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Intrigas azules



 

El Dragó n Azul no podí a oler a los escorpiones gigantes, y eso le molestaba. Sin embargo, los oí a claramente, ya que las mandí bulas de las criaturas castañ eteaban entre sí sin motivo aparente, y las patas tintineaban sobre el suelo de piedra de la guarida de Khellendros. Percibí a la magia que los envolví a y escuchaba los latidos de sus corazones si se concentraba: aquellos ritmos que sonaban idé nticos no variaban jamá s.

Los centinelas obedecí an a Cicló n a rajatabla, sin darle motivos para dudar de ellos; pero al dragó n ciego no le gustaban, y en especial le disgustaba que hubieran sido creados por Fisura, el huldre.

Cuando Khellendros se convirtiera en el consorte de la renacida Malystryx –la nueva Takhisis, como ella osaba denominarse–, cuando esta guarida y este reino fueran de Cicló n, los escorpiones gigantes morirí an. El dragó n disfrutaba con aquel pensamiento, del mismo modo que pensaba ya con ansiedad en el destierro del enigmá tico duende. Si Khellendros conseguí a abrir el Portal, al huldre lo dejarí a en Krynn, de eso Cicló n no tení a duda. Pero el duende no permanecerí a en los Eriales del Septentrió n. El Dragó n Azul menor no tolerarí a la presencia de un ser en el que no confiaba. Los dracs custodiarí an el cubil de Cicló n y le serí an leales só lo a é l.

El Dragó n Azul se tumbó sobre la arena del desierto de Tormenta; los escorpiones permanecí an a su espalda ante la entrada de la cueva, sin dejar de chasquear las mandí bulas y agitar las patas. Cuatro mujeres bá rbaras estaban ante é l. Cicló n olió la dulzura de la persistente lluvia de la tarde, mancillada por el olor de las pieles hú medas de animal que las humanas vestí an. Por encima de todo, el dragó n olí a su miedo; una humana se habí a hecho sus necesidades encima. Cicló n sonrió feroz. Imaginaba su aspecto: humanas musculosas, la piel tostada por el sol, los cabellos enmarañ ados. Mentalmente, veí a sus ojos, muy abiertos y fijos, temerosos de parpadear o de apartar la mirada de é l. Sin duda les dolí an las piernas, se dijo muy satisfecho. No les habí a permitido sentarse desde hací a horas.

Detestaba a los humanos.

Le recordaban a Dhamon Fierolobo, el hombre que le habí a quitado la vista, que en el pasado lo habí a engañ ado hacié ndole pensar que los dos podí an ser aliados. Dhamon le habí a hecho creer que un humano podí a ser amigo de un dragó n.

Los odiaba con toda su alma.

Cicló n habí a estado ocupado, dedicá ndose a asaltar los pequeñ os poblados bá rbaros que salpicaban los Eriales del Septentrió n. Confiaba en su oí do para seleccionar aquellos individuos cuyos corazones latí an con má s fuerza, los má s jó venes, los má s sanos y má s apropiados para convertirse en dracs. De estas humanas saldrí an mejores dracs que de las que Khellendros habí a capturado. Tormenta sobre Krynn habí a decidido que era necesario un cuerpo femenino para Kitiara. El señ or supremo podí a transformar a estas mujeres en dracs y escoger a uno de ellos para la transformació n definitiva.

Cicló n pensaba prestar mucha atenció n al proceso. Cuando los Eriales del Septentrió n fueran suyos, y é l fuera señ or supremo, crearí a su propio ejé rcito de dracs.

El Azul deseó que Dhamon Fierolobo estuviera allí.

¿ Có mo olerí a el miedo de Dhamon al verse transformado en drac, cuando su envoltura humana se deshiciera para quedar reemplazada por escamas? Pero, antes, tení a la intenció n de cegar a su antiguo compañ ero, robarle el má s preciado de sus sentidos.

La lluvia empezó a caer con má s fuerza mientras el dragó n estudiaba a las mujeres. Ahora caí a en forma de cortina de agua. El viento era má s fuerte, tambié n, y aullaba para anunciar la inminente llegada del señ or supremo Azul. Cicló n imaginó el centelleo del relá mpago, olió los vestigios de calor en el aire; sabí a casi con precisió n cuá ndo retumbarí a el trueno, impulsado por el violento cambio en la temperatura ambiente.

Los truenos eran ahora má s seguidos y sonoros, y ya podí a escuchar, aunque lejano, el batir de las alas del señ or supremo.

–Khellendros –saludó Cicló n, agitando la cabeza mientras el Azul aterrizaba.

Tormenta sobre Krynn estudió a las cuatro humanas, cuyo miedo creció sensiblemente con la llegada del dragó n de mayor tamañ o.

–Lo has hecho muy bien –anunció el señ or supremo al cabo de unos instantes–. Son recipientes muy apropiados.

–¿ Apropiados para tu Kitiara?

Khellendros entrecerró los ojos, mientras paseaba la mirada de un espé cimen a otro. Cuatro mujeres, todas musculosas, jó venes y fuertes.

–Las mujeres –dijo Tormenta–; prepá ralas.

Cicló n condujo a las cuatro humanas al interior de la guarida, y los dos escorpiones se hicieron a un lado con un sonoro tintineo de patas.

El temor de las mujeres habí a alcanzado un punto febril, y el olor que desprendí an resultaba embriagador para el Dragó n Azul menor.

Khellendros se quedó en la entrada y se concentró en la tormenta, para exigir que el viento aullara má s fuerte. Estas mujeres eran los mejores sujetos humanos que habí a visto. Kitiara se habrí a sentido satisfecha, se dijo.

Clavó la mirada en la torrencial lluvia y volvió a imaginarse a la mujer: armadura de escamas azules, capa hasta los tobillos, los negros rizos ondeando al aire, los ojos muy abiertos y fijos en é l. Rememoró lo que habí a sentido al perderla: un vací o inconmensurable, aunque en realidad no mayor del que sentí a ahora. No haber podido impedir su muerte lo habí a llenado de amargura, de un sentimiento de inutilidad. Con su desaparició n, se habí a quedado sin una motivació n para hacer algo importante... excepto mantener la palabra dada a su compañ era.

Recordó có mo se sentí a cuando buscaba su espí ritu al otro lado de los Portales de Krynn. La habí a perseguido durante siglos, aunque en Krynn habí an transcurrido tan só lo unas dé cadas. Hacia el final, habí a perdido la esperanza y se habí a resignado a seguir viviendo de un modo incompleto; pero, cuando regresaba a Ansalon a travé s de El Grí seo –el reino entre los reinos donde habitaban los duendes y flotaban los espí ritus de los hombres–, volvió a percibir su presencia. Su espí ritu le dio la bienvenida, lo abrazó. El dragó n dejó entonces muy claro que regresarí a a buscarla cuando tuviera un cuerpo apropiado, y su espí ritu pareció complacido.

–Pronto –siseó Tormenta sobre Krynn–, La hora llegará pronto. –Cerró los enormes ojos y sintió có mo la lluvia le golpeaba las escamas. La energí a de los relá mpagos fluyó a su interior.

Malystryx no podí a comprender lo que lo ataba a esta humana, y se enfurecerí a si descubrí a que ocultaba reliquias que pensaba utilizar para recuperar a Kitiara. No estaba dispuesto a entregar los preciados objetos a la Roja para su transformació n en diosa; que fueran los otros señ ores supremos los que renunciaran a sus tesoros.

La señ ora suprema era incapaz de entender que pudiera amar a una humana má s de lo que probablemente pudiera amarla a ella. Tormenta tení a que admitir que la oferta de la Roja era tentadora. Gobernar Krynn a su lado como consorte de una diosa dragó n significarí a un poder inimaginable. –Sin embargo, aquel poder no podí a llenar todo el vací o que sentí a.

–Ah, Kitiara –suspiró Khellendros. Una idea cosquilleó en el fondo de su mente, y la saboreó mientras sus mandí bulas se torcí an hacia arriba en una sonrisa maliciosa–. Habrí as sido mejor có nyuge que Malys. –Pasó una garra por la arena y observó có mo la lluvia llenaba con rapidez el hueco–. Tal vez los dioses te hicieron una mala pasada. Kitiara uth Matar, al hacerte humana. Pero a lo mejor Tormenta sobre Krynn podrá remediarlo.

Elevó la testa hacia el cielo, abrió las fauces, y sintió có mo la energí a de su interior crecí a y estallaba en forma de relá mpago. El cielo tronó a modo de respuesta.

–Colocaré tu espí ritu en el cuerpo de Malys, querida Kit. Ascenderá s a la categorí a de divinidad y te convertirá s en la ú nica diosa de Krynn. Y yo gobernaré a tu lado. Ahora es só lo cuestió n de escoger el momento oportuno.

Dio media vuelta y se introdujo en la oscuridad de su cubil.

 



  

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