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Jean Rabe. Conjuro de dragones. Dragonlance: Quinta Era – 3. Jean Rabe. Conjuro de dragones. Prólogo. Almas gemelas



Jean Rabe

Conjuro de dragones

 

Dragonlance: Quinta Era – 3

 

 

Jean Rabe

Conjuro de dragones

 

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Almas gemelas

 

La alabarda que Dhamon Fierolobo empuñ aba era de diseñ o sencillo pero a la vez de una gran belleza, una hoja semejante a un hacha fijada a un largo mango de reluciente madera. El filo, que se curvaba suavemente como una sonrisa, despedí a destellos plateados bajo la luz que penetraba por la ventana. El arma se balanceó hacia atrá s, con firmeza, la misma firmeza que brillaba en los ojos de Dhamon, fijos en los de Goldmoon.

–Mi fe me protegerá –susurró la mujer mientras retrocedí a, intentando poner distancia entre ella y el arma. Unos instantes podí an darle tiempo de convencer a Dhamon de su error. Los dedos de Goldmoon rozaron el medalló n que pendí a de su cuello, un sí mbolo de su ausente diosa Mishakal, y de su imperecedera fe en la diosa–. Dhamon, puedes luchar contra esto. Lucha contra el dragó n...

Se oí an otras voces en la sala ademá s de la suya; la del enano Jaspe, su estudiante favorito durante muchos añ os, y las de Feril, Ampolla y Rig. Voces que gritaban, suplicantes, enojadas, llenas de incredulidad, dirigidas todas ellas a Dhamon Fierolobo, el hombre alto de cabellos rubios y ojos penetrantes. Aquellas voces intentaban detener la alabarda, detenerlo a é l; pero el Dragó n Rojo que controlaba a Dhamon repelí a las palabras y, en contra de su voluntad, el caballero obedeció a la voz del dragó n que resonaba en su cabeza y avanzó hacia la sacerdotisa.

Goldmoon dejó de lado toda sú plica y se concentró:

–Mi fe me protegerá. Mi fe... ¡ no!

Dhamon hizo descender la hoja y golpeó a Jaspe, que acababa de colocarse ante é l de un salto en un intento de salvar a la mujer. Antes de que los otros pudieran reaccionar, el arma volvió a alzarse, roja ahora con la sangre del enano.

–Jaspe –musitó Goldmoon.

La hoja se cernió por un breví simo instante; suspendida en el aire durante un segundo, no má s, antes de descender letalmente hacia la famosa sacerdotisa y Heroí na de la Lanza.

–Mi fe me protegerá –repitió Goldmoon en tono algo má s firme, y entonces notó la frialdad del metal al entrar en contacto con ella; sorprendentemente no sintió dolor. El brillo de la hoja inundó su visió n, y luego ya no vio nada. Dhamon y las voces de sus amigos la habí an abandonado, al igual que su vida.

Ya no pertenecí a a Krynn.

Una acogedora oscuridad envolvió a la sacerdotisa, suave como el terciopelo y en cierto modo reconfortante. Sabí a que esto era la muerte, y no le temí a a la muerte; jamá s le habí a tenido miedo. La muerte se habí a llevado a su esposo y a una de sus hijas añ os atrá s, le habí a arrebatado amigos muy queridos: Tanis, Tasslehoff, Flint. ¿ Tambié n a Jaspe? Esperaba poder reunirse con todos ellos ahora que habí a muerto.

La negrura, como una dulce carcelera, la retuvo unos instantes; luego se retiró y, a medida que se transformaba en un gris pizarra, fue aflojando su dominio sobre ella, pero sin soltarla. Poco a poco el espacio que la rodeaba se fue aclarando, hasta que todo a su alrededor se tornó casi blanco, el mismo tono que el humo blanquecino. No habí a un suelo que pisar, ni paredes: só lo una neblina infinita. La sacerdotisa flotaba en su dulce abrazo, aparentemente en soledad; pero sabí a que é l debí a de estar allí con ella.

Riverwind. Pronunció el nombre, aunque sus labios no se movieron. Pronunció la palabra mentalmente y la escuchó con toda claridad, del mismo modo que escuchó la respuesta.

Amada mí a. Apareció ante ella como por arte de magia, joven y fuerte, con el mismo aspecto que tení a la primera vez que lo habí a visto. Tení a la piel bronceada, los ojos oscuros y llenos de vitalidad, los brazos musculosos y en estos momentos ceñ idos en torno a ella, y la larga melena negra ondeando bajo una brisa intangible.

–Riverwind, esposo, te he echado tanto de menos... –Goldmoon se aferró a é l con fuerza y aspiró su olor. Los recuerdos fluyeron a su mente: có mo la habí a cortejado bajo la mirada reprobadora de su padre; los estimulantes peligros que habí an experimentado juntos durante la Guerra de la Lanza; la é poca que habí an pasado separados; y, por encima de todo, su muerte acaecida lejos de ella. Incluso despué s de que Riverwind hubiera muerto ayudando al kender a combatir a Malystryx la Roja, ella habí a percibido que é l seguí a a su lado, que formaba parte de ella.

–Yo tambié n te he echado de menos –respondió é l–. No he estado completo sin ti.

–Juntos otra vez –dijo ella con añ oranza– Completos. Para siempre.

–Para siempre. –La contempló fijamente. Goldmoon tení a el mismo aspecto que habí a tenido dé cadas atrá s, llena de esperanza y vida, la piel reluciente, los cabellos dorados y plateados festoneados con las plumas y cuentas de la tribu que‑ shu–. Para siempre, sí. Pero ese para siempre debe esperar. Goldmoon, no te puedes quedar aquí. Tienes que regresar.

–¿ Regresar? ¿ A qué? ¿ A Krynn? ¿ A la Ciudadela de la Luz? No te comprendo.

–No ha llegado tu hora de morir. Debes regresar. Feril... la kalanesti... puede curarte.

–¿ No ha llegado mi hora de morir?

–No; todaví a no. –Sacudió la cabeza–. Al menos no durante algú n tiempo, mi amor. Para siempre tendrá que aguardar un poco má s.

–Yo no lo creo, esposo.

–Goldmoon...

–Tengo má s de ochenta añ os. He deambulado por Krynn durante demasiados añ os. Pocos tienen la suerte de vivir tanto tiempo. Y yo ya me he cansado de vivir.

É l paseó un dedo por su mejilla; su forma espiritual estaba tan llena de vitalidad y calidez como lo habí a estado en vida.

–Pero Krynn no se ha cansado de ti, amada mí a. Al menos, no por ahora.

–¿ Y quié n o qué fuerza toma esta decisió n? Estoy muerta, Riverwind. ¿ No es así?

–¿ Muerta? Sí. No obstante... no resulta fá cil de explicar –empezó –. Todaví a hay tiempo, si te das prisa. Feril puede... –Intentó decir má s, pero ella lo interrumpió.

–Tengo que admitir que no habí a esperado morir de este modo. No creí que Dhamon me matarí a, que serí a capaz de matarme. Pensé que era lo bastante fuerte para resistirse a la bestia que lo domina.

–Malystryx.

–Lo controla mediante una escama adherida a su pierna –explicó la sacerdotisa, asintiendo–. Estaba tan segura de que é l podrí a superarlo... Creí que era el elegido, el hombre que liderarí a el combate contra los señ ores supremos. Yo misma lo escogí, Riverwind, lo elegí hace muchí simos meses cuando estaba arrodillado ante la Tumba de los Ú ltimos Hé roes. Miré en su corazó n, y me equivoqué...

–Las cosas no salen siempre como esperamos –repuso Riverwind.

–No.

–Los otros necesitan tu ayuda.

–Pueden continuar la causa sin mí. Palin, Rig, Ampolla, Feril...

–Ellos te necesitan. –La voz de Riverwind era firme–. Hay cosas que todaví a tienes que realizar. Los dragones...

–¿ Có mo sabes esto? ¿ Acaso los dioses no se han ido realmente? ¿ Te hablan? ¿ Está n...?

–No te correspondí a morir en este dí a. Eso es todo lo que sé. Y eso es todo lo que se te permite saber en estos momentos. Era a otro a quien correspondí a ese destino.

–¿ Era otro quien debí a morir? ¿ No yo?

Riverwind apretó los labios formando con ellos una fina lí nea. A un gesto de su mano las brumas se disolvieron, y se encontraron flotando sobre la estancia de la Ciudadela de la Luz, si bien bajo la apariencia de espectros, ya que nadie los vio allí. El suelo estaba cubierto de sangre: de Goldmoon, de Jaspe, de Rig. El enano estaba gravemente herido, con apenas un há lito de vida, pero se aferraba al cuerpo de Goldmoon, sollozando, con los ojos desorbitados por la incredulidad.

–Los echaré a todos de menos –murmuró la sacerdotisa, extendiendo los dedos hacia el enano.

–Aú n hay tiempo. Regresa junto a ellos, amada mí a. Deja que la kalanesti te ayude. Luego ayuda a Jaspe. Date prisa.

–Que Feril ayude a Jaspe.

Riverwind y Goldmoon apenas conseguí an distinguir las palabras que se arremolinaban en el aire; palabras apenadas por Goldmoon y Jaspe, palabras envenenadas dirigidas a Dhamon, palabras conmocionadas porque algo así hubiera podido suceder, palabras que exigí an venganza.

–No fue culpa de Dhamon –dijo Goldmoon–. Deben comprenderlo. Con el tiempo se dará n cuenta.

–Uno de ellos debí a morir –repitió su esposo–. No tú. Aú n no. Dhamon no debí a matarte.

–No fue culpa de Dhamon. El dragó n... la escama de su pierna... ¿ quié n tení a que morir en mi lugar?

Riverwind movió la cabeza negativamente.

–¿ Quié n? –insistió ella.

–No te lo puedo decir. Todo lo que puedo decirte es que debes regresar. –La voz del hombre era firme, teñ ida de tristeza–. Volveremos a estar juntos, lo prometo. No tardaremos mucho en hacerlo. Y ya sabes que siempre estaré a tu lado.

–En el aire que respire.

–Sí.

–No; eso no es suficiente. –Goldmoon alzó la cabeza, flotó en direcció n al techo, y atravesó la cú pula del tejado. Riverwind la siguió, sus razonamientos perdidos entre las acaloradas palabras que seguí an escuchá ndose en la estancia situada a sus pies. De nuevo se vieron rodeados por la tenue neblina–. No pienso volver atrá s, esposo. Só lo seguiré adelante, adonde sea que los espí ritus tengan su punto de destino. A ver a Tanis, a Tasslehoff, al querido Flint.., dondequiera que esté n. Con mi hija Amanecer Resplandeciente. Con mi madre. Es posible incluso que finalmente vaya a reconciliarme con mi padre. Hace ya mucho tiempo que deberí a haberme reunido con ellos. Y tambié n contigo.

–Eso es tambié n lo que yo deseo –manifestó é l–. Pero no es lo que debí a suceder. Hay dragones poderosos que deben ser tenidos en cuenta.

–Siempre hay dragones en Ansalon. –Posó un dedo sobre los labios de su esposo y luego lo atrajo hacia ella–. Queridí simo Riverwind, Krynn ya no necesita a esta anciana. Volvemos a estar juntos... por fin y para siempre. Completos. Una anciana má s o menos no cambiará nada en la lucha contra los señ ores supremos dragones.

–Goldmoon, una persona siempre puede ser importante.

 



  

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