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CAPITULO VEINTISIETE



 

EL RELATO DE JACK RENAULD

 

 

—Le felicito, Jack —dijo Poirot, estrechando al muchacho la mano calurosamente.

El joven Renauld vino a reunirse con nosotros tan pronto le pusieron en libertad..., antes de partir para Merlinville para reunimos con Marta y con su propia madre. Le acompañ aba Stonor. La animació n del secretario contrastaba vivamente con el decaí do aspecto del muchacho. Era claro que Jack se hallaba cerca de una crisis nerviosa. Sonrió tristemente a Poirot y dijo en voz baja:

—He soportado todo esto para protegerla, y ahora resulta inú til.

—Apenas podí a esperar que la muchacha aceptase el precio de su vida —observó Stonor con sequedad—. Estaba destinada a presentarse cuando vio que se iba recto a la guillotina.

Eh ma foi! ¡ Allí se iba sin la menor duda! —añ adió Poirot con un ligero parpadeo—. De haber seguido así, hubiera tenido sobre su conciencia la muerte rabiosa del abogado Grosier.

—Supongo que ha sido un borrico bien intencionado —dijo Jack—. Pero me ha atormentado horriblemente. Ya comprenden: yo no podí a tomarle por confidente. Pero, ¡ Dios mí o!, ¿ qué va a sucederle a Bella?

—En el lugar de usted —dijo Poirot francamente—, yo no me acongojarí a má s de lo justo. Los tribunales franceses son muy clementes para la juventud y la belleza, y el crime passionnel. Un abogado há bil sacará un montó n de circunstancias atenuantes. No va a ser muy agradable para usted...

—Esto no me importa. Ya lo ve usted, monsieur Poirot; en cierto modo, me siento realmente culpable del asesinato de mi padre. A no ser por mí y por mi enredo con esta muchacha, estarí a hoy vivo y en buena salud. Y luego, mi maldito descuido al equivocar el sobretodo. No puedo menos de sentirme responsable de su muerte. ¡ Esta idea me perseguirá toda la vida!

—No, no —dije yo, intentando calmarle.

—Por supuesto, para mí es horrible el pensamiento de que Bella mató a mi padre; pero yo la habí a tratado de un modo vergonzoso —continuó Jack—. Despué s, conocí a Marta y me di cuenta de que habí a cometido un error. Hubiera debido escribirle y comunicá rselo sinceramente. Pero me aterraba la idea de una disputa, de que Marta conociese mi anterior intriga y pensara que habí a má s de lo que en realidad habí a habido nunca... Bueno: fui un cobarde y seguí esperando que la situació n se resolverí a lentamente por sí sola. Lo cierto es que continué a la deriva... y sin comprender que estaba enloqueciendo de pena a la pobre niñ a. Si me hubiese clavado la daga a mí, como era su intenció n, no hubiera yo recibido má s que lo que merecí a. Y su modo de presentarse ahora es un verdadero acto de valor. Yo he resistido la prueba; ya comprenden el final.

Guardó silencio por unos segundos, y luego se disparó en otra direcció n.

—Lo que no me cabe en la cabeza es por qué vagaba mi padre por allí en ropa interior y con mi sobretodo, a aquellas horas de la noche. Supongo que habrí a acabado de escabullirse de esos tipos extranjeros y que mi madre debió de equivocarse al decir que habí an venido a las dos. O..., o ¿ no serí a todo eso una trama para desviar las sospechas? Quiero decir, ¿ no pensó, no pudo pensar mi madre... que..., que era yo?

Poirot se apresuró a tranquilizarle.

—No, no, Jack. No tenga ningú n temor por este lado. En cuanto a lo demá s, yo se lo explicaré un dí a de é stos. Es una historia algo curiosa. Pero ¿ quiere usted contarnos lo que ocurrió exactamente en esta noche terrible?

—Hay muy poco que contar. Vine de Cherburgo, como se lo dije, para ver a Marta antes de irme al otro extremo del mundo. El tren llegó con retraso y decidí tomar un atajo a travé s del campo de golf. Desde allí podí a entrar fá cilmente en el jardí n de Villa Marguerite. Habí a casi llegado a aquel lugar cuando...

Se detuvo y tragó saliva.

—Adelante.

—Oí un grito terrible. No era fuerte..., una especie de ahogo entrecortado..., pero que me asustó. Por un momento me quedé inmó vil en el sitio. Luego di la vuelta a la espesura de maleza. La luna alumbraba. Vi la sepultura y una figura echada boca abajo con una daga clavada en la espalda. Y luego..., y luego... levanté la vista y la vi a ella. Estaba mirá ndome como si viese un aparecido..., y así debió de creerlo al principio...; el horror habí a borrado de su rostro toda otra expresió n. Y entonces dio un grito, se volvió y echó a correr.

Nuevamente se detuvo, esforzá ndose en dominar su emoció n.

—¿ Y despué s? —preguntó Poirot con suavidad.

—Realmente, no lo sé. Permanecí por algú n tiempo aturdido. Y, despué s, comprendí que era mejor que me alejase de allí tan deprisa como pudiera. No se me ocurrió que fueran a sospechar de mí; pero temí que me llamasen a declarar contra ella. Fui a pie hasta Saint-Beauvais, como le dije, y me procuré un coche para volver a Cherburgo.

Se oyó un golpe en la puerta y entró un ordenanza con un telegrama que entregó a Stonor. É ste lo abrió y se puso en pie.

—Madame Renauld ha recobrado el conocimiento —anunció.

—¡ Ah! —dijo Poirot, levantá ndose de un salto—. Vá monos todos a Merlinville.

Partimos, pues, má s que aprisa, y Stonor, a instancias de Jack, se avino a quedarse para hacer lo que fuese posible en favor de Bella. Jack y yo salimos en el coche del primero.

El viaje duró poco má s de cuarenta minutos. Al acercarnos a la puerta exterior de Villa Marguerite, Jack dirigió a Poirot una mirada interrogante.

—¿ Qué le parece si se adelantase usted para dar a mi madre la noticia de que estoy en libertad?

—Mientras usted se la da personalmente a mademoiselle Marta, ¿ eh? —añ adió Poirot con un guiñ o—. Desde luego, desde luego; yo mismo iba a proponé rselo.

Jack Renauld no se entretuvo. Deteniendo el coche, se apeó y subió por el camino hasta la puerta delantera. Nosotros continuamos con el coche hasta Villa Genevié ve.

—Poirot —le dije—, ¿ recuerda nuestra llegada aquí, el primer dí a? ¿ Y có mo nos encontramos con la noticia del asesinato de Renauld?

—¡ Ah, sí!, ciertamente. No hace tampoco mucho tiempo. Pero ¡ cuá ntas cosas han pasado desde entonces!..., especialmente a usted, amigo mí o.

—Sí, muy cierto —contesté, suspirando.

—Está usted considerá ndolo desde el punto de vista sentimental, Hastings. No me referí a a esto. Esperemos que Bella será tratada con clemencia y, despué s de todo, Jack ¡ no puede casarse con las dos chicas! Hablaba desde un punto de vista profesional. Esto no es un crimen bien ordenado y regular como los que encantan a un detective. La mise en scé ne proyectada por George Conneau es ciertamente perfecta, pero el desenlace..., ¡ de ningú n modo! Un hombre muerto accidentalmente, en un arrebato de có lera, por una muchacha... ¡ Ah!, verdaderamente, ¿ qué orden ni mé todo hay en esto?

Y en la mitad de una carcajada mí a provocada por las peculiaridades de Poirot, Francisca abrió la puerta.

Poirot le explicó que tení a que ver a madame Renauld inmediatamente, y la anciana sirvienta le acompañ ó arriba. Yo permanecí en el saló n. Poirot tardó algú n rato en reaparecer. Su aspecto era desusadamente grave.

Vous voilá, Hastings! Sacre tonnerre! , ¡ se acerca una borrasca!

—¿ Qué quiere usted decir? —exclamé.

—Difí cilmente lo hubiera creí do —dijo Poirot con aire meditabundo—; pero las mujeres hacen lo inesperado.

—Aquí está n Jack y Marta Daubreuil —dije, mirando por la ventana.

Poirot saltó fuera de la habitació n y se reunió con la joven pareja en los peldañ os exteriores.

—No entre. Es mejor que no entre. Su madre está muy trastornada.

—Ya sé, ya sé —dijo Jack Renauld—; pero debo presentarme a ella en seguida.

—No, no, le digo. Es mejor que no lo haga.

—Pero Marta y yo...

—En todo caso, no lleve a esta señ orita con usted. Suba, si se empeñ a, pero hará bien en dejarse guiar por mí.

Una voz que resonó en la escalera nos sobresaltó a todos.

—Le doy las gracias por sus buenos oficios, monsieur Poirot; pero expresaré bien claramente mis deseos.

El asombro nos sobresaltó. Apoyada en el brazo de Leonia, madame Renauld descendí a la escalera, con la cabeza vendada aú n. La muchacha francesa estaba llorando e imploraba a su dueñ a para que regresara al lecho.

—La señ ora se matará. ¡ Esto es contrario a todas las ó rdenes del doctor!

Pero madame Renauld continuó su camino.

—¡ Madre! —exclamó Jack, adelantá ndose.

Con un gesto, ella le hizo retroceder.

—¡ No soy tu madre! ¡ No eres mi hijo! Desde este dí a y hora, te repudio.

—¡ Madre! —repitió el muchacho, estupefacto.

Por un momento, ella pareció vacilar, enmudecer ante la angustia que revelaba aquella voz. Poirot hizo un gesto como para intervenir. Pero instantá neamente, ella recuperó el dominio de sí misma.

—Tienes sobre tu cabeza la sangre de tu padre. Eres moralmente culpable de su muerte. Le contrariaste y desafiaste con motivo de esta joven, y tu despiadado modo de tratar a otra muchacha ha dado lugar a un asesinato. ¡ Sal de mi casa! Me propongo tomar mañ ana las medidas necesarias para que no toques ni un penique de su dinero. ¡ Á brete camino en el mundo con la ayuda de la hija de la peor enemiga de tu padre!

Y lenta y penosamente subió de nuevo la escalera.

Nos quedamos todos desconcertados... No está bamos preparados para aquella declaració n. Jack Renauld, rendido por todo lo que habí a sufrido ya, osciló y estuvo a punto de caer. Poirot y yo nos apresuramos a sostenerle.

—Está agotado —murmuró Poirot al oí do de Marta—. ¿ Adonde podemos llevarle?

—¡ A casa, naturalmente! A Ville Marguerite. Mi madre y yo le cuidaremos. ¡ Mi pobre Jack!

Llevamos al muchacho a la villa, donde cayó inerte en un silló n, en estado casi inconsciente. Poirot le tocó la cabeza y las manos.

—Tiene fiebre —dijo—. Esta larga tensió n nerviosa empieza a producir sus efectos. Y, por añ adidura, este sobresalto. Llé venlo a la cama, llamaremos a un mé dico.

El mé dico fue hallado muy pronto. Despué s de reconocer al paciente diagnosticó que se trataba de un sencillo caso de postració n nerviosa. Con descanso y tranquilidad estarí a casi restablecido al dí a siguiente; pero si se excitaba era posible que sobreviniese una fiebre cerebral. Era de aconsejar que alguien le velase toda la noche.

Por ú ltimo, despué s de haber hecho cuanto era posible, le dejamos al cuidado de Marta y de su madre y nos dirigimos a la població n. Habí a pasado nuestra hora de comer acostumbrada, y ambos está bamos hambrientos. En el primer restaurante que encontramos pudimos dejar nuestro apetito satisfecho con una excelente omelette, seguida de una entrecote no menos excelente.

—Y, ahora, a nuestro alojamiento para la noche —dijo Poirot cuando, por fin, quedó completada nuestra comida con un café noir—. ¿ Vamos a probar nuestro antiguo amigo el Hotel des Bains?

Sin discutirlo má s volvimos sobre nuestros pasos. Sí, los señ ores podrí an disponer de dos buenas habitaciones con vistas al mar. Luego, hizo Poirot una pregunta que me dejó sorprendido:

—¿ Ha llegado una dama inglesa, miss Robinson?

—Sí, señ or. Está en el saloncito.

—¡ Ah!

—¡ Poirot! —exclamé, acomodando mi paso al suyo, mientras seguí amos por el corredor—, ¿ quié n es miss Robinson? Poirot sonrió con expresió n bondadosa.

—Es que le he preparado un matrimonio, Hastings.

—Pero lo que digo...

—¡ Bah! —exclamó Poirot, dá ndome un empujó n amistoso en el umbral de la puerta—. ¿ Cree usted que deseo trompetear en Merlinville el apellido Duveen?

Era Cenicienta, quien se levantó para recibirnos. Tomé su mano entre las mí as. Mis ojos dijeron el resto.

Poirot aclaró su voz.

Mes enfants —dijo—, de momento no tenemos tiempo para los sentimientos. Hay trabajo que nos espera. Señ orita, ¿ ha podido hacer lo que le pedí?

A modo de contestació n, Cenicienta sacó de su bolso un objeto envuelto en papel y se lo entregó en silencio a Poirot, que lo desenvolvió. Hice un movimiento de sorpresa, pues era la daga que, segú n tení a entendido, habí a sido echada al fondo del mar. ¡ Es extrañ o cuá nto les cuesta siempre a las mujeres destruir los objetos y documentos má s comprometedores!

—Muy bien, hija mí a —dijo Poirot—. Estoy contento de usted. Vá yase ahora a descansar. Hastings, aquí presente, y yo, tenemos que hacer. Le verá usted mañ ana.

—¿ Adonde van? —preguntó la muchacha, abriendo mucho los ojos.

—Quedará informada mañ ana.

—Porque adonde quiera que vayan yo voy tambié n.

—Pero, señ orita...

—Le digo que voy tambié n.

Comprendiendo que serí a inú til discutir, Poirot cedió.

—Venga entonces, señ orita. Pero esto no va a ser divertido. Lo má s probable es que no ocurra nada.

La muchacha no contestó.

Salimos al cabo de veinte minutos. Habí a ya oscurecido por completo; una noche cerrada que oprimí a. Poirot nos llevo fuera de la població n y en direcció n de Villa Genevié ve. Pero al pasar por delante de Villa Marguerite se detuvo.

—Quisiera asegurarme de que Jack Renauld sigue sin novedad —dijo—. Venga conmigo, Hastings. Quizá preferirá esta señ orita quedarse fuera. Madame Daubreuil podrí a decir algo que la ofendiese.

Descorrimos el cerrojo de la puerta exterior y subimos por el camino de la entrada. Al dar la vuelta hacia la fachada lateral llamé la atenció n de Poirot sobre una ventana del primer piso. Vivamente destacado veí ase contra la cortina el perfil de Marta.

—¡ Ah! —dijo Poirot—. Me figuro que é sta es la habitació n en que encontraremos a Jack Renauld.

Madame Daubreuil nos abrió la puerta. Nos explicó que Jack continuaba en el mismo estado, pero que quizá querrí amos verle. Subiendo la escalera, nos condujo al dormitorio. Marta Daubreuil estaba sentada junto a una mesa con una lá mpara, trabajando. Al vernos entrar se puso un dedo sobre los labios.

Jack Renauld descansaba; su sueñ o era inquieto y volví a continuamente la cabeza de un lado a otro; su rostro continuaba muy encendido.

—¿ Va a volver el mé dico? —preguntó Poirot en voz baja.

—No; a no ser que le llamemos. Duerme, y esto es lo que importa. Mamá le ha hecho una tisana.

Y se sentó de nuevo, con su bordado, cuando salimos de la habitació n. Madame Daubreuil nos acompañ ó hasta abajo. Desde que conocí a la historia de su vida pasada miraba a aquella mujer con creciente interé s. Allí estaba, con los ojos bajos y la misma sonrisa tenuemente enigmá tica que yo recordaba. Y de pronto me sentí asustado de ella, como uno se asusta de una fascinadora serpiente venenosa.

—Espero que no le habremos causado molestia, señ ora —dijo Poirot, corté smente, al abrir ella la puerta para darnos paso.

—Nada de eso, caballero.

—A propó sito —dijo Poirot, como si acabase de recordar algo—, monsieur Stonor no ha estado hoy en Merlinville, ¿ verdad?

No podí a yo penetrar en absoluto el objeto de esta pregunta que, bien sabí a, no debí a de tener sentido en lo que se referí a a Poirot.

Madame Daubreuil contestó con perfecta compostura y seguridad:

—No, que yo sepa.

—¿ No ha tenido una entrevista con madame Renauld?

—¿ Có mo habí a yo de saberlo?

—Cierto —dijo Poirot—. Pensaba que podí a haberle visto entrar o salir, sencillamente. Buenas noches, señ ora.

—¿ Por qué...? —empecé yo a decir.

—No hay porqué s, Hastings. Tiempo tendremos para esto má s tarde.

Nos reunimos con Cenicienta y seguimos nuestro camino rá pidamente en direcció n a Villa Genevié ve. Poirot miró una vez por encima del hombro hacia la ventana iluminada y contempló el perfil de Marta inclinada sobre su trabajo.

—Está protegido, de todos modos —murmuró.

Llegados a Villa Genevié ve, Poirot se apostó tras unos arbustos a la izquierda del camino de los coches, donde, disponiendo nosotros de un espacioso campo visual, quedá bamos completamente ocultos. La villa aparecí a sumida en una oscuridad absoluta; todo el mundo estaba, sin duda, acostado y durmiendo. Nos hallá bamos casi inmediatamente bajo la ventana del dormitorio de madame Renauld, que, segú n advertí, estaba abierta. Me pareció que allí era donde estaban fijos los ojos de Poirot.

—¿ Qué vamos a hacer? —murmuré.

—Observar.

—Pero...

—No espero que suceda nada, por lo menos, hasta dentro de una hora; probablemente dos horas; pero é l...

Sus palabras quedaron interrumpidas por un grito largo y angustioso:

—¡ Socorro!

Brilló una luz en la habitació n del primer piso situada a mano derecha de la puerta delantera. El grito habí a venido de allí. Y mientras seguí amos observando, pasó por la cortina una sombra como de dos personas que luchan.

Mille tonnerres! —exclamó Poirot—. Debe de haber cambiado de habitació n.

Lanzá ndose de un salto pegó locamente contra la puerta delantera. Corriendo luego al á rbol del cuadro, trepó por é l con la agilidad de un gato. Yo le seguí cuando, con un brinco, entró por la ventana abierta. Mirando sobre el hombro vi có mo Dulce alcanzaba la rama detrá s de mí.

—¡ Ten cuidado! —exclamé.

—¡ Ten cuidado de tu abuela! —replicó la muchacha-—. Esto es un juego de niñ os para mí.

Poirot se habí a lanzado por la desierta habitació n y pegaba en la puerta.

—Cerrada y asegurada por fuera —gruñ ó —; y se necesitará tiempo para forzarla.

Los gritos pidiendo socorro iban hacié ndose sensiblemente má s dé biles. Vi la desesperació n pintada en los ojos de Poirot. Los dos aplicarnos los hombros a la puerta. Llegó por la ventana la voz de Cenicienta, tranquila y desapasionada:

—Llegaré is demasiado tarde. Me parece que yo soy la ú nica que puede hacer algo.

Antes que yo acertase a mover una mano para detenerla, pareció saltar de la ventana al espacio. Me precipité y miré hacia arriba. Con horror la vi colgada, por las manos, del techo y avanzando a sacudidas en direcció n de la ventana iluminada.

—¡ Dios mí o! Se va a matar —grité.

—Olvida usted que es acró bata profesional, Hastings. La Providencia del buen Dios es lo que la ha hecho insistir en acompañ arnos esta noche. Só lo ruego que pueda llegar a tiempo. ¡ Ah!

Al desaparecer la muchacha por la ventana flotó en las tinieblas de la noche un grito de inmenso terror; luego, en el timbre claro de la voz de Cenicienta, llegaron las palabras:

—¡ No! ¡ Te he cogido!... Y mis muñ ecas son de acero.

En el mismo instante Francisca abrí a cautelosamente la puerta de nuestra prisió n. Poirot la apartó sin ceremonia y corrió por el pasillo hasta el lugar en que las otras camareras se habí an agrupado, junto a la ú ltima puerta.

—Está cerrada por dentro, señ or.

Se oyó caer al suelo un cuerpo pesado. Un momento má s tarde giraba la llave en la cerradura y se abrí a la puerta lentamente. Cenicienta, muy pá lida, nos indicó que entrá semos.

—¿ Salvada? —preguntó Poirot.

—Sí. He llegado en el ú ltimo momento. Estaba agotada.

Madame Renauld, medio sentada y medio echada en el lecho, luchaba por recobrar la respiració n.

—Casi me habí a estrangulado —murmuró penosamente.

La joven recogió algo del suelo y se lo entregó a Poirot. Era una escala de cuerda de seda arrollada. Muy delgada, pero muy resistente.

—Para escaparse —dijo Poirot— por la ventana mientras nosotros aporreá bamos la puerta. ¿ Dó nde está... la otra?

La muchacha se hizo a un lado y señ aló. En el suelo yací a una figura envuelta en una tela oscura, uno de cuyos pliegues le cubrí a la cara.

—¿ Muerta?

La joven hizo una señ a afirmativa.

—Así lo creo. La cabeza debe de haber dado contra el má rmol de la chimenea.

—Pero ¿ quié n es? —exclamé yo.

—La que asesinó a Renauld, Hastings; y la que estaba asesinando a madame Renauld.

Curioso y sin comprender aú n, me arrodillé y, levantando el pliegue del pañ o, vi ¡ el rostro bello y muerto de Marta Daubreuil!


 



  

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