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Una concentración de maldad



 

Tormenta sobre Krynn se tumbó frente a la entrada de su guarida y dejó que el sol de la tarde lo acariciara mientras contemplaba distraí damente su garra. La Dragonlance habí a dejado una profunda roncha roja sobre las gruesas escamas, y la herida le producí a punzadas, aunque el bendito sol aliviaba en cierta medida el dolor. Habí an transcurrido semanas desde la batalla librada para obtener las reliquias, tiempo suficiente para que la herida curara, si es que se curaba algú n dí a. Se habí a visto obligado a transportar la odiosa lanza durante kiló metros y má s kiló metros hasta llegar a los Eriales del Septentrió n, y tal vez lo hubiera marcado para siempre.

Khellendros sabí a que podí a vivir con el dolor; era un pequeñ o precio que pagar en su bú squeda de una forma de resucitar el espí ritu de Kitiara, y un continuo recordatorio de su fá cil triunfo sobre el gran Palin Majere. Sonrió para sí. Resultarí a agradable contar a Kitiara su victoria, aunque habrí a resultado má s agradable si ella hubiera estado allí para compartirla con é l.

–Ya no falta mucho. Volveremos a ser compañ eros –gruñ ó por lo bajo–. Y no dejaré que mueras una segunda vez.

Las cuatro reliquias estaban ocultas en su cueva subterrá nea, junto con numerosos tesoros má gicos de menor calibre. Habí a excavado esta cueva recientemente mientras volví a a esculpir su estropeada guarida. Las paredes de la secció n situada en la zona má s profunda estaban llenas de marcas dejadas por los violentos estallidos de las docenas de dracs moribundos que quedaron atrapados allí cuando Majere y sus compañ eros hicieron desplomarse la guarida. Durante la reparació n, el dragó n habí a añ adido nuevas salas, para dar cabida a los nuevos dracs que estaba creando, y, lo que era má s importante, a Kitiara.

Su antigua compañ era aprobarí a ese refugio, decidió, al tiempo que hundí a la garra herida en la arena y fijaba la mirada en la interminable superficie blanca, interrumpida só lo por los pocos cactos que habí a permitido que crecieran allí. «Ella lo aprobará –se dijo–, y juntos haremos... »

Una sombra se proyectó sobre la arena, tapando momentá neamente el sol. Khellendros dejó de pensar en Kitiara y alzó los ojos para saludar la llegada de Cicló n, su lugarteniente. El dragó n má s pequeñ o se deslizó hasta aterrizar a unos doce metros de su señ or supremo, olfateó el aire para localizar la posició n exacta de Tormenta, y luego avanzó despacio.

–Deseabas mi ayuda –siseó Cicló n. El macho Azul de menor tamañ o bajó la testa hasta el suelo en señ al de respeto.

Khellendros clavó la mirada en los ojos de su lugarteniente, ciegos a causa de un combate con Dhamon Fierolobo, y aguardó varios segundos antes de responder.

–Sí gueme, Cicló n. Hablaremos dentro.

Las sombras del cubil del señ or supremo engulleron a los inmensos dragones. La enorme sala, apenas lo bastante amplia para dar cabida a ambos, quedaba ligeramente iluminada por la luz que llegaba desde la superficie a travé s del tú nel.

–¡ Fisura! –La voz del Azul retumbó en la cueva e hizo que las paredes vibraran. A travé s de las grietas del techo se filtró una lluvia de arena que espolvoreó los cuatro objetos dispuestos en el centro de la estancia y cubrió al huldre, que estaba contemplando con fijeza los antiguos objetos má gicos. El duende retrocedió unos pasos.

» Estos tesoros no son para que tú andes jugando con ellos –rugió el enorme dragó n.

–Ni siquiera los toqué, Amo del Portal –respondió el huldre. Su figura relució, y la arena desapareció de sus facciones–. Pero sí los estuve mirando con mucha atenció n. Deberí amos usarlos, Khellendros. Ahora. No deberí amos esperar y arriesgarnos a que Malys pueda descubrir tus fabulosos trofeos y decida apoderarse de ellos. Cicló n ya está aquí, y puede cuidar de tu reino en tanto que tú y yo estamos en El Grí seo. Deberí amos sacarlos fuera a la arena esta misma noche. Juntos podemos...

Un rugido de Khellendros acalló a la criatura.

–Todaví a quedan algunas cosas de las que ocuparse, duende, antes de que osemos abrir el Portal.

–Mmm, sí. Elegir un drac para Kitiara. –El diminuto hombrecillo gris se rascó la tersa cabeza–. Cicló n puede ocuparse de ellos, mientras nosotros visitamos El Grí seo. Le enseñ aste có mo entrenar dracs. É l puede elegir uno. Hay má s de una docena entre los que escoger.

–Me aseguraré de que un drac perfecto esté listo antes de que partamos hacia El Grí seo. Y seré yo quien seleccione el recipiente.

–Estupendo. ¿ Y cuá nto tardará s en realizar esta elecció n? –se atrevió a insistir el huldre.

–Cicló n entrenará a los pocos dracs de abajo. Tambié n tiene que encontrar má s hembras humanas para crear má s dracs. Cuando llegue el momento, yo elegiré al má s apropiado de entre todos ellos.

El Azul de menor tamañ o se aproximó con cautela al duende y dilató los ollares vibrando para percibir el olor de Fisura. Ladeó la testa y volvió a olfatear, a la vez que escuchaba con oí dos que poco a poco eran un sustituto má s agudo de la visió n perdida. De las profundidades de la cueva surgió un repiqueteo, al principio no má s fuerte que los latidos del corazó n del huldre, un claro castañ eteo contra el suelo de piedra; pero en cuestió n de segundos el sonido aumentó lo suficiente para interrumpir a Khellendros y al huldre.

Dos grandes escorpiones, negros como la noche, salieron correteando de entre las sombras. Sus inmó viles ojos amarillos relucí an malé volos, y sus pinzas se abrí an y cerraban entre chasquidos.

–¿ Dessseasss alguna cosssa? –dijeron al uní sono; las extrañ as voces siseaban como la arena en movimiento. Desde las patas en forma de pinza hasta las puntas de las curvas colas venenosas, resultaban algo má s altos que un hombre; sus recios cuerpos segmentados eran largos y gruesos, y brillaban como la piedra hú meda bajo la exigua luz.

–Vigilaré is mi guarida mientras estoy fuera –ordenó Khellendros a la pareja–. Y os aseguraré is de que ninguno de los dracs toque estas cosas. –Señ aló en direcció n a la lanza, los medallones y las llaves de cristal–. ¿ Comprendido?

–Ssssí, Amo –respondieron y pasaron corriendo junto a los dragones, en direcció n a su puesto en la entrada de la cueva.

–¿ Fuera? –inquirió Fisura–. ¿ Vas a alguna parte? ¿ Adonde?

–A donde yo vaya no es cosa tuya, duende –replicó Khellendros entrecerrando los ojos; luego se volvió hacia Cicló n–. Malys desea mi presencia, y no pienso darle motivos para que sospeche lo que planeo negá ndome a acudir. Estaré fuera durante algú n tiempo. Cuá nto, no estoy seguro. Pero durante ese tiempo...

–Adiestraré a tus dracs –terminó el dragó n má s pequeñ o.

Khellendros giró en redondo y enfiló el tú nel que ascendí a hasta el desierto. Cicló n lo siguió a prudente distancia.

–Hay poblados bá rbaros por el este –le informó el señ or supremo cuando estuvieron de vuelta sobre la arena–. Los ataqué y capturé a sus guerreros má s valerosos. Fue a partir de ellos como creé a los dracs de mi guarida. Ten cuidado, porque los guerreros que aú n quedan en los poblados podrí an venir en busca de los suyos.

–Será un placer eliminar a todo aquel que venga sin ser invitado. No será n ninguna amenaza.

–Procura no subestimarlos –le indicó Tormenta–. Malystryx, que es quien me ha llamado, no teme a los humanos. Ni tampoco les temen, al parecer, los otros señ ores supremos. Pero yo los conozco mejor.

–Igual que yo –el Azul de menor tamañ o cerró sus ciegos ojos–. Uno me hizo esto. Uno al que en una ocasió n llamé mi amigo y compañ ero. Nunca subestimaré a los humanos.

» El duende –añ adió Cicló n, olfateando el aire y volvié ndose hacia el este–. Mientras adiestro a los dracs, ¿ se le puede confiar tu tesoro, las reliquias?

–No –respondió Tormenta–. Tampoco lo subestimo a é l. Puede resultar má s formidable que un humano, pero en este caso no es una amenaza porque he tomado medidas para proteger las reliquias.

El señ or supremo Azul se elevó por los aires, y las alas levantaron una lluvia de arena que cayó sobre Cicló n y salpicó a los inmó viles escorpiones que montaban guardia ante la cueva.

En el interior, Fisura se acercó arrastrando los pies hasta las reliquias.

–Khellendros, Tormenta sobre Krynn. Khellendros, el Amo del Portal. Khellendros, el Indeciso, deberí a llamarse a sí mismo. Se empeñ a en esperar para abrir el Portal a El Grí seo. Esperar..., esperar..., esperar –farfulló el huldre–. El tiempo para un dragó n es... Bueno, el poderoso Khellendros descubrirá el precio de haber esperado. He estado ausente de El Grí seo durante demasiados añ os; y no deseo esperar má s. Creí a que necesitarí a su ayuda para abrir el Portal, estaba seguro de que era así. Pero la lanza de Huma... Hay tanto poder en su interior. Puede que no necesite la ayuda del Indeciso al fin y al cabo.

Sostuvo las pequeñ as manos a unos treinta centí metros por encima de los medallones y percibió la magia que latí a en ellos. Era una sensació n agradable.

–No; es posible que ya no necesite a Khellendros, ahora que tengo estos objetos a mi alcance. –Pasó los dedos sobre las llaves, sintió la frí a suavidad del cristal, el hormigueo del hechizo. Sus dedos se detuvieron a pocos centí metros por encima de la llave má s pequeñ a, una que habí a sido diseñ ada para abrir cualquier cerradura, y cerró los ojos para dejarse acariciar por la arcana aura.

» No; desde luego no pienso esperar má s. Debo intentar volver a casa. Destruiré estos objetos yo mismo y abriré el Portal a El Grí seo con la energí a liberada. Si no puedo hacerlo yo mismo, a lo mejor puedo embaucar a Gellidus el Blanco o al gran Dragó n Verde para que me ayuden. Tormenta sobre Krynn se enfurecerá, pero no podrá seguirme; ya no tiene má s reliquias que destruir, nada para facultar sus planes. Estaré a salvo, a salvo en casa. Y é l se habrá quedado en la estacada. Sin poder hacer nada y muy lejos de su pobre y perdida Kitiara que flota en El Grí seo.

El hombrecillo gris lanzó una risita y extendió los dedos en direcció n a la lanza de Huma. Sintió las intensas vibraciones de energí a que el arma lanzaba al aire.

–Vi có mo la lanza quemaba a Khellendros –musitó –, pero a mí no me quemará; no soy tan malvado como el señ or supremo. No, no soy malvado. En absoluto. Só lo quiero regresar a casa. Es una lá stima que el humano que en una ocasió n empuñ ó esta magní fica arma no pudiera percibir este poder. –Acercó las manos con cautela a la empuñ adura de la lanza–. Una lá stima. Una... ¡ aaah! –El chorro de poder lo escaldó como si hubiera introducido las manos en aceite hirviendo. Oleadas de energí a se estrellaron contra su diminuto cuerpo y, tras sacudirlo violentamente, lo arrojaron dando tumbos contra el suelo de la caverna.

Totalmente aturdido, el oscuro huldre se estremeció sin poderlo evitar y contempló su carne abrasada.

–Khellendros... hechizó los objetos..., los protegió. No confiaba en mí. –Hizo un esfuerzo por tomar aliento; luego misericordiosamente se desmayó.

En el cielo, Khellendros giró al sudeste, en direcció n al reino de Malystryx. Los primeros rayos del agonizante sol pintaban su desierto de un pá lido tono rojo.

–No –murmuró el Azul en tono quedo–. El duende no es ninguna amenaza.

 

El terreno estaba agrietado como el lecho seco de un rí o: llano, desolado y cá lido bajo las garras de los cinco dragones reunidos en un cí rculo sobre é l.

Gellidus, el señ or supremo Blanco, hací a todo lo posible por disimular su incomodidad ante el calor que lo envolví a y mantení a la vista fija en la lejana montañ a, el Pico de Malys, circundado por incandescentes volcanes. Conocido como Escarcha por los humanos, el señ or del territorio helado de Ergoth del Sur ofrecí a un tremendo contraste con Malystryx. Las escamas de Escarcha eran pequeñ as y relucientes, blancas como la nieve; su cresta parecí a una aureola de cará mbanos invertidos, y la cola era corta y gruesa comparada con la de los otros dragones.

La hembra Roja doblaba en tamañ o al Blanco, y sus escamas en forma de escudo tení an el color de la sangre recié n derramada. Dos imponentes cuernos retorcidos se alzaban sobre su cabeza, y dos chorros de vapor ascendí an en espiral desde los cavernosos ollares. Dirigió una ojeada a Escarcha, y luego sus oscuros ojos se levantaron hacia el cielo, siguiendo a Khellendros. A su derecha se encontraba un enjuto dragó n Rojo, que, hecho un ovillo como un gato, resultaba algo má s pequeñ o que el señ or supremo Blanco.

Khellendros aterrizó casi a dos kiló metros del cí rculo y fijó la mirada en los otros dos dragones mientras se aproximaba. Beryllinthranox, la Muerte Verde, estaba sentada frente a Malys, y su piel era del color del bosque que gobernaba: las tierras ocupadas antiguamente por los orgullosos qualinestis. Los ojos entrecerrados de Beryl estaban muy atentos, como si quisiera calibrar la reacció n de los otros ante Khellendros. La serpentina cola, extendida a su espalda, se agitó lentamente, y la hembra Verde dedicó al señ or supremo Azul un leve saludo con la cabeza, antes de volverse hacia el Dragó n Negro.

Entre Beryl y Gellidus estaba tumbada Onysablet. Hilillos de á cido goteaban de las curtidas fauces de aspecto equino de la hembra Negra y formaban un charco borboteante entre sus garras. Sus ojos inmó viles, que brillaban como dos charcas de aceite y tan oscuros que no se distinguí a el iris de las pupilas, estaban fijos en Malys. Sobre la estrecha testa, dos gruesos cuernos relucientes se inclinaban al frente.

Beryl obsequiaba a la hembra Negra con relatos de su supremací a sobre los elfos, pero Sable apenas si demostraba interé s, pues era Malys quien atraí a casi toda su atenció n.

Khellendros fue a colocarse entre Beryl y el Rojo má s pequeñ o, el lugarteniente de Malys, Ferno, y se recostó sobre los cuartos traseros. La hembra Roja era el ú nico dragó n que lo superaba en tamañ o, y tuvo buen cuidado, por una cuestió n de decoro, de mantener la testa má s baja que la de ella. Ademá s, mantuvo la garra herida apretada contra el suelo, pues no deseaba que los otros dragones lo interrogaran sobre la lesió n. Saludó a Malys con un movimiento de cabeza. Era el consorte reconocido de la Roja, al que é sta favorecí a pú blicamente; pero las continuas miradas que la hembra dirigí a a Escarcha daban a entender que Malys repartí a sus ambiciosos afectos.

–Podemos empezar ahora –dijo Malystryx devolviendo el saludo de Khellendros, y su voz retumbó en el á rido territorio. El sonido alcanzó el Pico de Malys y resonó persistente–. Somos los dragones má s poderosos, y nadie osa enfrentarse a nosotros.

–Aplastamos toda oposició n –siseó Beryl–. Dominamos la tierra... y a aquellos que viven en ella.

–Nadie nos desafí a –intervino Sable. Pasó una zarpa por el charco de á cido situado frente a ella, y fue dejando un reguero de lí quido que chisporroteó y estalló sobre el yermo suelo–. Nadie se atreve, porque nadie puede hacerlo.

–Los pocos que lo intentan –añ adió Escarcha– no tardan en morir.

Khellendros permaneció en silencio, escuchando las baladronadas de los señ ores supremos, y observó có mo Gellidus se retorcí a de modo casi imperceptible bajo el fuerte calor.

–Sin embargo, nuestro poder no es nada –interrumpió Malys. Estiró el cuello hacia el cielo para alzarse por encima de todos ellos, que escucharon su comentario con expresió n sorprendida–. Nuestro poder no es nada comparado con lo que será cuando Takhisis regrese.

–¡ Sí, Takhisis va a regresar! –exclamó Escarcha.

–Pero ¿ cuá ndo? –Era Sable quien preguntaba.

–Antes de que termine el añ o –respondió Malys. Bajó la cabeza, asegurá ndose de que Khellendros mantení a la suya aun má s baja.

–¿ Y có mo lo sabes? –La voz de Beryl rezumaba veneno–. ¿ Qué sabes tú de los dioses?

Las enormes fauces de Malys se torcieron hacia arriba en un remedo de sonrisa. Ferno abandonó su posició n enroscada para incorporarse, y perforó con la mirada al Dragó n Verde que habí a osado hacer tal pregunta.

–Malys lo sabe –manifestó Escarcha–. Malys nos explicó có mo obtener poder, antes de la Purga de Dragones. Ella nos indicó que nos apoderá ramos de territorios. Es gracias a ella que somos señ ores supremos. Si alguien de entre nosotros puede saber si Takhisis regresa, é sa es Malystryx.

–Yo soy señ ora suprema debido a mi propia ambició n y poder –replicó la Verde ladeando la cabeza–. ¿ Qué poder posees tú, Malystryx, que yo no posea? ¿ Qué poder te permite saber que Takhisis va a regresar?

Malys contempló a la Verde en silencio durante unos instantes.

–Tal vez renacimiento serí a una expresió n má s apropiada –ronroneó la Roja.

Khellendros permaneció en silencio; advirtió que Escarcha y Ferno se acercaban má s a la enorme Roja y que Sable contemplaba con suma atenció n a Beryl.

–¿ Renacimiento? –siseó la Verde.

De los ollares de Malys surgieron diminutas llamaradas.

–Es una nueva Takhisis la que aparecerá en Krynn, Beryllinthranox. Esa Takhisis seré yo.

–¡ Es una blasfemia! –gritó Beryl.

–No existe blasfemia cuando no hay dioses –le replicó con dureza la Roja.

–Y, sin los dioses, no nos inclinamos ante nadie, no servimos a nadie. –La Verde arqueó el lomo–. Somos nuestros propios amos..., los amos de Krynn. Só lo los dioses son dignos de nuestro respeto. Y tú, Malystryx, no eres ninguna diosa.

–Tus dioses abandonaron este mundo. Incluso Takhisis desapareció. –El aire se tornó má s caliente a medida que Malys continuaba, y las llamaradas que surgí an de sus ollares aumentaron de tamañ o–. Como bien dices, Beryl, ahora somos los amos. Somos los seres má s poderosos de Krynn... y yo soy la primera entre nosotros.

–Eres poderosa, eso te lo concedo. Solo, ninguno de nosotros podrí a enfrentarse a ti. Pero no eres una diosa.

–No lo soy... todaví a

–Ni nunca lo será s.

–¿ No, Beryl?

Sable se aproximó má s a Escarcha. Los dos habí an roto el cí rculo, formado una lí nea junto a Malys y su lugarteniente, y todos miraban a Beryl, que contemplaba a Khellendros por el rabillo de un ojo entrecerrado.

«Beryl quiere saber de qué lado estoy –caviló Tormenta–. La Verde reconoce mi fuerza y busca apoyo. Tambié n aguarda Malys, que se ha pasado el tiempo formando alianzas con el Blanco y la Negra. Es má s lista y calculadora de lo que creí a. Emparejada con los otros, resulta invencible. »

Khellendros dirigió una mirada de soslayo a Beryl y luego fue a unirse a la hilera; se colocó junto a Ferno, con lo que empequeñ eció al menudo dragó n Rojo.

–Ascenderé a la categorí a de diosa antes de que finalice el añ o –siseó Malys a la Verde–. Y los cielos y mis aliados será n mis testigos. ¿ De qué lado está s?

Beryl clavó las garras en la requemada tierra y contempló por unos instantes las innumerables grietas que habí a añ adido al suelo; luego inclinó la cabeza para mirar a la Roja a los ojos.

–Estoy de tu parte –anunció por fin.

–En ese caso puedes seguir viviendo –repuso Malys.

 



  

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