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Fuego sobre el agua



 

–¿ Vamos a navegar en esto hasta Dimernesti? –Ampolla contempló el bote de pesca–. No creo que todos podamos caber en é l.

–Todos no podemos –replicó Rig, al tiempo que deslizaba el bote al agua y hací a un gesto a Ampolla para que se introdujera en é l–. Deprisa.

–Pero yo creí a que no harí amos esto hasta justo antes del amanecer –se quejó la kender.

–Cambio de planes. Quiero salir de aquí ahora, antes de que otros espí as nos descubran. –Rig miró por encima del hombro, observando a Dhamon–. ¡ Ampolla, quieres darte prisa!

La kender y el enano se sentaron el uno junto al otro, con un saco lleno de jarras y trapos bajo los dos: los pertrechos que el enano querí a. Ampolla habí a intentado explicar a Rig có mo los habí an conseguido en una tienda cerrada, pero Jaspe la interrumpió.

–No estoy orgulloso de lo que hicimos –susurró.

–Pero dejaste un poco de metal sobre el mostrador –replicó ella.

–De todos modos, no fue correcto. Estaba justificado –dijo, contemplando las naves del puerto–, pero no fue correcto. Sin embargo, puede que el dueñ o de la tienda se sienta feliz si lo que creo que Rig tiene en mente sale bien.

–¿ Qué es lo que Rig...?

–¡ Chissst! –advirtió el marinero–. No pueden vernos. Está demasiado oscuro. Pero eso no significa que los Caballeros de Takhisis no puedan oí rnos.

Dhamon y Rig ocuparon el asiento del medio, debajo del cual habí a unos cuantos largos de cuerda, y Groller se colocó entre Usha y Fiona. El pequeñ o bote no estaba concebido para tantos pasajeros y se hundió profundamente en el agua; el borde se balanceó a pocos centí metros por encima de la picada superficie. Rig entregó a Dhamon un canalete e introdujo el suyo en el soporte del remo.

Mientras interrogaban al espí a, la niebla se habí a espesado. Ahora se ceñ í a al agua y envolví a todos los barcos, haciendo que sus luces resultaran dé biles y borrosas.

–Resulta fantasmal –musitó Ampolla.

–La niebla nos ayudará a ocultarnos –dijo el marinero–. Si nos ven, nos pueden hundir. Ahora, que nadie respire demasiado profundamente. No podemos permitirnos ni un gramo má s de peso. –Hundió el remo despacio y con suavidad para evitar chapoteos en el agua. El remo de Dhamon se movió acompasadamente con el de Rig.

Feril y el lobo nadaban por delante de ellos, dirigié ndose a la nave má s pró xima, una galera de buen tamañ o. El agua estaba caliente y resultaba reconfortante para la kalanesti, y le satisfací a el contacto del aire fresco en el rostro, mientras nadaba hacia adelante con fuertes brazadas. El ú nico sonido que oí a era el suave chapoteo del lobo junto a ella y el casi imperceptible crujido de los soportes de los remos al girar en el bote de pesca que la seguí a a pocos metros de distancia.

La kalanesti se concentró en la niebla que se extendí a hacia el horizonte hasta donde alcanzaba su vista. Demasiado fina, en su opinió n. Si ella podí a ver los barcos de los Caballeros de Takhisis a travé s de ella, tambié n el bote de Rig podrí a ser visto por cualquiera de la cubierta que mirara en aquella direcció n. Aflojó la velocidad de las brazadas, para concentrarse en el aire allí donde se uní a con el agua. Sus sentidos se vieron asaltados por los zarcillos de vapor.

–Ocú ltame –musitó a la niebla. Vertí a toda su energí a en aquella idea, dejando para sí só lo la fuerza necesaria para mantenerse a flote–. Ocú ltame –repitió. Se concentró ú nicamente en la niebla, dejando que la embriagase.

Furia pasó junto a ella, agitando las patas para mantener la cabeza por encima del agua. Le rozó la mejilla con el hocico y luego siguió adelante, arañ á ndose un brazo con el ené rgico movimiento de sus patas.

–Ocú ltanos –dijo Feril. La kalanesti sintió có mo aumentaba su poder má gico. Cuando el bote de pesca la alcanzó, la niebla se habí a espesado como una oscura manta gris que se hubiera arrojado sobre el puerto de Ak‑ Khurman. Oyó có mo Ampolla parloteaba a su espalda, y có mo Rig hací a callar a la kender, mientras contemplaba las luces de las naves enemigas ahora tan opacas como una reunió n de fuegos fatuos–. Perfecto –susurró.

–No veo nada –decí a la kender.

–¡ Silencio! –la reprendió Jaspe en voz queda.

–¿ Có mo puedes saber adonde vamos? –insistió ella–. Si yo no veo nada, tú tampoco puedes ver nada. Ni tampoco Groller, apostarí a yo. Ni Fiona. Ni Dhamon. ¿ Y si remas en la direcció n equivocada?

–No vamos en la direcció n equivocada. –Era la voz de Dhamon–. Vamos contra corriente.

–Oh.

Feril detuvo el canalete de Dhamon con las manos, y avanzó por el agua hasta quedar junto a la barca.

–Id má s despacio –indicó –. Seguidme. Yo puedo ver a travé s de la niebla.

–Los barcos –susurró Rig–. ¿ Conseguiste verlos bien? Descrí belos.

Ella así lo hizo.

–Dos galeras –musitó el marinero–. No podemos robar ninguna de ellas. Hacen falta demasiados hombres para manejarlas. Cuatro carracas y una chalupa pequeñ a. Quiero una de las carracas, la mayor. Pero primero debemos eliminar las galeras, o nos perseguirí an.

–Nos acercamos a la galera má s pró xima –indicó Feril.

Rig oyó a la galera antes de verla, oyó el suave gemir de las cuadernas de la nave, el golpeteo del agua contra los costados, el crujido musical de los enormes má stiles. Era una vergü enza lo que planeaba, se dijo, un crimen contra el mar.

–Pasa de largo –indicó en voz baja a Feril–. Condú cenos hasta una de las carracas má s pequeñ as, la que esté mas cerca.

La kalanesti condujo la barca má s allá de la galera; al alzar la cabeza para mirar entre la niebla, distinguió el nombre de Orgullo de la Reina de la Oscuridad, pintado en letras blancas en su costado. Al cabo de unos minutos, llegaron junto a una de las carracas má s pequeñ as. Si tení a nombre, Feril no pudo leerlo. Un ú nico farol ardí a en la proa de esta nave.

El bote rascó contra el casco del navio, y Rig pasó los dedos por la madera justo por encima de la lí nea de flotació n. La carraca era un barco má s viejo; lo sabí a por el estado de las cuadernas y el grosor de la pintura, pero estaba bien cuidada y hací a poco que le habí an raspado el casco para eliminar los percebes adheridos. Extendió una mano en direcció n a Dhamon, y é ste hurgó bajo el asiento para sacar una cuerda que entregó al marinero.

Rig se incorporó con sumo cuidado, manteniendo el equilibrio, y rá pidamente hizo un nudo en la soga; tras hacer girar la cuerda sobre su cabeza, la lanzó, y sonrió satisfecho cuando el lazo cayó alrededor de un poste de la barandilla en la primera intentona. Ampolla le entregó dos jarras y un par de trapos, todo lo cual é l sujetó bajo un brazo; luego bajó la mirada hacia Dhamon.

–Agarra otros dos y sí gueme si puedes. Fiona, aparta la barca un poco. No quiero que os encontré is demasiado cerca cuando empiece el jaleo.

–No tengo ninguna arma –susurró Dhamon al marinero.

–Entonces será mejor que no te metas en lí os –replicó é ste. Con la agilidad de un felino, Rig trepó por la cuerda con una sola mano, presionando los pies contra el costado y escalando como un montañ ero que se dirigiera hacia una cumbre.

–Toma. –Fiona alargó su larga espada.

Dhamon rechazó la oferta con un gesto y, tras colocarse dos jarras bajo un brazo, subió en pos de Rig hasta la cubierta de la nave. El marinero estaba agazapado detrá s de un cabrestante y se dedicaba a embutir los trapos dentro de las jarras. Dhamon se colocó a su lado y empezó a imitarlo.

–¿ Yesca?

–Aú n no. –El marinero negó con la cabeza. Sacó una daga de su cinturó n y, tras sujetarla entre los dientes, se arrastró unos metros má s allá hasta la cadena del á ncora, y empezó a subirla.

El ancla golpeó contra el casco. Alguien se acercaba. Dos personas, a juzgar por el ruido de tacones de botas. Dhamon no consiguió ver a los hombres por entre la niebla hasta que é stos estuvieron prá cticamente junto a Rig. Depositó sus jarras junto a las del marinero y aguardó.

Rig vio a los hombres al mismo tiempo que é l. Cogió la daga que sujetaba entre los dientes, la arrojó contra el hombre de la derecha, y blandió el desgastado alfanje que habí a adquirido en la ciudad. La daga dio en el blanco y se hundió hasta la empuñ adura en el pecho desprovisto de armadura de un Caballero de Takhisis. El hombre cayó al suelo con un ruido sordo. Dhamon saltó sobre el segundo, al que inmovilizó boca abajo sobre la cubierta al tiempo que le poní a una mano sobre la boca; aun así, su adversario siguió debatié ndose.

–No hagas ruido –le advirtió el marinero, y asestó un fuerte golpe con el pomo del alfanje al cogote del caballero–. ¿ Lo ves? –dijo a Dhamon–. Ya te dije que no necesitabas un arma. No estando yo aquí.

Rig se escurrió veloz hasta el cabrestante.

–La corriente la conducirá directamente contra esa galera ahora, pero voy a hacer que vaya má s deprisa. –Dirigió la mirada al má stil de mesana, que estaba envuelto en niebla–. Soltaré una de las velas para que corra un poco má s. Ocú pate de detener a todo el que se acerque por aquí.

–¿ Con qué? –le replicó Dhamon en tono quedo.

–Con tus encantos. –Un segundo má s tarde el marinero habí a trepado al má stil y se habí a perdido entre la bruma.

Dhamon se arrastró hasta los dos cuerpos y le arrebató a uno una espada larga. Del cuerpo del otro recuperó la daga de Rig, y limpió la sangre que la manchaba en el capote del muerto. Distinguió una mancha en medio de la niebla; alguien má s se acercaba.

–No veo nada en esta niebla espesa –dijo un hombre.

–Desaparecerá por la mañ ana –contestó una segunda sombra.

–La niebla no es problema nuestro. –Era una tercera voz–. Limitaos a averiguar por qué vamos a la deriva, y detened la nave. No quiero chocar contra una de las otras.

–¡ A la orden, señ or! –respondió el primer hombre.

«Encontrará n los cuerpos», pensó Dhamon. Sujetó con fuerza la daga en la mano izquierda, la espada larga en la derecha. «Date prisa, Rig», murmuró para sus adentros, y echó una ojeada al má stil. Seguí a sin verse señ al alguna del marinero, pero oyó caer la lona y có mo la brisa la hinchaba.

–¡ Eh! –gritó uno de los hombres–. ¡ No vamos a la deriva! Nos impulsan las velas. Será mejor que venga el subcomandante.

Dhamon se abalanzó sobre las sombras con la espada tendida, deseando que ellos lo vieran. «Se acabaron las emboscadas –se dijo–. Será un combate honorable en esta ocasió n. » Al cabo de unos pocos pasos las sombras quedaron definidas: dos Caballeros de Takhisis con tabardos negros y camisas de cuero. Uno empuñ aba ya una espada, en tanto que el otro empezó a desenvainar la suya en cuanto descubrió a Dhamon.

–¡ Subcomandante! –llamó el que empuñ aba la espada–. ¡ Tenemos compañ í a!

Dhamon arrojó la daga al hombre que intentaba desenvainar su arma, y masculló un juramento en voz baja cuando é sta se hundió en el muslo del caballero en lugar de hacerlo en su pecho. De todos modos, la herida fue suficiente para detenerlo. El herido dobló una rodilla, al tiempo que sus manos intentaban extraer el cuchillo.

En ese instante, su compañ ero atacó. Dhamon se agachó bajo el arco descrito por el arma y, lanzando su larga espada al frente, empaló en ella a su adversario. La espada del hombre cayó sobre la cubierta con un gran estré pito y é l se desplomó de bruces, al mismo tiempo que se oí a el tronar de pasos bajo la cubierta. Dhamon se volvió para enfrentarse al caballero herido, que se habí a incorporado ya.

–¡ Problemas, subcomandante! –gritó alguien oculto por la niebla.

–Ya lo creo que tenemos problemas –gruñ ó el caballero herido. Arrancada la daga de su pierna, sacó la espada de la vaina para interceptar veloz el ataque de Dhamon–. No sé quié n eres –rugió –; pero no importa. –Rechazó otra estocada sin el menor esfuerzo–. No tardará s en estar muerto.

Dhamon aumentó la fuerza de sus mandobles, maravillado ante la defensa que presentaba el adversario. El caballero conocí a bien los golpes y contragolpes clá sicos que enseñ aba la orden de caballerí a. Dhamon se adelantó de un salto, utilizando una maniobra aprendida de Rig, lo que cogió a su oponente por sorpresa; a continuació n trasladó la larga espada hacia un lado y lanzó una violenta estocada que hendió la camisa de cuero y se hundió en el abdomen del hombre.

–¡ Fuego! –se oyó gritar a otra voz–. ¡ Está ardiendo!

Dhamon sabí a que el responsable era Rig. El marinero habí a estado ocupado. El antiguo Caballero de Takhisis volvió a herir al hombre y, tras acabar con é l rá pidamente, regresó a toda prisa junto al cabrestante. El marinero estaba allí, sosteniendo dos jarras llenas de trapos que ardí an alegremente. Las otras dos las habí a arrojado contra la cubierta y eran las responsables del fuego que los caballeros corrí an a intentar sofocar.

–Se suponí a que debí as esperarme –le espetó Rig, mientras lanzaba las dos jarras restantes contra el má stil de mesana–. Marché monos.

Echó a correr en direcció n a la popa del barco, lanzando una mirada por encima del hombro una sola vez para asegurarse de que Dhamon lo seguí a. Luego saltó por la borda. Su compañ ero se detuvo el tiempo necesario para introducir la larga espada en su cinturó n, y a continuació n tambié n é l saltó por encima de la barandilla.

–Feril nos encontrará –dijo Rig mientras chapoteaba en el agua junto a Dhamon–. El bote no puede estar lejos.

Dhamon no dijo nada. Contemplaba la carraca incendiada. La nave se moví a veloz, el ancla levada y la vela ondeando al viento. Algunos hombres se encontraban en la cubierta concentrados en apagar el fuego; pero otros y tambié n los esclavos que habí an tripulado el barco empezaban a saltar por la borda.

Las llamas se volvieron má s pequeñ as a medida que el naví o se alejaba, y de improviso Dhamon y Rig escucharon un fuerte golpe sordo, cuando la carraca chocó contra algo.

–Recordaba dó nde estaba la galera –explicó Rig como quien no quiere la cosa–, y sabí a en qué direcció n soplaba el viento, de modo que calculé en qué direcció n enviarla.

El aire se inundó de gritos de «¡ Fuego! ». El humo se elevó con fuerza de la cubierta de la carraca, y las llamas pasaron a la galera. El olor a madera quemada se extendió por la niebla, y má s hombres y esclavos saltaron al agua.

–Bueno, no tienes que felicitarme ni nada por el estilo –continuó Rig–. Pero acabo de eliminar dos barcos. Acabemos con una o dos carracas má s y será coser y cantar.

Su compañ ero contempló el incendio, al que la espesa niebla daba un aspecto nebuloso.

–Arderá n hasta la lí nea de flotació n si no pueden apagar el fuego –continuó el marinero–. ¿ Sabes?, me sorprendiste ahí arriba. No tuviste ningú n escrú pulo en eliminar a aquellos caballeros en la cubierta: tus compañ eros de armas. Yo hubiera creí do que...

Dhamon relegó las palabras de su compañ ero al fondo de su mente, y se dedicó a escuchar el crepitar de la madera. No tardó en captar el sonido de remos y la voz de Feril. Subió veloz al bote de pesca.

Ya empezaban a aparecer brechas en la niebla cuando Feril y Furia condujeron la barca hacia las tres carracas restantes, que se balanceaban de un lado a otro a só lo media docena de metros de distancia unas de otras. La kalanesti habí a abandonado su concentració n en la niebla, y estaba demasiado cansada mantenié ndose a flote para gastar energí as haciendo que la niebla volviera a espesarse. Se veí an hombres apelotonados en las proas de las tres carracas, con catalejos pegados a los rostros, pero las naves no habí an hecho ninguna intenció n de alzar las velas y acercarse; sin duda los capitanes no querí an arriesgarse a que el fuego se extendiera.

–Muy arriesgado –dijo Rig–. Está n demasiado cerca unas de otras. ¿ Dó nde está la otra galera?

–Má s al exterior –indicó Feril–. En la entrada del puerto. Cerca de la chalupa pequeñ a.

–É se es nuestro objetivo –declaró el marinero–. La otra galera. Haremos lo mismo: dirigir la galera contra una de las carracas, la de la derecha. Quiero la má s grande, la situada má s a la izquierda, la de tres palos.

–¿ Qué tripulació n usaremos? –murmuró Feril. Era una pregunta que Ampolla habí a hecho antes y que el marinero habí a dejado sin respuesta.

–La Legió n de Acero, quizá –respondió é l–. No lo sé. Ya se me ocurrirá algo.

La niebla se habí a reducido de modo considerable cuando el bote de pesca llegó al extremo má s exterior de la galera, y Dhamon y Rig ya no necesitaron que la kalanesti los guiara, pues veí an con suficiente claridad por entre la fina niebla. Por suerte, los hombres de cubierta estaban observando el incendio y no los vieron acercarse.

Rig se incorporó procurando no perder el equilibrio, arrojó la cuerda a lo alto, y lanzó una maldició n cuando é sta erró el blanco y cayó al agua a su espalda. La enrolló y volvió a probar fortuna.

–No hay nada a lo que engancharla –advirtió Ampolla–. Tendré is que probar en el otro lado.

Rig negó con la cabeza y arrolló la soga a su brazo; luego sacó dos dagas del cinturó n y las hundió en el casco de la nave, unos pocos metros por encima de la lí nea de flotació n y entre las aberturas para los remos.

–¡ Vaya, eso es muy astuto! –chirrió la kender–. Está haciendo una escalera. Quizá yo podrí a...

Un mirada furibunda de Dhamon y Jaspe la hizo callar.

Rig sacó otras dos dagas y las hincó en el casco un poco má s arriba. Luego se encaramó en los primeros cuchillos y subió hasta los dos situados má s arriba. Manteniendo un equilibrio precario, encajó otro par, y continuó la ascensió n, usando los improvisados asideros que habí a creado; al cabo de unos minutos ya se habí a quedado sin dagas, pero se encontraba en lo alto. Desapareció por encima de la barandilla.

–No creo que deba estar ahí arriba é l solo –musitó Ampolla inquieta–. Me gustarí a poder disfrutar un poco de la diversió n.

La cuerda cayó sobre el costado, al igual que una escala de cuerda que los caballeros probablemente usaban para subirá bordo. Rig se inclinó sobre la barandilla e hizo señ as a Groller. El semiogro señ aló el saco situado bajo Ampolla y Jaspe, y Dhamon lo sacó fuera y lo ató con sumo cuidado a la cuerda.

Acto seguido, Dhamon trepó por la escala y, mientras lo hací a, recuperó dos de las dagas de Rig, que introdujo en su cinturó n junto a la espada larga. Guió el saco durante el trayecto por el costado del barco, con cuidado para que no rascara contra el casco y se rompieran las jarras del interior; luego ayudó a Rig a pasarlo por encima de la barandilla y se unió al marinero sobre la cubierta.

–Haremos lo mismo que antes –musitó Rig.

Miraron en direcció n a estribor, donde habí a casi dos docenas de Caballeros de Takhisis apoyados contra la barandilla, observando el fuego.

–No lo creo –repuso Dhamon en tono quedo. Señ aló la parte central del barco y luego indicó el palo mayor, donde habí a un caballero encaramado en la torre de vigí a. El hombre habí a descubierto su presencia.

–¡ Piratas! –aulló el centinela, desviando al instante la atenció n de todos del incendio. Agitó los brazos para señ alar a Rig y a Dhamon.

–¡ Necesitamos un poco de ayuda! –gritó el marinero por encima de la borda; luego fue a coger sus dagas–. ¡ Maldita sea! Las utilicé todas.

–¡ Toma! –Dhamon le pasó los dos cuchillos que habí a recuperado y se lanzó al frente para responder a la carga de los primeros tres caballeros. «Esto es un suicidio», se dijo. Se agachó bajo un amplio mandoble circular y lanzó hacia arriba su larga espada. La hoja se hundió en uno de sus atacantes, y Dhamon se apartó de un salto para esquivarlo cuando é ste se desplomó sobre la cubierta.

No saltó lo bastante lejos, y el cuerpo del caballero lo derribó en su caí da. Dhamon se escurrió de debajo del cadá ver y se incorporó de un brinco justo cuando uno de los otros dos caballeros le lanzaba una estocada contra el muslo. Dhamon dirigió su arma hacia un caballero cubierto con una cota de malla negra, pero el acero rebotó en la armadura, y é l retrocedió varios pasos. Los dos caballeros que se abalanzaban sobre é l vestí an cota de mallas; otros cuatro vestidos con cuero se encontraban en algú n lugar detrá s de é l.

–Es un suicidio –repitió en voz baja.

Varios metros a su espalda, Rig libraba batalla con una pareja de caballeros sin armadura. Un tercero yací a en el suelo con dos dagas sobresaliendo de su pecho. El marinero le habí a arrebatado una espada al cadá ver y detení a con gran destreza los mandobles de sus adversarios al tiempo que les lanzaba toda suerte de improperios.

El tronar de má s pasos bajo cubierta hizo que Dhamon tragara saliva con fuerza. É l era bueno con la espada, pero estar en una desigualdad tan abrumadora era otra cosa. Y un barco de aquel tamañ o tendrí a docenas de hombres a bordo... sin mencionar las docenas de esclavos encadenados en la bodega y en las portillas de los remos. Un suicidio sin lugar a dudas.

–¡ Oh, no, no lo haré is! –reprendió Ampolla–. ¡ Dejad tranquilo a Dhamon! –La kender habí a trepado hasta la cubierta y acribillaba con gran punterí a a los caballeros que atacaban a su amigo. Una colecció n de conchas marinas que habí a recogido en alguna parte golpearon sus nucas.

Los hombres alzaron las manos para protegerse de la descarga, lo que dio a Dhamon una oportunidad. Asestó una patada a uno de ellos que lo impulsó hacia atrá s y lo hizo empalarse en la espada extendida de uno de los cuatro caballeros que avanzaban hacia é l. Al mismo tiempo, descargó un violento mandoble al de su izquierda y atravesó los eslabones de la malla hasta llegar a la carne. El caballero aulló, y Dhamon prosiguió adelante con una profunda estocada que hundió su espada en el vientre del adversario.

Mientras Dhamon tiraba de su arma para soltarla, Feril pasó veloz por su lado. La kalanesti se dirigí a al má stil, por el que descendí a el hombre que habí a ocupado la torre de vigí a. Con la agilidad de un mono, la elfa trepó por las jarcias y pateó al hombre. É ste se aferró con fuerza al má stil y desenvainó la espada, pero ella siguió asestá ndole patadas feroz y reiteradamente, hasta que hombre y espada cayeron a cubierta.

–¡ Larga la vela mientras está s ahí arriba! –le gritó Rig.

Ella se quedó inmó vil.

–¡ Desplié gala! –rugió el marinero–. ¡ Sué ltala para que atrape el viento!

Un cuarteto de caballeros atrajo la atenció n de Dhamon de nuevo hacia la batalla. É ste adivinó que, contando los que acababan de subir de abajo, debí a de haber al menos tres docenas sobre cubierta con los que luchar. Retrocedió hacia la barandilla, interceptando golpes, aunque uno se abrió paso por entre sus defensas y le hirió el brazo.

–¡ Salta al agua! –gritó uno de los caballeros.

Dhamon no tení a intenció n de saltar por la borda; tan só lo deseaba sentir la barandilla en la espalda. A varios metros de distancia, descubrió a Fiona, con la armadura reluciendo bajo la luz de los faroles dispuestos alrededor de la cubierta; la dama le daba la espalda a Rig, y ambos mantení an a raya a otro cuarteto de caballeros. Má s caballeros se agolpaban a su alrededor, en busca de una brecha.

–¡ Las carracas! –chilló Feril desde las jarcias–. Está n desplegando sus velas. ¡ Las tres!

Rig farfulló una retahila de juramentos.

–¡ Vamos a tener má s compañ í a de la que podemos manejar! –aulló. En voz casi inaudible añ adió: – No creí que todos ellos fueran a venir hacia aquí.

–¡ Acabemos deprisa con este combate! –indicó Fiona.

–¿ Acabarlo? –La voz pertenecí a a Jaspe. El enano pasó torpemente por encima de la barandilla y hurgó en el saco que llevaba atado a la cintura. Groller apareció detrá s de é l y se encaminó al centro de la nave–. ¿ Acabarlo? Ellos acabará n con nosotros. –Sacó el Puñ o de E'li del saco y lo descargó contra la pierna de un enemigo que se aproximaba. El hombre se dobló al frente, y Jaspe abatió el Puñ o sobre su cabeza. Hizo una mueca de satisfacció n al escuchar el sonido del crá neo al partirse. El enano pasó por encima del cuerpo y se introdujo en la contienda.

–¡ El semiogro! –bramó un caballero–. ¡ Y un ergothiano! ¡ É stos son los que vinimos a buscar! ¡ Y han venido directamente a nosotros! ¡ Matadlos a todos! ¡ Malys nos recompensará!

Groller detuvo la carga de dos caballeros, arrojando a uno por la borda y abalanzá ndose luego sobre el otro, al que inmovilizó sobre la cubierta. Sus enormes manos encontraron la garganta del enemigo y apretaron. El hombre se debatió unos instantes y luego se quedó inmó vil.

El semiogro se apartó del cuerpo y recibió una cuchillada en el brazo. Era un corte profundo, que le hizo lanzar un alarido al tiempo que utilizaba el brazo sano para asestar un puñ etazo a su atacante. El hombre quedó momentá neamente aturdido, y Groller pateó al adversario en el pecho primero; acto seguido sacó la cabilla del cinturó n para golpear con ella la sien del caballero. Otros cuatro hombres se dirigieron hacia é l.

–¡ Podemos ganar! –gritó Rig por encima del estré pito de las espadas.

–¡ Perder no es una alternativa que quiero considerar! –respondió la kender. Habí a trepado al cabrestante y arrojaba conchas, piedras y botones, y toda una variedad de cosas curiosas con su honda. Cogió por sorpresa a un par de caballeros, lo que permitió a Rig ganar tiempo con su alfanje. La kender buscó entonces con la mirada a Dhamon.

El marinero habí a derribado a dos hombres y giró para ocuparse de uno de los contendientes de Fiona.

–¡ No necesito ayuda! –le chilló la solá mnica.

–Só lo me muestro honorable –replicó é l.

–¡ Sé honorable con esos de allí!

Mediante gestos le indicó a un par de caballeros que acababan de aparecer para ocupar los lugares de sus camaradas caí dos. Rig retrocedió de un salto ante uno de los dos Caballeros de Takhisis, que le habí a lanzado una estocada con su espada; si el marinero no se hubiera movido, la hoja le habrí a atravesado el corazó n. Rig se agachó ante otro mandoble; luego giró a un lado y hundió su espada en el caballero. Al cabo de un instante oyó có mo el adversario de Fiona caí a sobre la cubierta.

Habí an muerto má s de una docena de caballeros, pero todaví a quedaba tres veces ese nú mero en pie. Rig sospechó que aú n quedaban muchos má s bajo cubierta ponié ndose las armaduras o cogiendo sus armas.

–¿ Comprendé is por qué no podí amos robar una galera? –explicó Rig a voz en grito mientras volví a a colocarse espalda contra espalda con Fiona, movié ndose con cuidado para no tropezar con los cadá veres–. ¡ Hacen falta demasiados marineros para tripularla!

–Tambié n hacen falta demasiados para tripular una carraca –masculló Ampolla.

La lona cayó desde el palo mayor y se hinchó, y la kalanesti aterrizó en el suelo con las rodillas dobladas.

–¡ Estupendo, Feril! –gritó Rig–. Pero no iremos a ninguna parte con el ancla todaví a echada.

–¡ Yo me ocuparé! –le respondió ella, que salió corriendo en direcció n a la popa, saltando sobre un caballero caí do y esquivando a otro.

–¡ Tiene dos á ncoras! –advirtió é l a gritos; pero la kalanesti estaba demasiado lejos, y el fragor de la batalla ahogaba cualquier esperanza de ser oí do–. Una en la proa –añ adió para sí.

–¡ Coged a la kender! –gritó un caballero.

–¡ No! –Dhamon habí a despachado a los cuatro adversarios vestidos de cuero, aunque habí a recibido bastantes cortes en el proceso. Ahora luchaba contra un hombre enorme que sin duda debí a de ser el comandante, tal vez el hombre al que tení a que informar el espí a.

–Dhamon Fierolobo –siseó el corpulento comandante por entre los apretados dientes–; no respondes exactamente a la descripció n. Creí a que tus cabellos eran rubios. Malys te quiere vivo. –El hombre ladeó la espada en un intento de golpear a Dhamon con la hoja plana–. Te capturaré con vida.

–No si puedo impedirlo. –Dhamon interceptó el amplio mandoble del hombre y lo obligó a dirigirse hacia el cabrestante. Cuando el caballero echó el brazo atrá s para lanzar una nueva estocada, Dhamon se acercó má s y hundió el arma en un movimiento ascendente que penetró por una abertura de la armadura. El herido retrocedió, sujetá ndose el vientre, y bajó la espada con fuerza; el impacto hizo que Dhamon soltara su arma, que cayó al suelo con un fuerte estré pito.

–Malys te quiere vivo –repitió el comandante apretando los dientes. La sangre chorreaba por la herida. Tosió violentamente e hizo retroceder a Dhamon hasta la barandilla–. Pero yo no veré el nuevo dí a. Y tampoco lo verá s tú. No sé por qué Malys tiene tanto interé s en ti. Se dice que fuiste un caballero. –Volvió a toser, y un hilillo de saliva rosada afloró a sus labios–. Eso te convertirí a en un traidor.

El comandante echó hacia atrá s la espada, teniendo buen cuidado de no dar a Dhamon espacio suficiente para escabullirse.

–A los caballeros renegados se los sentencia a muerte.

La espada describió un arco en direcció n al antiguo Caballero de Takhisis pero no llegó a finalizar el recorrido, y se soltó de su mano al tiempo que é l caí a de rodillas. La espada de Dhamon le habí a atravesado el cuerpo, y las manos de Ampolla sujetaban la empuñ adura.

Dhamon se inclinó y cogió el arma del comandante, en tanto que la kender resoplaba y tiraba de la espada de Dhamon para liberarla. Sus manos temblaban.

–Creo que será mejor que uses esta espada –dijo–. Es demasiado pesada para mí. Prefiero mi honda. Aunque tengo que admitir que no hubiera podido detenerlo con mis botones.

–Me has salvado la vida –jadeó Dhamon, mientras le quitaba el arma de la mano y daba un salto al frente justo a tiempo de impedir que un caballero acabara con Ampolla. Echó una ojeada por encima del hombro y vio có mo la kender se dirigí a hacia la barandilla, por la que trepaba Usha en aquellos instantes.

» Me has salvado la vida –repitió mientras detení a la estocada de un nuevo adversario–. Pero Palin me matará sin lugar a dudas si le sucede algo a su esposa.

Feril habí a conseguido levar el ancla de popa, y un fornido caballero se encaminaba hacia ella, espada en mano y lanzando improperios.

–Así que tú eres la Elfa Salvaje –indicó. Aminoró el paso y se detuvo a pocos pasos de ella–. Tatuaje en la mejilla. Se supone que debemos matarte. Es una lá stima. Eres muy guapa.

Avanzó, y la elfa giró a un lado como una peonza. Luego pasó corriendo junto a é l, y sus pies desnudos repiquetearon sobre la cubierta. Puso pies en polvorosa, y consiguió dejarlo atrá s, pero siguió oyendo el retumbo de sus pisadas, de modo que corrió junto a Dhamon. É ste acababa de eliminar a otro caballero y se habí a colocado delante de Usha y Ampolla, para defenderlas.

La kalanesti miró a su alrededor. La cubierta estaba abarrotada de cadá veres. Dhamon sangraba por varias heridas en brazos y piernas, y tení a una cuchillada en el estó mago. A varios metros de distancia, Jaspe mantení a a raya a dos caballeros, quienes, a pesar de sus largas armas, evitaban entrar en contacto fí sico con el enano.

Feril llamó la atenció n de Dhamon, y señ aló al enano, y luego a Rig y a Fiona situados en el otro extremo del barco. Cinco caballeros maniobraban para situarse alrededor de la solá mnica y el marinero.

Dhamon introdujo su espada en las manos de Feril, y se inclinó para recoger el arma de un caballero caí do.

–Los Caballeros de Takhisis usan esclavos para hacer funcionar los remos –gritó por encima del fragor del combate–. Estará n abajo en la bodega. –Luego giró sobre sus talones y se encaminó hacia Rig y Fiona–. ¡ Liberadlos si podé is! –chilló por encima del hombro.

–Tendremos que intentarlo –dijo Usha; la kalanesti tuvo dificultades para oí rla en medio del tintineo de las espadas.

–Entonces vayamos. –La elfa corrió hacia la escotilla abierta, con Usha pisá ndole los talones. Ampolla las siguió, pero se detuvo unos instantes para acribillar a un caballero con una andanada de botones.

Feril se acercó a un cadá ver tumbado junto a la escotilla, se agachó y arrancó una espada larga de sus helados dedos. Tendió el arma a Usha.

–¡ Có gela! –dijo, poniendo la empuñ adura entre las manos de la mujer–. Tal vez haya má s caballeros abajo.

La kalanesti y Usha desaparecieron bajo cubierta. Ampolla permaneció junto a la escotilla, la honda lista, vigilando para que ningú n enemigo se acercara; pero a nadie parecí a interesarle ya la kender. Dirigí an la mayorí a de sus esfuerzos contra Dhamon, Rig, Fiona y Groller.

–No os tengo miedo –los desafió Ampolla en voz baja–. Puedo con vosotros. Puedo... mmm. Es posible que las armas no sean la respuesta.

La kender echó una mirada hacia la popa del barco, al saco que Rig y Dhamon habí an subido a la cubierta. Estaba allí intacto.

–O tal vez un arma diferente funcionarí a –musitó para sí. Dedicó una mirada al interior de la escotilla y se esforzó por oí r a Feril y a Usha–. Nada. Debe de significar que está n bien por el momento y no tienen dificultades. –Introdujo la honda en el bolsillo y se dirigió hacia el saco.

En el centro del barco, Dhamon combatí a junto a Rig y Fiona. Acuchilló veloz a dos de los cinco hombres que los rodeaban, lo cual dejó a un adversario para cada uno, y se enfrentó al que llevaba armadura.

Unos cuantos metros por detrá s de ellos, Groller luchaba contra tres caballeros, mientras otros tres se dirigí an hacia é l. Dhamon intentó no perder de vista al semiogro en tanto continuaba el ataque a su adversario.

–¡ Ya no pueden quedar má s de dos docenas! –gritó alegremente Rig. El marinero estaba malherido, sangraba por un cuchillada recibida en el costado y por varias heridas profundas en la pierna. Fiona estaba agotada, pero ilesa. Su armadura solá mnica la habí a protegido bien–. ¡ Podemos acabar con ellos! –continuó Rig–. Podemos... –Por el rabillo del ojo vio que Groller se desplomaba sobre la cubierta, con seis caballeros a su alrededor ahora–. ¡ Groller!

Dhamon tambié n vio la situació n del semiogro, pero no pudo deshacerse del caballero con armadura que tení a delante.

El marinero reunió toda la energí a que le quedaba y empezó a repartir estocadas; pero cada mandoble era interceptado, lo que le impedí a llegar hasta su amigo caí do.

–¡ No! –chilló, al ver có mo uno de los caballeros hundí a una espada en la espalda de Groller. El hombre se colocó junto al semiogro y tiró del arma para soltarla, tras lo cual señ aló a Rig. Los seis hombres se volvieron como uno solo y avanzaron.

Dhamon intentó no pensar en Groller mientras seguí a combatiendo. Consiguió acuchillar a su oponente, que lanzó un alarido de dolor, y, cuando volvió a hundir su arma en é l, el caballero soltó la espada y cayó de rodillas. Con un veloz mandoble, Dhamon le atravesó el cuello. Al infierno el honor, se dijo mientras avanzaba para enfrentarse a la media docena de enemigos que habí an acabado con Groller.

Se encaró directamente con el que iba delante, y hundió la larga espada en el pecho sin coraza de é ste. El espadó n se hundió profundamente y quedó clavado, mientras el hombre caí a.

A su espalda, escuchó un gemido gutural y un fuerte golpe, pero no podí a apartar los ojos de los cinco hombres que tení a delante. Dos de ellos llevaban escudos negros como la noche con brillantes lirios en los bordes. Uno empuñ aba un mangual de aspecto perverso.

–¡ Bastardos! –Rig, con una mano sobre la herida del costado, pasó corriendo junto a Dhamon para luchar cuerpo a cuerpo con los dos caballeros de los escudos.

–¡ Rig, no seas loco! –le gritó Dhamon–. ¡ Está s malherido! –Escudriñ ó la cubierta, descubrió una espada sin dueñ o, y se agachó a cogerla; cerró los dedos sobre la empuñ adura justo cuando tres de los caballeros llegaban junto a é l. Se levantó de un salto, y por el rabillo del ojo vio que Rig retrocedí a tambaleante ante el ataque del que era objeto.

–¡ Dhamon! –chilló Fiona–. ¡ Rig ha caí do! ¡ Ayú dalo! –Ella estaba muy ocupada, batallando con dos caballeros, y lanzaba preocupadas miradas al marinero, mientras blandí a la espada con movimientos errá ticos.

Rig se desplomó de rodillas, en un charco cada vez mayor de sangre, aunque consiguió alzar la espada justo a tiempo de detener uno de los mandobles del caballero. El siguiente lo hirió en el brazo que empuñ aba el arma; Rig lanzó un grito, y la espada salió volando por los aires.

–¡ Luchad contra mí! –desafió Dhamon a los tres hombres que tení a delante.

–Muy bien, acabemos con esto –replicó el que sostení a el mangual. Se colocó en posició n frente a Dhamon, en tanto que los caballeros que só lo llevaban espadas se situaban a su lado.

Uno de los otros dos volvió a herir a Rig, y el marinero cayó de bruces. El caballero colocó un pie triunfal sobre el cuerpo.

–¡ Antes erais honorables! –les espetó Dhamon–. ¡ Honorables!

El caballero del mangual le dedicó una mueca.

–Só lo quedas tú y la dama –indicó al tiempo que hací a girar el arma en cí rculos por encima de su cabeza–. Y las mujeres que fueron bajo la cubierta. Ya nos ocuparemos de ellas. Las dejaremos para el final. No me preocupa demasiado la kender.

O el enano, se dijo Dhamon, preguntá ndose dó nde estaba Jaspe. Rugió al sentir có mo el mangual pasaba sobre su cabeza al agacharse; lanzó una estocada a la derecha y acertó a un adversario en el abdomen, de modo que repitió rá pidamente el movimiento y acabó con é l. Al mismo tiempo sintió el mordisco del acero en el costado izquierdo. El otro caballero habí a conseguido herirlo. Notó el costado hú medo y caliente. Giró en redondo y se incorporó para atacar al hombre situado a su izquierda, al tiempo que esquivaba otro golpe del mangual.

El caballero se detuvo, el arma inmó vil en la mano, y la boca abierta de par en par con expresió n de sorpresa; Dhamon le habí a atravesado el vientre con su espada.

Dhamon recuperó el arma y la blandió hacia arriba en un intento de interceptar otro golpe del mangual, pero la cadena del arma se enganchó alrededor de la espada, y su adversario se la arrebató de un tiró n.

Sin detenerse, Dhamon hundió los hombros y cargó contra el caballero. Pasó la pierna por detrá s de los pies de su oponente y lo arrojó sobre la cubierta, mientras el mangual giraba por los aires enredado aú n a la espada.

–¡ Al diablo con el honor!

Dhamon hundió el tacó n de su bota en el estó mago del caballero; é ste rodó sobre sí mismo, y Dhamon se tambaleó. Mientras se esforzaba por mantener el equilibrio, los dedos del caballero se cerraron alrededor del mangual y el hombre empezó a levantarse, pero Dhamon se movió con rapidez. Volvió a patear el estó mago de su enemigo y, recuperando su espada, se la hundió en la garganta, la liberó, y giró veloz en direcció n a donde habí a caí do Rig.

–¡ Es un deshonor luchar contra un hombre desarmado! –exclamó Dhamon.

Dos caballeros se encontraban todaví a junto a Rig, uno de ellos listo para clavar su espada en la espalda del marinero. Dhamon se abalanzó sobre ellos.

El má s alto de los dos caballeros le sonrió despectivo y atacó, pero el otro señ aló en direcció n a popa.

–¡ Fuego! ¡ Está ardiendo!

Dhamon percibió el olor de la madera quemada mientras entablaba combate con el caballero alto. Se introdujo bajo el arco descrito por el arma de su oponente y lanzó la espada a la izquierda, pero é sta chocó con el escudo que el hombre sostení a. Luego hincó el codo en el abdomen del caballero y lo empujó varios pasos hacia atrá s.

Acto seguido, Dhamon giró y se enfrentó al otro adversario. Las espadas entrechocaron por encima de sus cabezas, pero Dhamon no conseguí a encontrar una buena brecha para su ataque, de modo que se concentró en seguir vivo.

–¡ Rig! –Fiona estaba junto al marinero, tras haber eliminado a su oponente. Tení a la armadura salpicada de sangre; los cabellos que sobresalí an por debajo del casco estaban empapados en ella.

Rig gimió y le hizo señ as para que se fuera, mientras intentaba inú tilmente levantarse de la cubierta.

–Ayuda a Dhamon –musitó –. Ve junto a Groller. Yo estaré bien. Encuentra a Jaspe.

Ella permaneció junto a é l un instante má s, y luego se unió a Dhamon y presentó batalla al má s alto de los dos caballeros. El hombre le lanzó un mandoble tras otro, y ella interceptó varios golpes, pero uno se abrió paso por entre sus defensas, y la espada chocó con fuerza contra su peto. El hombre siguió con su ataque, aplastando el escudo contra el pecho de la dama. El impacto la arrojó contra la cubierta.

Dhamon apretó los dientes y arremetió al frente, poniendo todas sus energí as en una estocada definitiva. La hoja rebotó en el arma del otro, pero, al tiempo que esto sucedí a, Dhamon apartó de un golpe el escudo del hombre con la mano libre, y volvió a lanzar otra estocada; en esta ocasió n consiguió que la hoja se introdujera entre las costillas de su adversario.

Enseguida saltó por encima del moribundo, y detuvo el mandoble del caballero alto que habí a estado golpeando a la solá mnica caí da sobre cubierta.

–¡ Fiona! ¡ Arrastra a Rig hasta la barandilla! Que todos vayan hasta la barandilla –le gritó Dhamon–. ¡ El barco arde deprisa! ¡ Y las carracas se acercan! ¡ Las tendremos encima en cualquier momento!

–¡ Está ardiendo! –se oyó gritar a una voz a estribor de la proa, desde la cubierta de una de las carracas. Las tres naves estaban cada vez má s cerca; llegarí an junto a la galera en cuestió n de segundos.

–¡ Tirad el ancla! –ordenó alguien–. ¡ No os acerqué is demasiado! ¡ Enviad botes hasta ella!

Dhamon oyó gemir a Rig y las botas de Fiona pisoteando la sangre.

–Rig, qué date aquí –le indicó la dama–. Tengo que ayudar a Jaspe. Lo veo, a duras penas, detrá s del palo mayor.

Dhamon devolvió su atenció n al caballero alto. É ste habí a soltado el escudo y recogido una espada má s pequeñ a, que empuñ aba con la otra mano. Balanceaba las dos espadas ante sí creando un reluciente tapiz de acero.

–No saldrá s de este barco con vida –siseó el caballero. Su voz era profunda. Habí a sido uno de los ú ltimos en subir a cubierta, y por la insignia ensangrentada de su capote quedaba claro que era un subcomandante.

–Lo siento, pero me tengo que ir –replicó Dhamon.

–Oh, ya lo creo que te vas. Te vas a ir directo al Abismo. –El hombre lanzó una carcajada, una risa profunda y gutural que se elevó por encima del chisporroteo de las llamas–. ¡ Qué lá stima que no esté s vivo para contemplar el retorno de Takhisis!

Una humareda cayó sobre el caballero y Dhamon, y sintieron el ardor del fuego que consumí a veloz a la nave. El hombre atacó con la espada larga, al tiempo que echaba hacia atrá s la otra. Dhamon dio un salto y giró, inviniendo sus posiciones de modo que era ahora el caballero quien estaba de espaldas al fuego.

Dhamon miró má s allá de su oponente. Toda la popa del barco estaba en llamas. La vela que Feril habí a desplegado estaba encendida e iluminaba el cielo nocturno amé n de disipar la escasa neblina que permanecí a aú n en el puerto.

Ampolla se encontraba junto a la hoguera, disparando jarras con una pequeñ a ballesta a las carracas que se acercaban. En las bocas de los recipientes habí a trapos encendidos, y Dhamon comprendió, con una curiosa indiferencia, que la kender era la responsable del incendio iniciado en la galera.

Má s hombres subí an apresuradamente a la cubierta, aunque é stos no vestí an la librea de los Caballeros de Takhisis. Estaban muy delgados, y se cubrí an con ropas sucias y desgarradas. Feril y Usha los conducí an por entre las llamas. La kalanesti tosió mientras indicaba algo a Usha; luego señ aló hacia la barandilla.

–¡ Ampolla! –chilló –. ¡ Nos vamos!

A su espalda, la kender lanzó dos jarras má s y se encaminó hacia la borda.

Detrá s de la galera habí a dos carracas. Una se habí a incendiado y ardí a con fuerza. Dhamon distinguió sus velas llameantes. La tercera carraca se habí a detenido a una distancia prudencial y arriaba botes para rescatar a los caballeros y esclavos.

Si Dhamon podí a acabar con aquel hombre, é l y los otros conseguirí an huir a la relativa seguridad del pequeñ o bote de pesca. Cuando avanzaba hacia é l, distinguió a Jaspe con el rabillo del ojo.

El enano se encontraba entre el palo principal y el de proa. Sostení a el cetro extendido en una mano y lo balanceaba despacio a un lado y a otro entre dos caballeros cubiertos con armadura; los hombres observaban al enano, pero no hací an la menor intenció n de atacarlo. Entonces Dhamon descubrió a Fiona, que iba en ayuda de Jaspe. La solá mnica atrajo la atenció n de uno de los hombres, y é ste se lanzó al ataque.

–Hemos de darnos prisa, Jaspe –gruñ ó la dama, parando la estocada del caballero–. Este barco no se mantendrá a flote durante mucho má s tiempo. Ampolla se ha ocupado de ello.

Como para confirmar la veracidad de sus palabras, un pedazo de vela en llamas se soltó y revoloteó hasta la cubierta justo detrá s de sus atacantes. El fuego se extendió a la madera, aumentando las llamaradas que envolví an la nave. Aquello puso fin a la situació n de estancamiento en que se encontraban el enano y el caballero má s pró ximo a é l. El guerrero lanzó un bufido y avanzó hacia Jaspe.

Fiona aventajaba a su enemigo, que se moví a con lentitud a medida que el humo se espesaba.

–¡ Te perdonaré la vida! –ofreció la mujer, a la vez que esquivaba una estocada dada con muy poca punterí a. El hombre sacudió la cabeza, como si intentara despejar sus sentidos–. ¡ Te concederé la vida, si sueltas la espada! –repitió.

El caballero volvió a negar con la cabeza y lanzó una estocada baja. El golpe rebotó en su espada, y ella dirigió su arma a una abertura donde el peto se uní a a una corta falda de malla. El hombre cayó al frente, la dama tiró de su espada para soltarla y fue a ayudar al enano.

Debido a que Jaspe era mucho má s pequeñ o, el caballero que lo atacaba tení a dificultades para penetrar en sus defensas; cada vez que el hombre lanzaba una estocada al pecho del enano, é ste levantaba el Puñ o, y en cada ocasió n la hoja rebotaba inofensiva sobre la má gica madera.

–¡ No tenemos tiempo para esto! –gritó Fiona. Tosí a ahora, y agitaba la mano ante los ojos para apartar el humo–. ¡ Ve hacia la borda, al bote de pesca! ¡ Ayuda a Rig a saltar! Está herido de gravedad, Jaspe. Y creo que Groller está muerto.

Jaspe no discutió la orden, pues sabí a que la mujer podí a ocuparse del caballero mucho mejor que é l. Mientras se encaminaba a la barandilla, resbalando en la sangre, saltando por encima de los cadá veres, el enano oyó el sordo tintineo de la espada de Fiona sobre la espada y armadura de su adversario. El entrechocar de metales mantení a un cierto ritmo, pero de repente el ritmo se detuvo, y a travé s del crepitar de las llamas escuchó un golpe sordo. Fiona tosió, sus botas repiquetearon sobre la cubierta, y el enano suspiró aliviado. El Caballero de Takhisis habí a muerto.

Rig estaba arrodillado, agarrado a la barandilla, la respiració n ronca y entrecortada. El enano buscó desesperadamente la escala de cuerda por la que habí a trepado; pero é sta se encontraba demasiado lejos, hacia la popa de la nave, que ahora parecí a una bola de fuego.

–Tendremos que nadar. Al menos tú tendrá s que hacerlo –dijo el enano–. Yo no sé. Pero a lo mejor podré evitar hundirme como una roca.

El enano alzó el Puñ o de E'li y, abatié ndolo sobre la barandilla, rompió una parte, que fue a caer al agua.

–Eso flota. Y puede que con su ayuda tambié n flote yo.

El marinero levantó la cabeza, los ojos enrojecidos por el humo.

–Yo sé nadar. Te ayudaré.

«No en tu estado», pensó Jaspe. Ayudó a Rig a pasar sobre la barandilla, de modo que el marinero quedó colgando como un saco de harina, balanceá ndose en el aire. El enano buscó con la mirada el bote de pesca. La oscura humareda gris procedente de la galera se mezclaba con la tenue neblina, y en un principio no consiguió ver nada.

Pero por fin descubrió entre el humo algunas personas en el agua: los esclavos que Feril y Usha habí an rescatado, que chapoteaban alejá ndose de la galera. Y luego distinguió el trozo de barandilla que flotaba en el agua.

–Mi espada –jadeó Rig–. He de recuperar mi espada. No puedo perder otra.

¡ Furia! ‑ ‑ llamó el enano, sin hacer caso al marinero–. ¡ Ampolla!

Al cabo de un momento le respondieron los ladridos frené ticos del lobo.

–Jaspe! ¡ Estamos aquí abajo! –Era la voz de la kender–. ¡ Estamos en el bote!

De modo que la barca estaba en algú n lugar allí abajo. No podí a hallarse demasiado lejos si é l conseguí a oí rla con tanta claridad. Jaspe introdujo el Puñ o en el saco que llevaba a la cintura, asegurá ndose de que no lo perderí a, y luego empujó a Rig por la borda. El enano echó un rá pido vistazo a la cubierta. Feril estaba cerca de la proa, alzando la cadena del á ncora como una posesa a la vez que instaba a saltar al resto de los esclavos liberados. Usha se recogió las faldas y saltó por la borda.

Dhamon no estaba muy lejos, forcejeando con un caballero alto.

«Deberí a ayudarlo –pensó Jaspe–. Pero entonces Rig podrí a ahogarse. » El enano saltó al agua detrá s del marinero, mientras rezaba a los dioses ausentes para que no permitieran que se hundiera.

Fiona tosí a inclinada al frente. Apenas si podí a ver má s allá de unos centí metros de distancia, pero sabí a adonde dirigirse. Oyó el entrechocar del acero. Dhamon seguí a combatiendo con el caballero alto; era el ú nico combate que seguí a adelante. Se quitó algunas piezas de la armadura y avanzó tambaleante hacia el sonido.

Ambos contendientes estaban cubiertos de sangre. El caballero alto utilizaba dos armas; interceptaba la espada de Dhamon con su espada má s larga y le lanzaba estocadas al pecho con la otra má s corta.

La tú nica del antiguo Caballero de Takhisis estaba empapada en sangre, y la dama se dio cuenta de que casi toda era de é l, ya que el capote de su adversario seguí a prá cticamente inmaculado. Se arrancó el peto, lo dejó caer sobre cubierta, y corrió hacia ellos, para detenerse justo detrá s de Dhamon.

–Eso no es justo –masculló el caballero alto–. Dos contra uno. No hay honor en eso.

–¡ No consideraste que fuera injusto cuando luchabas contra mi amigo! –escupió Fiona.

–¿ El hombre negro? –rió é l–. Malys quiere al ergothiano muerto. Pero, en cuanto a ti –inclinó la cabeza hacia Dhamon–, quiero un combate honorable contigo.

–No esta vez –replicó Dhamon. Dejó que Fiona detuviera la espada larga de su adversario, en tanto que su arma se estrellaba contra la otra má s corta. Dhamon giró torpemente y hundió el acero en el costado del hombre; la hoja se hundió só lo unos centí metros, pero el dolor fue suficiente para hacer que el caballero echara un vistazo a la herida. Fiona se adelantó y le lanzó una estocada al pecho; luego se agachó y acuchilló las piernas, pero la espada golpeó lá minas de negro metal que repiquetearon con un sonido agudo. El hombre retrocedió y agitó las espadas violentamente ante ellos para mantenerlos a distancia.

–¡ Te concederé la vida! –gritó Fiona–. ¡ Suelta las armas!

El caballero soltó un grito gutural y se abalanzó sobre ellos. Fiona se adelantó para ir a su encuentro, en tanto que Dhamon se deslizaba a un lado y, alzando su larga espada por encima de la cabeza, la abatí a con todas las fuerzas que le quedaban en los brazos. El acero se hundió en el hombro de su oponente. Dhamon tiró de é l para soltarlo y volvió a golpear. Con un gemido, el caballero soltó la espada má s corta y siguió combatiendo só lo con la má s larga.

El caballero negro dedicó a Fiona una sonrisa tensa y maniobró para colocarse a un lado, donde pudiera verlos tanto a ella como a Dhamon. El humo que lo envolví a era muy espeso, y el hombre boqueaba en un intento de llevar aire a sus pulmones. Tambié n la dama tení a problemas para respirar, y Dhamon señ aló en direcció n al costado del barco. «¡ Ve! », articuló en silencio.

–¡ No sin ti! –respondió ella, sacudiendo la cabeza.

Medio asfixiado por el humo, Dhamon avanzó má s torpemente ahora, balanceando la espada en un amplio e irregular arco. Su adversario retrocedió para colocarse fuera del alcance del arma, y é l recuperó el equilibrio y alzó la espada. Al ver que el caballero buscaba una oportunidad de atacar, Dhamon le concedió la ilusió n de una.

El hombre avanzó e hizo descender su arma; en el ú ltimo momento posible, Dhamon se adelantó hacia é l y penetró bajo el arco descrito por la espada. La larga hoja hirió a Dhamon en el hombro, pero el acero de é ste se hundió en el costado herido de su oponente. El antiguo Caballero de Takhisis tiró hacia atrá s de la espada y volvió a clavar la hoja, y el hombre se desplomó sobre é l.

Fiona apareció al instante, tosiendo, jadeando, y apartó al caballero muerto de encima de Dhamon al tiempo que tiraba de este ú ltimo en direcció n a la barandilla.

–¡ Hemos de abandonar el barco! Está escorá ndose. ¿ No lo notas?

Ella tení a razó n. La cubierta se inclinaba hacia un lado, como si el barco hiciera agua; y, ademá s, la nave se dirigí a a la orilla. Sin duda el ancla de proa se habí a soltado.

Dhamon se apoyó en Fiona unos instantes, y ambos se agarraron a la barandilla cuando la nave se detuvo con un crujido que compitió con el rugir de las llamas.

–¡ Ha chocado con otro de los barcos! –jadeó Fiona. La galera volvió a dar un bandazo, y la solá mnica trastabilló. Dhamon la sujetó y la inclinó sobre la barandilla, donde podí a respirar un poco de aire fresco.

–Tú primero –indicó, agitando el brazo–. Te seguiré.

La dama forcejeó con las ú ltimas piezas de metal de sus brazos, luchando por soltar las sujeciones, y luego arrojó el casco al suelo. «Deberí a haberlo dejado todo en el pantano», pensó. Cuando la ú ltima pieza de su armadura hubo caí do sobre la cubierta, envainó la espada y acto seguido saltó al agua.

–Te seguiré en cuanto encuentre a Groller –gritó Dhamon. Cerró los ojos e imaginó la cubierta. Luego se dejó caer a gatas y se arrastró al frente, representá ndose mentalmente el palo mayor, el má stil de proa, y el lugar donde habí a visto caer al semiogro entre los dos. Muerto o no, Dhamon pensaba llevarse con é l a Groller.

Las manos del guerrero toparon con un cuerpo tras otro, ninguno tan grande como el que buscaba, todos ellos ataviados como los caballeros de la Reina de la Oscuridad. Se arrastró sin pausa por encima de ellos, resbalando en la sangre y cortá ndose los dedos en las armas caí das. Le parecí a como si llevara horas gateando; el pecho le ardí a, los ojos le lloraban, y tení a el cuerpo dolorido a causa de una docena de heridas.

Se sentí a dé bil, mareado por la falta de aire y la pé rdida de sangre, cuando llegó junto a un cuerpo de gran tamañ o.

Estaba boca abajo y ensangrentado. Con un gran esfuerzo, Dhamon consiguió darle la vuelta, pasó los dedos por los largos cabellos, palpó los anchos hombros y llegó al rostro del hombre. Sus manos encontraron la amplia nariz y la gruesa frente de Groller; entonces, agachá ndose má s, palpó la desgastada tú nica de cuero, ahora desgarrada y cubierta de sangre.

–Tienes que estar vivo –rezó Dhamon. Apretó la mejilla contra la nariz del semiogro, sin notar nada al principio. Luego, de un modo apenas detectable, percibió un atisbo de respiració n dé bil. La sensació n no lo alegró; habí a atendido a demasiados heridos en los campos de batalla y su experiencia le decí a que el semiogro agonizaba.

Se incorporó con dificultad, sosteniendo a Groller por las axilas, y avanzó tambaleante en direcció n a la barandilla, arrastrando al semiogro con é l. El regreso resultaba má s fá cil, pues la cubierta estaba inclinada en aquella direcció n.

–¡ Dhamon! –Alguien lo llamaba, una mujer. Era un voz queda, y no podí a averiguar a quié n pertenecí a. ¿ Feril? ¿ Usha? No era la kender; la voz de Ampolla era má s infantil. Tal vez fuera Fiona.

Forcejeó con el cuerpo de Groller y consiguió levantarlo y apoyarlo contra la barandilla. Pasó una de las piernas por encima de la borda, la que lucí a la escama ennegrecida, que brillaba por entre los numerosos cortes de sus polainas. Era uno de los pocos lugares que no estaba manchado de sangre. El semiogro era muy pesado, y Dhamon se sentí a cada vez má s dé bil; lo alzó, y la barandilla se partió bajo el peso de ambos. El caballero sujetó con fuerza a Groller, y juntos fueron a parar al agua.

Sintió que se hundí a, ya que el peso del semiogro lo arrastraba hacia el fondo; pero Dhamon agarró con firmeza a su compañ ero y agitó las piernas con energí a. El agua salada le provocó un fuerte escozor en las heridas y ayudó a reanimarlo. Pareció dotarlo de un estallido de renovadas fuerzas. Oyó sonidos a travé s del agua, cosas que no podí a describir pero que imaginó eran trozos de la galera que caí an a las aguas del puerto. Entonces, de improviso, su carga se tornó má s ligera. Alguien lo ayudaba a subir a Groller.

La cabeza de Dhamon salió a la superficie, y el caballero respiró hondo. Feril nadaba a su lado y lo ayudaba a mantener la cabeza de Groller por encima de la superficie.

–Se muere –consiguió articular é l.

Ella agitó un brazo y silbó, y Dhamon escuchó el chapoteo de unos remos. Al cabo de un instante divisó el pequeñ o bote de pesca abrié ndose paso por entre la niebla y el humo. Jaspe se inclinó sobre el costado y extendió las manos en direcció n al semiogro.

El enano estaba chamuscado y empapado, a la vez que agotado. Su rostro aparecí a curiosamente blanquecino a la luz del fuego.

–Acé rcalo má s –jadeó. Furia sacó la cabeza por el costado del bote y aulló. El lobo intentó saltar al agua, pero los brazos de Fiona lo tení an inmovilizado.

–¿ Se encuentra bien Groller? –preguntó Ampolla.

Feril y Dhamon consiguieron con un gran esfuerzo subir al semiogro y colocarlo sobre la borda del pequeñ o bote. Jaspe tocó el rostro de su amigo, cerró los ojos, y se concentró para localizar de nuevo la chispa curativa. Habí a dedicado los ú ltimos minutos a ocuparse de Rig, a la vez que se esforzaba por sujetarse al pedazo de barandilla flotante mientras esperaba que la barca de pesca acudiera a rescatarlos.

El marinero habí a sido gravemente herido, y el enano necesitó casi toda su energí a para curar las heridas de mayor gravedad y conseguir mantener a Rig con vida. Tambié n Jaspe estaba herido, al igual que Fiona, pero ninguno de los dos corrí a peligro de muerte.

Groller era otra cosa. El enano instó a su chispa interior a crecer, mientras buscaba la familiar esencia vital del semiogro. Era dé bil y difí cil de localizar, como un rescoldo que empezaba a enfriarse. Groller abandonaba Krynn, igual que Goldmoon habí a abandonado el mundo. Jaspe comprendió que el semiogro estaba mucho má s grave de lo que habí a estado en la cueva. A su espalda Furia volvió a aullar, forcejeando con Fiona y ahora tambié n con Ampolla, que la ayudaba a contener al lobo.

–Molestará s a Jaspe –lo reprendió la kender–. Qué date aquí.

La mejilla de Groller resultaba anormalmente frí a bajo los dedos del enano.

–No –musitó é ste–. No te perderé a ti, tambié n. No puedo. –El enano apenas si se sujetaba al borde del bote ahora, todos sus esfuerzos dedicados a su conjuro curativo–. No te me mueras. Te salvé una vez y puedo volver a hacerlo. –Escuchó su propio corazó n latiendo, tronando por encima de los lejanos sonidos del fuego y los gritos de los hombres. Palpitaba al ritmo de las picadas aguas que golpeaban los costados de la barca, y el enano se concentró en ese ritmo para hacer crecer la chispa.

Sintió có mo un calorcillo emanaba de su pecho y se deslizaba por el brazo hasta los dedos y de allí al rostro de Groller. Notó entonces que el bote daba un bandazo.

–¡ Jaspe! –oyó gritar a Fiona–. ¡ Sujé tate a la barca!

No hizo el menor movimiento para obedecer pues no deseaba interrumpir el conjuro. Sintió có mo la mano libre tocaba el agua y luego se hundí a en ella. Cayó por el borde de la barca y empezó a hundirse, pero no realizó ningú n esfuerzo por mantenerse a flote. Todo iba dirigido a la chispa y a salvar a Groller.

Entonces Jaspe oyó có mo el semiogro lanzaba un respingo y sintió que Feril lo agarraba por los gordezuelos brazos. Las piernas de la kalanesti pataleaban con fuerza en el agua. El enano abrió los ojos violentamente, y vio que Dhamon ayudaba a Fiona y a Usha a introducir a Groller en el bote. Fiona saltó al agua para hacer sitio al semiogro; luego sus manos se unieron a las de Feril para alzar a Jaspe fuera del agua, al que situaron en el centro del bote junto a Groller y a Rig.

–Jas... pe buen sanador –oyó murmurar al semiogro, mientras se sumí a en un profundo sueñ o.

Feril, Dhamon y Fiona nadaban al costado de la barca. Los esclavos liberados estaban a su alrededor en el agua; algunos se agarraban al borde del bote, otros a pedazos flotantes de barandilla.

–¿ Ahora qué? –inquirió Usha–. La orilla queda muy lejos para que los esclavos naden hasta ella.

–Todas las carracas arden –dijo Ampolla–. Es culpa mí a. Levé el ancla y dejé que el barco fuera hacia ellas. Luego les lancé jarras en llamas. ¿ Bastante ingenioso, no?

–Nos salvaste –repuso Dhamon–. Esos caballeros se habrí an unido a la batalla en la galera y habrí an acabado con nosotros. Eran demasiados. É sta no fue una de las mejores ideas de Rig.

–Queda aú n una nave. –Fiona señ aló hacia el este–. La pequeñ a chalupa que Feril vio.

–¡ Sí! –La kalanesti esbozó una amplia sonrisa–. Se quedó atrá s cuando incendiamos la galera.

–Entonces vayamos en su busca –indicó Dhamon–. Está má s cerca que la orilla. Esperemos que no haya tantos caballeros a bordo. No puede haberlos. Es muy pequeñ a.

–¡ Y tenemos hombres para tripularla! –exclamó Ampolla rebosante de satisfacció n, señ alando a los esclavos liberados.

–Só lo si ellos quieren –replicó Feril–. Si no es así, los dejaremos en tierra.

–Ya discutiremos eso cuando tengamos la chalupa –dijo Dhamon con voz dé bil. Empezó a nadar hacia la embarcació n–. Si es que podemos cogerla.

Pareció como si transcurrieran horas antes de que la barca de pesca chocara contra el costado del casco que miraba mar adentro. El humo seguí a siendo espeso sobre el agua y los ocultó a los caballeros de a bordo, la mayorí a de los cuales estaban muy ocupados contemplando los incendios en el otro lado.

Dhamon miró de reojo a travé s de la oscuridad, luchando por permanecer consciente. La luz de las llamas no llegaba hasta este lado del barco. Señ aló la proa.

–Veo la cuerda del ancla. Eso será nuestra escalera para subir.

–Tú no vas a ir –murmuró Fiona con voz ronca–. Está s sangrando.

–No estoy tan malherido –mintió é l–. Y no pienso quedarme en el agua. Los tiburones no tardará n en aparecer. –Hizo una pausa–. Por desgracia, no tengo ninguna arma. Dejé las que cogí prestadas en la galera.

Feril condujo la barca hasta la cuerda del á ncora. Usha cogió una soga de debajo del asiento central y la pasó alrededor de la cuerda del ancla de la chalupa.

–Esta vez no iremos a la deriva –anunció. Luego se inclinó hacia el centro del bote, para rebuscar dentro de algo. Al cabo de un momento, tendió a Dhamon dos dagas por encima de la borda–. La espada de Rig tambié n está en esa galera incendiada. Pero vi que é stas sobresalí an de sus botas, y no creo que le importe.

Dhamon sonrió ampliamente. Aunque estaba oscuro, distinguió los lirios incrustados de ná car en las empuñ aduras; sin duda Rig se las habí a expropiado a un caballero de alto rango. Las guardó en su cinturó n y empezó a trepar por la cuerda a toda velocidad, lo cual significó un gran esfuerzo para é l; cuando llegaba a la barandilla, notó que alguien trepaba tras é l.

Soltó un gemido al deslizarse por encima de la borda, y se llevó una mano al costado. Lo embargó una sensació n de ná usea. El dolor de las heridas era insoportable.

Fiona fue la siguiente. En cuanto pisó la cubierta, desenvainó la espada y miró hacia la hilera de hombres apoyados en la barandilla opuesta, que tení an los ojos puestos en los barcos que ardí an. Feril se deslizó en silencio por encima de la barandilla, y echó una mirada a Dhamon. La sangre se escurrí a por entre sus dedos y descendí a por el brazo procedente de otra profunda cuchillada. Le dedicó una mirada preocupada.

Sujetá ndose a la barandilla, el guerrero se incorporó y sacó las dagas del cinturó n.

«Qué date aquí », le dijo ella, articulando las palabras en silencio.

É l negó con la cabeza y avanzó hacia el centro de la pequeñ a nave. É sta tení a un ú nico palo, y las velas estaban arriadas. Se movió sigiloso por entre las jarcias, seguido de Fiona y Feril, empuñ ando una daga en cada mano. Once hombres contra tres. La situació n no les era demasiado favorable, se dijo, pero el enemigo desconocí a la amenaza que acechaba a su espalda.

Buscó una pista que indicara quié n era el subcomandante; pero, con las espaldas vueltas hacia é l, no podí a ver ningú n galó n ni insignia. Clavó la mirada en el hombre má s fornido, el que tení a las espaldas má s amplias, má s alto que el resto. El primer objetivo. Pensó en gritar un desafí o, pero la cautela lo hizo desistir. Era mejor seguir vivo con el honor empequeñ ecido, se dijo con ironí a. Dhamon alzó la daga por encima del hombro.

–¡ Rendí os! –El grito de Fiona cogió a Dhamon por sorpresa.

–Al diablo con el sigilo –masculló, mientras los hombres giraban en redondo. Siete de ellos, ataviados con la negra cota de mallas de los caballeros negros, desenvainaron espadas largas y alfanjes. Los otros cuatro eran marinos, y sus manos fueron inmediatamente en busca de cabillas y dagas.

–¡ Somos los responsables de los incendios! –continuó la joven solá mnica–. Y no dudaremos en incendiar tambié n esta embarcació n. Pero os concedemos la vida. No seá is tan estú pidos como vuestros camaradas. ¡ Soltad las armas! ¡ Rendí os a nosotros!

Los marinos vacilaron, uno de ellos echó una mirada por encima del hombro a las naves que ardí an. El caballero fornido que Dhamon habí a seleccionado se lanzó al ataque. Dhamon aspiró con fuerza y arrojó una daga; la hoja se hundió en el cuerpo del hombre por encima de la cintura, y é ste dio unos pocos pasos má s antes de soltar la espada y desplomarse sobre cubierta.

Dhamon preparó la otra daga.

–¡ Nosotros somos diez! –gritó uno de los caballeros–. Ellos, tres. Acabemos con ellos. –Se abalanzó sobre la solá mnica, pero al punto cayó de bruces, llevá ndose las manos ala garganta. Emitió un alarido truncado antes de morir. La segunda daga de Dhamon habí a dado en el blanco.

–¡ Só lo haremos esta oferta una vez má s! –bramó Fiona–. Podé is rendiros y huir en la lancha para ir a ayudar a vuestros compañ eros de los barcos incendiados... o podé is morir.

–¡ Este barco tambié n puede arder! –Las palabras provení an de la kender, que habí a trepado a cubierta. Sostení a una jarra en una mano, y el trapo introducido en su interior ardí a.

Los hombres dedicaron una rá pida mirada a los ruegos de las otras naves, y en cuestió n de segundos sus armas cayeron sobre cubierta. Só lo dos caballeros se mantuvieron desafiantes, envainando las espadas en lugar de soltarlas. Fiona no insistió sobre el asunto, y Feril se adelantó veloz y apartó a patadas las armas para ponerlas fuera del alcance de los hombres.

–¿ Hay otras personas bajo cubierta? –inquirió la joven solá mnica.

Los hombres negaron con la cabeza.

–La Roja os quiere –indicó sarcá stico uno de los caballeros de má s edad. Señ alaba a la kalanesti–. Es la elfa de los tatuajes. Mala suerte para vosotros. El dragó n conseguirá lo que quiere. Siempre lo hace.

–No siempre. –Dhamon se adelantó y cogió la espada de uno de los caballeros muertos. Se sentí a dé bil y mareado, pero obligó a sus labios a formar una fina sonrisa–. Consideraos afortunados de seguir con vida.

–¡ No dejamos supervivientes en la galera! –añ adió Feril.

Un caballero situado en la parte central de la hilera dio un paso al frente. Su espada seguí a en su vaina, pero sus dedos se deslizaban hacia ella.

–¡ No intentes nada! –chilló Ampolla. La kender se habí a colocado detrá s de Fiona y sostení a la llameante jarra en direcció n a las jarcias–. Y vienen má s de los nuestros –añ adió. Los sonidos de pies golpeando contra el casco reforzaron sus palabras. Al cabo de un instante, tres de los esclavos liberados aparecieron a su espalda con expresió n amenazadora–. Si yo me encontrara en tu lugar –continuó –, escucharí a a Fiona. Es diabó licamente buena con esa espada. Y yo empiezo a ser una experta en lo referente a incendios.

–¡ Los que llevá is armadura tiradla! –ordenó la solá mnica–. Vais a descender por la borda a la lancha. A menos que querá is que el bote se hunda en el fondo del puerto por el exceso de peso, será mejor que os desprendá is de ellas.

Lanzá ndoles miradas colé ricas, los cinco caballeros se quitaron despacio las cotas de malla.

–¡ Ahora pasad al otro lado y meteos en el bote! –La expresió n de Fiona era sombrí a. Blandió la espada para dar mayor é nfasis a sus palabras–. ¡ Deprisa!

Los cuatro hombres que eran marinos, no Caballeros de Takhisis, fueron los primeros en obedecer. Só lo quedaron los cinco caballeros. El de má s edad lanzó una mirada furiosa a la dama.

–Te cogerá, el dragó n lo hará –escupió –. ¡ Ella te hará pagar por esto!

Dhamon se adelantó hacia el hombre, señ alando su espada.

–Yo me preocuparí a por mi persona, si fuera tú. Dudo que la hembra de dragó n recompense el fracaso. –Se mordió el labio inferior al sentirse mareado. El dolor lo ayudaba a mantenerse alerta, pero sabí a que no aguantarí a en pie mucho má s tiempo–. ¡ A la lancha! ¡ Ahora!

El hombre abrió la boca para decir algo má s, pero los caballeros situados a ambos lados lo sujetaron y lo obligaron a pasar al otro lado de la borda. El resto de los hombres los siguió. Fiona y Feril bajaron la lancha, y Ampolla arrojó la llameante jarra al agua por encima del otro extremo del barco.

Una vez que los hombres estuvieron en el bote, Dhamon avanzó dando traspié s hasta el má stil, se dejó caer contra é l y resbaló hasta la cubierta. Apretó una mano contra el costado, cerrando los ojos.

–Fiona, cuando Jaspe despierte, podrí as hacer que... –El resto de sus palabras se perdió.

 

Habí a amanecido cuando Dhamon, Rig y Groller abrieron los ojos. Los tres se encontraban en un camarote bien amueblado revestido con paneles de olorosa madera de cedro. Dhamon y Rig descansaban sobre lechos, y Groller, demasiado grande para uno de los estrechos colchones, reposaba en el suelo envuelto en mantas.

Todos ellos estaban vendados y lavados bajo sá banas limpias. Y toda una variedad de ropas se apilaban sobre una silla para que se las probaran; era todo lo que habí an abandonado los marinos y los Caballeros de Takhisis.

–No he perdido a un solo paciente –declaró el enano, orgulloso. Jaspe estaba inmensamente satisfecho de sí mismo, y sonreí a de oreja a oreja mientras paseaba–. Aunque debo admitir que no es que vosotros no lo intentarais. Dedicarse a pelear con tantos caballeros de la Reina de la Oscuridad... Eso fue una auté ntica locura, si queré is mi opinió n. –Les dedicó una risita–. Es asombroso la cantidad de sá banas y camisas que tuvimos que rasgar para conseguir vendas suficientes. Creo que perdisteis casi toda la sangre que tení ais.

Dhamon fue el primero en ponerse en pie, aunque algo tembloroso. Las miradas de Rig y Groller se clavaron en la negra escama de su pierna. El caballero se dirigió despacio hacia la silla y empezó a examinar la ropa; seleccionó las prendas de tonos má s apagados.

–Dé jame esa camisa roja –indicó el marinero, mientras abandonaba el lecho con un esfuerzo–. ¿ Te importarí a explicar qué le sucedió a esa escama?

–Sí –respondió Dhamon conciso–. Me importa.

Groller se unió a ellos con suma lentitud.

–Ahora, que ninguno de vosotros empiece a moverse con demasiada rapidez –dijo el enano–, ¿ entendido? Estuvisteis a menos de un paso de la muerte, y no quiero que mi meticuloso trabajo se vea desbaratado. O la obra de las señ oras. Ellas colocaron la mayorí a de los vendajes.

Dhamon se puso lentamente un par de polainas grises, lo bastante amplias para pasar por encima de las vendas de las piernas. Las vueltas le llegaban justo por encima de los tobillos. Luego se puso una camisa de hilo de color gris oscuro, ceñ ida con una faja negra. La ropa limpia producí a una agradable sensació n a su dolorido cuerpo.

Rig se quedó con la camisa roja. Confeccionada en seda, sus mangas voluminosas le caí an bien. Escogió unos pantalones de cuero negros, empezó a poné rselos, y sonrió divertido al observar el dilema del semiogro. Nada era lo bastante grande para Groller.

El marinero agarró una larga camisa de dormir a rayas verdes y negras, la sostuvo a la altura de la espalda del semiogro e hizo una mueca. La sangre traspasaba el vendaje que rodeaba el pecho de Groller. Rig arrancó las mangas y entregó a Groller la prenda transformada.

El semiogro se la metió por la cabeza como pudo y probó la resistencia de las costuras. La prenda le llegaba por encima de las rodillas, y no se podí a abrochar desde la mitad del pecho hasta arriba. Groller hizo un mueca de desagrado y sacudió la cabeza cuando vio su imagen reflejada en el espejo.

Jaspe tiró de la camisa para atraer la atenció n de su amigo. El enano se golpeó la sien con los gordezuelos dedos, sacudió la cabeza y frunció el entrecejo.

–Jas... pe di... ce que no debo preo... cuparme –tradujo Groller. El semiogro soltó una risita y bajó la vista hacia sus piernas desnudas, cada una con un grueso vendaje–. Pero Jas... pe tiene ropas que le van bien. Jas... pe tiene zapa... tos.

–Tus botas se está n secando –respondió el enano, a pesar de saber que Groller no podí a oí rlo–. Estaban empapadas de sangre. Usha las lavó. Usha tambié n sabe coser y te arreglará alguna cosa. Estoy seguro de que tardaremos dí as en llegar a Dimernesti, dondequiera que eso esté. Ella te preparará algo que te vaya bien.

–Sé dó nde se encuentra Dimernesti... al menos si es que el Custodio me dio las instrucciones correctas. –Rig se contemplaba en el espejo con marco de arce que colgaba entre las dos camas. Paseó la mirada por la estancia. El interior de madera estaba lacado y encerado hasta lanzar un brillo suave, y el mobiliario, clavado al suelo, era caro y con incrustaciones de lató n. Supuso que se encontraban en el camarote del segundo piloto o contramaestre.

Jaspe señ aló una mesa en el otro extremo. Sobre ella habí a una vitrina de cristal biselado rebosante de pergaminos enrollados.

–Mapas ná uticos –dijo el enano–. Fiona encontró uno con la costa de Khur y lo dejó extendido y listo.

–¿ Está ella bien? –Rig dirigió al enano una mirada preocupada.

–Unos cuantos cortes que ya curé, y gran cantidad de moratones que tendrá n que curarse solos. Feril y Usha está n en perfectas condiciones... ahora. Me ocupé de ellas esta mañ ana. Tuvieron que esperar. Vosotros tres os llevasteis todas mis energí as anoche. Ampolla no recibió ni un rasguñ o.

–¿ Y por qué pondrí an todos los mapas en el camarote del contramaestre? ¿ Por qué no en el del capitá n?

«Porque é ste es el del capitá n», repuso Jaspe para sus adentros.

Rig se encaminó hacia la mesa y echó una mirada al mapa.

–¿ Cuá nto tiempo he permanecido sin sentido? –preguntó –. ¿ Cuá nto hace que navegamos? ¿ Recogisteis a algunos caballeros de la Legió n de Acero en la ciudad para que ayudaran a tripularla?

–Haz las preguntas de una en una –contestó el enano–. Navegamos desde anoche. Las damas nos pusieron en marcha en cuanto os hubieron bajado aquí. Los antiguos esclavos de la galera, las tres docenas, se turnan para tripular la nave y dormir en la bodega. Exigieron acompañ arnos como pago por su libertad.

–Tres docenas. Apenas suficientes para una carraca. Necesitaremos como mí nimo el doble.

–En realidad –dijo Jaspe en tono quedo–, eso es casi el doble de lo que necesitamos.

–Será mejor que suba enseguida. –El marinero no le habí a oí do–. Este barco necesita un auté ntico capitá n.

–Lo cierto –siguió Jaspe en un tono algo má s alto– es que Ampolla estaba al timó n cuando miré hace unos minutos.

Rig gimió y se dirigió a la puerta, sujetá ndose para no caer en medio del balanceo y cabeceo de la nave. Salió al corredor. Paneles de madera de teca relucí an bajo la luz de una linterna que quemaba aceite perfumado. Se trataba de un pasillo estrecho, con tan só lo otras cuatro puertas. Tení a que existir otra forma de llegar al resto del barco, se dijo el marinero mientras caminaba hacia la escalera que conducí a arriba. Groller y Dhamon lo siguieron.

–No recuerdo gran cosa despué s de que los hombres de la Reina de la Oscuridad me derribaran anoche –dijo el marinero con una voz que era poco má s que un susurro, volvié ndose hacia Dhamon al llegar al pie de la escala–. Pero sí sé que Fiona dijo que tú impediste que ellos me remataran. Tambié n salvaste a Groller. –Era lo má s parecido a un «gracias» que Rig estaba dispuesto a ofrecer a Dhamon.

–Bueno, no me deis las gracias todos a la vez por haberos curado –rió Jaspe por lo bajo, cerrando la puerta–. Al menos las señ oras fueron mucho má s amables. –El enano bostezó y se rascó sus propios vendajes. Contempló las camas, escogió la de aspecto má s blando que Rig habí a abandonado, y se instaló en ella. Cerró los ojos, sintiendo có mo la nave se balanceaba sobre las olas, y no tardó en quedarse dormido.

En cubierta, Rig aspiró con fuerza para llenarse los pulmones con el agradable aire marino. A quien primero distinguió fue a Fiona, que se encontraba cerca del timó n, vestida con unas polainas holgadas de color negro y una inmaculada camisa blanca dos tallas má s grande que se agitaba e hinchaba a su alrededor como una vela. Su roja cabellera ondeaba a impulsos de la brisa. Ampolla estaba delante de ella, de pie en un cajó n y manejando el timó n. La kender, que llevaba una camisa de un vivo color amarillo ceñ ida a la cintura y larga hasta los tobillos, se las apañ aba muy bien para mantener el rumbo de la nave. El marinero decidió dejar que continuara un poco má s.

Dhamon pasó rá pidamente junto a Rig en direcció n a Feril, que estaba en la proa. La kalanesti se dejaba acariciar por el viento, los cabellos alborotados alrededor del rostro. Canturreaba algo, y Dhamon permaneció inmó vil durante unos instantes y escuchó. La elfa llevaba una camisa verde pá lido del color de la espuma marina, a la que habí a arrancado las mangas. Vestí a tambié n unas polainas de un verde má s oscuro que habí a recortado justo por encima de las rodillas. Una venda le rodeaba uno de los brazos, y otra hací a lo mismo en un tobillo, que aparecí a terriblemente hinchado. Se volvió hacia é l.

–¿ Te encuentras mejor? –preguntó.

–Sobreviviré –respondió Dhamon, asintiendo.

–Doy gracias por ello... aunque me sorprende –repuso Feril–. Pero lo cierto es que me sorprende que todos hayamos sobrevivido a eso. ‑ ‑ Se apartó para hacerle sitio. A sus pies se extendí a un baupré s que a Dhamon le recordó una lanza–. La nave se llama Narwhal, y no creo que perteneciera a los Caballeros de Takhisis. Fiona piensa que es una embarcació n de cabotaje, un pequeñ o mercante. Es hermosa. Los caballeros probablemente se apoderaron de ella porque sin duda resulta valiosa. Alguien invirtió mucho acero en este barco.

–Es un poco pequeñ a para el océ ano –comentó Dhamon. Se encontraba casi pegado a la kalanesti, con el viento agitando sus negros mechones.

–Resulta confortable –objetó Feril–. He estado pensando, Dhamon, y hablando con Jaspe. Sobre el perdó n. Sobre un montó n de cosas. –Se recostó en é l, y é l alzó el brazo como si fuera a pasá rselo por el hombro, pero luego lo dejó caer al costado.

«Maté a Goldmoon –pensó –. No merezco ser feliz. »

 

Tras dar los buenos dí as a Fiona, Rig echó una detenida mirada por la cubierta. Usha, que se hallaba sentada contra el palo mayor –el ú nico palo– reparando una vela de repuesto, alzó la vista, saludó y sonrió.

«Un solo má stil», se dijo Rig.

–Esta no es una de las carracas –siguió en voz alta, dá ndose cuenta del auté ntico tamañ o de la nave.

–No. Todas se incendiaron. –Fiona se aproximó por detrá s, le rodeó con los brazos la cintura y reclinó la cabeza en su cuello–. Pero sin duda no estabas despierto para verlas arder. Iluminaron el cielo kiló metros y kiló metros.

–Un má stil. Unos ocho metros de eslora como má ximo –dijo é l–. Es la chalupa.

–Siete. Ampolla lo midió.

–Maravilloso.

–Al menos tenemos un barco –lo consoló ella–. La ú nica embarcació n que no se incendió. Y es preciosa.

–No –refunfuñ ó Rig en voz baja. Meneó la cabeza y cerró los ojos–. No tenemos un barco, Fiona. Tenemos una barca.

 



  

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