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Navíos hundidos



 

–He estado explorando las posibilidades de un regreso de Takhisis –dijo Palin–. Hay algo... que me preocupa. –La ansiedad de su voz era evidente mientras contemplaba el cuenco de cristal lleno de agua. El rostro de Gilthanas lo contempló a travé s de las crecientes ondulaciones.

–¿ Te preocupa má s que el regreso de la diosa?

–No –respondió é l con una carcajada–; hay pocas cosas peores que podrí an ocurrirle a Krynn. Es dó nde regresará lo que me preocupa. Si nos equivocamos en nuestras adivinaciones...

–No habrá nadie allí para detenerla –finalizó por é l Gilthanas–. Si acertamos, puede que no poseamos el poder necesario para detenerla de todos modos.

–Pero debemos acertar el lugar si deseamos tener la má s mí nima posibilidad.

–Concedido. ¿ Cuá les con las opciones? –La voz del elfo sonaba queda y hueca.

Palin juntó las puntas de los dedos de ambas manos. Las arrugas de su rostro eran sensiblemente má s profundas, en especial alrededor de los ojos, como si hubiera envejecido durante las ú ltimas semanas. Dejó escapar un largo suspiro.

–El Custodio está convencido de que Takhisis aparecerá en algú n lugar cerca de la Ventana a las Estrellas. Es un antiguo lugar en Khur.

–He oí do hablar de é l.

–El Custodio dice que todas sus adivinaciones señ alan a esa zona, y sin embargo...

–¿ Y sin embargo? –inquirió Gilthanas.

–El Hechicero Oscuro afirma categó rico que el lugar será el Reposo de Ariakan. Sus palabras tambié n tienen sentido. Es un lugar considerado como mí stico por los Caballeros de Takhisis.

–La Reina de la Oscuridad ya apareció allí en una ocasió n –indicó Gilthanas.

–Mis socios se niegan a llegar a un acuerdo –siguió Palin, asintiendo–. Ninguno está dispuesto a tomar en cuenta la posició n del otro. Casi han llegado a las manos sobre esta cuestió n.

–Nuestras fuerzas son demasiado pequeñ as para que nos dividamos –protestó el elfo.

–Y los dos lugares está n muy separados uno del otro.

–¿ Está s solo?

Palin movió la cabeza afirmativamente.

–Entonces dime en qué opinió n confí as má s. Tal vez eso deberí a decidirlo.

–No lo sé. –Palin sacudió la cabeza, encogiendo los encorvados hombros. El Custodio era la personificació n de la Torre de Wayreth, pensó, y la encarnació n de la Alta Hechicerí a en forma humana. Podí a lucir el rostro de cualquier hechicero que quisiera. Tambié n el Hechicero Oscuro estaba envuelto en un halo de misterio. Tal vez fuera un hombre, pero tambié n podí a ser una mujer. Palin habí a llegado a depender enormemente de ambos magos durante los ú ltimos añ os. Pero no confiaba en uno por encima del otro.

–¿ Có mo puedo ayudar? –preguntó Gilthanas.

–Tienes la magia de tu lado –siguió Palin–, y un dragó n. Si Silvara está dispuesta a hacerlo, vosotros dos podrí ais explorar los alrededores de la Ventana una vez que hayá is llevado a Usha y a Ampolla a la costa, a Ak‑ Khurman. Buscad indicios y observad con atenció n por si descubrí s algo inusitado.

–Khur es un territorio grande. Llevará tiempo.

–Tambié n necesitará n algú n tiempo los otros para obtener la corona. Con la ayuda del Hechicero Oscuro, el Custodio ha conseguido por fin ponerse en contacto con Feril y Rig. No fue nada fá cil. Se habí an encerrado en una cueva, a varios kiló metros de distancia, para esquivar a docenas de dracs. El Custodio les dijo que habí ais encontrado a Dhamon, y decidieron seguir camino hasta Ak‑ Khurman.

» Y no puedo arriesgarme a destruir má s objetos con poderes arcanos para dar fuerza a un conjuro que los enví e a Ak‑ Khurman –suspiró.

–En Ak‑ Khurman... –empezó Gilthanas.

–Feril y los otros se reunirá n con Ampolla y Usha allí. Luego se dirigirá n juntos a Dimernesti. Usha lleva encima gran cantidad de acero para poder alquilar un barco.

–¿ Y Dhamon?

–¿ Qué pasa con é l? –inquirió el hechicero.

Gilthanas dejó que la pregunta flotara en el aire. Rá pidamente explicó có mo el misterioso Dragó n de las Tinieblas y Silvara habí an roto el ví nculo de Dhamon con Malys, y có mo el antiguo Caballero de Takhisis parecí a haber dejado de ser una amenaza.

–¿ Confí as en Dhamon? –preguntó el mago con voz ronca.

–Confí o en Silvara.

–Si no existe una amenaza, podrí a resultar ú til. –Palin ladeó la cabeza–. No obstante...

–Tu esposa y Ampolla son muy competentes, y creo que está n a salvo en su compañ í a. Pero le quitaré la alabarda a Dhamon para estar má s seguro. Es diferente, Palin, está cambiado. Pero supongo que cualquiera lo estarí a despué s de lo que le ha sucedido. Silvara afirma que está totalmente fuera del control de la Roja. Y, como dije, confí o en Silvara.

–En ese caso puede acompañ ar a Usha y a Ampolla. –Palin pareció relajarse un poco–. Nos ocuparemos del asunto de la muerte de Goldmoon má s tarde. Ten cuidado en tu viaje, amigo. Los territorios salvajes de Khur son peligrosos.

–He aprendido a tener cuidado. ¿ Y tú?

–Yo iré al Reposo de Ariakan.

–¿ Qué señ ales debemos buscar?

–Reuniones de dragones –repuso é l tras permanencer unos instantes en silencio con los labios fruncidos–. Donde sea que Takhisis pretenda hacer su aparició n, habrá otros dragones y sus esbirros. Y habrá Caballeros de Takhisis.

 

–¡ Mirad, allí hay má s caballeros! –Ampolla agitó los retorcidos dedos en direcció n al mercado, indicando un trí o de caballeros de la Legió n de Acero que interrogaban a un comerciante.

–Baja la voz –le instó Dhamon. Arrastró a Usha y a Ampolla bajo un toldo–. No queremos despertar sus sospechas. No hemos hecho nada malo, nada que los impulse a importunarnos –musitó –. De hecho, quizá puedan ayudarnos. Pero por si acaso...

Los caballeros se dirigieron a otro comerciante y sus compradores, situados en un tenderete má s pró ximo a ellos.

–Vayamos al puerto por otra ruta, ¿ no os parece? Por si acaso –sugirió Usha–. La Legió n de Acero es honorable. Ha protegido a los habitantes de esta ciudad. Pero...

–Por si las moscas –terminó Ampolla por ella.

Los tres se escabulleron por una esquina y recorrieron las calles polvorientas que zigzagueaban entre casas y negocios dispersos. Los edificios eran grandes, algunos con tres pisos de altura, y construidos en piedra con tejados de tejas. La madera parecí a ser escasa; incluso los letreros de los edificios y los postigos estaban hechos de pizarra. En una parcela estrecha situada entre dos construcciones má s antiguas estaban construyendo una casa nueva. Desde su llegada a Ak‑ Khurman, habí an observado varias construcciones nuevas.

–No parece que haya tantos habitantes –comentó Ampolla–. Desde luego no para todos estos edificios.

–Cuestió n de previsió n –dijo Usha–. É sta es una de las ciudades má s grandes de Khur, y la ú nica con un puerto seguro.

–¿ De modo que suponen que vendrá má s gente? –inquirió la kender.

–Los bá rbaros de Khur leales a Neraka está n echando a la gente de las llanuras –respondió Usha–. Son gentes que no tienen ningú n otro sitio al que ir, ningú n sitio seguro.

–Y yo que creí a que los dragones eran los ú nicos que realizaban acciones desagradables como é sa. Eh, Dhamon, cuando tú estabas... ya sabes... trabajando para Malystryx, ¿ te hizo hacer ella cosas repugnantes?

Un expresió n tirante apareció en el rostro de Dhamon, que hasta ahora, y muy há bilmente, habí a conseguido evitar tener que hablar sobre la é poca pasada bajo el control de la hembra de dragó n, excepto para satisfacer la curiosidad de Gilthanas y conseguir ganarse un poco la confianza del elfo y de Silvara. Aumentó la longitud de sus zancadas, y Usha y Ampolla tuvieron que apresurar el paso para mantenerse a su altura.

–Susceptible –murmuró la kender a Usha–. No era tan susceptible antes, no lo era cuando sus cabellos eran rubios.

El trí o dobló otra esquina. La parte superior de un faro sobresalí a por encima de los edificios que se extendí an frente a ellos. Construido en piedra, se elevaba hacia las alturas bajo el cielo de primeras horas de la mañ ana. El faro se denominaba Khurman Tor, y la ciudad habí a crecido a su alrededor. Los habitantes del lugar habí an amurallado la ciudad para que los bá rbaros y las tribus de saqueadores de Neraka los dejaran en paz, y habí an dispuesto centinelas en el faro para protegerse de cualquier amenaza proveniente del mar o la tierra. La muralla que rodeaba la ciudad y descendí a hasta el mar tení a seis metros de altura y era muy só lida, con puertas revestidas de hierro custodiadas por la Legió n de Acero. Los caballeros recorrí an tambié n las calles y se dedicaban a conversar con los comerciantes y transeú ntes, y a interrogar a aquellos que no conocí an.

Usha sabí a que se encontrarí an con los caballeros. Palin habí a estudiado la ciudad y habí a sugerido que se encontraran allí con Rig y alquilaran un barco. No era el lugar má s cercano al reino submarino de los elfos del mar, pero sí era la ciudad portuaria má s pró xima situada fuera de territorio de dragones, y ademá s poseí a un puerto de aguas profundas.

Se encaminaron a los muelles, eligiendo una calle que atravesaba un pequeñ o barrio comercial lleno de carniceros, panaderos y pescaderos, y Usha y Dhamon tuvieron que hacer grandes esfuerzos para impedir que Ampolla se introdujera en todas las tiendas para investigar los seductores aromas.

–Canela –anunció la kender, olfateando en un escaparate–. Pasas, tambié n. Manzanas.

–Ya tendremos tiempo de comer algo má s tarde –intervino Usha–. Primero quiero asegurarme de que tenemos metal suficiente para alquilar una buena nave.

La kender se conformó de buen grado.

–Y a lo mejor incluso nos quedará suficiente para conseguirle a Dhamon alguna otra cosa que ponerse –comentó –. Algo negro que haga juego con sus cabellos. O algo un poco má s alegre. Eh, Dhamon, ¿ alguna vez la Roja...?

El aludido hizo una mueca de enojo y apresuró aun má s el paso. Usha y Ampolla tuvieron que correr para mantenerse a su lado.

El sonido de los chillidos de las gaviotas y del agua lamiendo los muelles les dio la bienvenida mientras descendí an a toda velocidad por una calle especialmente polvorienta que daba al bullicioso barrio portuario de Ak‑ Khurman. La ardiente brisa que soplaba tierra adentro desde el océ ano azotó sus cuerpos e hizo que algunos mechones grises se soltaran del copete de Ampolla.

En el lado nordeste del puerto se alzaba una pequeñ a fortaleza, y varios caballeros de la Legió n de Acero deambulaban por sus alrededores. Habí a má s caballeros en los muelles, y, a pesar de la gran cantidad de gente que recorrí a la dá rsena, no se veí an marineros ni capitanes de barco. A decir verdad, tampoco habí a barcos atracados en los muelles.

Pero habí a indicios de la existencia de naví os: Usha fue la primera en darse cuenta. Emergiendo justo por encima del nivel del agua se veí an varios má stiles rotos; topes de arboladuras y jarcias flotaban en las aguas poco profundas, atrapados en las raí ces de los sauces que bordeaban la orilla. Ampolla contó al menos doce barcos hundidos.

Fuera del puerto habí a anclados media docena de naví os, entre ellos dos impresionantes galeras. En cada una ondeaba una bandera negra con el emblema del lirio de la muerte.

–Caballeros negros –susurró Usha–. Palin dijo que la Legió n de Acero gobernaba esta ciudad.

–Así es –afirmó Dhamon solemne–; pero los Caballeros de Takhisis la han bloqueado. É se es probablemente el motivo de que los caballeros del Acero estuvieran interrogando a tanta gente. Buscan espí as o simpatizantes de los caballeros negros.

–Es evidente que Palin no lo sabí a –dijo Usha–, o no nos habrí a enviado aquí.

–Calaveras y tibias cruzadas me harí an sentir mucho mejor que lirios de la muerte. –Ampolla arrugó la nariz–. Rig fue pirata en una ocasió n, y apuesto a que podrí a enfrentarse a piratas mucho mejor que a esos caballeros de ropajes negros. ¿ Creé is que los caballeros hundieron los barcos?

–Yo apostarí a a que sí –dijo Dhamon sombrí o.

–Ahora ¿ có mo vamos a llegar a Dimernesti? –inquirió la kender ponié ndose en jarras–. ¿ Nadando?

 

No habí a una mesa lo bastante grande para todos ellos en La Jarra Rebosante, de modo que Rig y Fiona se sentaron aparte en una pequeñ a mesa situada contra la pared del fondo. La mujer se habí a vestido con el resto de la armadura y presentaba un gran contraste con el marinero, cuyas ropas estaban hechas jirones.

Jaspe, Groller y Feril se apretujaban en un lado de la larga mesa cerca de la ventana, todos ellos con aspecto andrajoso. Ampolla, Usha y Dhamon, ataviados con ropas nuevas, ocupaban el otro lado y mordisqueaban la comida de sus platos –la segunda comida del dí a– en tanto que sus amigos deglutí an lo que tení an frente a ellos.

Cuando los compañ eros se reunieron en la dá rsena justo despué s de la puesta de sol, Rig habí a asestado un fuerte puñ etazo a la mejilla de Dhamon, y Jaspe y Usha tuvieron que hacer un gran esfuerzo para impedir que sacara una daga. El marinero se negó a escuchar las explicaciones del caballero sobre có mo habí a estado bajo el control de Malystryx, aunque prestó un poco má s de atenció n a Ampolla y a Usha cuando é stas repitieron lo que Silvara les habí a relatado sobre Dhamon y el Dragó n de las Tinieblas. Mientras comí a su cordero, Rig lanzaba miradas furiosas a Dhamon y mascullaba en silencio «má s tarde».

Los otros recibieron al descarriado compañ ero con ciertas reservas. Jaspe fue el má s amistoso; levantó la mirada de su comida y le dirigió una sonrisa.

–No me gusta el modo en que la gente nos mira, Fiona –dijo Rig–. ¿ Los ves? Nos miran fijamente..., a nosotros y a ellos. –Señ aló el extremo de la mesa donde estaba sentado Dhamon.

–Quizá se deba a las ropas que algunos de nosotros llevamos –sugirió ella–. Este lugar no tiene entre sus parroquianos a los habitantes má s acaudalados de Ak‑ Khurman; pero, por otra parte, el resto de la clientela va mucho mejor vestida que tú y...

–¿ Mis ropas? –bufó Rig.

–Tal vez sean las mí as. –La armadura relucí a bajo la luz de la lá mpara de aceite de la pared.

–A lo mejor piensan que soy tu prisionero.

–Así que te he capturado, ¿ eh? –Sonrió maliciosa–. Tal vez, Rig Mer‑ Krel, nos miran simplemente porque son curiosos. Somos extranjeros aquí. Extranjeros llamativos. En estos dí as no se puede confiar en los desconocidos.

Rig entrecerró los ojos, y se aseguró de que Dhamon captara su mirada.

–A veces no puedes confiar en aquellos que considerabas tus amigos.

Fiona le pasó los dedos por el brazo para desviar su atenció n hacia ella, al menos por unos instantes.

–Extranjeros –repitió Rig, volviendo a pasear la mirada por la sala–. Sí, eso es parte de la atracció n, supongo. Pero mira la forma en que ese tipo mira a Dhamon. –El marinero señ aló a un hombre vestido de oscuro que no habí a tocado su jarra de cerveza.

–Imaginas cosas. Ademá s, tambié n tú tienes la mirada fija en Dhamon. Es un hombre notable. –Fiona terminó lo que le quedaba de su pan con miel–. Al menos han curado a Dhamon de la influencia de la Roja.

–Curado –rió Rig, al tiempo que tomaba las manos de Fiona, los ojos fijos aú n en Dhamon–. Ser el tí tere de un dragó n no es una enfermedad. ¿ Có mo puedes curarte de eso?

–Debes concederle una oportunidad –replicó ella. La joven solá mnica extendió los dedos hasta el rostro del marinero y lo hizo girar para que la mirara a los ojos–. Dhamon no tení a por qué tomar parte en esto, lo sabes muy bien. No tení a por qué venir aquí con Usha y Ampolla. Podrí a haber seguido su camino.

–Si Gilthanas se lo hubiera permitido... cosa que dudo. ¿ Quié n sabe? ¿ No habrí a estado tan mal, verdad? –le espetó Rig–. No lo necesitamos. –Su expresió n se dulcificó al clavar la mirada en los ojos de Fiona–. Y ¿ qué hay de ti? ¿ Una vez que hayamos conseguido la corona seguirá s tu camino, de regreso con tu orden?

–Todaví a quedará n dragones de los que ocuparse. Estará Takhisis.

–¿ Y luego?

–Podrí as regresar conmigo. –Le dedicó una sonrisa–. Los Caballeros de Solamnia te darí an la bienvenida, Rig Mer‑ Krel. Eres una persona honorable.

Rig se encogió ante la palabra «honorable».

–Siempre me he considerado un bandido –replicó.

–Un bandido honorable entonces. –Se inclinó sobre la mesa y lo besó –. ¿ Lo pensará s?

–¿ Yo, un caballero? –Rig le soltó las manos y alzó los dedos para acariciar su suave mejilla–. No lo creo, Fiona. Toda esa armadura... Yo no sirvo para eso.

–Pié nsalo –insistió ella.

 

Dhamon contemplaba a Feril, aparentemente ajeno a las continuas preguntas de Ampolla sobre dó nde habí a estado desde que habí a abandonado Schallsea, qué le habí a hecho hacer el dragó n, y qué se sentí a cuando un ser así controlaba tu cuerpo y te obligaba a hacer cosas que no querí as hacer. La kalanesti dirigió un rá pida mirada en direcció n a Dhamon y luego volvió a apartarla veloz para retomar el estudio de una espiral en la parte superior de la mesa. Groller dedicó al caballero una sonrisa compasiva.

–Feril necesita tiempo –dijo Ampolla–. Estoy segura de que todo volverá a la normalidad dentro de un tiempo. Só lo tiene que acostumbrarse a ti otra vez, ya sabes. A lo mejor si tus cabellos fueran rubios y llevaras puesto algo que no fuera negro y gris. Ademá s...

–¡ Ampolla! –La mirada severa de Jaspe detuvo la chá chara de la kender. Pero só lo unos instantes.

–Feril simplemente necesita tiempo –repitió Ampolla.

–Y nosotros necesitamos un barco –indicó Dhamon. Tomó un largo trago de su jarra de sidra y se recostó en la silla.

–No creo que los Caballeros de Takhisis nos vayan a alquilar uno de los suyos –observó Jaspe–. No importa cuá nto metal les ofrezcamos. –El enano introdujo en su boca lo que quedaba de su asado e hizo señ as con la mano para que le llevaran el postre–. Será mejor que encontremos otra ciudad con puerto.

–Es Ak‑ Khurman o nada –declaró Usha–. Palin cree que la llegada de Takhisis ocurrirá dentro de los pró ximos dos meses. Perderí amos demasiado tiempo si viajá semos a otro sitio.

–Entonces esperemos a Takhisis sin la corona –sugirió Jaspe.

–No; hemos llegado demasiado lejos para renunciar a eso –dijo Fiona. La dama solá mnica se habí a acercado hasta ellos y se inclinaba sobre el hombro de Dhamon.

–En ese caso robemos un barco –indicó Rig, unié ndose a ellos.

–Una idea excelente. –A Ampolla se le iluminó el rostro–. Los Caballeros de Takhisis tienen tantos ahí fuera, que no echará n en falta un botecito de nada.

–Un gran barco –corrigió Rig–. Necesitamos un naví o allí adonde vamos.

–¿ Cuá ndo lo robaremos? –La voz de la kender sonaba cada vez má s excitada–. Nunca antes habí a robado un bote. Suena como si fuera a resultar emocionante. Y entonces podremos utilizar el metal de Usha para comprarte a ti y a Feril y a Jaspe y a Groller algo de ropa. Tambié n a Fiona por si quiere llevar alguna otra cosa en lugar de la armadura. Puede que otro vestido nuevo para mí. Ahorraremos dinero si robamos un bote... eh, barco. Con lo que ahorremos podemos comprar ropa nueva y... –Hizo una mueca de disgusto al contemplar lo que quedaba de los ataví os de Rig, y agitó el dedo en direcció n a Jaspe, Groller y Feril–. Ropa para todos. Tambié n bañ os. Así pues, ¿ cuá ndo vamos a hacerlo?

–Esta noche. Justo antes del amanecer. –Rig bajó la voz–. Cuando sea noche cerrada. –El marinero vio que el enano y el semiogro lo miraban e hizo unos cuantos gestos con las manos y los dedos en el silencioso lenguaje que Groller le habí a enseñ ado.

–¿ Alguien sabe por qué está n bloqueando el puerto? –inquirió la kender.

–El tabernero dice que los caballeros no han dado la menor indicació n del porqué –repuso Fiona, negando con la cabeza–. Ni siquiera quieren hablar con los oficiales de la ciudad. Sencillamente se presentaron aquí en masa hace casi un mes y destruyeron los barcos amarrados a los muelles. Incluso hundieron las barcas de pesca y mataron a un par de capitanes que protestaron y a los caballeros de la Legió n de Acero que intentaron detenerlos. Desde entonces, han impedido que nadie entre o salga del puerto.

–Excepto nosotros –declaró Ampolla–. Nosotros saldremos. Despué s de que consigamos un bote.

–Un barco –corrigió de nuevo Rig–. Feril ven conmigo. Y tú... –Hizo una señ al a Dhamon–. Es hora de dar un paseo y ver qué se encuentra.

–¿ Qué pasa conmigo? –La kender hizo un puchero–. ¿ Qué pasa con Fiona y con Usha?

–Necesito que vengas conmigo –dijo Jaspe a Ampolla, mientras se metí a un pedazo de pastel de manzana en la boca y hací a un gesto de asentimiento en direcció n al marinero. Habí a comprendido las señ as que Rig habí a hecho antes y sabí a lo que debí a hacer–. Groller tambié n, y Furia. Mmm... Será mejor que Fiona y Usha permanezcan aquí y nos esperen. Hemos de conseguir algunas... eh, provisiones. Luego todos nos encontraremos junto a los muelles dentro de una hora má s o menos. Junto a aquel enorme sauce.

La kender abandonó tan velozmente su asiento que incluso llegó antes que Groller a la puerta del local.

–¿ Dó nde vamos a comprar provisiones? Todo excepto la taberna está cerrado. –El enano la empujó al exterior, pero los otros siguieron oyendo su vocecita aguda a travé s de la puerta abierta–. ¿ Qué clase de provisiones? ¿ Eh?

Feril paseó la mirada nerviosamente de Rig a Dhamon.

–Feril, necesito tus ojos de elfa –le explicó el marinero–. Tu visió n es mejor que la nuestra. No quiero acercarme demasiado a los muelles, no aú n. Pero necesito que le eches un buen vistazo a la dá rsena; que nos digas cuá ntos caballeros ves a bordo de esos barcos y qué clase de defensas tienen las naves. –A Dhamon, Rig indicó con frialdad: – Y quiero que tú vengas con nosotros, traidor, porque no confí o en ti y no quiero perderte de vista. Fiona, Jaspe tiene razó n. Deberí ais quedaros aquí. –Señ aló su armadura–. Destacas demasiado.

Fiona y Usha se quedaron solas ante la mesa, y Usha se dedicó a juguetear con su pedazo de tarta a medio comer.

–¿ Por qué viniste aquí, Usha? –preguntó la dama solá mnica por fin, rompiendo el silencio–. Que Ampolla viniera lo comprendo. Todo esto es una magní fica aventura para la kender, pero ¿ por qué tú? ¿ Por qué no te quedaste junto a Palin?

Usha ensartó un trozo de manzana con su tenedor y pareció estudiarlo antes de meté rselo en la boca. Al cabo de un buen rato contestó:

–Es por el Puñ o de E'li.

–¿ El cetro que transporta Jaspe?

–Intento recordar algo que los elfos me contaron sobre é l.

–¿ Y crees que puedes recordarlo mejor aquí que junto a Palin en la torre?

–Desde luego no lo recordaré peor.

La dama mostró una expresió n de perplejidad, que se tornó sú bitamente alerta mientras se levantaba de su asiento.

–¿ No te gusta mi compañ í a? –preguntó Usha.

–No, es ese hombre que acaba de salir. No ha tocado su bebida. Acabo de verlo pasar ante la ventana siguiendo a Feril. –Fiona se separó de la mesa–. Noto un extrañ o cosquilleo en la nuca. Tengo un mal presentimiento con respecto a ese hombre. –Se alejó de Usha y se perdió en la noche.

Usha dejó caer varias piezas de plata sobre la mesa y la siguió.

 

En el exterior, Dhamon se fundí a con la noche; las ropas oscuras y la negra cabellera le permití an desaparecer entre las sombras. Feril avanzaba a su lado, no tan bien camuflada, con Rig andando varios pasos por delante de ellos.

–No sé qué es lo que siento con respecto a ti –decí a ella en voz baja–. Creí a que te amaba. Puede que aú n lo haga. No lo sé. Yo...

–Lo comprendo. Maté a Goldmoon. Y eso lo cambió todo.

–Fue el dragó n. Lo sé. Pero es duro...

–Maté a Goldmoon –repitió –. Y estuve a punto de mataros a Jaspe, a Rig y a ti.

–Dhamon, ¿ por qué te has vuelto a unir a nosotros?

–Quiero venganza –musitó tras permanecer silencioso unos minutos–. Y no puedo obtenerla solo. Cada noche, lo ú nico que veo es la expresió n de asombro en el rostro de Goldmoon, la sangre en mis manos. Quiero que el Dragó n Rojo pague por ello. Y haré todo lo que pueda para asegurarme de que así sea. Tal vez sea el ú nico modo de redimirme. Quizá sea el ú nico modo de que obtenga la paz... si es que merezco la paz. –Le cogió la mano, y atisbo en la oscuridad para estudiar su rostro. Ella bajó la mirada a la calle sin responder, y é l le soltó la mano.

–Paz –escupió Rig en voz baja delante de ellos–. Mereces mucho menos que paz.

El trayecto hasta el puerto continuó en un silencio incó modo.

Fuera, en la bahí a, las luces de las proas de todas las naves de los caballeros se reflejaban en el agua como gigantescas lucié rnagas. Una ligera neblina penetraba a hurtadillas para envolver el puerto. El trí o permaneció inmó vil y en silencio durante varios minutos, observando y aguardando.

–Hay una docena de barcos ahí fuera –refunfuñ ó Rig por fin–. Tendrí amos que encontrar el modo de robar uno.

–Siete –corrigió Feril en voz queda–. Hay siete barcos.

–Siete, una docena, un centenar. ¿ Qué importa? No hay ninguno lo bastante cerca de los muelles para que podamos alcanzarlo sin tener que nadar un buen rato.

–En ese caso tendremos que nadar un buen rato. –Era la voz de Fiona.

Ella y Usha se agacharon bajo unas ramas de sauce; entre las dos sujetaban a un hombre vestido de oscuro, que llevaba un pedazo de tela metido en la boca.

–Os estaba siguiendo –explicó la solá mnica, mientras inmovilizaba al hombre contra el tronco–. Nos observaba en la taberna. Creo incluso que escuchaba nuestra conversació n. Al principio creí que só lo era curiosidad, que no tení a nada mejor que hacer que curiosear lo que sucedí a en una mesa llena de desconocidos. Pero luego tuve esa curiosa sensació n incó moda.

Rig se acercó má s, sacó una daga del cinturó n y la apretó contra la garganta del hombre. Con la otra mano, el marinero aflojó la mordaza.

–Te mataré si gritas. –Estaba oscuro bajo el sauce, pero se filtraba bastante luz procedente de la luna y de una posada cercana, lo que permitió comprobar al marinero que el desconocido no estaba nada asustado. No habí a una sola gota de sudor en su frente, ni un leve temblor revelador en sus labios. Rig apretó má s el cuchillo, haciendo brotar un hilillo de sangre–. ¿ Por qué nos seguí as?

El hombre no respondió. Rig acercó má s el rostro, a centí metros de distancia del desconocido. El rostro de é ste era suave, los cabellos cortos, las ropas bien cortadas. Olí a a almizcle. No era un obrero. Un presumido, decidió el marinero, pero uno que no se arredraba.

–Nada conseguirá hacerlo hablar –dijo Usha–. Ya lo hemos intentado.

–Bueno, a lo mejor un poco de dolor le soltará la lengua –gruñ ó el marinero.

–Existe otro modo. –Las ramas de sauce volvieron a separarse, y Jaspe se unió al grupo. Ampolla lo acompañ aba, tirando de un saco de cuero, y Groller permanecí a detrá s de los dos, con un saco en cada mano y el lobo a sus pies.

–Entonces demué stralo. –Rig arrojó al desconocido al suelo.

El enano se aproximó, acercó los dedos gordezuelos al pecho del hombre y cerró los ojos.

–Esto lo aprendí de Goldmoon –murmuró –. Só lo que nunca antes habí a tenido necesidad de utilizarlo. –El enano no tuvo problemas para hallar su fuerza interior esta vez. No le habí a vuelto a costar nada desde la caí da en la cueva y su visió n de Goldmoon. Alimentó la chispa de su interior, sintiendo có mo crecí a rá pidamente y se doblegaba a su voluntad.

Un hormigueo le recorrió el pecho y descendió por los brazos para ir a centrarse en los dedos, que se apoyaban en la cara camisa del hombre. El enano abrió los ojos. Ahora se veí an muy redondos y brillantes, fijos en los del otro. La expresió n severa del desconocido se relajó de forma notable y sus ojos se clavaron en los de Jaspe.

–¿ Qué hace Jaspe? –inquirió Rig.

–Magia –susurró Feril–. De una clase que yo no sabí a que é l pudiera conjurar. Es má s que un sanador. Es un mí stico, como lo era Goldmoon.

–Amigo –dijo Jaspe en tono afectuoso.

–Amigo –respondió el hombre.

–Nos estabas siguiendo.

El hombre asintió, sin que sus ojos se apartaran lo má s mí nimo de los del enano.

–Sí, os seguí a.

–¿ Porqué?

–Tení a que asegurarme de que erais vosotros. Ó rdenes.

–¿ Qué ó rdenes? ¿ De quié n eran las ó rdenes?

–Las ó rdenes del caballero comandante.

–¿ De la Legió n de Acero?

El hombre negó con la cabeza.

–¿ Eres un Caballero de Takhisis?

–No. –El hombre volvió a negar con la cabeza, manteniendo los ojos fijos en los del enano–. No soy un militar. No pagan lo bastante bien. Espí o para los caballeros negros. Por hacerlo, ellos me pagan muy bien, amigo. Llevo mucho metal en mi bolsillo.

–Es peor que un Caballero de Takhisis –refunfuñ ó Rig.

–¿ El caballero comandante te ordenó que nos vigilaras? –Habí a sorpresa en la voz de Jaspe–. ¿ A nosotros?

–Tení a que esperar vuestra llegada. Yo y algunos otros... y los caballeros del puerto. Llevamos esperando un tiempo. Sabí amos que vení ais a Ak‑ Khurman. Era só lo cuestió n de tiempo. Tuve que ir con cuidado. La Legió n de Acero sabí a que habí a espí as de los caballeros negros en la ciudad. Se han dedicado a interrogar a los habitantes, intentando localizarnos.

–¿ Nos buscabas a nosotros? ‑ ‑ repitió el enano.

–Una kalanesti con una hoja de roble en el rostro, un hombre negro con un alfanje –continuó el desconocido–. Tú, un enano con barba recortada. Una dama solá mnica. Un enorme semiogro con un lobo rojo. Y Dhamon Fierolobo. A é l lo descubrí hace una semana, pero se encontraba demasiado lejos y no lo reconocí entonces. No con los cabellos negros.

El hombre calló unos segundos, y luego añ adió:

–Malys, la señ ora suprema Roja, quiere que se os detenga y elimine. Quiere ver a Dhamon Fierolobo capturado y torturado.

–Maravilloso –observó el enano–. Un encantador sistema para obtener un poco de metal.

–Pero no me pagaron para que os matara, só lo para informar cuá ndo y dó nde os habí a visto, dó nde os podí an localizar los caballeros negros. Yo no os harí a dañ o, amigo. Al menos no con mis propias manos.

–¿ De modo que los caballeros han bloqueado la ciudad por nuestra culpa? –inquinó Jaspe.

El hombre asintió.

–Otros barcos situados a lo largo de la costa partieron hace una hora má s o menos, por si accidentalmente habí ais ido a parar a un poblado ogro situado al sur.

–Todos estos barcos de Ak‑ Khurman hundidos –murmuró Feril–. Por culpa nuestra.

–Probablemente, los dracs rojos de las montañ as tambié n habí an sido enviados a buscarnos –dijo Fiona–. Y como eso no funcionó...

–¿ Por qué? –lo apremió Jaspe con un atisbo de có lera asomando en la voz–. ¿ Por qué tienen tantas ganas de detenernos los Caballeros de Takhisis?

–La Roja sabe que queré is impedir el regreso de Takhisis. Os quiere muertos.

–¿ Y có mo puede ella saber todo eso? ¿ Y có mo podí a saber que nos dirigí amos aquí? –La pregunta la habí a hecho Usha.

Desde detrá s del enano, Rig lanzó una mirada colé rica a Dhamon.

–No sé có mo pueden saber estas cosas los dragones –respondió el hombre, encogié ndose de hombros–. A mí simplemente me pagaron con buen metal para esperar vuestra aparició n. Iba a advertir al caballero comandante que os habí a descubierto en la taberna.

–Y ¿ có mo exactamente ibas a comunicá rselo? –quiso saber Rig, y se arrodilló junto al enano.

–Un bote –respondió é l. Señ aló en direcció n a un enorme matorral de lilas que crecí a junto a la orilla–. Un bote escondido bajo ese matorral. Iba a coger el bote para ir hasta la nave del caballero comandante.

–Mira por dó nde no tendremos que nadar despué s de todo –intervino Fiona.

–Estupendo –repuso el enano–. Yo no sé nadar. Me hundirí a como una roca.

Rig se inclinó junto al espí a y giró la daga para sujetar con cuidado la hoja entre los dedos. Luego golpeó con la empuñ adura la cabeza del hombre, que se desplomó, inconsciente, a los pies del sauce.

 



  

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