Хелпикс

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Perspectivas sombrías



 

–¿ Quieres matarlo, ¿ verdad?

–Fiona, en ocasiones es en lo ú nico que pienso –respondió Rig, encogié ndose de hombros–. Parte de mí lo considera responsable de la muerte de Shaon. El dragó n que la mató... Bueno, el dragó n y Dhamon habí an formado equipo en una ocasió n. Y Goldmoon. ¿ Có mo no voy a querer buscar venganza?

–¿ Qué es lo que quiere la otra parte de ti? –La joven Dama de Solamnia clavó la mirada en los oscuros ojos del marinero.

La pareja conversaba en voz queda mientras permanecí a sentada en el tronco de sauce y montaba guardia sobre sus dormidos compañ eros. El marinero habí a rechazado la oferta del enano para alternarse con é l en la vigilancia, porque deseaba que Jaspe descansara todo lo posible. Y, tras el relato de Groller sobre Feril y la serpiente, Rig prefirió que la kalanesti no vigilara sola; temí a que echara a andar y decidiera quedarse a vivir en el pantano. O que confundiera un caimá n hambriento con uno amistoso debido a aquella sonrisa suya tan peculiar. Groller y el lobo se harí an cargo de la vigilancia justo antes del amanecer, dentro de unas pocas horas. Aquello dejaba libre a Fiona, que habí a decidido hacer compañ í a al marinero.

–¿ La otra parte? –Rig lanzó una risita ahogada–. La otra parte se limita a querer retorcerle el pescuezo a Dhamon... despué s de que nos explique por qué nos atacó y mató a Goldmoon. Quizá Palin tenga razó n y la escama sea la responsable. Pero Palin tambié n puede equivocarse. Los hechiceros no siempre tienen razó n. ¿ Sabes?, casi me caí a bien Dhamon. A veces incluso lo admiraba. E imagino que..., tal vez, una pequeñ a parte de mí quiere que resulte inocente.

El Custodio se habí a puesto en contacto con ellos poco despué s del anochecer, apareciendo má gicamente como un espectro en el centro de su campamento para anunciar que habí an localizado a Dhamon Fierolobo y su alabarda. El antiguo caballero iba de camino a unas ruinas de un poblado ogro llamado Brukt. Gilthanas y Silvara estaban ya en camino para alcanzarlo; pero, teniendo en cuenta el extenso territorio que tení an que atravesar, Rig y los otros podrí an llegar allí antes que el Dragó n Plateado sin que para ello se desviaran demasiado de su ruta original.

Má s allá de Brukt se extendí a el Yelmo de Blode, y el viejo poblado ogro se encontraba cerca de la quebrada de Pashin. Tras encargarse de Dhamon –de un modo u otro– podí an atravesar las montañ as hasta Khur, alquilar un barco en algú n lugar de la costa, y zarpar en direcció n a Dimernesti. El Custodio explicó que intentaba averiguar la posició n exacta del reino submarino de los elfos.

–Espero que lo hayas localizado ya cuando lleguemos a Khur –le habí a contestado Rig–. No quiero que este viaje por el pantano resulte inú til.

–Nos espera un largo dí a, mañ ana –dijo Fiona–. Y el siguiente. Y el siguiente. –Se limpió el barro del peto–. Hemos de recorrer má s terreno del que hemos recorrido, si queremos tener una posibilidad de atraparlo. ¿ Crees que maese Fireforge podrá resistirlo?

–Jaspe es fuerte. Lo conseguirá. Pero tú... deberí as pensar en dejar esa armadura aquí –aconsejó é l. Señ aló el saco de lona que guardaba el resto de su metá lica vestimenta–. Es pesada, y arrastando todo eso durante dos horas má s cada dí a só lo conseguirá s agotarte con mayor rapidez. No podemos permitir que unos pedazos de metal nos retrasen.

–Hasta ahora me las he apañ ado. Unas cuantas horas má s al dí a no importará n.

–Si tú lo dices.

–Ademá s, la armadura es parte de lo que soy. La parte má s importante.

Rig fue a decir algo má s, pero un ruido sordo en direcció n sur lo interrumpió. Se parecí a al resoplido de un caballo de gran tamañ o, y lo que fuera que lo habí a producido se acercaba. Se llevó un dedo a los labios, desenvainó la espada, e hizo una señ a a Fiona para que no se moviera; luego desapareció entre el follaje sin darse cuenta de que ella lo habí a seguido.

La vegetació n era tan espesa que apenas podí an ver a má s de un metro de distancia; aun así, el sonido se tornó má s ní tido con cada metro que avanzaban. El marinero se moví a despacio, comprobando el suelo que tení a delante antes de apoyar un pie.

Se encontraban a unos cien metros de distancia del campamento cuando descubrieron un claro ante ellos. La ú nica luna blanquecina de Krynn brillaba sobre un pequeñ o estanque cubierto de musgo, bordeado por media docena de seres grotescos.

–Dracs –susurró Rig a Fiona–. Dracs negros.

La joven solá mnica los contempló con mirada de asombro. Habí a oí do hablar de ellos en los relatos de Rig y Feril sobre su combate con los dracs con los que habí an tropezado inopinadamente en la guarida de Khellendros meses atrá s en los Eriales del Septentrió n. Pero sus descripciones no habí an hecho justicia a las criaturas. La luna de Krynn las mostraba en todo su monstruoso horror.

La mitad de aquellos seres tení an una figura vagamente humana con amplias alas parecidas a las de un murcié lago, cuyas puntas rozaban la parte superior de los helechos lenguas de ciervo. El hocico, de aspecto equino, estaba cubierto de diminutas escamas negras, escamas que eran mayores en el resto del cuerpo y centelleaban siniestras a la luz de la luna. Los ojos eran de un amarillo opaco, al igual que los colmillos; las garras, largas, curvadas y afiladas. Una fina cresta de escamas se iniciaba en la parte posterior de la cabeza y finalizaba en la base de la delgada cola serpentina.

La luz era demasiado dé bil para comprobar si los otros tení an el mismo aspecto de estos tres. Los sonidos que emití an carecí an de toda pauta que pudiera insinuar una especie de lenguaje; má s bien recordaban los gruñ idos de una piara de cerdos.

Cuando el resto quedó iluminado por la luz lunar, Rig y Fiona descubrieron que estos tres eran diferentes de sus compañ eros. Uno poseí a alas, pero eran cortas, festoneadas e irregulares, y se extendí an desde los omó platos de la criatura hasta encima de la cintura. La cabeza era má s humana que equina, y largos cuernos crecí an hacia arriba desde la base de la mandí bula. Los brazos eran cortos, terminados en garras deformes en el punto donde debieran haber estado los codos, y la cola era bí fida y gruesa.

Los otros dos eran los de mayor tamañ o, de dos metros y medio de altura por lo menos. La piel parecí a correosa, sin rastro de escamas o alas, aunque habí a unas protuberancias deformes en los omó platos. Eran de un negro mate, sin nada que brillara en el cuerpo, y la cabeza parecí a demasiado grande para el cuerpo. El largo hocico lucí a dientes curvos de longitudes muy desiguales que impedí an que la boca se cerrara por completo. Un hilo de baba descendí a del que poseí a el hocico má s largo y desaparecí a entre los helechos con un chisporroteo. «Á cido», se dijo Rig. Los brazos eran má s largos de lo que correspondí a al cuerpo, y recordaban al marinero los babuinos que habí a visto en su juventud en la isla de las Brumas.

–Sssí, bebed –siseó el cabecilla de los dracs–. Bebed, pero deprisa. Tenemos un trabajo importante esta noche.

Los dos dracs con aspecto de primates se acercaron a la poco profunda agua, y los ojos de Rig se abrieron de par en par. Los brazos no terminaban en garras: eran como serpientes terminadas en cabezas con colmillos, que lamí an ansiosas el agua estancada.

Los dedos del marinero se cerraron alrededor de la empuñ adura de la espada. Sin duda los seres eran malignos, como el drac azul al que se habí a enfrentado. Sabí a que su obligació n era atacarlos y eliminarlos, para impedir que infligieran dañ o a otros. Lo sabí a... pero aflojó la mano e hizo una señ a a Fiona para que retrocediera.

Desde una distancia má s segura, observaron có mo los tres dracs y las tres criaturas grotescas bebí an hasta hartarse y luego se encaminaban al oeste.

–Podrí amos haberlos sorprendido –le musitó ella cuando estuvo segura de que los seres estaban lo bastante lejos–. Son criaturas horrorosas.

–Tal vez podrí amos haberlo hecho –respondió Rig con calma. «Quizá debié ramos haberlo hecho», se dijo mentalmente; luego siguió en voz alta: – Pero allí atrá s hay otras tres personas en el claro, y soy responsable de ellas. Y tenemos otras prioridades: Dhamon, la alabarda, la corona de Dimernesti. No podí a arriesgarme a poner en peligro nuestra misió n. –Interiormente añ adió: «Rig Mer‑ Krel, has cambiado. Y no estoy seguro de que sea para mejorar».

 

Era bien entrado el mediodí a cuando los pelos del lomo de Furia se erizaron. El lobo pegó las orejas contra la cabeza, y sus labios se crisparon; arañ ó el suelo nerviosamente con una pata.

Groller fue el primero en observar el desasosiego de su compañ ero del reino animal. Hizo señ as a Rig, e indicó al lobo. El semiogro ahuecó la mano y recogió aire, que luego se llevó a la nariz, e inhaló profundamente.

–El lobo huele algo –anunció Rig.

–Tambié n yo huelo algo –susurró Feril–. Algo no huele bien.

–Nunca creí que algo oliera bien en este lugar –añ adió Jaspe.

Fiona sacó su espada y se colocó junto a Rig. É ste habí a estado conduciendo al pequeñ o grupo en la direcció n en que, segú n el Custodio, encontrarí an las ruinas del poblado ogro, pero é stas debí an de estar aú n a un dí a de distancia.

–Voy a explorar –informó Rig con voz queda–. Puedes acompañ arme si dejas ese saco con la armadura.

La mujer lo dejó caer en el lugar má s seco que encontró.

–Yo tambié n iré –ofreció Feril.

–La pró xima vez –respondió Rig con una mueca.

Groller miró al marinero y se llevó ambas manos a la boca; las puntas de los dedos tocaron y cubrieron los labios. Luego las dejó caer a los costados, como si desechara algo.

El marinero asintió. «No te preocupes –indicó sacudiendo la cabeza y haciendo girar las manos ante la frente–. No haré ningú n ruido. » Sacó su alfanje, indicó con un gesto a Fiona que lo siguiera, y desapareció en un santiamé n.

–¿ Crees que se trata de Dhamon? –inquirió Jaspe en voz tan baja que Feril tuvo que inclinarse sobre é l para oí rlo.

–No estamos tan cerca de las ruinas –respondió.

–Ya, pero...

–Muy bien, vayamos a averiguarlo –dijo Feril, y se dispuso a seguir el rastro dejado por Rig y Fiona.

Jaspe hizo intenció n de ir tras ella, pero la mano de Groller cayó pesadamente sobre su hombro. El semiogro hizo girar los dedos para señ alarlos al enano y a é l y luego indicó el suelo.

–Ya, Rig quiere que nos quedemos aquí –musitó Jaspe, y asintió con la cabeza para indicar que comprendí a. Luego extendió las manos frente al pecho, como si sostuviera las riendas de un caballo, expresá ndose con gestos–. ¿ Quié n ha puesto a Rig al mando? –preguntó –. Yo quiero ir a ver.

Groller se encogió de hombros, levantó del suelo el saco de Fiona y siguió al enano. El lobo gruñ ó por lo bajo, mientras avanzaba con paso quedo tras ellos.

Rig, Fiona y Feril se encontraban má s adelante, agazapados tras un bancal de espigados juncos. Má s allá de donde estaban habí a cuatro criaturas reptilianas que conducí an a un grupo de elfos de aspecto lastimoso por un bosquecillo de chaparros.

–Hombres con escamas –susurró Feril–. Pero no parecen dracs.

Las cuatro criaturas eran verdes y estaban cubiertas por gruesas escamas en relieve. Tení an la espalda encorvada y un torso abultado cubierto con placas correosas de un verde má s claro. La cabeza era parecida a la de un caimá n, encaramada en un cuello muy corto. Tres de ellos llevaban lanzas festoneadas con plumas naranjas y amarillas, y conversaban entre sí en una lengua desconocida. El cuarto sostení a una larga enredadera sujeta al grupo de prisioneros.

–Los elfos son silvanestis –indicó Fiona en voz baja–. He contado una docena. –Feril asintió.

Los rubios elfos estaban atados unos a otros con la enredadera a modo de soga; una enredadera espinosa que se les hundí a en la carne y rodeaba muñ ecas y tobillos. Los prisioneros estaban demacrados, y las pocas ropas que conservaban estaban hechas jirones y mugrientas.

Sin decir una palabra, Jaspe introdujo la mano en su saco y sacó el Puñ o de E'li. El cetro se acomodó perfectamente a su mano. La mirada de Rig se cruzó con la suya, y tambié n é l se alzó de detrá s de los matorrales, empuñ ando la espada. Arremetieron contra las criaturas, y Furia pasó corriendo junto a ellos como una nebulosa forma rojiza.

Fiona no tardó en seguirlos. Groller soltó el saco de lona, se llevó la mano a la cabilla, y se abrió paso por entre los arbustos. Detrá s de ellos, oculta todaví a entre los juncos, Feril habí a cerrado los ojos. Sus dedos jugueteaban con las hojas de las plantas como un mú sico acariciarí a las cuerdas de un arpa. Dejó que su mente penetrara en la cié naga y empezó a canturrear.

El lobo chocó contra la primera criatura reptiliana, a la que derribó sobre las juncias.

Rig atacó al que se encontraba justo detrá s, y se agachó para esquivar la estocada de la lanza que empuñ aba el ser, al tiempo que lanzaba su machete al frente. El arma se hundió en el muslo de la criatura, del que brotó un chorro de negra sangre; sin embargo, el reptil no emitió el menor sonido y ni siquiera parpadeó, por lo que Rig maniobró para encontrar una mejor oportunidad.

Fiona interceptó sin problemas el ataque de una tercera criatura y lanzó una cuchillada al blindado abdomen, pero el adversario se movió con rapidez, a pesar de su tamañ o, y esquivó con facilidad el golpe.

Rig evitó por muy poco una lanzada bien dirigida. Su arma desvió el siguiente ataque, en tanto que los dedos de la mano libre se introducí an en su cinturó n y sacaban tres dagas. Arrojó los cuchillos contra el oponente de Fiona.

–¡ Sí! –exclamó. Las dos primeras dagas se hundieron en el pecho del ser, pero la tercera falló el objetivo.

–¡ Gracias, pero puedo ocuparme de mis propios combates! –le gritó la joven solá mnica.

–Só lo intentaba ayudar –replicó é l mientras hací a una finta a la derecha, antes de clavar la espada en el costado de su adversario. La criatura siseó y lanzó una lluvia de viscosos escupitajos al rostro del marinero; el extremo de la lanza del hombre lagarto golpeó con fuerza el estó mago de Rig, y é ste cayó de espaldas, aturdido, al tiempo que sacaba otras tres dagas.

La criatura reptiliana a la que se enfrentaba Fiona luchó por incorporarse, mientras chorros de sangre negra brotaban de sus heridas.

–¡ Rí ndete! –gritó ella, esperando que pudiera comprender su lengua.

El otro negó con la cabeza, pero ella empezó a agotarlo, movié ndose de un lado a otro y lanzá ndole estocadas.

Entretanto, Groller luchaba con la criatura lagarto que habí a llevado sujetos a los elfos cautivos. El semiogro blandí a su cabilla a la vez que intentaba esquivar la larga daga curva de su enemigo. Jaspe tambié n estaba muy ocupado, con el Puñ o en la mano derecha, distrayendo al ser con sus gritos y giros.

El reptiliano no era enemigo para ambos. El semiogro descargó la cabilla contra un costado de la cabeza del ser, y Jaspe sonrió de oreja a oreja al escuchar crujir el hueso.

El ser lagarto cayó de rodillas y se desplomó contra el suelo, al tiempo que Jaspe y Groller saltaban a un lado para esquivarlo.

Entre los juncos, a má s de doce metros de distancia, los dedos de Feril seguí an acariciando las largas hojas.

–Deja que é ste viva, Furia ‑ ‑ musitó. Sus sentidos corrieron má s allá de los juncos y fueron a flotar sobre las juncias dirigié ndose hacia el lobo.

Las mandí bulas de Furia estaban ennegrecidas por la sangre de la criatura; se habí a dedicado a asestar dentelladas al estó mago del hombre lagarto, mordiendo a travé s de las gruesas placas de piel y sin dejar de mantener a su adversario de espaldas contra el suelo. Sin darle respiro, el lobo se introducí a como una exhalació n bajo sus zarpas y le asestaba dentelladas.

–Deja que é ste viva. –El canturreo de Feril se hizo má s sonoro, sus sentidos rozaron las puntas de las juncias, y las hojas cercanas al lobo y a la criatura empezaron a retorcerse, al azar en un principio, y luego con un propó sito. Se enroscaron alrededor de los brazos y piernas del ser y lo inmovilizaron sobre el suelo hú medo; aun así, ni una de ellas tocó al lobo.

¡ Furia! ‑ ‑ llamó Feril mientras distanciaba sus sentidos.

El animal levantó la cabeza, el hocico chorreante, y se encaminó a grandes saltos hacia el reptiliano con el que luchaba Rig. El marinero tení a una daga entre los dientes y dos má s en la mano izquierda; en la derecha sostení a el alfanje. Retrocedió unos pasos y arrojó las dos dagas de la mano izquierda al ser que tení a delante. Sin embargo, só lo una alcanzó el objetivo y penetró en el estó mago del reptiliano.

–Estoy perdiendo punterí a –maldijo el marinero, mientras cogí a la daga que tení a entre los dientes.

Furia saltó sobre la criatura y cerró las mandí bulas con firmeza sobre la muñ eca de é sta, lo que impidió que pudiera arrojar la lanza. Rig aprovechó la oportunidad y blandió la espada contra el ser. Salpicado de sangre negra, el marinero retrocedió para contemplar có mo aquella cosa se desplomaba pesadamente de espaldas entre horribles convulsiones. Furia saltó sobre el pecho del reptiliano y le desgarró la garganta.

Rig se giró y descubrió a Fiona asestando mandobles al hombre lagarto superviviente. La mujer se agachó para evitar un dé bil lanzazo, y su larga espada rebanó la cintura de su adversario, que emitió el primer grito de dolor que les escuchaban proferir. Fiona soltó el arma de un fuerte tiró n; luego la lanzó al frente y arriba, y acabó limpiamente con el ser.

–¿ Lo ves? No necesitaba ayuda –declaró la dama, en tanto que liberaba la espada y la frotaba contra la hierba para limpiar la sangre.

Rig tocó a Fiona en el hombro y le indicó a Feril y Groller. La kalanesti y el semiogro se dedicaban a desatar las enredaderas que sujetaban a los prisioneros. El marinero y la solá mnica se encaminaron hacia ellos.

–No tenemos palabras para daros las gracias –les dijo una elfa de aspecto demacrado. Sus ojos se clavaron en los de Rig–. Habí amos perdido toda esperanza.

Rig y Fiona se unieron a la tarea de retirar con sumo cuidado las ramas cargadas de espinas que habí an esposado a los prisioneros. Jaspe volvió a guardar el Puñ o en el saco, se acercó lentamente a estudiar las heridas de los elfos, y meneó la cabeza.

–Las espinas, este lugar... –dijo entristecido–. Esta gente necesita ayuda. La mayorí a de las heridas está n infectadas. Tardaré algú n tiempo, si es que puedo hacer algo.

–Yo te ayudaré –ofreció Feril–. No importa el tiempo que haga falta.

–No nos sobra el tiempo –intervino el marinero–. Hemos de apresurarnos para localizar Brukt. Y a Dhamon.

–Estas personas necesitan descanso y cuidados –insistió el enano–. No pienso abandonarlas en estas condiciones.

Los ojos de la kalanesti taladraron los del marinero.

–Ninguno de nosotros los abandonará así –dijo.

–Sabemos dó nde se encuentra Brukt –manifestó la mujer escuá lida–. Podrí amos guiaros hasta allí. Os debemos la vida.

–En ese caso conducidnos cuando os hayamos curado –respondió Feril.

–¿ Cuá nto tiempo vamos a tardar con esto? –preguntó Rig en voz baja a la kalanesti. Señ aló en direcció n este–. Nos quedan unas pocas horas de luz y...

Los ladridos de Furia lo interrumpieron. El lobo perseguí a a la ú nica criatura lagarto superviviente, la que Feril habí a atrapado con la ayuda de la vegetació n. Al interrumpir la concentració n, las plantas habí an soltado al escamoso prisionero.

–¡ Necesitamos a é se con vida! –le gritó Feril a Rig, que corrí a en pos del fugitivo–. Necesitamos respuestas a algunas preguntas.

El marinero acortó distancias y golpeó violentamente a la criatura en la espalda. El hombre lagarto cayó de bruces, y Rig se arrojó sobre é l en un instante, lo hizo girar sobre sí mismo y se sentó sobre su pecho. Un cuchillo centelleó en el aire.

–¡ Vivo! –aulló Feril.

–¡ En ese caso será mejor que hagas tus preguntas deprisa! –contestó é l a grandes voces–. Puede que esta cosa no viva mucho má s tiempo.

El marinero apoyó la daga contra la garganta del hombre lagarto, y fijó la mirada en sus negros ojos.

–La señ ora desea un poco de informació n –escupió –. Será mejor que comprendas nuestra lengua.

–Comprendo... vuestras palabras... algunas. –La voz del ser era á spera.

–¿ Ante todo, qué eres? –exigió Rig mientras esperaba a la kalanesti.

El escamoso entrecejo de la criatura se frunció en expresió n perpleja.

–No eres un drac. ¿ Qué eres?

–Bakali –respondió al cabo de un instante.

–Nunca oí hablar de los bakalis –farfulló Rig–. ¿ Qué es un bakali?

–Yo bakali –repuso la criatura.

–Eso no es lo que yo...

–¿ Qué se supone que iba a sucederles a estos elfos? –interrumpió Feril.

El marinero apretó el cuchillo con má s fuerza contra la garganta del bakali, y un hilillo de sangre negra apareció bajo el filo.

–Suelta esa lengua bí fida tuya, bakali –ordenó, no muy seguro de có mo se pronunciaba la extrañ a palabra–. Conté stale.

–Dracs –replicó é l–. Señ ora Onysablet quiere elfos convertidos en dracs.

–Eso só lo funciona con humanos –dijo el marinero–. Lo sabemos. Así que piensa otra respuesta.

–Dracs –insistió la criatura–. Abominaciones. Humanos hacen dracs perfectos. Elfos, ogros hacen abominaciones de dracs. Horribles, corruptos.

–Las criaturas del estanque –musitó Fiona.

–Señ ora Onysablet quiere abominaciones. Le gustan las cosas corrompidas.

–¿ Hay má s elfos cautivos en otros sitios? –Feril se aproximó má s–. ¿ Humanos? ¿ Ogros?

–No sé –respondió la criatura–. A mí no importa.

–Así pues, ¿ adonde los llevas? –preguntó Rig.

–Profundidades pantano. Señ ora Onysablet nos encuentra allí, coge prisioneros. Nosotros cazamos má s. Regresamos profundidades pantano. Nuestras vidas son un cí rculo alrededor del dragó n.

–¿ Hasta dó nde hay que adentrarse en el pantano? –Ahora era el turno de Jaspe.

–No sé. –La criatura intentó encogerse de hombros–. Hasta que señ ora Onysablet aparece.

–Salgamos de aquí –sugirió el enano–. Si el dragó n se presenta...

–Sí –asintió Rig–. Si el dragó n se presenta, estamos muertos.

–O seré is abominaciones –añ adió la mujer demacrada, señ alando a Feril y Groller.

De un solo tajo, Rig degolló a la criatura; luego se incorporó y bajó la mirada hacia la negra sangre que cubrí a gran parte de sus ropas.

–No tení as que matarlo –susurró Jaspe, en tanto que Feril reuní a a los elfos y empezaba a atenderlos–. Cooperó.

–Si el dragó n aparece, es mejor que no encuentre mas que cadá veres. Los muertos no hablan, amigo mí o. Ahora mira si puedes ayudar a Feril, para que podamos ponernos en marcha.

 



  

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