor, Regalo del Mar Sangriento, Dama Impetuosa y Joya de Cuda. Feril les dedicó má s atenció n. Los tentá culos la transportaron a lo largo de sus cubiertas y al interior de las bodegas, en tanto que sus sentidos dejaban fuera a los cuerpos atrapados dentro.

Todos los barcos tení an una cosa en comú n: habí a agujeros en los cascos, como si hubieran encallado en peligrosos bají os. Pero no habí a tal cosa en estas aguas profundas, ni agujas de coral ocultas justo bajo la superficie, y comprendió que el dragó n debí a de haber sido el causante.

Feril se movió má s deprisa ahora, al imaginar al Narwhal pasando a formar parte de este cementerio. Dejó atrá s los pecios y siguió el fondo marino, que continuaba descendiendo. La vida era aquí escasa comparada con la que prosperaba en otras partes.

Finalmente, distinguió las tenues luces de lo que sin duda era un reino submarino. Un banco de peces ballesta del tamañ o de una mano –caras azules, medias lunas, payasos y colas rosas– nadó ante sus ojos. Los peces se moví an veloces de un lado a otro de una ciudad que sobrepasaba en belleza al arrecife coralino. Los ojos de la kalanesti se posaron sobre espiras y cú pulas que parecí an esculpidas por un artista. Los colores eran deslumbrantes: naranjas y verdes, relucientes blancos, azules y amarillos claros. En las superficies de los edificios se veí an ventanas, y por ellas se filtraba luz que iluminaba la ciudad y hací a que pareciera un broche enjoyado.

La ciudad se encontraba en el borde de una plataforma continental submarina, recostada entre colinas. A Feril le recordó Palanthas, posada sobre un territorio ahuecado rodeado por afiladas colinas y montañ as. Un suelo de arena blanca se extendí a má s allá de la ciudad.

A medida que se acercaba, se concentró en los peces ballesta. En cuestió n de segundos, notó que su cuerpo se encogí a, doblá ndose sobre sí mismo. La flexible piel marró n fue reemplazada por escamas, amarillo pá lido en los costados, verdes en el lomo y blancas en el vientre. Las extremidades se desvanecieron, para convertirse en agallas. Apareció una cola, y los ojos se trasladaron a la parte superior de la cabeza, lo que le proporcionó un campo visual desconcertantemente amplio. El nuevo cuerpo era anguloso, romboide y con una cola, y apenas si pesaba unos kilos. Los labios eran bulbosos y de un amarillo brillante, como la franja amarilla que pasaba justo por debajo de sus ojos.

Se unió al banco de peces ballesta y nadó en direcció n a la ciudad. Los peces se alimentaban de las pequeñ as protuberancias coralinas que crecí an aquí y allá junto a las montañ as y cerca de la base de los edificios. Feril vio figuras de aspecto humano que pasaban ante las ventanas, algunas de las cuales se detení an para mirar al exterior antes de alejarse.

Una parte del banco de peces ballesta salió disparado hacia una cú pula, y ella los siguió. Las construcciones situadas má s al centro de la ciudad eran de menor tamañ o. Algunos de los edificios eran curvados y se elevaban del suelo en forma de cuerno; otros parecí an jarrones puestos boca abajo, y algunos recordaban colas de langosta y conchas. No se veí a gente fuera de las casas. Siguió nadando con los peces, dando un paseo por la ciudad mientras se preguntaba si todas las ciudades elfas de Dimernesti se parecí an a é sta.

Hacia el sur habí a lo que parecí a un parque. Lucí a espiras de coral ingeniosamente dispuestas, tal y como un jardinero podrí a plantar á rboles y arbustos. Tambié n habí a estatuas, aunque só lo una permanecí a intacta: la de un alto elfo marino con un tridente sujeto contra el pecho.

Detrá s del parque aparecí an otras señ ales de destrucció n, una hilera de edificios que habí an sido altos y que ahora no eran má s que un montó n de cascotes. Los peces ballesta nadaron hacia el lugar, tras descubrir coral y algas que crecí an sobre un muro derrumbado, y se dieron un festí n con las algas y unos minú sculos animales que parecí an pedazos de encaje y flotaban justo por encima.

Feril consideró la posibilidad de quedarse con los peces, con la esperanza de que la condujeran por la ciudad hasta que encontrara el lugar donde pudiera estar la corona. Pero los peces ballesta no demostraron ningú n interé s por abandonar su tentempié de algas, y Feril tení a prisa. Nadó al otro lado de las ruinas en direcció n a una cú pula má s pequeñ a con una ú nica luz cerca del tejado. Se introdujo por una ventana y se encontró en un dormitorio iluminado por una concha que brillaba en una pared. Una hamaca de malla se agitaba entre dos postes, y una serie de armarios ocupaba una pared. Una puerta ovalada conducí a fuera de la habitació n, y la kalanesti nadó a travé s de ella. Al otro lado habí a una estancia llena de bancos y sillas, iluminada por má s conchas. Sobre unas mesitas bajas se veí an esculturas de criaturas marinas. Los muebles eran blancos, ribeteados de perlas.

El corazó n le dio un vuelco cuando algo la tocó. Unos dedos. Agitó con fuerza las aletas y giró, y se encontró frente a frente con una joven elfa azul pá lido. Una larga cabellera de un blanco argentino ondeaba a su espalda, plateada como la tú nica que vestí a. En un principio, Feril pensó que la elfa carecí a de cejas, pero luego descubrió que eran tan claras que parecí an invisibles.

Las manos de la elfa marina eran palmeadas, las orejas elegantemente puntiagudas, los ojos grandes y expresivos, indicando cordialidad y amabilidad. Los labios, de un azul má s oscuro, se moví an. La mujer decí a algo como «velo». Feril percibió las vibraciones en el agua antes de oí r las palabras; pero la kalanesti no comprendió las palabras. A medida que la elfa marina hablaba, fragmentos de palabras resultaron familiares a Feril; le recordaron su idioma nativo. La mujer volvió a pasar los dedos por los costados de Feril.

La kalanesti desechó la sensació n y seleccionó otro hechizo. Mientras hací a efecto, observó có mo la elfa marina retrocedí a, sorprendida. La dimernesti agarró una escultura y la levantó frente a ella, y Feril rezó para que la elfa marina no fuera a golpearla con aquello. La kalanesti necesitaba desesperadamente que su primer encuentro con una criatura de aquel mundo fuera amistoso.

La elfa marina devolvió la escultura a su lugar, y Feril suspiró aliviada mientras continuaba su transformació n. La cola se alargó y dividió para dar forma a unas piernas cubiertas con escamas amarillo pá lido; las aletas se estiraron a los costados, engordaron y se convirtieron en brazos revestidos de escamas. Al cabo de unos instantes, Feril flotaba ante la elfa marina, los cabellos ondulando como la melena de un leó n en el agua, los tatuajes del rostro y el brazo bien visibles. Habí a recuperado su forma de kalanesti, pero el cuerpo conservaba las escamas y colores del pez ballesta, y el cuello seguí a teniendo agallas de pez.

Velo. La palabra que la mujer volvió a repetir sonó como «velo». La dimernesti se aproximó con cautela a Feril, y nuevas palabras surgieron de su boca. La ú nica que la kalanesti consiguió entender fue «elfa».

Feril intentó responder, pero descubrió que no podí a hablar de forma inteligible. Sus propias frases elfas eran desconocidas para la elfa marina; de modo que, pensando en Groller, que se encontraba ahora tan lejos, decidió adoptar otra tá ctica. Señ aló en direcció n al techo, ahuecó las manos frente a ella, como si sostuviera algo, y luego hizo avanzar las manos como si se tratara de un bote. Finalmente colocó las manos planas una contra la otra y las inclinó hacia abajo, imitando la acció n de sumergirse.

La elfa marina la miró con expresió n curiosa, pero amistosa, extendió una mano, y la condujo fuera de la habitació n. Mientras se moví an, la dimernesti siguió hablando; las palabras resultaban musicales, aunque ú nicamente unas pocas tení an alguna similitud con la lengua elfa que Feril conocí a. Las ú nicas que reconoció fueron «elfa», «magia» y «dragó n».

Su camino las condujo a travé s del parque. Feril no vio por ninguna parte a criatura alguna, só lo los peces ballesta y unos cangrejos que correteaban por las arenosas calles. La elfa marina nadaba veloz, sin dejar de lanzar miradas furtivas arriba y abajo de cada uno de los canales que separaban las hileras de casas. Se introdujo por entre un par de edificios rosados, instando a Feril a seguirla.

Luego la dimernesti torció por una calle bordeada de enormes y brillantes conchas, y dejaron atrá s varias otras edificaciones en ruinas mientras avanzaban. Feril hubiera querido preguntar a su guí a sobre ellas, pero guardó las preguntas para má s tarde, para una ocasió n en que la comunicació n fuera posible. Tal vez la elfa la llevaba hasta alguien que podrí a ayudarla.

Se acercaron a un edificio que, al parecer, tení a entre cinco y seis pisos de altura. Era de un gris pá lido, atravesado en ciertos lugares por rayas plateadas. Una luz de un suave tono naranja se filtraba por las ventanas que ascendí an en espiral por sus costados.

La elfa marina empezó a hablar de nuevo, má s deprisa, con palabras que la kalanesti no comprendió. Empujó a Feril hacia una puerta redonda y golpeó en ella con una mano de color azul pá lido. Tras unos instantes, la puerta se abrió, y un elfo marino apareció en el umbral.

Su piel era de un azul brillante, y los cabellos eran verde oscuro y cortos. Las contempló a ambas con expresió n perpleja, mientras la mujer que habí a actuado de guí a lanzaba un torrente de sonidos que Feril supuso era una explicació n de có mo un pez habí a penetrado en su casa y se habí a transformado en una elfa cubierta de escamas.

El hombre se hizo a un lado, gesticulando, y Feril se dejó conducir a una cá mara circular, cuyas paredes estaban cubiertas de mosaicos de conchas que representaban peces, elfos de piel azul y criaturas fantá sticas. En el techo habí a un agujero que facilitaba el acceso a otro piso. Un agujero similar en el extremo de la habitació n conducí a a algú n punto debajo de é sta.

Otros tres elfos marinos penetraron nadando por una puerta oval situada justo delante de Feril. Eran jó venes y fornidos, ataviados só lo con telas relucientes alrededor de los muslos. Y sostení an redes. Feril retrocedió hacia la puerta, presa del pá nico.

Su guí a sacudió la cabeza ante los hombres, agitando las manos palmeadas, y habló con rapidez. Pero é stos parecieron no hacerle caso y avanzaron hacia Feril.

La kalanesti percibió el flujo del agua cuando la puerta se cerró a su espalda, cortá ndole la huida. Giró en redondo y chocó contra el elfo de color azul brillante. Este la agarró por los hombros y pronunció unas palabras que ella no consiguió descifrar; forcejeó, pero las manos del hombre tení an una fuerza sorprendente y le inmovilizaron los brazos. La empujó contra la pared y siguió hablando.

–¡ No quiero hacer dañ o a nadie! –gritó Feril en su idioma; luego lo repitió en Comú n, pero en ambas ocasiones las palabras surgieron incomprensibles para los elfos marinos–. ¡ No puedo permitir que suceda esto!

Reuniendo todas sus energí as, apretó los pies contra la pared y empujó hasta conseguir soltarse del elfo azul.

Luego agitó los pies con toda la fuerza de que fue capaz. Consiguió distanciarse unos metros, aunque los hombres de las redes se iban acercando mientras su guí a continuaba discutiendo con ellos.

La kalanesti nadó hacia la abertura oval, esquivando por muy poco las redes extendidas. Luego varió el rumbo con rapidez; podí a haber má s elfos en las habitaciones contiguas. En el ú ltimo instante, se impulsó con fuerza con las piernas y dirigió el cuerpo hacia el agujero del techo; estaba a punto de batir las piernas con má s fuerza cuando una mano se cerró en torno a su tobillo.

Golpeó un rostro con el pie, y empezó a debatirse salvajemente para liberarse. Pero una mano agarró el otro tobillo, y, si bien continuó luchando, las manos tiraron de ella hacia abajo. Una red cayó sobre ella. Feril desgarró varias hebras, pero a é sta se añ adió una segunda red de malla muy tupida. Y luego una tercera.

La kalanesti fue transportada a travé s del agujero del techo. La elfa marina que habí a conducido a Feril hasta el edificio quedó atrá s mientras a é sta la llevaban hasta el tercer piso de la torre. Allí la mantuvieron custodiada por un par de elfos que intentaron hablar con ella; pero fue inú til: ella seguí a sin comprender una sola palabra. La redes que la envolví an quedaron sujetas a un poste ornamental.

La habitació n estaba amueblada, y uno de sus guardianes se sentó en una de las losas adosadas a las paredes, en tanto que el má s fornido se instaló en una silla de malla que colgaba en una esquina. Renunciando a entablar comunicació n con ella, se pusieron a conversar entre sí. Feril los escuchó mientras forcejeaba para soltarse. «Elfa» fue la palabra que se repitió má s veces. «Magia», «pez» y «dragó n» la seguí an siempre. Entraron y salieron otros elfos, que charlaban con sus guardianes y la miraban con curiosidad.

Podí a usar su magia para transformarse, hacerse lo bastante pequeñ a para escabullirse por las aberturas de la red, o bien partir y desgarrar la red para huir bajo esta apariencia. Pero ¿ debí a lanzar estos conjuros? ¿ O era mejor que esperara, que aguardara el momento oportuno? Los elfos marinos no le habí an hecho dañ o. Y, si actuaban como otros grupos elfos, no habí a duda de que se habí a convocado a sus cabecillas para que decidieran qué hacer con ella. A lo mejor podrí a explicarles a ellos el asunto de la corona.

Pero ¿ cuá nto tiempo deberí a esperar?

Un poco, decidió por fin; el tiempo suficiente para recuperar energí as. Feril estaba cansada. Se sumergió en un sueñ o inquieto e incó modo para reponer fuerzas. Sospechó que habí a transcurrido ya la mayor parte del dí a cuando advirtió que cambiaban a sus guardianes. Los dos nuevos centinelas charlaban con sus capturadores en la entrada.

La kalanesti se concentró y, recordando al pez ballesta, se dijo que uno pequeñ o podrí a escabullirse y perderse en aquella ciudad. Un pez ballesta entre docenas de peces. Notó có mo su piel se volví a tirante, y su figura empezó a empequeñ ecerse. Interrumpió el conjuro al ver que uno de los nuevos guardas se acercaba.

–¿ Entiendes el Comú n? –inquirió, las palabras ahogadas por el agua, pero lo bastante claras para que ella pudiera comprenderlas–. Veylona creyó oí rte hablar en é l. ¿ Vienes de la superficie?

Su corazó n empezó a latir excitado, y asintió con fuerza. Intentó hablar y fracasó miserablemente, aunque algunas palabras consiguieron salir al exterior: «Feril», que sonó como «Fril», y «corona» que má s bien pareció «roñ a». Debí a hallar otra forma...

El elfo marino desgarró las redes.

–Esto era una precaució n, nada má s –explicó –. No pensá bamos hacerte dañ o. Veylona estaba segura de que tú no nos querí as hacer ningú n dañ o, aunque nos tuvo que convencer.

Veylona, se dijo Feril. ¿ Velo? Era la palabra que la elfa marina habí a repetido.

–É stos son tiempos difí ciles para nosotros –continuó el dimernesti–. Y debes comprender que los visitantes aquí son muy raros. Nuestros mí sticos vaticinaron que estabas sola, que no eras una espí a del dragó n.

–¿ Veylona? –dijo Feril en voz alta y muy despacio.

–Veylona, ella te trajo aquí. Sus conocimientos del Comú n no son tan buenos como los mí os. Veylona me ha pedido que te guí e. Cree que eres una hechicera.

Feril nadó fuera de las redes y flexionó brazos y piernas.

–¿ Eres una hechicera?

La kalanesti sacudió la cabeza. ¿ Có mo podí a explicarlo? Tal vez era mejor no hacerlo. Finalmente, asintió despacio.

–Una hechicera de la superficie. Entonces, ¿ necesitas aire? ¿ Prefieres aire?

Feril asintió de nuevo, con má s energí a. Si tení a aire para respirar, podrí a hablar mejor con é l, y explicar por qué se encontraba allí y lo que necesitaba.

Le hizo una señ a, y ella lo siguió; el otro guarda nadó detrá s, sujetando la empuñ adura de un tridente.

–Yo soy Beldargh –indicó –, uno de los guardianes de la ciudad. Te llevaré a una habitació n con aire, a la que, hace dé cadas, conducí amos a los visitantes de la superficie. No se ha utilizado en un tiempo muy largo.

La sala en cuestió n se encontraba en lo alto de la torre, y el agua la ocupaba só lo en parte, controlada sin duda, se dijo Feril, por algú n hechizo realizado en tiempos ancestrales. Sacó la cabeza a la superficie al tiempo que se concentraba otra vez en su cuerpo, y regresaba ahora por completo a su aspecto de kalanesti. El guardiá n asomó la cabeza fuera del agua junto a ella.

–Feril –jadeó la elfa, mientras aspiraba con fuerza el aire viciado–. Mi nombre es Feril.

–Hechicera Feril de la superficie –dijo Beldargh despacio, y sus palabras sonaron veladas en el aire–, ¿ estabas en una nave que Pié lago hundió? ¿ Sobreviviste gracias a la magia?

–No. El dragó n no ha hundido nuestro barco. Espero que se encuentre fuera de su alcance. Pero estoy aquí debido al dragó n..., a todos los dragones. Necesito vuestra ayuda. Necesito la corona.

–¿ La Corona de las Mareas?

Ella asintió.

–Feril, no creo que eso sea posible. –La expresió n del dimernesti se ensombreció, y é ste sacudió la cabeza.

–Por favor escú chame –le suplicó ella y, mientras Beldargh escuchaba, la kalanesti inició la larga explicació n sobre lo que la habí a llevado al reino subacuá tico.

–Dimernost –repuso Beldargh cuando ella finalizó el relato–. Tardaremos un dí a en llegar allí. En Dimernost se lo preguntará s a nuestro... –Buscó una palabra en el idioma de la elfa–. Nuestro jefe. Nuestro jefe má s sabio decidirá. Nos vamos ahora.

Le indicó que lo siguiera y luego añ adió:

–Tendrá s una desilusió n, hechicera Feril de la superficie.

 

Dimernost, la capital del reino submarino, se parecí a mucho a la otra ciudad que Feril habí a visitado, aunque era mucho má s grande. Beldargh le hizo de guí a, y la acompañ aron un puñ ado de otros elfos marinos, incluida Veylona, el primer elfo marino que la kalanesti habí a conocido.

La condujeron a travé s de una serie de cú pulas parcialmente llenas de aire, y el grupo se detuvo en una sala ornamentada en la que se encontraban docenas de elfos. Feril observó que la mayorí a llevaban poca ropa y tení an la piel azul pá lido, aunque otros tení an la piel de un tono gris, y unos pocos de color azul oscuro. El color de los cabellos variaba tambié n, desde blanco a casi rubio, verde y, en muchos casos, diversas tonalidades de azul.

En el centro de la reunió n se encontraba una mujer cubierta con una tú nica a la que los otros elfos parecí an tratar con deferencia. Tení a un aire de matrona, y sus ojos fijos observaron a la kalanesti con atenció n.

–Me llamo Nuqala, Oradora del Mar –empezó la mujer en Comú n vulgar, y con un acento que Feril habí a escuchado en Khur–. Y tú eres una kalanesti. Só lo recuerdo una ocasió n en que uno de tu tribu nos visitara. Eso fue hace mucho tiempo, y acompañ aba a un comerciante que querí a intercambiar mercancí as. Al igual que el comerciante, tú tambié n pareces querer algo de nosotros.

Feril asintió e intentó explicarse, pero Nuqala siguió:

–Las noticias se mueven deprisa en el agua. Lo que deseas es algo muy valioso, precioso para nosotros y que nos sustenta. –Calló unos instantes, y luego prosiguió: – Pareces poseer un considerable dominio de la magia. Esa magia te permitió evitar a Brynseldimer.

Una vez má s, Feril asintió.

–Explí cate –dijo la mujer.

La palabras brotaron por entre los labios de la kalanesti. Era la misma historia que ya habí a contado a Beldargh, pero má s completa: có mo habí a cruzado el océ ano Courrain Meridional con sus camaradas en busca de Dimernesti, y có mo habí a elegido hacer esta parte del viaje sola a causa de su dominio de la magia de la naturaleza. Explicó que no habí a visto ni rastro del dragó n, pero sí el cementerio de barcos.

–Los barcos ya no navegan por esta aguas –repuso Nuqala con un dejo de melancolí a en la voz–. Ya no comerciamos con la superficie. Estamos prisioneros aquí; pero somos luchadores. No nos rendimos. Nuestra gente caza, aunque algunos son a su vez cazados por Brynseldimer. Nos ocupamos de nuestras cosechas, y el dragó n devora a algunos de nuestros labriegos. Pero no nos rendiremos al dragó n. Creo que Brynseldimer no quiere matarnos a todos, porque entonces no tendrí a con qué jugar. Usamos la Corona de las Mareas para mantenerlo a raya, para impedir que destruya todas nuestras ciudades. ¿ Y tú deseas la corona que es nuestra defensa? –Nuqala lanzó una carcajada entristecida y meneó la cabeza–. Tú, elfa de la superficie, quieres que nos rindamos. Nos condenarí as, y ¿ con qué propó sito?

–No quiero condenaros sino salvaros y salvar a todo Krynn –replicó Feril. Habí a urgencia en la voz de la kalanesti–. La corona es antigua, una reliquia de la Era de los Sueñ os. Palin Majere cree...

–¿ Majere? ¿ Palin, el sobrino de Raistlin? –La elfa marina ladeó la cabeza–. É se es un nombre que no he oí do pronunciar durante dé cadas. ¿ Palin Majere está vivo?

–Sí; nos envió aquí, a recuperar la corona. Cree que con la corona, y con otros objetos, puede impedir que Takhisis regrese y puede enfrentarse a los señ ores supremos.

–Tú deseas ayudar a tu gente contra los dragones de la superficie. Quieres que te entregue algo sagrado, para salvar a los habitantes de la superficie.

–No lo negaré –repuso ella–. Pero tambié n quiero ayudaros. Por favor, creedme. No tenemos demasiado tiempo. Takhisis va a regresar. Y, si la Reina de la Oscuridad regresa a Krynn, tu gente tendrá cosas peores que un dragó n marino de las que preocuparse.

Los otros elfos presentes en la estancia se pusieron a hablar entre ellos. Algunos discutí an, otros conversaban acaloradamente con Nuqala en el idioma del que Feril só lo podí a comprender algunos retazos. La elfa marina parecí a absorber todas sus conversaciones.

–La corona es uno de nuestros tesoros má s venerados –dijo por fin Nuqala, volvié ndose otra vez hacia Feril–. Pertenece a los dimernestis. Es parte de nuestro patrimonio, está ligada a nuestras vidas.

–No habrá dimernestis si los dragones se salen con la suya y Takhisis regresa –afirmó la kalanesti.

–Meditaré sobre tus palabras, igual que meditaré sobre las de mi gente. Permanecerá s como nuestra invitada durante este dí a. Por la mañ ana tendrá s mi respuesta.

 



  

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