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Un sendero de fuego



 

–Está n prá cticamente ciegos. –Rig se encontraba en los lí mites del poblado, a la sombra de la ruinosa torre de Brukt. Fiona estaba a su lado, observando al grupo de aldeanos–. Todos ellos; excepto el hombre que afirma que Dhamon le cortó el brazo.

Algunas personas preparaban una comida en una hoguera en el centro del pueblo, los ciegos rostros dirigidos hacia las frutas y verduras que mondaban con dificultad. Algunos de los elfos rescatados de las criaturas lagarto ayudaban a los aldeanos a despellejar un jabalí que habí an capturado en una trampa. La mayorí a estaban reunidos en el edificio grande.

Un puñ ado de elfos relataban la historia de su captura y rescate y escuchaban lo que los habitantes del lugar contaban sobre el dragó n.

A poca distancia, Jaspe estaba inclinado sobre una enana que parecí a ser la cabecilla del lugar, y que se hallaba sentada con la espalda recostada contra el tronco de un nogal joven.

El enano tení a los ojos cerrados, la frente arrugada por la concentració n, las manos suspendidas a pocos centí metros del rostro de la mujer.

–Por favor –musitaba, mientras se concentraba en sí mismo, en busca de la chispa curativa que Goldmoon habí a alimentado en é l en una ocasió n.

«No para mí –pensó –, no para sanar mis pulmones y que vuelva a ser yo mismo, sino para ayudar a esta mujer. Si puedo curar la ceguera de una persona, tal vez podré ayudar al resto. Y a lo mejor, podré ayudarme a mí mismo. »

Escuchó la respiració n de la enana durante varios minutos. Sintió có mo su propio corazó n palpitaba en su pecho e intentó extraer energí as de é l; buscó el calor, rozando sus pá rpados. No habí a calidez en las puntas de sus dedos. No quedaba chispa curativa. Volvió a intentarlo.

–Lo siento –dijo por fin, mientras las lá grimas fluí an de sus ojos–. No puedo ayudarte. –Esto debiera haber sido sencillo, añ adió para sí. Habí a hecho esto muchas veces antes..., antes de la muerte de Goldmoon.

Groller y Furia lo observaban, el lobo recostado sobre la pierna del semiogro.

–Jas... pe ya no buen sanador –dijo Groller pesimista–. Jas... pe no tiene fe en sí mis... mo.

Feril se mantení a apartada de todos. La kalanesti se habí a ocupado de las heridas de los aldeanos, y detenido la hemorragia y vendado el muñ ó n del espí a solá mnico. Sus limitados conocimientos curativos eran suficientes para ello, pero no poseí a tantas habilidades como para intentar curar la ceguera. Echó una mirada al este, donde el pantano desaparecí a en las montañ as del Yelmo de Blode. Luego se arrodilló y examinó el suelo, fundiendo con é l sus sentidos.

–Me pregunto si el dragó n cegó tambié n a Dhamon –dijo pensativo Rig, observando a la kalanesti.

–Si está ciego, lo encontraremos con má s facilidad –repuso Fiona–. Só lo nos lleva un dí a, segú n lo que cuentan estas gentes. Eso es tambié n lo que dijo el Custodio, cuando se puso en contacto con nosotros anoche.

–Nada es fá cil, Fiona. –Rig rió entre dientes–. Al menos en lo que se refiere a Dhamon. A lo mejor cuando...

–¡ Encontré su rastro! –exclamó Feril. Rig y Fiona llegaron junto a ella en cuatro zancadas.

–He estudiado cada centí metro de terreno en los lugares donde los aldeanos afirman que estuvo Dhamon –anunció la kalanesti–. La mayorí a de las huellas pertenecen a la gente que vive aquí o a los Caballeros de Takhisis que murieron. Incluso hay un par de pisadas del dragó n. Pero he encontrado unas cuantas de Dhamon. Creo que salió por la parte trasera de este edificio y dobló la esquina, justo por aquí; luego se internó en las colinas. Hay un segundo grupo de pisadas que se alejan en otra direcció n: pisadas de mujer.

–La comandante que mencionaron los aldeanos –dijo Fiona.

–Probablemente –asintió Feril–. Dijeron que a todos los otros caballeros los mató el dragó n. –La kalanesti se volvió hacia las colinas.

–¡ Jaspe, nos vamos! –chilló Rig.

El enano posó la mano en el hombro de la enana, y ambos intercambiaron unas palabras que el marinero no pudo oí r. Luego Jaspe hizo una señ a a Groller y señ aló a Rig. El semiogro sacudió la cabeza; acto seguido, tiró de sus cabellos, indicó su oí do, y agitó los dedos en direcció n al cielo.

–Gilthanas –masculló Rig–. Y el Dragó n Plateado. El Custodio me dijo que vení an hacia Brukt para ayudarnos con Dhamon. –Se volvió hacia Fiona–. No permitas que Feril se adelante demasiado. Os alcanzaremos. –El marinero corrió hacia el enano.

» Jaspe –empezó Rig–, Gilthanas y Silvara está n en camino y pueden llegar en cualquier momento. Tal vez hoy mismo o mañ ana. No lo sabemos con seguridad, pero no tardará n demasiado. Alguien deberí a esperarlos, pero ese alguien no voy a ser yo.

–Tampoco yo –replicó el enano.

Rig se señ aló el oí do, imitó el gesto de echar hacia atrá s una larga cabellera, como la de Gilthanas, señ aló a Groller, luego al suelo.

–No –contestó el semiogro–. Voy con... tigo y Furia, con Jas... pe.

–Jaspe –Rig lanzó un suspiro–, podrí as... –Indicó con la mano a la enana, y luego giró sobre sí mismo para correr en pos de Feril y Fiona.

El enano se volvió hacia la mujer.

–Nuestro camarada llegará aquí pronto. ¿ Podrí as decirle adonde hemos ido?

Ella vaciló unos instantes y luego asintió.

–Sí, si me dices qué clase de voz tiene.

Jaspe describió a Gilthanas con todo lujo de detalles: su voz, su altura, su risa.

–Lo acompañ ará un dragó n hembra –añ adió –. Es grande y plateado. No hará dañ o a nadie. Claro que a lo mejor no parecerá un dragó n; tal vez prefiera adoptar el aspecto de una elfa... Oh, no importa. Es una larga historia, y hemos de apresurarnos. –Le dedicó una cá lida sonrisa–. Ojalá pudiera ayudarte, pero no parece que haya nada que pueda hacer.

–¡ Jas... pe!

Groller y Furia lo esperaban.

–Que tengá is suerte –le deseó la enana, cuando é l le apretó la mano, antes de ir a reunirse con sus compañ eros.

 

El sol descendí a hacia la lí nea del horizonte cuando se detuvieron. Habí an ascendido só lo la mitad de la ladera de la montañ a, y todaví a les quedaba una buena hora de luz.

Jaspe notaba que el pecho le ardí a. La ascensió n ya era de por sí agotadora para alguien con dos buenos pulmones. No obstante, el enano se negaba a quejarse, aunque daba gracias por que hubieran decidido por fin descansar.

–Creí a que utilizarí amos el desfiladero que atraviesa las montañ as –dijo.

Feril se arrodilló en el suelo y pasó los dedos por la tierra reseca.

–Entró en la cueva que hay allí, pero luego salió y continuó subiendo.

–¿ Cuá nto hace? –Rig levantó la mirada hacia la rocosa pendiente.

–No estoy segura; al menos varias horas. No creo que esté ciego. Un ciego no se moverí a con tanta seguridad. Me adelantaré para explorar un poco y regresaré dentro de un rato. –La kalanesti hizo caso omiso de las protestas del marinero y, á gil como un felino, se escabulló por entre las rocas, detenié ndose de vez en cuando para examinar el suelo.

–Deberí amos descansar un poco. –Fiona atisbo en el interior de la cueva–. No creo estar en condiciones de seguir adelante mucho má s.

–Si no cargases con esa armadura, no estarí as tan cansada –repuso Rig señ alando el saco.

–Pues yo no acarreo ninguna armadura, y tambié n quisiera descansar. –Jaspe se introdujo en la caverna, seguido por Furia y Groller.

–¿ Te unes a nosotros? –inquirió Fiona, con una sonrisa.

–Enseguida. –Rig hizo una mueca y echó otra ojeada montañ a arriba. Feril estaba arrodillada junto a una roca, los dedos bailando sobre su superficie–. Hablando con una piedra –masculló –. De acuerdo. Descansaremos un poco –cedió –. Pero só lo un poco. Cuando ella regrese, volveremos a ponernos en marcha. Viajaremos a la luz de las estrellas si es necesario. Dhamon está demasiado cerca. Esta vez no se me va a escapar.

Al otro lado de la estrecha abertura de la cueva habí a una enorme oquedad que descendí a en á ngulo en la parte posterior en direcció n a la ladera de la montañ a; el suelo estaba cubierto de tierra y hojas. Fiona se sentó contra una pared cerca de la entrada donde la luz se filtraba al interior, con el saco de lona entre las piernas, y empezó a sacar piezas de su armadura. Al levantar la cabeza vio que Rig la observaba.

–Só lo estaba comprobá ndolo todo –dijo.

El marinero se sentó a su lado. El suelo resultaba agradablemente blando.

–Iban a cenar jabalí esta noche en el pueblo.

–Nos podrí amos haber quedado y esperado a Gilthanas.

–De todos modos no tengo hambre. –El retumbante estó mago del marinero contradijo sus palabras. Rig escudriñ ó las sombras–. ¿ Dó nde está n Jaspe y Groller?

La mujer indicó con la cabeza el fondo de la cueva.

–Hay un pasadizo allí atrá s, y decidieron investigar. El lobo ha ido con ellos. Jaspe dijo que só lo tardarí an unos minutos.

–Creí a que Jaspe estaba cansado.

–Los enanos se sienten a gusto en las cuevas. Supongo que resultaba demasiado tentador.

Rig tambié n estaba agotado, pero no deseaba dejar morir la conversació n.

–Está muy oscuro ahí dentro –dijo.

–Los enanos ven bien en la oscuridad –respondió ella con una risita–. ¿ Dó nde has estado toda tu vida, Rig Mer‑ Krel?

–Casi siempre en un barco. No hay enanos en el mar. –Ella se aproximó un poco má s, y Rig sintió la agradable calidez de su brazo contra el suyo; luego observó que tení a el entrecejo fruncido–. ¿ Qué sucede? –inquirió con suavidad.

Ella sostuvo en alto una pieza de metal de forma có ncava, una que tení a que ajustarse sobre la rodilla.

–Está abollada. Es de tanto dar tumbos dentro del saco. No tení a nada con lo que proteger las piezas.

El marinero extendió la mano para cogerla. Sus dedos rozaron los de ella y permanecieron así unos instantes; por fin se movieron para coger la pieza de metal.

–No creo que sea muy difí cil arreglarla. –Volvió el rostro para mirarla. La solá mnica era fuerte, como lo habí a sido Shaon; pero no era Shaon, ni tampoco era un substituto de é sta. Era una Dama de Solamnia: inflexible, disciplinada, y todo aquello que é l no era. Pero resultaba irresistible a su manera. Una cabellera roja del color del atardecer le enmarcaba el rostro. Y estaba tan cerca...

Fiona volvió la cara pegá ndola casi a la de é l, y abrió los labios. Sintió el contacto de su aliento en la mejilla.

–¡ Rig! Salid de aquí. ¡ Rá pido! –Feril estaba de pie en la entrada de la caverna.

–¿ Encontraste a Dhamon? –El marinero se incorporó, entregando la pieza de armadura a Fiona.

–No. –La kalanesti meneó negativamente la cabeza–. Perdí su rastro. Pero he encontrado problemas.

 

Feril los condujo a una empinada elevació n, difí cil de ascender. La kalanesti se movió veloz y los esperó en la cima. Cuando la alcanzaron, no les dio ni tiempo para recuperar aliento, ya que los condujo a travé s de una estrecha quebrada entre las montañ as.

Desde el exiguo puesto de observació n se divisaba una ladera llena de grava y, al fondo, un pequeñ o valle salpicado de matorrales que la puesta de sol teñ í a de color naranja. Má s de dos docenas de criaturas de color fuego vagaban por el valle; de vez en cuando se detení an para hurgar en montones de porquerí a y estiraban los cuellos para espiar en el interior de grietas.

–¿ Dracs rojos? –musitó Fiona.

–Jamá s habí a visto ninguno como é stos, pero Palin me contó que existí an –respondió Feril.

–Sin duda la progenie de Malystryx –indicó Rig.

Las piernas de las criaturas parecí an columnas de fuego; las alas onduladas tení an el color de la sangre, y los rostros eran humanoides, con fauces que sobresalí an. Una cresta de pú as descendí a desde lo alto de la cabeza hasta la punta de la cola. Resultaban seres parecidos a los dracs azules con los que habí an combatido Rig y Feril meses atrá s en el desierto de Khellendros, pero su espalda era má s ancha y el torso má s musculoso. Incluso desde esta distancia, resultaban má s atemorizadores que los azules.

–Exhalan fuego –explicó Feril–. Vi có mo uno quemaba un arbusto só lo con abrir la boca.

–Son demasiados para nosotros tres. –Fiona mantuvo el tono quedo–. Pero con Jaspe y Groller, y Furia, a lo mejor podrí amos vencerlos.

–¿ Y qué hay de los otros? –Rig señ aló en direcció n al final del valle, donde una docena o má s de dracs rojos permanecí an apiñ ados, y luego indicó una grieta en la ladera situada al otro extremo; era la entrada de una cueva, y se veí an má s dracs entre sus sombras–. La montañ a está repleta de ellos. Apuesto a que buscan a Dhamon.

–Hay un par má s no muy lejos por debajo de donde estamos. –La voz de Feril sonó aun má s queda–. Está n subiendo. No podemos quedarnos aquí mucho tiempo o nos verá n. Dhamon no tiene la menor posibilidad.

–Tal vez no van tras Dhamon. –Fiona dio un golpecito a Rig en el hombro–. Dijiste que a Dhamon lo controlaba la hembra Roja. Si é se es el caso, el Dragó n Rojo no enviarí a a sus crí as en su busca, ¿ no es verdad? Sabrí a exactamente dó nde está.

–Entonces, ¿ qué crees que buscan? –inquirió Rig.

Fiona se encogió de hombros.

Una docena de dracs situados en el centro del valle conferenciaban entre ellos, gesticulando con los largos brazos y haciendo centellear las afiladas zarpas. Uno de los seres señ aló en direcció n a la grieta en que estaban ellos.

–Quizá deberí amos salir de aquí –sugirió Feril.

Media docena de criaturas se elevaron por los aires en el preciso momento en que Rig, Feril y Fiona abandonaban, gateando, su escondite, y se lanzaban por la rocosa ladera, en parte corriendo, en parte deslizá ndose. Sus manos se llenaron de arañ azos y escoriaciones al usarlas para frenar la caí da.

–¿ Creé is que nos vieron? –preguntó Fiona.

–Tal vez –gruñ ó Rig.

–Sí –insistió Feril; la kalanesti señ aló a una pareja de dracs rojos que acababan de aparecer encima de sus cabezas.

–¡ Maldició n! –exclamó el marinero–. Son veloces. –Sacó su alfanje–. ¡ Regresad a la cueva!

Se escuchó el siseo de otra espada al ser desenvainada.

–Lucharé a tu lado –anunció Fiona, y lanzó una mirada furiosa a las criaturas.

–¡ Vamos, vosotros dos! –escupió Feril–. Está is demasiado al descubierto aquí.

Fiona y Rig empezaron a correr; pero, para cuando la entrada de la cueva apareció ante ellos, un tercer drac se habí a unido a la persecució n.

–¡ Adentro! –Feril penetró como una exhalació n por la abertura de la caverna.

Rig y Fiona tomaron posiciones justo frente a la entrada.

–¡ Adentro! –repitió la kalanesti–. Rig, no discutas conmigo. ¡ Deprisa!

El marinero estaba demasiado ocupado extrayendo dagas de su cinturó n. Sujetó tres con la mano izquierda, mientras aferraba el alfanje con la derecha. Uno de los tres dracs se abalanzó sobre é l al mismo tiempo que el marinero lanzaba los cuchillos.

Las dagas atravesaron una bola de fuego que brotó de la boca del ser, y las llamas envolvieron el lugar que Rig y Fiona acababan de abandonar.

–No pude ver si le hice algú n dañ o –refunfuñ ó Rig mientras se deslizaba al interior de la cueva un segundo despué s que Fiona.

–No puedo decí rtelo –respondió la dama solá mnica arriesgá ndose a echar una ojeada–. Pero los tres siguen ahí fuera. Y vienen má s.

–Somos blancos fá ciles –gruñ ó el marinero–. Nos van a asar aun má s que al jabalí del poblado.

Feril empezó a abrazar las sombras, los dedos bien abiertos sobre la roca. Sintió su frialdad, las distintas texturas suaves y á speras. Ya en una ocasió n habí a fusionado sus sentidos con el suelo de piedra –en la cueva de Khellendros varios meses atrá s– y habí a conseguido que la roca fluyera como el agua y cubriera a los guardianes del Dragó n Azul. Ahora, una vez má s, la piedra tení a un tacto lí quido, maleable como la arcilla. Empezó a darle forma mentalmente.

–Mué vete –le susurró –. Fluye como un rí o. –Sacó toda su energí a. Sus sentidos se separaron del cuerpo y se fundieron con la pared de la cueva–. Mué vete. Fluye –ordenó.

Rig se precipitó de nuevo al exterior y lanzó otras tres dagas al cabecilla de los dracs. Esta vez supo que habí a acertado. La criatura rugió y se llevó las manos al pecho, en tanto que batí a las alas con furia para mantenerse en el aire. Sus zarpas se aferraron a las empuñ aduras de los cuchillos; luego lanzó un grito y estalló en una enorme bola de fuego naranja. A pesar de encontrarse a varios metros de distancia, la piel del marinero se llenó de ampollas.

Dos dracs que se encontraban justo detrá s recorrieron la distancia que los separaba de é l y aterrizaron frente a la cueva. Rig asestó un mandoble al de la derecha que atravesó las rojas escamas y dibujó una lí nea de sangre aun má s roja sobre el abdomen del ser.

Fiona apareció de improviso a su izquierda, lanzando estocadas con su espada. La mujer oyó có mo la criatura aspiraba, sintió el chorro de aire caliente, y saltó al frente, precipitá ndose contra el drac, al que hizo caer de espaldas, lo que le permitió esquivar por muy poco la bola de fuego que chisporroteó sobre su cabeza y cayó a su espalda.

El marinero no tuvo tanta suerte, ya que el drac lanzó una bocanada de aire, al mismo tiempo que é l se aplastaba contra la pared lateral de la entrada de la cueva. Al notar el abrasador calor sobre sus piernas, Rig aulló y soltó el alfanje, dando manotazos a las llamas. Luego volvió a chillar cuando las ardientes zarpas le arañ aron la espalda. El drac habí a saltado encima de é l y lo aplastaba contra el suelo.

–¡ Rig! –Fiona se atrevió a echar una ojeada por encima del hombro mientras alzaba la espada para defenderse de su adversario.

–Estoy bien –respondió el marinero, apretando los dientes, al tiempo que empujaba hacia arriba hasta conseguir librarse del drac. Sus dedos rebuscaron en el cinturó n en busca de má s dagas, que sacó y lanzó sin má s dilació n. Una se clavó en el pecho del ser. Las otras dos erraron ampliamente el blanco.

–¡ Rig, Fiona! ¡ Entrad en la cueva! –los llamó Feril–. ¡ Ahora!

La dama solá mnica se batí a con una furia que contradecí a su fatiga; habí a herido al drac y lo obligaba a mantenerse a respetable distancia.

El marinero echó una rá pida mirada a la abertura, que le pareció má s pequeñ a. Bajó la mano hacia las chamuscadas botas y extrajo otras dos dagas. Las empuñ aduras ardí an en sus manos, de modo que las lanzó contra el drac má s pró ximo. Ambas dieron en el blanco, una en la garganta de la criatura, la otra en su hombro.

El alarido de la bestia fue inhumano, y desde las alturas le respondieron con gruñ idos y siseos; otra docena de seres descendí an ya. El drac agitó los brazos en un intento de arrancar los cuchillos, mientras por sus zarpas corrí a un rí o de sangre roja. Abrió la boca todaví a má s.

–¡ Fiona! –chilló Rig–. ¡ Entra en la cueva, ya!

La solá mnica volvió a acuchillar a su presa, y la espada atravesó las rojas escamas y se alojó profundamente en el vientre del ser. Sin esperar a comprobar si habí a sido una estocada mortal, extrajo el acero y retrocedió. Rig se precipitó al interior de la caverna pegado a sus talones. El aire de la entrada de la cueva se tornó inmediatamente azufrado cuando uno de los dracs estalló con una tremenda explosió n.

–¡ Qué calor! –jadeó Fiona, mientras intentaba recuperar el aliento. Hurgó en los cierres del peto, haciendo revolotear los dedos por las ataduras de los hombros hasta que la armadura cayó al suelo–. ¡ Un calor horrible! –El calor habí a dejado ampollas en sus brazos, y tení a los hombros en carne viva en los lugares donde el metal del peto le habí a producido quemaduras.

–Mi alfanje está ahí fuera –dijo Rig. Introdujo dos dedos en la faja de la manga, sacó otro estilete y se agazapó en la abertura. Soltó un apagado silbido y retrocedió apresuradamente–. Y se va a quedar ahí. Tenemos compañ í a en abundancia. Hay un ejé rcito ahí fuera.

Fiona avanzó para colocarse a su lado y observó có mo la cueva se oscurecí a a medida que la piedra resplandecí a bajo los dedos de la kalanesti. La roca parecí a fundirse como mantequilla grisá cea y luego se hinchaba para tapar la abertura. El rostro de un drac apareció por la pequeñ a abertura que aú n quedaba, y la criatura inhaló con fuerza.

–Mué vete. Rá pido –imploró Feril a la piedra–. Como el agua.

La piedra se fusionó y los encerró dentro de la cueva; los envolvió en un capullo de oscuridad impenetrable y los protegió del chorro de fuego que el drac habí a lanzado. La kalanesti se recostó contra la pared, jadeante por el esfuerzo.

–Los oigo ahí fuera –susurró –. Patean la roca. Debe de haber docenas ahora. Hablan. Pero no consigo entender del todo lo que dicen. Hay demasiadas voces. –Aspiró con fuerza–. Aguarda. Algo sobre un hombre del color del lodo, sobre que quieren atraparlo. Uno mencionó a Malystryx. Malys quiere al hombre de lodo y a sus amigos. Muertos.

–Un hombre negro –dijo Rig por fin–. Yo. Los dracs no buscaban a Dhamon: nos buscaban a nosotros.

–Eso es imposible –replicó Fiona–. Nadie sabe que estamos aquí ni lo que buscamos.

–Excepto los aldeanos. Sabí an que vení amos a las montañ as –indicó Feril.

–No nos habrí an traicionado –repuso Fiona con brusquedad.

–A menos que los dracs no les dieran la posibilidad de elegir –argumentó la kalanesti.

–Pero esas criaturas estaban por delante de nosotros, no nos seguí an.

–¿ Lo habrá n sabido por Dhamon? –sugirió la solá mnica tras meditarlo unos instantes.

–É l no podí a saber que lo seguí amos. Al menos, no creo que pudiera. Ademá s, se hubiera enfrentado a nosotros personalmente. No habrí a tenido necesidad de los dracs. No con esa alabarda.

–Entonces ¿ quié n? ¿ Có mo? –insistió Fiona.

–No lo sé.

–Hemos de escapar de aquí y regresar a Brukt –dijo Fiona. Habí a temor en su voz–. El pueblo está desprotegido y desconocen la presencia de los dracs. Hemos de hacer algo para que esos monstruos no destruyan a esa gente.

Rig gimió mientras cambiaba el peso de su cuerpo de un pie a otro; sentí a terribles punzadas en las piernas.

–Si esas criaturas van tras nosotros, correr a Brukt no hará má s que poner en peligro a aquellas gentes. Conducirí amos a los dracs directamente hasta ellos.

–Los dracs los matará n –añ adió Fiona.

–Y tambié n a nosotros, si los conducimos hasta allí –continuó Rig–. Habí a al menos cuarenta dracs ahí fuera en el valle, Fiona. Y é sos fueron só lo los que pudimos ver. Podemos ocuparnos de un grupito, uno pequeñ o, claro; acabar con ellos. Pero no podemos vencer a un ejé rcito. –La Dama de Solamnia se recostó contra é l, y el marinero le pasó un brazo por los hombros–. Nos iremos cuando Feril esté segura de que se han marchado –dijo–. Podemos echar un vistazo al pueblo entonces.

–Eso podrí a ser dentro de unas horas.

–Varias horas, como mí nimo –intervino la kalanesti en voz queda–. Estoy agotada. Estamos atrapados aquí, a menos que encontré is otra forma de salir de esta cueva. No puedo hacer un agujero en esta roca hasta que haya recuperado las energí as.

–Aquí dentro está má s oscuro que la noche –protestó Rig–. Parece una tumba.

É l y Fiona avanzaron a tientas en direcció n a una pared y se dejaron caer junto a ella. La mujer reclinó la cabeza en su hombro y se apoyó en é l. En medio del silencio podí an escuchar el persistente tintineo de las zarpas de los dracs al otro lado de la entrada sellada.

–Me pregunto dó nde estará n Groller y Jaspe –dijo Fiona pensativa–. No puedo creer que no hayan oí do todo esto. Y deberí an estar de vuelta ya.

 



  

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