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Pensamientos robados



 

–El Puñ o de E'li –musitó Usha.

La mujer paseaba arriba y abajo del vestí bulo, pasando junto a la puerta cerrada que conducí a al estudio de los hechiceros. Con un profundo suspiro se detuvo finalmente ante un cuadro, uno con un sauce blanco que habí a terminado hací a casi dos dé cadas. Palin estaba sentado bajo el á rbol, con un Ulin muy joven entre las rodillas. Los dedos de Usha recorrieron los gruesos remolinos de pintura del tronco y descendieron para acariciar el rostro de Palin; luego se elevaron para rozar las hojas colgantes que lo resguardaban.

Existí an á rboles como é se en la isla de los irdas, y má s aú n en el bosque qualinesti, aunque aquellos sauces blancos eran mucho má s grandes. Los habí a visto durante su estancia con los elfos, cuando Palin, Feril y Jaspe habí an ido en busca del Puñ o. ¿ Se encontraban ahora Feril y Jaspe en un lugar parecido, un bosque cubierto de vegetació n corrompido por un dragó n?

Cerró los ojos e intentó, una vez má s, recordar. Los qualinestis. El bosque. El Puñ o de E'li.

Recordar.

Usha contempló có mo Palin partí a, có mo el bosque lo engullí a a é l, a la kalanesti y al enano; la vegetació n llenó su campo visual y la hizo sentir repentinamente vací a y aislada, atemorizada en cierto modo. Durante unos instantes todo lo que escuchó fue su propia respiració n inquieta. Sintió en los oí dos el tamborilear del corazó n, y oyó el suave rumor de las hojas agitadas por la brisa.

Entonces los pá jaros de los altos sauces reanudaron sus cantos, y el murmullo de ardillas listadas y ardillas corrientes llegó hasta ella. Se recostó contra el grueso tronco de un nogal y se dejó invadir por los innumerables sonidos del bosque tropical, mientras intentaba relajarse. Si las circunstancias hubieran sido diferentes, o si su esposo hubiera estado con ella, podrí a haber disfrutado de lo que la rodeaba o como mí nimo lo habrí a apreciado y aceptado. Pero, tal y como estaban las cosas, no podí a evitar sentirse incó moda, una intrusa desconfiada en los bosques elfos; no podí a evitar sobresaltarse interiormente cada vez que escuchaba el chasquido de una rama.

Usha aspiró con fuerza, haciendo acopio de valor, y se regañ ó a sí misma por sentirse nerviosa. Elevó una silenciosa plegaria a los dioses ausentes para que su esposo tuviera é xito y regresara a su lado sano y salvo, y oró tambié n para que encontrara el antiguo cetro, para que tambié n ella estuviera a salvo, y los elfos comprendieran que ella y Palin eran quienes decí an ser.

Usha no se sentí a tan segura de sí misma como habí a aparentado al ofrecerse para quedarse allí. No estaba segura de que Palin encontrara lo que buscaba durante el breve espacio de tiempo de unas pocas semanas que le habí an concedido los elfos; ni tampoco estaba muy segura de que el cetro existiera. Al fin y al cabo, podrí a tratarse tan só lo de un producto de la imaginació n de un anciano senil.

Pero sí habí a algo de lo que estaba segura: no estaba sola. Los elfos que los habí an detenido a ella y a Palin, y que no creí an que ellos fueran realmente los Majere, seguí an estando cerca.

A pesar de que sus capturadores habí an abandonado el claro al marcharse Palin, seguí a sintiendo sus ojos fijos en ella, y un curioso hormigueo por todo el cuerpo le decí a que estaban vigilá ndola. Usha imaginó a los once arqueros con sus flechas apuntando hacia ella, e intentó parecer serena e indiferente, decidida a no darles la satisfacció n de saber que la habí an acobardado. Aplacó el temblor de sus dedos, clavó la mirada al frente, y ni pestañ eó cuando de improviso escuchó una voz a su espalda.

–Usha... –El nombre sonó como una breve rá faga de aire. Era la voz de la elfa, la cabecilla del grupo elfo–. Dices llamarte Usha Majere. –El tono era sarcá stico y parecí a un insulto–. La auté ntica Usha Majere no violarí a nuestros bosques. –La elfa penetró sin hacer ruido en el claro, pasando junto a la mujer, y los matorrales se agitaron ligeramente ante las dos, insinuando la presencia de los once arqueros.

–¿ Quié n eres? –inquirió Usha.

–Tu anfitriona.

–¿ Có mo te llamas?

–Los nombres otorgan una leve sensació n de poder, «Usha Majere». No te concederé poder sobre mí. Crea un nombre para mí, si crees que necesitas uno. Al parecer, los humanos necesitan poner etiquetas a todo y a todos.

–En ese caso me limitaré a no llamarte –repuso ella con un suspiro–. Simplemente te consideraré mi anfitriona, como deseas, nada má s. No habrá intimidad, ningú n indicio de amistad. Eso, supongo, tambié n es una demostració n de poder.

–Eres valiente, «Usha Majere», quienquiera que realmente seas. –La elfa esbozó una sonrisa–. Eso te lo concedo. Te enfrentas a mí. Te quedaste atrá s mientras tu querido «esposo» se encamina a su perdició n. Pero tambié n eres estú pida, humana, pues existen muchas probabilidades de que jamá s regrese, y entonces me veré obligada a decidir qué hacer contigo. No puedes quedarte con nosotros. De modo que ¿ qué tendré que hacer contigo? ¿ Dejar que caigas en manos del dragó n, quizá?

–Palin tendrá é xito, y regresará. –Usha siguió mirando al frente–. Es quien afirma ser, igual que yo soy quien digo ser. Palin Majere encontrará el cetro.

–El Puñ o de E'li –respondió la elfa–. Si no es Palin Majere, y tiene é xito, le arrebataremos el Puñ o.

«Así que por eso lo dejasteis marchar –se dijo Usha–, para que os consiguiera el Puñ o. »

–Es Palin –repitió en voz alta–. Y lo conseguirá.

Entonces, justo enfrente, cerca de un espigado helecho de anchas hojas, Usha distinguió parte de una cara, una oreja puntiaguda que describí a una suave curva. Despué s de todo los elfos no eran tan invisibles, pensó con aire satisfecho; pero luego frunció los labios. Los ojos del arquero se habí an encontrado con los suyos. Tal vez deseaba ser visto, como una especie de amenaza implí cita.

–¿ Lo conseguirá? –repitió como un loro la elfa–. Difí cilmente. –Avanzó unos pasos dejando atrá s a Usha y luego giró para mirarla al rostro; los ojos verdes taladraron los dorados ojos de la mujer–. Docenas de mis hombres han averiguado lo insensato que es acercarse a la vieja torre donde se encuentra el cetro. ¿ Có mo podrí an tres... un enano, una kalanesti y un humano... triunfar donde docenas de otros han fracasado?

–Palin es...

–¿ Qué? ¿ Diferente? ¿ Poderoso? Si realmente es Palin, es el hechicero má s poderoso de Krynn, segú n se dice. Pero Palin Majere no irí a acompañ ado de un puñ ado de desharrapados, creo yo, y no explorarí a estos bosques. De modo que ¿ quié n es en realidad? ¿ Y quié n eres tú? –Los ojos de la elfa siguieron inmó viles, hipnotizadores, sarcá sticos. Usha no conseguí a apartar la mirada.

–¡ Es realmente Palin! Es el hechicero má s poderoso de Krynn, tal y como cuentan las historias.

–¿ Así que tu Palin tiene poderes má gicos? Y yo tampoco carezco de magia propia, «Usha Majere». Mi magia me dirá quié n eres en realidad y qué quieren realmente tus amigos de este bosque. Tu mente revelará la verdad.

Usha percibió una sensació n, un tiró n persistente que su mente captó. Sacudió la cabeza, en un intento de eliminar la sensació n, pero en lugar de ello el tiró n aumentó de intensidad; un hormigueo se apoderó de sus extremidades, y sintió unas fuertes punzadas en la cabeza. Aun así, sus ojos siguieron abiertos y fijos en los de la elfa, como si un rayo de energí a discurriera entre ellos.

–Dime, «Usha Majere» –dijo la elfa con una risita ahogada–. Si eres quien dices ser, há blame del Abismo donde Palin combatió a Caos. Tú conocerá s la auté ntica historia. La auté ntica Usha estuvo allí.

Usha ladeó la cabeza y sintió có mo el tiró n aumentaba de intensidad.

–Está bamos en el Abismo, Palin y yo. Allí habí a dragones. Caos. –El hormigueo de las piernas se transformó en un dolor desagradable y tuvo una visió n de la caverna del Abismo, en la que revivió el calor y olió la muerte–. La guerra...

–Só lo una parte de la guerra, humana. El Abismo fue só lo una parte de ella. Por todo Ansalon los elfos lucharon y murieron en la guerra. Igual que hicieron kenders, enanos y otros muchos. Murieron dragones, Dragones del Mal desde luego, pero tambié n Dragones del Bien. Má s Dragones del Bien que del Mal, dijeron. Má s seres buenos que malvados tomaron parte en la batalla; pero ninguno de los dragones o caballeros que combatieron en el Abismo sobrevivió. –La elfa hizo una pausa–. Ni siquiera se lo ha visto a Raistlin Majere desde la batalla del Abismo –dijo por fin–. Nadie sobrevivió a ese combate, segú n dicen, excepto Usha y Palin Majere.

–Hubo muchas muertes en el Abismo por culpa de Caos. Era inmenso, un gigante que apartaba a manotazos a los dragones y pisoteaba ejé rcitos.

–¿ El llamado Padre de Todo y de Nada? –La voz de la elfa era má s dulce, con un atisbo de compasió n ahora–. Pero ¿ por qué no perecisteis en el Abismo, Usha?

–No sé por qué se nos indultó, por qué viví. Esperaba morir. No sé có mo escapamos. La muerte, los dragones... No sé...

–La guerra de Caos trastornó el equilibrio de poder en todo Ansalon. Los señ ores supremos dragones que controlan ahora nuestro mundo no se habrí an vuelto tan poderosos, creo, si los Dragones del Bien que combatieron en el Abismo hubieran vivido, si al menos algunos hubieran vivido, para enfrentarse a ellos. Tal vez la Purga de Dragones no habrí a tenido lugar y la Muerte Verde no lo abarcarí a todo de este modo. Habí a Dragones de Bronce en este bosque, y tambié n Dragones de Cobre, pero lucharon en la guerra y murieron. Y, sin ellos protegiendo el bosque, no habí a nada que pudiera detener a Beryl.

La voz de la elfa sonaba má s fuerte ahora. Resonaba en el claro, dura y amarga.

–No estoy segura de por qué la Muerte Verde se instaló en este territorio, cambió el bosque, esclavizó a mi pueblo, nos mató como si fué ramos ganado. Hombres asesinados frente a sus familias, niñ os secuestrados y liquidados. No sé por qué Beryl empezó a asesinar elfos y a utilizar la poca magia que fluí a por las venas de mi gente para crear objetos má gicos. No me importa el motivo... ya no. Pero sí me importa el que ella siga aquí y que cada dí a mi gente y yo tengamos que preguntarnos una y otra vez si viviremos para ver otro amanecer.

–Palin ha ayudado a tu pueblo –replicó Usha–. Ayudó a salvar a los qualinestis. De no haber sido por é l, Beryl habrí a sacrificado a muchos, muchos má s elfos. Arriesgó su vida en el Abismo, la arriesgó por todo Krynn. La arriesga ahora. Sin duda debes de tener algo de fe. Sin duda has averiguado suficientes cosas a partir de mis recuerdos para comprender...

La elfa se acercó tanto que Usha pudo oler el dulzor de su aliento, como lluvia recié n caí da sobre las hojas primaverales.

–Claro que creo que es Palin, como ahora creo que tú eres su esposa, Usha. Las historias revelan mucho sobre tu esposo. Pero sé poco de ti. Eres una desconocida. ¿ Quié n eres? ¿ Có mo te uniste a Palin Majere? ¿ Y có mo conseguiste sobrevivir al Abismo? –Los ojos de la elfa parecieron agrandarse, aduladores, implorantes, extrayendo nuevos recuerdos de la mente de Usha.

Con un parpadeo de los ojos de la qualinesti, la mujer se encontró reviviendo su pasado. La visió n del Abismo desapareció, el bosque qualinesti se desvaneció, y aparecieron á rboles diferentes: pinos y altí simos abedules, roble pinos y á rboles de verano. Bajo los pies de Usha y de la elfa apareció una alfombra de arena, y un agua azul celeste fue a lamer la arena a pocos metros de ellos.

–Mi hogar –musitó la esposa de Palin. A lo lejos, por entre las hileras de abedules, distinguió las sencillas viviendas de los irdas–. ¡ No! –Luchó por apartar la imagen. Los irdas de la isla, aunque extinguidos ahora, se habí an esforzado mucho por ocultar su presencia al resto de Krynn–. É ste es un lugar secreto –escupió a la elfa–, no tienes derecho a invadirlo.

–Vosotros os habé is introducido en nuestro bosque, y eso me da derecho a indagar en ti –fue la respuesta que recibió –. Concé ntrate, Usha. Mué strame má s cosas.

Como si fuera un observador imparcial, Usha contempló impotente el despliegue de sus recuerdos. Los irdas, con sus hermosas y perfectas figuras al descubierto se moví an por entre sus hogares, llevando a cabo las sencillas tareas diarias.

–Así que eres un retoñ o de los irdas –comentó la elfa cuando la mirada de Usha se desvió hacia un irda en concretó, el hombre alto que la habí a criado, el Protector–. Bastante hermosa segú n los cá nones humanos, vulgar segú n los suyos. Una pobre criatura insignificante.

–No –dijo ella con un dejo de tristeza en la voz–. No soy hija de los irdas.

–Entonces, ¿ có mo llegaste a vivir entre ellos?

Usha meneó la cabeza, abatida.

–No lo sé, en realidad no lo sé. Raistlin...

–Sigue. –La elfa enarcó las cejas.

–Raistlin me dijo que nací allí. Desde luego mis padres murieron en ese lugar, pero é l no me contó có mo fue que llegaron a la isla, si llegaron en barco, o... No importa. Raistlin dijo que los irdas me adoptaron.

–¿ De dó nde eran tus padres?

–Los irdas no me explicaron nada –repuso ella, apretando los labios hasta formar una fina lí nea–. Pero se ocuparon de mí.

–Ya lo creo –indicó la elfa–. Hay algo de ellos en tu persona. A lo mejor vivir con ellos, en su isla secreta, durante tantos añ os...

–No hay nada especial en mí.

–Nada de lo que seas consciente, quizá. Nada que los irdas o Raistlin te contaran. Pero yo percibo otra cosa, Usha Majere. Tus ojos, tus cabellos, la aparente juventud... Realmente hay algo extraordinario en ti. Pero continú a.

Usha luchó con desesperació n para contener el impulso de revelar má s cosas de su pasado, pero fue una batalla inú til. En cuestió n de pocos segundos, ella y la elfa contemplaron a una joven Usha que crecí a entre los irdas, aprendiendo de ellos, pero siempre diferente del pueblo que la habí a adoptado.

–Entonces ellos te echaron –comentó la elfa, categó rica.

El irda llamado el Protector condujo a una joven y esbelta muchacha de ojos dorados a un bote varado en la orilla, y la empujó a la mar, deseá ndole un buen viaje. Acto seguido el bote apareció deslizá ndose por las aguas; Usha iba en su interior, agarrada a la bolsa que le habí an entregado, aferrá ndose con tesó n a los recuerdos de su educació n irda.

Al cabo de un dí a, avistó la costa de Palanthas. Usha, sin soltar la bolsa, saltó a los muelles y absorbió con fruició n las imá genes y sonidos de la ciudad humana. Aquellas primeras impresiones maravillosas volvieron a asaltarla ahora como un vendaval que la abrumó. Por entre una especie de neblina, Usha se dio cuenta de que la elfa tambié n se sentí a afectada por la poderosa visió n; su expresió n mostraba curiosidad y excitació n.

Luego las semanas transcurrieron en unos instantes, y los pasos de la joven se cruzaron con los de Palin. Usha revivió el momento con el corazó n latiendo desbocado y un fuerte rubor tiñ endo su rostro. Se vio inundada de emociones y esperanzas, sentimientos privados que no deseaba compartir con la elfa; recordó las pequeñ as verdades a medias que en un principio habí a contado a Palin y a los otros que conoció. Recordó a Tasslehoff Burrfoot y có mo é ste creí a que era la hija de Raistlin debido a sus ojos dorados. Ella no lo corrigió, sino que dejó que el kender creyera lo que quisiera.

En aquellos tiempos, habí a deseado que sus nuevos amigos creyeran lo que desearan, siempre y cuando la aceptaran y la ayudaran a ahuyentar su soledad.

Transcurrió má s tiempo, y se encontró a sí misma, a Raistlin y a Palin de pie en un claro quemado y deseando haber contado al joven Majere que no tení a ningú n parentesco con su tí o. Podrí a haber admitido sus emociones entonces, podrí a haber averiguado si é l sentí a algo parecido por ella. Temió que jamá s volverí a a verlo, que morirí a y que tantas cosas quedarí an sin decir entre ambos.

Alguien enviaba a Palin al Abismo donde tronaba la guerra contra Caos. Un conjuro se llevó a toda velocidad al joven Majere, y lo transportó a otra dimensió n. Los ojos de Usha se encontraron con los de Palin por lo que podrí a ser la ú ltima vez, y entonces, de improviso, se encontró viajando con Raistlin.

El mundo se destiñ ó como las acuarelas alrededor de ella y de la elfa. Espiras rocosas y paredes de cavernas aparecieron, y se tornaron marrones, naranja y gris pizarra. El aire se volvió instantá neamente seco, a pesar de que una parte de la mente de Usha sabí a que seguí a aú n en el bosque qualinesti; pero su memoria percibí a el calor y olí a el azufre del Abismo. La elfa lo experimentaba todo, tambié n. Sus ojos absorbí an todo, mientras su mente continuaba extrayendo imá genes de Usha.

Unas sombras se proyectaron sobre ellas, heraldos de los dragones en las alturas. Usha y la elfa las persiguieron por el suelo. Muchos dragones llevaban jinetes: Caballeros de Solamnia y Caballeros de Takhisis. A lo lejos, frente a ella, a Usha le pareció reconocer la figura de Steel Brightblade, primo de Palin.

El aire se llenó con el fragor del combate, y los alaridos de los hombres resonaron en las paredes. Habí a sangre y muerte por todas partes, dragones y hombres heridos que eran aplastados y desechados como muñ ecos rotos. Y allí estaba Caos, gigantesco e impresionante má s allá de lo que podí a expresarse con palabras.

La elfa se sentí a cautivada por la increí ble escena. De los ojos de Usha brotaron lá grimas cuando reconoció a Tas, tan lleno de vida y ascendiendo por detrá s del Padre de Todo o de Nada. Vio las dos mitades de la Gema Gris en sus manos y recordó que se las habí an confiado.

–Conseguid una gota de sangre de Caos y depositadla en la gema –recordó haber oí do decir a Dougan Martillo Rojo. Su primera intentona para conseguirlo habí a fracasado, pero Tas consiguió colocarse en posició n para un segundo intento.

Palin abrió un viejo libro. Era un tomo lleno de poder, habí a explicado Raistlin a su sobrino; los conjuros que contení a eran obra del má s importante de los magos guerreros de Krynn.

En aquellos momentos Usha no lo habí a entendido todo. Habí a sido arrojada a ese mundo desde su resguardado hogar, donde la guerra era só lo una palabra y los dragones criaturas invisibles.

Pero confió en las palabras de Dougan sobre el poder que poseí an las dos mitades de la Gema Gris, y habí a depositado toda su fe en Palin Majere, por quien sentí a má s que amistad. Empezó a rezar.

Contempló có mo las palabras brotaban de los labios de Palin y vio por el rabillo del ojo la daga de Tas que relucí a bajo la luz fantasmal que el joven habí a hecho aparecer para cegar a Caos.

El conjuro del joven hechicero finalizó y un dragó n cayó del cielo, asesinado por Caos. La cola de la criatura golpeó a Palin y lo aplastó contra el suelo del Abismo, dejá ndolo inconsciente.

Pero Usha seguí a alerta y observó con alegrí a có mo la daga de Tas atravesaba la bota de Caos y se abrí a paso por la gruesa piel hasta llegar a la carne del dios. La daga hizo una herida en la figura adoptada por el Padre de Todo y de Nada.

El arma lo hizo sangrar, y ella estaba allí, con las mitades de la gema extendidas. Una gota roja, eso era todo lo que precisaban. Una gota roja cayó en el interior de la rota gema. Una gota. Las manos de la muchacha cerraron las dos mitades.

Ella y Palin vivieron. ¿ Có mo? La sensació n de la Gema Gris en sus manos desapareció, y el bosque de la Muerte Verde volvió a surgir alrededor de ella y de la elfa.

–Mis disculpas por hacer que revivieras esa extraordinaria experiencia –se limitó a decir la elfa–. Presentaba interrogantes que no puedes contestar.

Usha notó que el hechizo perdí a fuerza y por fin se retiraba por completo. Hizo parpadear los ojos, secos por haber estado abiertos tanto tiempo, y los fijó en la elfa; luego desvió la mirada y descubrió a má s de una docena de rostros que la contemplaban fijamente a travé s de helechos y matorrales. ¿ Habí an experimentado tambié n los arqueros elfos la historia de su vida que se iniciaba en la isla de los irdas y alcanzaba su punto culminante en la batalla del Abismo? ¿ Habí an estado al tanto de sus pensamientos má s í ntimos?

–El Abismo –susurró Usha–. Hubo tantas muertes...

–Todaví a hay muchas muertes –repuso la elfa con tristeza–. Beryl, a quien llamamos la Muerte Verde, ha asesinado a muchos de nuestros compatriotas. Quedamos menos de la mitad de los que é ramos hace unos pocos añ os. Tardaremos siglos en recuperarnos, en volver a ser tan fuertes como fuimos en el pasado. Tal vez jamá s volvamos a ser la misma nació n.

–Pero si Palin obtiene el cetro...

–Sí –interrumpió la elfa–. Ese objeto que Palin busca, ese cetro, el Puñ o de E'li... –Calló unos instantes, los ojos fijos en Usha–. Tus pensamientos revelaron que no está s muy segura sobre é l. Ni siquiera pareces saber si el poder del cetro es real.

Usha entrecerró los ojos. ¿ Acaso la elfa seguí a leyendo sus pensamientos, incluso ahora?

–No importa lo que yo piense. Es má s importante lo que Palin cree.

–Oh, el cetro es muy real. Se llama el Puñ o de E'li, y es un objeto antiguo que empuñ ó el mismí simo Silvanos. Segú n dicen, decorado, enjoyado y vibrante de energí a. Tal vez si tuvié ramos el Puñ o, podrí amos hacer algo contra los secuaces del dragó n. Pero, hasta el momento, los draconianos nos han impedido hacernos con ese tesoro.

–¡ Si Palin lo consigue, no se lo podé is arrebatar! –Usha alzó la voz por primera vez contra sus anfitriones–. Necesitamos...

–No lo cogeré..., si es que lo encuentra. Me daré por satisfecha si el arma queda lejos del alcance de los ocupantes de la torre. A saber qué terrores podrí an infligirnos con é l. Pero obtendré de ti una promesa. –Los ojos de la elfa relucí an, y Usha se sintió dé bil; su mente agotada era incapaz de defenderse mientras la mujer persistí a con su magia mental–. Si lo que sea que ha planeado tu esposo no llega a consumir el cetro, tendrá s que hacer todo lo que esté en tu poder, Usha Majere, para mantenerlo a salvo y finalmente devolvé rnoslo. Arriesgará s la vida por este cetro, por el Puñ o de E'li, si es necesario. Arriesgará s incluso tu espí ritu, ya que el cetro es mucho má s valioso para Krynn de lo que tú eres. ¿ Entendido?

–Arriesgaré mi vida –musitó ella–. Lo mantendré a salvo; lo prometo. –Hizo una pausa y luego preguntó: – Silvanos... ¿ para qué utilizaba é l el cetro?

–Te lo diré, Usha Majere. Te lo contaré todo. –La elfa sonrió, y las palabras brotaron como un torrente de sus labios.

Usha se esforzó por recordarlas, pero se hallaban guardadas bajo llave. Se hallaban...

–Me estabas contando vuestro viaje por el bosque –dijo la elfa.

La esposa de Palin se pasó los dedos por las sienes, para hacer desaparecer un ligero dolor de cabeza.

–Sí –respondió vacilante–. Un barco nos trajo aquí.

–¿ Có mo lo llamabais, a ese barco?

Yunque de Flint. Jaspe lo bautizó; lo compró con una joya que su tí o Flint le dio.

–¿ Tí o Flint?

–Flint Fireforge. Uno de los Hé roes de la Lanza.

–El enano legendario. –La elfa ladeó la cabeza–. ¿ Sucede algo, Usha?

–Creo que he olvidado algo. Quizá sea algo sobre el cetro. Quizá s algo que iba a decir. Tal vez...

 

–¡ Usha! –La mano de Ampolla tiraba de su falda, sacá ndola de su ensoñ ació n–. Será mejor que entres. El Hechicero Oscuro ha encontrado a Dhamon... con mi ayuda, claro está.

–De acuerdo –respondió Usha en voz queda; sus dorados ojos contemplaron sonrientes a la kender–. Me gustará verlo.

Una enorme cuenco de cristal lleno de agua rosada descansaba en el centro de una mesa redonda de caoba, y una docena de velas gruesas espaciadas uniformemente en candelabros sujetos a las paredes reflejaban los sombrí os rostros de los hechiceros que contemplaban con atenció n la reluciente superficie del agua.

Palin estaba sentado junto al Hechicero Oscuro, una figura enigmá tica envuelta en ropajes negros. Aunque los Majere habí an trabajado con el hechicero durante añ os, lo cierto es que sabí an muy poco sobre é l... o ella. Los pliegues de su tú nica eran demasiado amplios para proporcionar una pista, y su voz era suave e indefinida, de modo que tanto podí a pertenecer a un hombre como a una mujer. Lo ú nico que sabí an era que el Hechicero Oscuro habí a salido de La Desolació n poseyendo poderes má gicos que nadie podí a imitar y dispuesto a ayudar al Ultimo Có nclave en su campañ a contra Beryl.

Al otro lado, frente al hechicero, se hallaba sentado el Custodio de la Torre, que, como Palin habí a confiado a Usha, no era en absoluto un hombre, ni una mujer. Era la encarnació n de la Alta Hechicerí a, que habí a adquirido vida en el mismo instante en que la Torre de Palanthas se desplomó dé cadas atrá s. El Custodio y Wayreth eran una misma cosa.

Y tambié n estaba Ulin. Usha observó a su hijo, quien recientemente se habí a unido al joven Dragó n Dorado, Alba, en un intento de aprender má s cosas sobre la magia. El dragó n se encontraba ahora en algú n lugar de la torre, bajo la apariencia de un muchacho, vagando y explorando, sin duda, pues la criatura poseí a una curiosidad infinita. Hací a meses que Ulin no regresaba a su casa para ver a su esposa e hijos; ni siquiera se habí a puesto en contacto con ellos, y parecí a que no planeaba ninguna visita en un futuro inmediato. El joven iba cambiando ante sus ojos, obsesioná ndose con la magia aun má s de lo que jamá s habí a estado su padre. Le recordaba a Raistlin.

Gilthanas se mantení a apartado de la mesa, con un brazo rodeando los hombros de una atractiva kalanesti... que en realidad no era una elfa. Se trataba de Silvara, un Dragó n Plateado que era su compañ era, a la que habí a conocido dé cadas atrá s y a la que por fin habí a llegado a admitir que amaba. Bajo su apariencia de kalanesti, ofrecí a una figura llamativa, aunque por lo que a Usha se referí a no era má s que un engañ o.

La mitad de los presentes en la habitació n estaban envueltos en un halo de misterios y medias verdades, y Usha tuvo que admitir que ella misma era tambié n un misterio, como la elfa del bosque qualinesti habí a señ alado. ¿ De dó nde provení a? ¿ Y cuá l era el destino final del camino emprendido por Palin y ella?

–¡ Usha! ¡ Deja de soñ ar despierta! –Ampolla tiró de ella para que se acercara má s al cuenco.

La mujer fijó la vista en el cristal y vio una figura nebulosa, que al principio no parecí a má s que ondulaciones en la superficie. Pero, al mirar con má s atenció n, descubrió que las ondulaciones eran rizos: los cabellos de Dhamon. Su rostro apareció con claridad entonces, afligido y decidido.

–Necesitaron mi ayuda, porque yo soy quien lo ha conocido má s tiempo –farfulló la kender–. Bueno, la que lo habí a conocido má s tiempo que ellos supieran. Lo conocí incluso antes que lo hiciera Goldmoon y, bueno... el Hechicero Oscuro me hizo toda clase de preguntas sobre Dhamon. Incluidas las cicatrices de sus brazos que yo habí a visto. Sus ojos, el modo en que hablaba, andaba, todo. Realmente necesitaron mi ayuda para localizarlo.

El agua verde rieló, y aparecieron unas hojas que enmarcaban el sudoroso rostro de Dhamon. Las hojas chorreaban agua, que caí a a un suelo cubierto de musgo. Los pies del caballero avanzaban veloces por encima de ramas podridas y charcos.

–Está en el pantano –explicó Palin–. Por delante de Rig y de los otros, y se mueve con rapidez. Prá cticamente siguen su rastro, aunque no lo saben.

–¿ Adó nde se dirige? –inquirió Usha mientras se apartaba de la mesa.

El Hechicero Oscuro pasó una mano blanquecina sobre la superficie, y el agua se tornó transparente.

–En direcció n a unas viejas ruinas en las que habitaban ogros. Cada vez má s lejos de nosotros.

–Hacia Malystryx –sugirió Ampolla.

–Es su dueñ a –dijo el Hechicero Oscuro.

Usha se preguntó có mo sabí a eso el Hechicero Oscuro.

 



  

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