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Magia de dragón



 

Gilthanas estaba de pie justo pasado el umbral de la cueva, espada en mano, la larga melena rubia ondeando alrededor de su severo rostro. Tras é l, llenando prá cticamente la entrada, habí a un Dragó n Plateado.

–¡ Suelta a Dhamon Fierolobo, o morirá s! –ordenó Gilthanas. El elfo, sin demostrar ningú n temor, apuntó con la espada al Dragó n de las Tinieblas. La aguda visió n elfa de Gilthanas le permití a ver en la casi total oscuridad de la cueva, y distinguir a Dhamon sentado desnudo en un charco de sangre a pocos centí metros de las garras del dragó n.

Dhamon parpadeó y se volvió hacia el elfo. Abrió la boca pero no pudo hablar, pues tení a la garganta totalmente reseca. Se incorporó con un terrible esfuerzo; las piernas parecí an trozos de plomo. Dio unos cuantos pasos para acercarse má s al dragó n y se irguió.

–Dhamon –dijo Gilthanas–, ven hacia mí.

Dhamon negó con la cabeza, tragó con fuerza, e intentó llevar algo de saliva a su boca. «Gilthanas –articuló en silencio–, aguarda. »

–No he hecho dañ o a este hombre –manifestó el Dragó n de las Tinieblas, con voz inquietante y á spera.

«La voz de un anciano», pensó Gilthanas. Pero no la voz de un dragó n dé bil, comprendió el elfo. É l y Silvara habí an hablado brevemente con los ciegos habitantes del poblado cuando llegaron a Brukt en busca de Dhamon. Allí averiguaron que el Dragó n de las Tinieblas habí a matado a los Caballeros de Takhisis y que Rig y los otros seguí an el rastro de Dhamon.

–Lo cierto es que he salvado a este hombre –continuó el dragó n–. Y no te haré dañ o... a menos que me obligues a ello. –Las escamas traslú cidas rielaron, y la criatura pareció encogerse, só lo lo suficiente para poder maniobrar mejor en la estancia. Se deslizó junto a Dhamon y estiró el cuerpo hacia Gilthanas–. Desearí a hablar con tu compañ ero plateado.

–Como desees –respondió la musical voz de Silvara–. Gilthanas...

El elfo blandió la espada pero no la usó. Permaneció inmó vil unos instantes y luego se hizo a un lado de mala gana para que el otro dragó n pudiera abandonar la cueva. La sala de piedra caliza se iluminó un poco, y el aire pareció calentarse algo má s.

–Está s herido –oyó Gilthanas que Silvara le decí a al dragó n.

–Curaré –respondió el otro en un susurro.

Se intercambiaron otras palabras. Gilthanas intentó escuchar, pero las voces de los dragones bajaron a tonos inaudibles. El elfo sabí a que su compañ era podí a cuidar de sí misma, pero esperaba que supiera lo que hací a conversando con el misterioso Dragó n de las Tinieblas, una criatura tan grande como ella.

Gilthanas aprovechó para acercarse a Dhamon. La alabarda descansaba en el suelo a cierta distancia, casi cubierta por completo de sangre, pero el caballero no hizo ningú n movimiento hacia ella.

–Mataste a Goldmoon –empezó el elfo. Echó un vistazo por encima del hombro a la entrada de la cueva. Los dos dragones estaban hocico con hocico, absortos en su conversació n, que sonaba como campanillas de viento. El elfo devolvió su atenció n a Dhamon, sin dejar de mantener la espada apuntando hacia é l.

–Y a Jaspe –dijo é ste. Su voz sonaba muy dé bil, y su garganta se resentí a al hablar.

–No; lo heriste de gravedad, pero el enano está vivo.

–Merezco morir –afirmó Dhamon, contemplando la espada de Gilthanas, para luego levantar los ojos hacia los del elfo.

–Algunos dirí an que mereces algo peor –replicó é l–. Pero yo no soy tu juez, y estamos muy lejos de Schallsea... donde se te juzgará y castigará.

–Y me matará n –musitó Dhamon.

–Tal vez. –La voz de Gilthanas era severa; no habí a atisbo de piedad en ella–. Eso no soy yo quien debe decidirlo. A Palin le gustarí a creer que no eras responsable de tus acciones, que la Roja estaba detrá s de todo. ¿ Es cierto?

Dhamon no respondió. Buscó a Malystryx en su mente, a la vez que bajaba una mano para palpar la quebrada escama que seguí a incrustada en su pierna. La percibió, brevemente, como un suspiro en el viento. Todaví a vigilaba escuchando a hurtadillas en la zona oculta de su mente.

–¿ Es cierto? –casi chilló Gilthanas.

–Ella sigue aquí –respondió é l, señ alá ndose la frente. Su voz ganaba fuerza, aunque la garganta todaví a le dolí a, como sucedí a con el resto de su cuerpo–. Tal vez deberí as juzgarme. Si no puedo deshacerme de ella, no estoy a salvo. No se puede confiar en mí. Malys quiere la alabarda, me estaba obligando a llevá rsela.

–Cogeré tu arma –dijo el elfo, dejando escapar un profundo suspiro, y Dhamon la señ aló con la mano–. Y tú vendrá s tambié n conmigo. Má s adelante regresaremos a Schallsea o a la Torre de Wayreth segú n decida Palin. Silvara se arriesgó mucho para venir aquí, volando sobre el reino de Sable. Tomaremos una ruta diferente para regresar.

–Es mejor que no vaya con vosotros. –Dhamon sacudió la cabeza–. Cré eme.

–Tampoco quiero que te quedes conmigo –respondió una voz á spera desde la entrada de la cueva–. A diferencia del Plateado, no deseo verme atado a un humano. –El Dragó n de las Tinieblas volvió a deslizarse al interior de la cueva, trayendo con é l el aire frí o y la oscuridad. En la entrada, a su espalda, el cielo brillaba con un tono pú rpura oscuro y las estrellas empezaban a brillar–. Pero no he acabado contigo. Te llaman Dhamon Fierolobo, un antiguo Caballero de Takhisis, un renegado de Goldmoon. Malystryx, te llamaré yo... pero só lo durante unas pocas horas má s.

–Yo ayudaré. –La voz era de Silvara, que se encontraba en el umbral, enmarcada por la luz del crepú sculo, con el mismo aspecto que tení a la primera vez que Gilthanas la habí a visto: una kalanesti de ojos centelleantes y cabellera ondulante.

La elfa penetró en la cueva sin hacer ruido, siguiendo al Dragó n de las Tinieblas. Se detuvo unos instantes para mirar a Gilthanas.

–Espé ranos en el exterior, y vigila bien –pidió –. Me ha contado que una legió n de dracs rojos patrulla las montañ as, y hemos de localizar a Rig y a los otros.

El elfo abrió la boca para protestar, pero lo pensó mejor. Su compañ era Plateada habí a tomado una decisió n sobre algo, y su relació n con ella era demasiado sutil para discutir sobre ello en estos momentos.

–Ten cuidado –fue todo lo que contestó –. Llá mame si me necesitas. –La miró mientras se alejaba en pos del dragó n hasta la parte má s oscura y recó ndita de la caverna. Luego salió al exterior.

 

Gilthanas se envolvió en su capa mientras paseaba. El elfo sabí a muchas cosas sobre dragones y estaba locamente enamorado del Dragó n Plateado, pero jamá s habí a visto a una criatura similar a la que estaba allí dentro con su compañ era. El Dragó n de las Tinieblas habí a dejado ciego a todo un pueblo, y rezó a los dioses ausentes para que Silvara estuviera a salvo en presencia de aquella criatura y que supiera lo que hací a.

Conocí a a Silvara desde hací a dé cadas, pues la habí a visto por primera vez hací a una eternidad, aunque habí a necesitado mucho tiempo para admitir que la amaba. Cuando ella le reveló que no era una kalanesti, sino una hembra de Dragó n Plateado, é l la habí a desdeñ ado y seguido su camino. Tardó mucho tiempo en comprender lo solitario que era aquel camino, lo incompleta que era la vida que habí a elegido.

Palin Majere le habí a dado una oportunidad de redimirse. Cuando Palin y Rig y sus camaradas lo rescataron del Bastió n de las Tinieblas, una fortaleza de los Caballeros de Takhisis situada en los Eriales del Septentrió n, decidió compartir su suerte y juró ayudarlos a combatir a los señ ores supremos. Meses atrá s, aquella promesa lo habí a llevado a Ergoth del Sur, donde volvió a reunirse con Silvara, que en esta ocasió n habí a adoptado el aspecto de una Dama de Solamnia. Vio entonces una oportunidad de recuperar el amor que habí an compartido, aunque ella no quiso saber nada de é l al principio, y se mostró tan frí a como el paisaje glacial que los rodeaba; pero é l era tozudo, y finalmente descubrió que ella aú n sentí a algo por é l.

Y por ese motivo andaba con tiento ahora en lo que se referí a a su compañ era, temeroso de que si no lo hací a pudiera darle motivos para abandonarlo. Dejó a un lado su terco comportamiento y permitió que, por una vez, fuera el corazó n quien gobernara sus acciones. Clavó la mirada en las estrellas, relucientes como escamas de dragó n.

 

Silvara contempló la escama de la pierna de Dhamon. A su espalda el Dragó n de las Tinieblas musitó una palabra, y una pá lida esfera de luz plateada se materializó sobre la cabeza de la mujer. El dragó n retrocedió ante la luz, aferrá ndose a las espesas sombras y observando con atenció n al dragó n que habí a adoptado el aspecto de una elfa.

–¿ Malystryx? –inquirió ella, señ alando la agrietada escama.

Dhamon asintió y explicó có mo habí a llegado aquello allí. Un Caballero de Takhisis moribundo se la habí a pegado a la pierna, condená ndolo a llevarla.

–Magia diabó lica –murmuró Silvara. Le indicó que se sentara, y é l escogió un lugar cerca del Dragó n de las Tinieblas, donde la sangre no empapaba el suelo. La elfa se arrodilló junto a é l, con la esfera flotando a pocos centí metros de distancia–. ¿ Tú rompiste la escama? –preguntó al dragó n.

–Sí –siseó la criatura–; decidí que sacarla lo matarí a... un final que a é l no parecí a importarle.

–Merezco morir –musitó Dhamon–. Maté a Goldmoon. Gilthanas dice que herí a Jaspe. Habí a un espí a solá mnico en Brukt y yo...

Silvara lo hizo callar y rozó la escama con los dedos.

–Malys sigue enterrada en lo má s profundo de é l –indicó el dragó n–. La Roja se niega a dejarlo ir.

–Os está observando a los dos –dijo Dhamon–. A travé s de mis ojos. Puedo sentir có mo vigila. Pero no creo que siga controlá ndome.

–No –respondió el dragó n–; pero debe ser... exorcizada por completo.

–¿ Có mo?

–Con un conjuro. –El Dragó n de las Tinieblas se aproximó má s.

–¿ Qué clase de magia conoces? –inquirió Silvara mirando a la misteriosa criatura.

–Parte de la magia es mí a. Otra parte me la enseñ aron –contestó el dragó n, y su voz sonó frá gil.

–¿ Quié n?

–Es el demonio con el que he de cargar, y no es asunto vuestro. Lo que debe importaros es la escama.

–¿ Y el conjuro?

–Da algo de ti, Silvara, tal y como Malys dio algo de sí misma. –Los ojos de la criatura se clavaron en la melena que lucí a bajo su apariencia de elfa–. Eso servirá. –Estiró una zarpa y cortó una larga guedeja.

La elfa atrapó el mechó n, lo sujetó en su mano, y durante unos interminables instantes sostuvo la mirada del Dragó n de las Tinieblas. Un mudo acuerdo se firmó entre ambos, y ella ató los cabellos alrededor de la pierna de Dhamon, a modo de torniquete, justo encima de la escama.

–Y algo de ti mismo –añ adió Silvara. Retrocedió hasta el charco de sangre, recogió un poco entre las manos, y la vertió en la abertura que separaba las dos mitades del diabó lico objeto.

El Dragó n de las Tinieblas cerró los ojos, y la cueva se tornó má s frí a y oscura. La plateada esfera de luz se extinguió. El ser colocó una garra sobre la pierna de Dhamon, y el peso prá cticamente la aplastó otra vez. Silvara posó la mano sobre la garra para transmitir su energí a má gica al dragó n, del mismo modo que se la podí a conferir a Gilthanas cuando estaban juntos, para que é ste aumentara el poder de sus hechizos.

Dhamon sintió un frí o insoportable. Los dientes le castañ eteaban, y temblaba sin control. Estaba inmovilizado sobre el suelo helado, contra la gé lida pared, sujeto bajo la pesada y helada garra del dragó n. Replegada en el fondo de su mente, la Roja escupí a y siseaba, luchando por permanecer dentro de la cabeza del caballero; pero su magia habí a sido debilitada al quedar agrietada la escama.

El frí o se intensificó, y los ojos de Dhamon se cerraron. Estaba en un bosque, luchando contra Caballeros de Takhisis. Feril estaba allí, con su bello rostro enmarcado por la marañ a de rizos. Palin y su hijo, Ulin, tambié n se encontraban allí, al igual que Gilthanas. Con la alabarda, Dhamon era invencible. Abatió a los caballeros uno a uno. Al ú ltimo lo acunó entre sus brazos mientras escuchaba las palabras del moribundo. El caballero, un agente de Malys, se habí a arrancado una escama del ensangrentado pecho y la habí a hundido en la pierna de Dhamon.

Perdió el conocimiento, y el frí o se apoderó de é l, en tanto que la oscuridad lo recibí a con los brazos abiertos y lo engullí a.

 

Era de noche en el exterior, y Gilthanas seguí a paseando. Silvara llevaba má s de una hora dentro con el Dragó n de las Tinieblas, pero é l no habí a oí do nada, excepto el viento y campanilleos que intentó descifrar sin é xito. En una ocasió n oyó que Dhamon gemí a y mencionaba el nombre de Feril, luego el de Palin, y por fin el de Goldmoon. El elfo sintió una punzada al oí r el ú ltimo nombre.

–Gilthanas...

El elfo se volvió para mirar al interior de la cueva, pero inmediatamente comprendió que la voz sonaba frente a é l. El aire rieló, y una imagen borrosa de un hombre cubierto con una tú nica se hizo visible, flotando aparentemente como un espectro. La imagen se acentuó y una segunda figura vestida de blanco se unió a ella.

–El Custodio. Palin –exclamó el elfo.

La imagen de Palin asintió, y Gilthanas observó que su amigo hechicero parecí a muy cansado.

–El Custodio y yo buscá bamos a Feril y a los otros –empezó el mago con voz que sonaba hueca y lejana.

–Igual que nosotros –añ adió Gilthanas.

–Descubrimos que pasaron por Brukt y penetraron en las montañ as. Pero no los hemos encontrado –interpuso el Custodio–. Aú n no.

–Hemos encontrado a Dhamon –dijo el elfo.

–Está... –La pregunta de Palin quedó flotando en el aire sin finalizar.

–No sé có mo está. Silvara está con é l, dentro, junto con un misterioso dragó n negro. Creo que es un Dragó n de las Tinieblas. Pero pienso averiguar qué está sucediendo.

Detrá s de Gilthanas, una enorme sombra negra se escabulló de la cueva y se dejó caer en el saliente; luego extendió las alas y desapareció en las crecientes tinieblas nocturnas.

 

Dhamon abrió los ojos con un parpadeo. Silvara estaba frente a é l. Al Dragó n de las Tinieblas no se lo veí a por ninguna parte.

–El dragó n dijo que nos podí amos quedar hasta la mañ ana. ¿ Có mo te sientes?

–Helado.

–Hay un poco de agua allí. –La elfa lo ayudó a incorporarse–. Será mejor que te limpies y laves la sangre de tus ropas. Luego será hora de vestirse.

–Silvara...

–Puedes entrar.

Gilthanas penetró en el interior. La cueva estaba iluminada tenuemente por la refulgente esfera plateada que seguí a flotando en el aire.

Dhamon se encontraba en el fondo de la cueva, vestido con unas andrajosas polainas negras y la negra tú nica de piel que habí a llevado bajo la armadura de los Caballeros de Takhisis. Sostení a la alabarda, que todaví a le provocaba un cierto calorcillo en la mano, aunque en absoluto molesto. La apoyó en la pared de la cueva y se puso la negra capa. Las ropas, recié n lavadas, estaban hú medas.

–¿ Dhamon? ¡ Es Dhamon! ¡ Usha, mira! –Ampolla penetró como un torbellino y casi derribó a un Gilthanas cogido por sorpresa. La seguí a Usha Majere, que se detuvo justo delante del elfo, en tanto que la kender corrí a al fondo de la cueva, pará ndose só lo un instante para mirar con asombro la esfera de luz y rodear con cautela el charco de sangre–. ¿ Qué les ha sucedido a tus cabellos? Tienes el cabello negro. –Se llevó las manos a las caderas–. Antes era rubio.

Dhamon echó una mirada al charco de sangre del Dragó n de las Tinieblas que se extendí a por el suelo. Sus ojos tení an motas plateadas.

–¿ Qué ha sucedido? –insistió la kender.

–Es sangre de dragó n –respondió por fin Dhamon–. No hubo forma de lavar la sangre.

Silvara dedicó un saludo a Usha, y se unió a Gilthanas en la entrada de la cueva. Leyó en su rostro las innumerables preguntas que deseaba hacer, y sus ojos le contestaron que las respuestas las tendrí a má s tarde.

–¿ Las envió Palin? –preguntó la elfa en voz baja.

Gilthanas asintió con un gesto.

–¿ Crees que podrá s transportarnos a todos? –preguntó a su vez.

–Desde luego. –Silvara sonrió de oreja a oreja, y sus dedos elfos envolvieron los de é l. É l le oprimió la mano y la atrajo hacia sí –. ¿ Adó nde vamos?

–Todaví a no lo sé –repuso Gilthanas–. Palin se pondrá en contacto con nosotros por la mañ ana. Sospecho que primero querrá que nos encaminemos hacia la costa de Khur. Tal vez quiera que busquemos a Feril y Rig.

–¿ Y que luego encontremos el reino de los dimernestis? –inquirió ella, ladeando la cabeza.

Gilthanas asintió.

–Allí habita un dragó n marino, como ya sabes –repuso Silvara–. Uno muy grande.

 



  

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