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Negros pensamientos
–¡ No! –El grito resonó en el cada vez má s oscuro cenagal–. ¡ No seguiré adelante, maldita seas! –Dhamon Fierolobo soltó la alabarda y cayó de rodillas, ahuecó las manos doloridas y las apretó contra su pecho; luego se balanceó de un lado a otro, hundiendo la barbilla y apretando los dientes. Sus manos, aunque sin señ ales visibles, le escocí an terriblemente debido al contacto con la misteriosa arma, y enviaban oleadas de fuego por sus brazos que luego le recorrí an el cuerpo. El pecho le ardí a, y la cabeza le martilleaba–. ¡ No seguiré! Las lá grimas corrí an por sus mejillas a causa del dolor y el recuerdo de có mo habí a asesinado a Goldmoon y a Jaspe, de có mo habí a golpeado a Ampolla, a Rig y a Feril. Su amada Feril, a la que habí a perdido ahora, para siempre. –¡ Me has arrebatado a mis amigos, mi vida! Se llevó las manos al muslo, donde sus polainas estaban desgarradas. La roja escama, que se entreveí a, relucí a bajo la luz del ocaso. Goldmoon habí a examinado la escama, intentando por todos los medios liberarlo de ella y del dragó n que lo controlaba. Los dedos de Dhamon temblaron mientras recorrí an los bordes de la escama, situados al mismo nivel que la piel. Las uñ as se hundieron cerca de una esquina festoneada y tiraron con fuerza. Una nueva punzada de dolor fue toda su recompensa. Se mordió el labio para no gritar y redobló sus esfuerzos. La sangre corrí a por la pierna, por encima de los dedos que escarbaban, pero la lacerante escama no se moví a. –¡ Maldita seas, Malys! –jadeó y rodó sobre un costado, para ir a caer en un charco de aguas estancadas–. ¡ Me has convertido en un asesino, dragó n! ¡ Me has convertido en algo malvado! ¡ Por eso la alabarda me quema tanto, porque quema a los malvados! –Sollozó y clavó la mirada en el arma caí da a poca distancia de é l. Dhamon la habí a soltado en cuanto sintió retirarse la presencia del Dragó n Rojo, pocos minutos antes, allí en la cada vez má s tenue luz solar. Un atardecer temprano invadí a con rapidez el pantano. ¿ Habí a conseguido finalmente alejar al dragó n hembra de su mente? ¿ O acaso ella se habí a limitado a retirarse para ocuparse de otros asuntos? En realidad, el motivo de su ausencia carecí a de importancia. Lo importante era que por fin estaba libre. Libre tras correr durante dí as por esta cié naga al parecer interminable y subsistir a base de frutas y agua hedionda. Libre tras matar a Goldmoon, la famosa sacerdotisa de Krynn, la mujer que habí a ido a su encuentro en el exterior de la Tumba de los Ú ltimos Hé roes y lo habí a persuadido para que adoptara la causa contra los dragones; la mujer que en una ocasió n le dijo que habí a mirado en su corazó n y lo habí a encontrado puro y noble. Estaba libre despué s de hundir el Yunque. Libre tras perder a Feril. «¿ Libre? No puedo regresar a Schallsea –pensó Dhamon–. No puedo regresar a enfrentarme a Rig y Feril. Soy un criminal, peor que un criminal: un traidor, un renegado, el asesino de una anciana y un enano al que llamaba amigo. » Cerró los ojos y escuchó por un momento a los insectos que lo rodeaban, escuchó su corazó n que seguí a latiendo con fuerza. Notó que el dolor de sus manos se mitigaba. «Quizá deberí a regresar –reflexionó –. Rig me matarí a, sin duda, y eso no serí a nada malo, ¿ no es así? Desde luego es preferible a ser una marioneta de un dragó n. » –No merezco otra cosa que la muerte –musitó –. La muerte por haber asesinado a Goldmoon. –Oyó partirse una rama y abrió los ojos, pero no hizo ningú n gesto para incorporarse. No vio nada aparte de la alabarda, a poca distancia, y las crecientes sombras del crepú sculo. La alabarda, un regalo del Dragó n de Bronce que le habí a salvado la vida, era un arma extraordinaria. Pensada para ser empuñ ada por alguien de excelentes cualidades, el arma habí a empezado a quemarle en cuanto el dragó n penetró en su mente, en cuanto é l mismo se habí a condenado. Una mancha de sangre reseca y marró n ensuciaba el acabado plateado de la hoja; la sangre de Goldmoon y Jaspe, pero no pensaba lavarla, aunque la humedad de este lugar tal vez se ocuparí a de ello por é l. La sangre era un recordatorio de su atroz acció n. «He sido tan dé bil... –se dijo–. Mi espí ritu fue tan dé bil que dejé que el dragó n se apoderara de mí y me obligara a eliminar a sus enemigos. » Dhamon habí a conseguido rechazar al dragó n –al menos eso creí a– hasta que se encontró en la Ciudadela de la Luz con Goldmoon. Tal vez siempre habí a sido muy dé bil y ella se habí a limitado a esperar el momento apropiado para reclamarlo. «Y es posible que el dragó n consiguiera hacerme suyo porque tengo el corazó n corrompido, encenagado aú n por los há bitos de los Caballeros de Takhisis. A lo mejor no he hecho má s que engañ arme a mí mismo, dejando que la oscuridad de mi interior reposara mientras me asociaba con Feril y Palin y fingí a estar del lado de los buenos. Y quizá s esa oscuridad agradeció la oportunidad de rendirse al Dragó n Rojo y derramar sangre honrada. ¿ Quié n es má s honrado que Goldmoon? » –¡ Maldita sea! –exclamó en voz alta. No muy lejos de allí se agitaron unas ramas. Y de algú n punto, en las profundidades del pantano, un ave lanzó un grito agudo. «¿ Qué hacer ahora? –pensó Dhamon–. ¿ Me quedo aquí tumbado hasta que algú n habitante de la cié naga decida darse un banquete conmigo? ¿ Intento regresar con los Caballeros de Takhisis? Me matarí an: un caballero renegado arrastra consigo una condena de muerte. Pero ¿ merezco algo mejor que la muerte? » ¿ Qué le quedaba sino la muerte? ¿ Podrí a acaso elevar una plegaria de expiació n? –Feril... Los insectos callaron, y el aire quedó desconcertantemente inmó vil. Dhamon se arrodilló y atisbo entre las sombras. Habí a algo allí fuera. El suelo del pantano se mezclaba con los verdes apagados de las ramas bajas, y los negros troncos se fundí an para crear un muro casi impenetrable. Una luz tenue se filtraba desde el cielo por entre las ramas del verde dosel que se alzaba sobre su cabeza. Poca luz, pero suficiente para distinguir tres oscuras figuras que se acercaban. –Dracs –susurró Dhamon. Eran negros, toscamente modelados a imagen humana, y unas alas festoneadas como las de un murcié lago les remataban los hombros. Batieron las alas casi en silencio, lo suficiente para alzarse por encima del empapado suelo, y se aproximaron a Dhamon. Sus hocicos, semejantes a los de un lagarto, estaban atestados de dientes, ú nica parte del cuerpo –junto con los ojos– que no era negra y que despedí a un fulgor amarillento. Al acercarse a Dhamon, é ste percibió el hedor de la cié naga, aunque má s potente: el fé tido olor de la vegetació n putrefacta y el agua estancada. –Hooombre –dijo la criatura de mayor tamañ o. Pronunció la palabra lentamente y la terminó con un siseo–. Hemos encontrado un hombre para nuestra noble señ ora. –El hombre será un drac. Como nosotros –siseó otro–. El hombre recibirá la bendició n de Onysablet, la Oscuridad Viviente. Se desplegaron y empezaron a rodearlo. Para sorpresa de las criaturas, Dhamon se echó a reí r. Que se hubiera liberado por fin de la señ ora suprema Roja para ir a caer en las garras de la muerte resultaba siniestramente có mico. Comprendió que jamá s conseguirí a ser libre por completo, jamá s conseguirí a redimirse. Así pues, la muerte era la ú nica solució n, la que merecí a, y un destino mucho má s apropiado que convertirse en un drac. Rió con má s fuerza. –¿ Está el hombre loco? –preguntó el de mayor tamañ o–. ¿ No hay cordura en su envoltura de carne? –No –respondió Dhamon, aspirando con fuerza y extendiendo la mano para coger la alabarda–. No estoy loco, sino maldito. El asta de la alabarda resultaba un poco demasiado cá lida en sus manos, pero ya no sentí a dolor. No le quemaba como habí a hecho cuando el dragó n lo manipulaba. –Tal vez todaví a haya esperanza para mí –musitó –, si sobrevivo a esto. –Blandió el arma en un amplio arco que obligó a los tres dracs a retroceder–. ¡ No me convertiré en uno de vosotros! –aulló. –En ese caso morirá s –siseó el má s grande al tiempo que saltaba en el aire por encima del arma. Dhamon asestó un tajo al drac má s cercano, y la hoja má gica hendió sin dificultad la piel de la criatura hasta hundirse en su pecho. La bestia emitió un alarido, cayó hacia atrá s, y soltó un lacerante chorro de sangre oscura. Dhamon comprendió que se trataba de á cido e instintivamente cerró los ojos, mientras la ardiente sangre del drac rociaba todo lo que tení a cerca. Su rostro y manos resultaron escaldados, y estuvo a punto de soltar el arma. Los ojos le escocí an. –¡ Morirá s del modo má s doloroso! –gritó una voz siseante por encima de é l. Dhamon intentó abrir los ojos, pero el á cido le provocaba el mismo dolor que dagas al rojo vivo. A ciegas, alzó el arma para volver a atacar y apuntó a donde creí a que se encontraba su adversario; pero, cuando balanceó la alabarda, el drac lo agarró por el hombro y hundió profundamente las garras. Dhamon tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para mantenerse en pie y soportar el terrible dolor. Otro drac se abalanzó sobre é l y le arrancó la alabarda de las manos. Un alarido taladró el pantano, gutural y ensordecedor. –¡ Fuego! –aulló el frustrado ladró n. Dhamon oyó el golpe sordo de la alabarda al ser arrojada contra el suelo. –¡ El arma quema todo lo que es malvado! –chilló el antiguo Caballero de Takhisis, mientras forcejeaba con el drac grande cernido sobre su cabeza. Cegado aú n por el á cido, agitó las manos hasta encontrar los musculosos brazos de su adversario e intentó aferrados. La escamosa piel de la criatura era demasiado gruesa para poder dañ arla y demasiado resbaladiza para que Dhamon pudiera sujetarla, pero é l se dedicó a golpearla con los puñ os. El drac sujetó con má s fuerza los hombros de su presa y batió las alas, intentando levantarlo por encima del suelo del pantano. Lo sacudió con violencia al tiempo que partí culas de á cido goteaban de sus mandí bulas para ir a caer sobre el rostro alzado de Dhamon. –¡ Te haré añ icos! –maldijo–. La caí da aplastará tus frá giles huesos de humano, y tu sangre se filtrará al pantano de mi señ ora. Has matado a mi hermano y herido a mi camarada. La Oscuridad Viviente puede prescindir de tipos como tú. –¡ No! ¡ No lo mates! –chilló el que estaba debajo de Dhamon–. Onysablet, la Oscuridad Viviente, anhelará poseerlo. Es fuerte y decidido. ¡ El dragó n nos recompensará abundantemente por capturar una presa así! –En ese caso se lo entregaremos destrozado. El drac voló má s bajo y arrojó a Dhamon al interior de un charco de aguas estancadas. El blando suelo hú medo amortiguó su caí da, y é l hizo un esfuerzo por recuperar el aliento, parpadeando con fuerza para eliminar el á cido de sus ojos. Su visió n era ahora borrosa, pero podí a ver algo. Las figuras eran vagas y grises: troncos de á rboles, cortinas de enredaderas colgantes. ¡ Ahí! Un destello plateado: la alabarda. Y, cerca de ella, un drac, un figura humanoide de color negro que se moví a con torpeza. Dhamon apretó los dientes y se abalanzó sobre el arma, que ahora no le quemó; luego permanció tumbado durante varios segundos con la alabarda bien sujeta, escuchando, aguardando. El sordo batir de alas sobre su cabeza le indicó que el que estaba en lo alto se acercaba. Dhamon giró sobre su espalda y balanceó la alabarda hacia arriba describiendo un arco. La hoja hendió la carne de la criatura, y casi partió a é sta en dos desde el esternó n a la cintura. El caballero rodó a un lado veloz, llevá ndose con é l la alabarda y evitando por muy poco la explosió n de á cido proveniente de la bestia mortalmente herida. –¡ Jamá s seré un drac! –escupió al superviviente que se aproximaba–. ¡ Nunca serviré a tu negra señ ora suprema! Jamá s volveré a servir a un dragó n! –La alabarda, hú meda de sangre y agua fé tida, casi escapó de sus manos cuando la levantó en direcció n a la criatura que quedaba. –¡ Entonces morirá s! La embestida de la criatura hizo trastabillar a Dhamon, quien perdió pie. Gotas de humedad acida cayeron de los labios del ser y le salpicaron la barbilla. –Morirá s por haber matado a mis hermanos –rugió el drac–. Por negarte a servir a Onysablet. «Moriré por haber matado a Goldmoon, y a Jaspe», se dijo Dhamon. No morirá s ‑ ‑ dijo otra voz, é sta procedente de las profundidades de la mente de Dhamon–. Debes derrotar al drac. Comprendió que el Dragó n Rojo habí a regresado. –¡ No! –chilló –. ¡ Me resistiré a ti! –Intentó expulsar a Malys de su cabeza. ¡ Lucha contra el drac! ¡ Usa la fuerza que te doy! –¡ No! –En contra de su voluntad, Dhamon sintió có mo sus brazos se alzaban y las manos apretaban el pecho del drac. Sus miembros, impulsados por la magia del dragó n, apartaron violentamente a la criatura, y los mú sculos de las piernas se tensaron y lo obligaron a ponerse en pie. Las piernas se pusieron en movimiento. Se inclinó y recogió la tirada alabarda. El terrible dolor regresó en cuanto sus dedos rodearon el mango, y una mueca burlona se formó en sus labios, una mueca promovida por Malys. El cuerpo de Dhamon se dirigió hacia el drac que quedaba con vida. –Yo estoy a salvo, humano. Pero tú no puedes volar y no lo está s. ¡ Morirá s, humano! Morirá s bajo las garras de Onysablet. ¡ La Oscuridad Viviente se acerca! –La criatura batió las correosas alas para elevarse y se escabulló por entre las gruesas ramas de una higuera. Desde un rincó n en el fondo de su mente, Dhamon observó có mo el drac se elevaba má s y má s en tanto que la cié naga se oscurecí a. Entonces escuchó el crujido de troncos que se partí an y de á rboles que eran arrancados. La negra oscuridad transportaba con ella un abrumador hedor a putrefacció n que recordó al antiguo caballero los olores que lo habí an asaltado má s de diez añ os atrá s, mientras deambulaba por entre los caí dos en el campo de batalla de Neraka. Aunque la hembra Roja lo manipulaba, é sta no podí a refrenar sus actos involuntarios. Una serie de escalofrí os recorrieron la espalda de Dhamon, y el repugnante olor empezó a provocarle ná useas. –¡ La Oscuridad Viviente te matará! –le gritó el drac desde lo alto–. ¡ O te obligará a servirla hasta que la carne de tu cuerpo se consuma por la edad! ¡ Hasta que mueras! Dhamon sintió una sacudida, y se encontró contemplando un muro de negrura. Lanzó una exclamació n ahogada cuando la oscuridad respiró y parpadeó para revelar un par de inmensas ó rbitas de un amarillo opaco. La oscuridad le devolvió la mirada. «Sable», pensó é l. La señ ora suprema Negra. No obstante la fuerza sobrenatural que su ví nculo con Malys le concedí a, el antiguo caballero comprendió que ni por casualidad podrí a salir bien parado de un enfrentamiento con la Negra. Y se dio cuenta de que Malys tambié n lo sabí a. La oscuridad se aproximó má s, y su aliento era tan apestoso que a Dhamon se le revolvió el estó mago. Tan enorme era la Negra que los ojos del hombre no podí an abarcar toda su figura. No te serviré, fueron las palabras que sus labios intentaron formar, pero eran palabras condenadas a no ser oí das. No seré un drac. ¡ Má tame, dragó n! –No lo matará s, Onysablet –surgió de su boca. Eran palabras potentes y aspiradas, con un sonido inhumano. Malys hablaba a travé s de é l–. Es mi tí tere. Me trae esta arma antigua. Mira la escama de su pierna, Onysablet. Lo señ ala como mí o. –Malystryx –respondió la Negra tras algunos instantes de silencio. Bajó la mirada hacia la pierna de Dhamon y luego inclinó la testa en deferencia a la señ ora suprema Roja–. Le permitiré cruzar mi territorio. ¡ No!, aulló la mente de Dhamon. ¡ Má tame! ¡ Merezco ese final! –No volverá a molestar a ninguna de tus creaciones, Onysablet –continuó Malys–. Me ocuparé de ello. La Roja volvió sus pensamientos hacia adentro, para reprender a su pelele. Seguirá s atravesando el reino de Onysablet, le ordenó. Viajará s al sudeste hasta que te aproximes a los lí mites del Yelmo de Blode. Hay unas ruinas al borde del pantano, un antiguo poblado ogro llamado Brukt. Un grupo de Caballeros de Takhisis se encamina hacia allí..., mis caballeros. No dejaré que te maten segú n es costumbre con los caballeros renegados, tal como tu mente me ha informado. Viajará s con ellos hasta mi pico, donde me entregará s la alabarda y lo que quede, si es que queda algo, de tu espí ritu.
Brukt no era má s que un poblado improvisado que rodeaba una torre medio desmoronada de sí lex y piedra caliza flanqueada por dos enormes cipreses. La puntiaguda torre remataba en su parte superior en una especie de colmillo, y por sus costados crecí an enredaderas cubiertas de flores. Dispuestas a su alrededor habí a una colecció n de chozas de bambú y bá lago y varios cobertizos cubiertos con piel de lagarto. Se veí an unos pocos edificios má s só lidos, hechos de piedras y tablones, y una construcció n de gran tamañ o, cuyas puertas parecí an hechas con restos de una carreta. Algunos de los edificios mostraban textos deteriorados que sugerí an que los tablones habí an sido antes cajones de embalaje: «Aguamiel Rocí o de la Mañ ana» y «Curtidos Shrentak» se leí a en algunos. Otros estaban en una lengua que Dhamon no consiguió descifrar. Un kender, un enano y un pequeñ o grupo de humanos reunidos al pie de la torre interrumpieron su conversació n y lo miraron con fijeza mientras se aproximaba. Formaban un grupo desastrado, descalzos y con ropas raí das. Uno hizo un gesto con la mano hacia un cobertizo, y una enana salió de é ste apresuradamente para reunirse con los otros, al tiempo que acercaba los dedos a la empuñ adura del hacha metida en su cinturó n. –¿ Amigo? –inquirió con voz ronca. –¿ Amigo? –repitió el enano. El kender se acercó a la enana y le musitó algo al oí do. Dhamon intentó responder, decirles que no era ni mucho menos un amigo, sino que era un agente forzado del Dragó n Rojo. Querí a decirles que debí an huir o matarlo, pero Malys lo obligó a callar. –Está con nosotros –dijo una voz que surgió de uno de los edificios de piedra y tablones. Una mujer apartó la piel que cubrí a la entrada y salió al exterior. A pesar del calor del pantano llevaba armadura, una armadura negra con el sí mbolo de una calavera en el centro del peto. En lo alto del crá neo crecí a un lirio de la muerte, rodeado por una enredadera de espinas. La llama roja sobre el lirio indicaba que serví a a Malystryx. Una capa negra, sujeta por un broche muy costoso la cubrí a hasta los tobillos, y las condecoraciones militares que llevaba en el hombro centelleaban bajo el sol matutino–. Bienvenido a Brukt, Dhamon Fierolobo. –Así que definitivamente no es un amigo –masculló la enana, sombrí a. –Comandante Jalan Telith‑ Moor –se oyó decir Dhamon. La mujer asintió de modo apenas perceptible y se adelantó hacia é l. Media docena de caballeros salieron por la puerta tras ella. –Llegamos aquí muy tarde anoche –anunció la comandante con voz autoritaria–. Aquí, en este lugar desolado, existen al parecer un par de espí as favorables a Solamnia. Los eliminaremos antes de partir. –Frunció los labios pensativa y estudió el rostro de Dhamon–. O tal vez... –Hizo una señ al, y dos caballeros se colocaron junto a Dhamon y le indicaron que debí a seguirlos al interior del edificio. –Debes de ser muy importante –susurró uno de los caballeros–, para merecer la presencia de la comandante Jalan. Dejó el reclutamiento de ogros cerca de Thoradin só lo para venir aquí a tu encuentro. Dhamon penetró en la construcció n y apoyó la alabarda en la pared; luego dejó que los caballeros lo despojaran de sus ropas, desgarradas y quemadas por el á cido. –No toqué is el arma –advirtió Malys utilizando su voz. Uno de los hombres le tendió un cuenco de madera cincelada lleno de agua potable. El dragó n le permitió beber hasta quedar harto; luego se lavó y mantuvo las manos un buen rato en el agua para aliviar el dolor producido por el arma. Mientras se vestí a con el farseto y la armadura que le facilitaron los caballeros, se dedicó a escuchar sus murmullos con respecto a la escama de su pierna. La armadura no le quedaba muy bien, ya que habí a sido hecha para alguien de una estatura algo mayor. Odiaba tanto la armadura como la orden de caballerí a, e intentó apartar al dragó n de su cabeza, pero Malys lo controló con toda tranquilidad. –Está listo, comandante Jalan –anunció uno de los hombres. La mujer entró y lo inspeccionó de arriba abajo. Sus frí os ojos se detuvieron unos instantes en su rostro. Era joven para su graduació n, conjeturó Dhamon, probablemente cerca de la treintena, aunque tení a unas ligeras arrugas. No, eran cicatrices diminutas, decidió al contemplarla con mayor atenció n. Su expresió n era dura, la boca fina y poco acostumbrada a sonreí r; los cabellos rubios, mucho má s claros que los de é l, reflejaban la luz del sol. Dhamon habí a oí do hablar de ella: se encontraba entre los oficiales de mayor graduació n de la orden. –Interrogamos a algunos de los aldeanos... refugiados, cuando llegamos anoche –empezó –. Nos preocupaba que hubieran... hecho algo... contigo. Pero resultó que jamá s habí an oí do hablar de ti. Sin embargo, durante el interrogatorio, uno de ellos reveló la presencia de espí as solá mnicos. En una ocasió n fuiste amigo de esos caballeros, ¿ no es cierto, Dhamon Fierolobo? «Fui amigo de uno –pensó é l–, un viejo caballero llamado Geoff que me salvó a pesar de que intenté matarlo. » Los solá mnicos habí an conseguido que Dhamon abandonara a los Caballeros de Takhisis, o al menos eso habí a creí do é l entonces. –A lo mejor podrí as deshacerte de los solá mnicos. Está n en el edificio del final de la calle. Ahó rranos molestias. –Jalan se acercó má s a Dhamon y le susurró al oí do: – Malystryx me ha hablado de ti y de tu asombrosa arma. Cree que matar a unos cuantos espí as solá mnicos podrí a volverte má s... maleable, má s ú til para ella. No te mostrarí as tan desafiante, siempre intentando resistirte a ella y huir. Completaremos tu corrupció n, y eso le permitirá concentrarse en asuntos má s importantes. Es por ese motivo que te he guardado este encarguito. Ve y má talos. Desde aquel punto oculto en su mente, Dhamon se preparó para soportar el dolor mientras sus dedos volví an a sujetar la odiosa arma. Apartando a la comandante, salió con paso firme al improvisado poblado y, con los sentidos intensificados por el poder del dragó n, clavó la mirada en la puerta del edificio situado al otro extremo de la calle. La negra armadura que vestí a centelleaba bajo el sol, y el tabardo que cubrí a la cota de malla tení a un aspecto impecable, sin la má s mí nima arruga ni hilos sueltos. El color blanco del lirio resplandecí a, y la escama en miniatura del Dragó n Rojo parecí a una llama sobre un pé talo reluciente. El dragó n lo obligó a avanzar hacia la construcció n. –Eh, ¿ por qué no está s ahí dentro con el resto de los caballeros? Dhamon bajó los ojos hacia un kender de cabello de estopa, el mismo que habí a visto antes susurrando a la enana. –¿ Acaso te han echado los otros caballeros o algo parecido? Si lo han hecho no deberí as lucir esa horrible armadura negra. La plata te sentarí a mejor, o nada en absoluto... Ninguna armadura, quiero decir. –El kender arrugó la pequeñ a nariz con repugnancia–. ¿ Has hecho algo malo? ¿ Es por eso que está s aquí fuera solo? Puedes contá rmelo. Soy un oyente fantá stico, y no tengo nada que hacer hoy aparte de escuchar a la gente. Dhamon hizo caso omiso del insistente kender. –Vaya, esa arma parece muy bonita. ¿ Te importa si le echo una mirada? –No, no puedes mirar mi alabarda –le hizo decir Malys. –¿ Y el yelmo? ¡ Deja que lo vea! ¡ Apuesto a que a mí me sentarí a mejor! Dhamon frunció el entrecejo. Malystryx no aguantaba al hombrecillo, y empezaba a considerar la posibilidad de forzar a Dhamon a matarlo. –Ademá s ¿ a qué viene ese aspecto malhumorado? Dhamon le dedicó una ominosa mirada. –No hay nada en ese viejo lugar. Lo sé bien. He estado dentro. Hay cosas mucho má s interesantes en Brukt. Te las podrí a mostrar. El dragó n permitió que Dhamon se detuviera, y é ste lanzó un profundo suspiro. –Só lo intentaba ser amistoso –se disculpó el kender. –Yo no merezco tener amigos. –Le sorprendió que la Roja permitiera que aquel comentario surgiera de sus labios–. Mis amigos tienen tendencia a morir. –¡ Caramba! –El kender dio un paso atrá s–. La verdad es que en realidad no quiero ser amigo tuyo –dijo con tono algo ofendido. Luego alzó la voz hasta casi convertirla en un grito–. La mayorí a de la gente de por aquí ya tiene muchos amigos. » Bueno, tú eres un Caballero de Takhisis ‑ ‑ continuó el kender en voz má s alta, en tanto que volví a a arrugar la nariz–. A la gente realmente no le gustan los Caballeros de Takhisis, ¿ no es así? –Aparta –advirtió Dhamon, al sentir có mo el dragó n cambiaba la alabarda de mano. Ahora se encontraba ya justo ante la puerta, y extendió la mano hacia el tirador–. Ya has hecho suficiente, intentando avisar a los de dentro de mi presencia. –¿ Es eso lo que crees que hací a? –inquirió el kender, y su voz parecí a expresar una genuina sorpresa. Jugueteó con algo situado en la parte baja de la espalda–. ¿ De verdad crees que intentaba advertir a alguien? El dragó n masculló algo en la voz de Dhamon. La puerta estaba cerrada con llave... A travé s de las grietas de la madera, Dhamon descubrió que estaba reforzada con barras de metal. La Roja dobló los mú sculos del brazo del antiguo caballero, y é ste tiró. La puerta se soltó de sus bisagras, y con un esfuerzo mí nimo Dhamon la arrojó a un lado. –¡ Bueno, yo dirí a que estabas en lo cierto si pensabas que intentaba avisar a alguien! –continuó el kender. Extrajo una pequeñ a daga curva de una funda que llevaba en la cintura y la hincó en la pantorrilla de Dhamon–. ¡ Tenemos compañ í a! –anunció. El dolor de su pierna compitió con el ardor de las manos, pero el dragó n obligó a Dhamon a no hacer caso de ninguno. Este tomó nota rá pidamente de los ocupantes –ocho hombres armados– y luego giró en redondo hacia el kender. –¡ Lá rgate de aquí! –maldijo apretando los dientes–. ¡ El dragó n me obligará a matarte! –¡ No veo ningú n dragó n! –chilló el otro–. ¡ Só lo veo un asqueroso Caballero de Takhisis! –El kender, sin apartarse, volvió a atacarlo con el cuchillo. Dhamon apretó el puñ o y lo descargó sobre la cabeza del kender con fuerza suficiente para dejarlo sin sentido, si es que no lo mataba. El hombrecillo se desplomó, y el dragó n de su interior pareció satisfecho. –¡ Ese bastardo caballero negro ha matado al pequeñ o Guedejas! –exclamó uno de los hombres del interior, empuñ ando una lanza–. ¡ Dé mosle su merecido! Los ocho se abalanzaron al exterior. Cuatro iban armados con toscas lanzas, cuatro con espadas. De estos ú ltimos, dos parecí an diferentes. La mente de Dhamon registró su aspecto. Iban vestidos como los otros, pero era en sus ojos donde estaba la diferencia: curiosamente, no mostraban temor y estaban clavados en é l. Percibió có mo el dragó n captaba sus pensamientos y sintió có mo lo obligaba a curvar los labios en algo parecido a una sonrisa. –Te superamos en nú mero, bastardo de Takhisis. ¡ Rí ndete! –vociferó el má s alto de los hombres, a la vez que intentaba que los demá s bajaran las armas. «Caballeroso», pensó Dhamon desde la zona secreta del fondo de su mente. ¡ No me obligué is a matarlos!, suplicó a los ausentes dioses. ¡ Permitid que ellos me maten! ¡ Permitid que suelte esta arma maldita! –¿ Rendirme a vosotros? –Se oyó decir. El dragó n alzó la alabarda y, al mismo tiempo, Dhamon lanzó una patada y asestó un fuerte golpe a uno de los solá mnicos. El hombre cayó, la lanza rodó por el suelo con un ruido metá lico, y Dhamon dirigió el arma hacia otro de los hombres que empuñ aban una lanza. La hoja hizo pedazos la lanza y arrojó al suelo otra que intentaban clavarle. Se dio cuenta de que Malys disfrutaba con aquella situació n. –¡ Dioses! –chilló uno de los aldeanos–. ¡ La hoja corta el metal como si fuera mantequilla! –Igual que hará contigo –escupió el dragó n con la voz de Dhamon. Los reflejos adquiridos en incontables batallas hicieron que é ste se agachara y esquivara una lanza que acababan de lanzarle. Giró a la derecha, evitando otra estocada. ¡ Dejad que suelte esta alabarda! Uno de los guerreros arremetió contra é l, pasando por debajo de su arma, y atacó con su espadó n. Dhamon hizo bajar la alabarda, que partió en dos el acero enemigo. El simpatizante solá mnico dio un salto atrá s. Los adversarios de Dhamon no podí an competir con é l –tanto é l como el dragó n lo sabí an–, pues, no obstante su mayor nú mero, no tení an ninguna esperanza de poder derrotarlo. –¡ Huid de mí! –chilló Dhamon, obteniendo algo de control sobre Malys–. ¡ Huid antes de que os mate! –Contempló con cierta satisfacció n có mo cuatro de los hombres daban media vuelta y corrí an hacia la parte trasera del edificio. El resto hizo lo mismo cuando dio unos cuantos pasos amenazadores hacia ellos. Con la poderosa visió n que le concedí a el dragó n, observó có mo los hombres arrancaban unas cuantas tablas sueltas para abrir una abertura en la parte posterior. Luego empezaron a introducirse por ella. Un guerrero que todaví a empuñ aba su espada protegí a la retirada. Dhamon estudió los ojos del hombre; eran desafiantes e indicaban que aqué l estaba dispuesto a morir para mantener a los otros a salvo. –¡ Huye! –le gritó Dhamon. Desvió la mirada del solá mnico a sus propios dedos; los nudillos estaban blancos y le ardí an. ¡ Permitid que suelte la alabarda! Concentró todos sus esfuerzos en aquella idea: soltar la... El guerrero se agachó y avanzó, empuñ ando la espada y balanceá ndola ante Dhamon. Con un grá cil movimiento, é ste dejó caer la alabarda, que rebanó mú sculo y hueso y cortó el brazo del hombre que empuñ aba el arma. El herido se sujetó el muñ ó n, negá ndose a gritar, y cayó de rodillas. Dhamon retrocedió unos pasos para evitar el chorro de sangre. En el exterior, detrá s de é l, escuchó murmullos, las voces de aldeanos curiosos que se apelotonaban. Distinguió la severa voz de la comandante Jalan. –¡ Sucio Caballero de la Oscuridad! –chilló el herido–. ¡ Acaba conmigo! –Ya lo has oí do –indicó la comandante Jalan, de pie a su espalda–. Acaba con é l.
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