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Un territorio siniestro



 

–Aquí viví a gente honrada –comentó Rig, que se dejó caer pesadamente sobre un tronco podrido de sauce y se dedicó a aplastar los mosquitos que se arremolinaban alrededor de su rostro. Su oscura piel relucí a empapada de sudor.

–¿ Có mo lo sabes? –inquirió Jaspe.

–Hace añ os Shaon y yo pasamos aquí unos dí as. –Sonrió melancó lico al recordarlo e hizo un gesto con la mano para indicar el pequeñ o claro que habí an elegido como lugar de acampada–. Aquí habí a una ciudad, en las orillas del rí o Toranth. Es gracioso. No recuerdo el nombre del lugar, pero los habitantes eran bastante amables, gente realmente trabajadora. Las provisiones eran baratas. La comida estaba caliente... y era buena. –Aspiró con fuerza y dejó escapar el aire despacio–. Shaon y yo pasamos una velada en los muelles, que debí an de estar má s o menos donde se ven esos cipreses. Habí a un anciano; creo que pasaba por ser el encargado de las gabarras. Estuvimos hablando con é l toda la noche y vimos salir el sol. Compartió con nosotros su jarra de cerveza Rosa Pé trea. Jamá s habí a probado nada igual. Puede que jamá s lo vuelva a hacer.

El marinero hizo una mueca de disgusto mientras paseaba la mirada por lo que quedaba del lugar. Habí a restos de madera desperdigados aquí y allá, que sobresalí an por debajo de redondeadas y frondosas matas y entre los resquicios de las tupidas juncias. Un letrero, tan descolorido que las ú nicas palabras legibles eran «ostras coci... », estaba encajado en una blanquecina higuera trepadora.

El pantano de Onysablet habí a engullido la població n, como habí a engullido todo lo demá s hasta donde alcanzaba la vista. Partes de lo que habí a sido Nuevo Mar se habí an convertido en marismas taponadas, que se extendí an hacia el norte. El agua estaba tan llena de vegetació n que parecí a una planicie aceitunada, y en muchos lugares resultaba casi imposible saber dó nde terminaba la tierra y empezaba el agua.

Varios dí as antes Silvara y Alba habí an depositado a los viajeros en las orillas de Nueva Cié naga, tras volar sobre la parte navegable de Nuevo Mar. Aunque el viaje habí a sido angustioso, el marinero deseó que los dragones los hubieran transportado má s al interior; pero el Plateado y el Dorado no deseaban invadir el reino de Sable. Así pues, Silvara y Alba habí an partido para conducir a Gilthanas y a Ulin a la Torre de Wayreth. Rig esperaba que los dos hechiceros pudieran unir su ingenio con el de Palin para descubrir el paradero de Dhamon.

–Estoy hambriento. –Jaspe se sentó junto al marinero y depositó con sumo cuidado una bolsa de piel entre sus piernas. La bolsa contení a el Puñ o de E'li, que é l se habí a ofrecido a cuidar. El enano seguí a resintié ndose del costado y respiraba con dificultad. Dio unas palmadas sobre su estó mago y dedicó a Rig una dé bil sonrisa; luego apartó de un manotazo un insecto negro del tamañ o de un pulgar que se estaba aproximando demasiado. Con un dedo gordezuelo señ aló lo que podí a distinguir del sol a travé s de resquicios entre los troncos de los á rboles–. Se acerca la hora de cenar.

–No tardará s en llenar la panza –respondió Rig–. Feril ya no puede tardar en regresar. Y espero que esta vez traiga algo que no sea un lagarto rechoncho. Odio la carne de lagarto.

El enano lanzó una risita al tiempo que volví a a palmearse el estó mago.

–Groller y Furia fueron con ella. A lo mejor el lobo espantará un jabalí. Groller adora el cerdo asado, y yo tambié n.

–No deberí ais ser tan exigentes, Rig Mer‑ Krel y maese Fireforge –les gritó Fiona–. Deberí ais agradecer cualquier clase de carne fresca. –La Dama de Solamnia estaba atareada examinando los restos má s intactos de la ciudad. Apartó las hojas de un enorme arbusto, levantó del suelo un respaldo de silla medio podrido y sacudió la cabeza; luego recogió una muñ eca mohosa, contempló sus ojos inexpresivos, y la volvió a depositar con cuidado sobre el suelo.

El rostro y los brazos de Fiona resplandecí an por causa del sudor. Los rojos rizos estaban pegados a la amplia frente, y el resto se lo sujetaba en lo alto de la cabeza con una peineta de marfil que le habí a prestado Usha. El dí a anterior se habí a sacado las corazas de brazos y piernas al igual que el casco, y lo arrastraba todo consigo dentro de un saco de tela, pues, aunque resultaban voluminosos y pesados, se negaba a desprenderse de ellos. Tampoco consentí a en rendirse por completo al calor y quitarse el peto de plata con su emblema de la Orden de la Corona.

–Incluso el lagarto es má s nutritivo que las raciones habituales –comentó –. Debemos conservar las fuerzas.

–En lo que a mí respecta, las raciones resultan algo má s sabrosas –masculló Rig casi para sí –, aunque no demasiado. Lagarto. Puaff. –Mantuvo la mirada fija en la solá mnica mientras é sta seguí a revolviendo cosas, alejá ndose cada vez má s de ellos–. A propó sito, es só lo Rig, ¿ recuerdas?

–Y Jaspe –añ adió el enano–. Nadie me llama maese Fireforge. Ni siquiera creo que nadie llamara así a mi tí o Flint.

Fiona les dedicó una mirada por encima del hombro, sonrió y reanudó su registro.

–Rebusca todo lo que quieras, pero no vas a encontrar nada que valga la pena –le indicó Rig–. Cuando el Dragó n Negro se instaló aquí, casi toda la gente sensata cogió lo que pudo, sus hijos, las cosas de valor, los recuerdos, y se marchó.

–Me limito a mirar mientras esperamos la cena. He de hacer algo, no me puedo quedar sentada sin má s.

–Te gusta, ¿ verdad? –Jaspe guiñ ó un ojo a Rig, manteniendo la voz queda–. La has estado vigilando como un halcó n desde Schallsea.

El marinero lanzó un gruñ ido por respuesta.

–Mmm, aquí hay algo –anunció Fiona–. Algo só lido bajo este barro.

–Tiene agallas. –El enano dio un codazo a su compañ ero–. Es bella para ser humana, educada, y valiente tambié n, segú n Ulin. Dijo que no huyó cuando Escarcha los atacó en Ergoth del Sur, que se mantuvo firme y dispuesta a combatir, a pesar de que parecí a que no tení an escapatoria. Sabe có mo manejar esa espada que acarrea y...

–Y pertenece a una orden de caballerí a –lo interrumpió Rig en un tono de voz tan bajo que el enano tuvo que hacer un gran esfuerzo por oí r–. Dhamon era un caballero, mejor dicho, es un caballero de Takhisis. Estoy harto de caballeros. Toda esa chá chara suya sobre el honor. No es má s que palabrerí a superficial.

–Apuesto a que no hay nada superficial en ella.

–¡ Mirad esto! –Fiona tení a los brazos hundidos hasta los codos en el lodo y tiraba de un pequeñ o cofre de madera, que el suelo soltó finalmente de mala gana con un sonoro chasquido. La mujer sonrió satisfecha y lo levantó para que lo vieran. Una nube de mosquitos se formó de inmediato a su alrededor.

Fiona apartó a los insectos a manotazos y transportó el arca hasta donde se encontraban Rig y Jaspe. Rodeado por una banda de delgado hierro y con un diminuto candado colgando en la parte delantera, el cofre estaba muy oxidado y cubierto de limo.

Jaspe arrugó la nariz, pero Rig se sintió inmediatamente interesado.

Fiona lo depositó en el suelo frente a ellos, se arrodilló y sacó la espada.

–Necesitaré un bañ o despué s de esto –anunció, mientras el lodo resbalaba desde sus brazos y dedos a la empuñ adura del arma. Hincó la punta en el cierre, que cedió rá pidamente.

Rig fue a coger el cofre, pero ella lo detuvo con una sonrisa iró nica.

–Las damas primero. Ademá s, fui yo quien se tomó la molestia de desenterrarlo. Espero que haya un libro o documentos en su interior, algo que pueda decirnos má s sobre los habitantes de este lugar. A lo mejor alguna informació n sobre el dragó n. –Alzó con cuidado la tapa y arrugó el entrecejo. El agua salobre se habí a filtrado en el interior, llená ndolo hasta el borde, y habí a estropeado el forro de terciopelo. Escurrió el agua y soltó un profundo suspiro al tiempo que extraí a una larga sarta de grandes perlas. Con una mueca de disgusto volvió a dejar caer el collar en la caja, donde descansaban tambié n un brazalete y unos pendientes a juego.

–¡ Cuidado! ¡ Eso es valioso! –advirtió Rig.

–Las riquezas nunca me interesaron demasiado, Rig Mer‑ Krel –respondió Fiona con un encogimiento de hombros–. Todas las monedas que obtení a las entregaba a la Orden.

–En ese caso yo cuidaré de todo eso –indicó el marinero, mientras agarraba rá pidamente las perlas–. Lo má s probable es que necesitemos dinero..., má s del que tenemos, antes de que esto haya terminado. Ropas. Llevamos puesto todo lo que tenemos, y no van a durar eternamente.

–Comida –manifestó el enano.

–Habrá que alquilar un barco para llegar a Dimernesti..., siempre que consigamos averiguar dó nde está Dimernesti –continuó Rig.

–Y eso siempre y cuando logremos atravesar esta cié naga –añ adió Jaspe al tiempo que levantaba la vista hacia los gigantescos á rboles cubiertos de moho y enredaderas–. Y en el supuesto de que el Dragó n Negro no nos encuentre y...

–Quisiera saber si hay má s tesoros –reflexionó en voz alta el marinero mientras se levantaba del tronco e introducí a las perlas en el bolsillo de sus pantalones–. Aunque no hay forma de asegurarlo a menos que busquemos. Creo que voy a cavar un poco tambié n yo. Todaví a no ha llegado la cena. –Se quitó la camisa y la colocó en la rama má s baja de un laurel de hojas palmá ceas; luego apoyó su espada en el tronco y empezó a cavar en el lodo cerca del lugar donde Fiona habí a encontrado el cofre–. ¿ No quieres unirte a nosotros, Jaspe?

El enano meneó la cabeza negativamente y contempló el interior del saco, la mirada fija en el Puñ o de E'li.

–Quisiera saber cuá nto tardará aú n Feril en regresar –dijo.

 

La kalanesti aspiró con fuerza, inhalando los embriagadores aromas de la cié naga mientras se alejaba del lugar donde habí a dejado a Rig, Jaspe y Fiona. Andaba con los pies desnudos –á gil como un felino– por entre el espeso follaje, sin tropezar una sola vez con las gruesas raí ces ni hacer que las hojas susurraran, detenié ndose ú nicamente para oler una enorme orquí dea o contemplar un insecto perezoso. La corta tú nica de piel, confeccionada a partir de una prenda que Ulin le habí a cedido, no dificultaba sus movimientos.

El semiogro, que la seguí a a pocos metros de distancia, captaba tambié n los aromas, aunque no los apreciaba del mismo modo; ni tampoco le gustaban las ramas que intentaban enganchar sus largos cabellos castañ os y arañ ar su ancho rostro.

Privado del oí do, Groller sabí a que sus otros sentidos eran mucho má s agudos. Vegetació n putrefacta, tierra hú meda, el empalagoso perfume de las flores de color rojo oscuro de las pacanas acuá ticas, el dulce aroma de las pequeñ as flores blancas que pendí an de los velos de las lianas; lo percibí a todo. Habí a un animal muerto no muy lejos: el acre olor de su carne en descomposició n resultaba inconfundible.

No podí a oler las serpientes enrolladas como cintas a las ramas bajas de casi todos los á rboles, ni los pequeñ os lagartos de cola ancha y las musarañ as que correteaban por el empapado suelo, ya que sus olores quedaban anulados por la marga; pero sí olí a a Furia, su leal camarada lobo. El rojo lobo lo seguí a a poca distancia, las orejas muy erguidas y la cabeza girando de un lado a otro, jadeante por culpa del calor. El animal escuchaba, igual que escuchaba Feril, como no podí a hacer el semiogro.

Groller se preguntó qué sonidos poblarí an este lugar. Intentó imaginar los sonidos de aves e insectos. Los recordaba de tiempos pasados, pero el recuerdo era escurridizo. Quizá má s tarde podrí a pedir a Feril que le describiera los sonidos del bosque.

La elfa estaba totalmente inmersa en ese lugar, se dijo Groller. Y «hablaba» con la mayorí a de las serpientes y lagartos junto a los que pasaba, todos ellos demasiado pequeñ os para servir de cena. El semiogro sospechaba que la muchacha se enfrascaba en la cié naga para así conseguir olvidar lo que le habí a sucedido a Goldmoon a manos de Dhamon Fierolobo. Groller sabí a que se sentí a triste, confusa y fuera de su elemento excepto en lugares como é ste, lugares selvá ticos. Aquí se encontraba má s relajada, aparentemente má s dichosa. ¿ Durante cuá nto tiempo seguirí a siendo un miembro del grupo?, se preguntó. ¿ Cuá nto tiempo tardarí a en decidirse a abandonar su quejumbroso grupo por un bosque atrayente?

Cuando habí a estado cazando con ella dos dí as antes, no se habí an alejado tanto de los otros ni entretenido tanto, y ella no habí a charlado con tantos animales, distrayé ndose cada vez má s mientras hablaba con aves y ranas. En cierto modo la muchacha se sentí a má s feliz, y el semiogro lo sabí a, pero su comportamiento le preocupaba.

«Es hora de concentrarse en la comida», decidió. Si Feril estaba demasiado absorta, é l tendrí a que hacer recaer en sus anchas espaldas la tarea y permitir que ella se evadiera con sus ensueñ os durante un rato. El semiogro habí a estado recogiendo montones de las frutas moradas grandes como puñ os que crecí an en abundancia en los gigantescos laureles. Las frutas eran dulces y jugosas, muy olorosas, y tení a intenció n de recoger suficientes para esa noche y para el desayuno del dí a siguiente. Se podí an comer sin problemas, pues habí a visto có mo los diminutos monos las mordisqueaban. Groller introdujo una en su boca y dejó que el zumo goteara por su garganta y le rezumara por los labios. La fruta servirí a si no podí a encontrar carne. Bajó la mirada al suelo, en busca de huellas, huellas de pezuñ as a poder ser. Habí an detectado un ciervo algo antes, pero estaba demasiado lejos y se habí a alejado con demasiada rapidez. Un ciervo resultarí a delicioso... si podí a matar uno antes de que la kalanesti decidiera hacerse su amiga; se negaba a matar a ningú n animal con el que hubiera trabado conversació n.

Delante de é l, Feril se detuvo. Groller levantó la vista y vio que estudiaba a una inmensa boa constrictora. Se habí a puesto de puntillas, nariz con nariz con la serpiente, cuya longitud exacta quedaba oculta por las ramas de la pecana acuá tica a la que estaba enroscada. La serpiente era verde oscuro, del color de las hojas, y su dorso estaba salpicado de rombos marrones.

–¡ Feril, cui... dado! Ser... piente muy grande. –El lobo se colocó junto a Groller y se restregó contra su pierna a la vez que gruñ í a en direcció n al reptil. El semiogro estiró el brazo para coger la cabilla que llevaba al cinto y la soltó del cinturó n con dedos manchados de fruta–. Ssser... piente será cena. –Dio unos pasos al frente y alzó el arma; entonces vio que los labios de Feril se moví an y que la serpiente agitaba la lengua en direcció n a la joven, y se relajó un poco, apretando los labios–. Tú ha... blando con ssser... piente –siguió –. Eso sig... nifica que ser... piente no para cenar. Bien. No gus... ta carne de ser... piente.

Ella asintió y le indicó con la mano que se alejara.

Groller supuso que la serpiente le estaba respondiendo. Observó durante un rato y, cuando vio que Feril sonreí a y cerraba los ojos, mientras la lengua de la serpiente saltaba al frente para acariciarle la nariz, volvió a guardar su arma.

–Feril no dejará matar ser... piente para cenar –explicó a Furia‑ ‑. Feril tie... ne otro ami... go. Bueno. Real... mente quiero ciervo. –Se alejó para reanudar su bú squeda de huellas de pezuñ as.

–Gran serpiente –siseó Feril en voz baja–, debes de ser muy vieja para ser tan grande. Anciana y muy sabia.

–No soy tan vieja –respondió ella con siseos que la kalanesti tradujo mentalmente en palabras–. No má s vieja que la cié naga. Pero mucho má s sabia que ella.

Feril alzó una mano y pasó las puntas de los dedos por la cabeza de la serpiente. Sus escamas eran suaves, y sus dedos se quedaron un buen rato allí, disfrutando de la voluptuosa sensació n. El reptil agitó la lengua y clavó la mirada en sus ojos centelleantes.

–Esto no fue siempre una cié naga –siseó la elfa–. Mis amigos dijeron que esto fue una inmensa llanura. Habí a gente que viví a en poblados en esta zona.

–Yo nací en la cié naga. –La serpiente bajó aun má s la cabeza–. Pertenezco a este lugar. No conozco ningú n otro. No conozco a ninguna otra gente, aparte de ti.

La kalanesti sostuvo las manos abiertas frente al rostro e hizo señ as con los dedos a la serpiente para que se acercara, y é sta descendió hasta apoyar la cabeza en sus palmas. Era una cabeza pesada y ancha, y la joven le acarició la mandí bula con los pulgares.

–Soy de un territorio cubierto de hielo –explicó Feril a la enorme serpiente–. Muy frí o. Una tierra alterada por el Dragó n Blanco. Es un lugar hermoso a su manera, pero no tan hermoso como é ste.

–Un dragó n hembra gobierna este pantano –siseó el reptil–. La cié naga le sirve. La cié naga es... hermosa.

–¿ Y tú? ¿ Le sirves?

–Ella creó el pantano. Ella me creó. Soy suya, igual que lo es este sitio.

La kalanesti volvió a cerrar los ojos, se concentró en el contacto de la serpiente en sus manos, y centró sus pensamientos hasta que las flexibles escamas ocuparon sus sentidos.

–Quiero ver có mo creó esta cié naga –dijo, abriendo finalmente los ojos y devolviendo la mirada de la serpiente–. ¿ Me lo mostrará s, poderosa criatura? ¿ Me mostrará s lo que puedas?

La boa chasqueó la lengua e hizo descender má s partes de su cuerpo, un grueso cordó n de carne escamosa, hasta la rama má s baja. Má s de seis metros de largo, calculó la elfa, y empezó a tararear una vieja canció n elfa, las notas suaves y veloces como el murmullo de un arroyo. A medida que la melodí a se tornaba má s compleja, Feril dejó que sus sentidos descendieran por sus brazos hasta sus dedos, dejó que los sentidos se introdujeran en la serpiente y fluyeran por su cuerpo como la multitud de escamas flexibles que lo cubrí an. En un instante se encontró mirá ndose a sí misma a travé s de los ojos del animal, contemplando los tatuajes de su moreno rostro; la arrollada hoja de roble que simbolizaba el otoñ o, el rayo rojo que le cruzaba la frente y representaba la velocidad de los lobos con los que habí a corrido en una ocasió n. Luego la mirada de la serpiente se desvió, y miró má s allá de su figura hasta clavar los ojos en las anchas hojas de un enorme gomero.

El color verde llenó su visió n. Era un color arrollador, hipnó tico. Retuvo toda su atenció n y luego se fundió como la mantequilla para mostrar un manto negro. La negrura se fue solidificando, empezó a respirar, se tornó escamosa como la serpiente.

–El dragó n –se oyó susurrar.

–Onysablet –respondió la serpiente–. El dragó n se llama a sí misma Onysablet, la Oscuridad.

–La Oscuridad –repitió ella.

Las tinieblas se encogieron, pero só lo apenas, de modo que consiguió ú nicamente vislumbrar las facciones del dragó n enmarcadas por el suave verde de lo que en una ocasió n habí an sido llanuras. Los aromas no eran tan fuertes y vivos, la zona no era tan agradablemente hú meda, y le recordó el territorio en el que se habí a criado.

–Mi hogar –murmuró.

–Este pantano podrí a ser tu hogar –dijo la serpiente.

La ilusió n con la forma del Dragó n Negro cerró los ojos, y el verde pá lido de las llanuras que rodeaban a la señ ora suprema se oscureció. Feril percibió có mo el dragó n se fundí a con el territorio, dominá ndolo, persuadié ndolo, nutrié ndolo como un progenitor se ocupa del desarrollo de su hijo. Crecieron á rboles alrededor de la figura de Sable, que avanzaron como una avalancha de agua para cubrir poblaciones y tierras de labor. Los cambios ahuyentaron a los humanos que insensatamente creyeron poder seguir viviendo en sus hogares. Las bestias de las llanuras empezaron a reclamar su territorio, pues ahora ya no temí an a las gentes que antiguamente las habí an cazado, gentes que eran perseguidas ahora por el dragó n y sus secuaces.

Los sauces que habí an salpicado las llanuras sobrevivieron, aunque ahora adquirieron proporciones gigantescas; las raí ces crecieron y su tamañ o engulló a abedules y olmos que antes crecí an en pequeñ os bosquecillos, y las copas formaron un espeso dosel que se convirtió en el sustento de diversas aves. Las puntas de las hojas en forma de paraguas de los sauces besaban el agua que se acumulaba en el suelo. La mirada de Feril siguió el agua, que la condujo a lodazales, depresiones y afloramientos de piedra caliza.

Por todas partes brotaban retoñ os y se convertí an en á rboles altí simos en cuestió n de pocos añ os. Gigantes que se elevaban má s de treinta metros hacia el cielo, que deberí an haber sido á rboles centenarios, pero que no tení an má s de una dé cada de existencia. Y el suelo, incluso las zonas altas cubiertas antiguamente por gruesos pastos, se cubrió rá pidamente de helechos, zarzaparrillas y palmitos.

En la visió n de la kalanesti la tierra siguió adquiriendo má s humedad. Turbios estanques se convirtieron en pantanos fé tidos, el rí o se tornó má s lento y lo obstruyeron las enredaderas y las hierbas. Los caimanes ocuparon sus orillas, y la bahí a de Nuevo Mar, antes de un azul cristalino y seductor, adquirió un brillo verde grisá ceo. Luego el brillo se oscureció y llenó de musgo, y del fondo de la bahí a se alzaron plantas que se abrieron paso a travé s del tapiz que cubrí a la superficie.

Ya no quedaba el menor rastro de gran parte de la mitad oriental de Nuevo Mar; todo lo que habí a era este extenso pantano, esta extraordinaria cié naga, calurosa, primordial y atractiva para la kalanesti. É sta dejó que sus sentidos se escaparan aun má s de su cuerpo, para embriagarse con este lugar y la visió n de su existencia. Só lo durante un rato, se dijo.

Nubes de insectos se reuní an y bailoteaban sobre oscuros lodazales malolientes. De las aguas surgí an las figuras reptantes de serpientes, pequeñ as al principio, pero que crecí an a medida que se arrastraban lejos del lodazal. Garcetas, zarapitos y garzas volaban a ras de la superficie, má s grandes y hermosos de lo que Feril habí a esperado. Ranas grillo y tortugas de cenagal se reuní an en la orilla, para alimentarse de los insectos y seguir creciendo. La magia del dragó n hembra, que era la magia del territorio, los mejoraba, los alimentaba, los adoptaba. Adoptaba a Feril. El pantano la envolví a como los brazos de una madre consolarí an a un niñ o pequeñ o.

–El pantano podrí a ser mi hogar –se escuchó susurrar–. El hermoso pantano..., el pantano. –Le costaba articular las palabras–. Só lo durante un tiempo. –Respirar era má s difí cil. Tení a el pecho tenso y sus sentidos se embotaban. No le importó; empezaba a fundirse con el lugar.

–¡ Feril! –La palabra se inmiscuyó en su mundo perfecto–. ¡ Feril!

Groller asestaba frené ticos zarpazos a la serpiente, que habí a descendido del á rbol para arrollarse alrededor de la kalanesti. El semiogro se maldijo por ser sordo y no haber oí do lo que sucedí a, por no haber estado má s alerta, por pensar que a la elfa no le sucedí a nada. Se habí a alejado, siguiendo unas huellas de ciervo, y fue Furia quien, mordisqueá ndole los talones, le advirtió de lo que le sucedí a a Feril.

La elfa no se resistí a a la serpiente. En lugar de ello yací a en el suelo, inerte bajo el apretó n cada vez má s fuerte del reptil. La cola del animal estaba arrollada en la garganta de la joven, y las enormes manos de Groller tiraron de un anillo tan grueso que apenas si podí a rodearlo por completo con los dedos. Pero la serpiente era un mú sculo gigantesco, má s fuerte que el frené tico semiogro y decidida a aplastar a la elfa.

Furia gruñ í a y ladraba sin parar, hundiendo los dientes en la carne del reptil; pero é ste era tan grande que el lobo no conseguí a producirle heridas de importancia.

Groller sacó la cabilla del cinturó n y empezó a golpear a la serpiente, lo má s cerca posible de la cabeza de la criatura, donde Furia continuaba con su ataque. La serpiente alzó la cabeza y mostró una hilera de dientes ó seos. Groller levantó la cabilla y la dejó caer con fuerza entre los ojos del reptil, y luego siguió golpeando una y otra vez, sin prestar atenció n a los siseos de su adversario, a los gruñ idos del lobo, incapaz de oí r có mo el crá neo de la boa se partí a.

El brazo del semiogro subí a y bajaba, golpeando a la criatura hasta mucho despué s de muerta. Agotado, Groller soltó la cabilla y cayó de rodillas; luego empezó a liberar a Feril al tiempo que rezaba:

–Feril, pon bien. Por fa... vor. –Las palabras eran nasales y farfulladas–. Feril, vive.

Los ojos de la muchacha se abrieron con un parpadeo. Groller la levantó del suelo sin el menor esfuerzo y se la llevó lejos de la serpiente muerta.

–Feril, pon bien –siguió repitiendo el semiogro–. Feril, pon bien.

Ella fijó los ojos en el rostro de Groller, en su ceñ o fruncido, y, sacudiendo la cabeza para despejarla, devolvió sus pensamientos a un mundo del que Goldmoon y Shaon estaban ausentes, un mundo que habí a corrompido a Dhamon Fierolobo. Bajó la barbilla hacia el pecho y señ aló el suelo.

–Estoy bien, Groller –dijo, a pesar de saber que é l no podí a oí rla.

El semiogro la soltó, pero la sostuvo por los brazos hasta estar seguro de que podí a tenerse en pie. Furia se restregó contra su pierna con el hú medo hocico, y de algú n modo le transmitió nuevas fuerzas. Feril volvió a levantar la vista y, al encontrarse con la mirada preocupada de Groller, se llevó el pulgar al pecho y extendió los dedos todo lo que pudo; los agitó y sonrió. Era el signo para indicar que todo iba bien. Pero ella no se sentí a bien. El pecho le ardí a, las costillas le dolí an, y la sensació n de dicha que habí a encontrado en ese lugar habí a desaparecido.

Groller señ aló el abultado saco que descansaba cerca del cadá ver de la serpiente.

–Ten... go cena –dijo–. Car... ne. Fruta. Ser... piente. No má s caza hoy. No má s char... la con ser... pientes.

 

En un principio Jaspe se sintió desilusionado con la comida, pero descubrió que la fruta le gustaba y que la inmensa boa era má s sabrosa que el lagarto. Tras devorar lo suficiente para llenar su estó mago, se recostó en un tronco para contemplar la puesta de sol, y escuchó el relato de Feril sobre la cié naga, sobre có mo la habí a visto nacer.

El ambiente se llenó con las preguntas de Rig, el lenguaje por señ as de Groller imitando el combate con la serpiente, y las respuestas de Feril sobre lo que le habí a sucedido. Fiona se dedicó a conservar la piel de la serpiente, que podí a convertirse en cinturones de primera calidad.

El enano introdujo la mano en el interior del saco de piel y dejó que toda la barahú nda de sonidos retrocediera a un segundo plano. Sus dedos apartaron a un lado la hebilla de cinturó n de marfil que Rig habí a hallado en el barro y se cerraron sobre el mango del cetro. Lo sacó a la cada vez má s dé bil luz y admiró las joyas que salpicaban la esfera en forma de mazo. Sintió un hormigueo en los dedos.

 



  

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