Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





CAPÍTULO VEINTICINCO



 

DESENLACE INESPERADO

 

 

A la mañ ana siguiente presenciamos el interrogatorio de Jack Renauld. Aunque el tiempo transcurrido era tan corto, me sorprendió el cambio operado en el joven detenido. Tení a las mejillas caí das, los ojos rodeados de cí rculos oscuros y la expresió n aturdida de la persona que no ha logrado conciliar el sueñ o durante muchas noches seguidas. Al vernos no dio señ ales de emoció n alguna ni de nada.

—Renauld —empezó el magistrado—, ¿ niega usted que estaba en Merlinville en la noche del crimen?

Jack no contestó inmediatamente y dijo luego de un modo vacilante, que resultaba lastimoso:

—Le..., le... he dicho que estaba en Cherburgo.

El magistrado se volvió con viveza.

—Haga entrar a los testigos de la estació n —ordenó.

Unos segundos despué s se abrió la puerta para dar paso a un hombre en el que reconocí a un factor de la estació n de Merlinville.

—¿ Estaba usted de turno en la noche del siete de junio?

—Sí, señ or.

—¿ Presenció la llegada del tren de las once y cuarenta?

—Sí, señ or.

—Mire al detenido: ¿ le reconoce como a uno de los pasajeros que se apearon?

—Sí, señ or.

—¿ No hay posibilidad de que esté equivocado?

—No, señ or. Conozco bien a monsieur Jack Renauld.

—¿ Ni de que se equivoque en cuanto a la fecha?

—No señ or; porque a la mañ ana siguiente tuvimos noticias del asesinato.

Fue entonces introducido otro empleado del ferrocarril, que confirmó lo declarado por el primero. El magistrado miró a Jack Renauld.

—Estos hombres le han identificado de un modo positivo. ¿ Qué tiene que decir?

Jack encogió los hombros.

—Nada.

—Renauld —continuó el magistrado—, ¿ reconoce usted esto?

Tomó un objeto que tení a a su lado, encima de la mesa, y se lo tendió al detenido. Me estremecí, reconociendo por mi parte la daga hecha de material de aeroplano.

—Con perdó n —exclamó el abogado de Jack, Grosier—. Ruego que se me permita hablar con mi cliente antes que conteste a esta pregunta.

Pero Jack, que no tení a consideració n por los sentimientos del desdichado Grosier, le apartó a un lado y contestó con calma:

—Ciertamente, lo reconozco. Es un presente que hice a mi madre como recuerdo de la guerra.

—¿ Sabe usted si existe algú n duplicado de esta daga?

De nuevo se agitó el letrado Grosier, siendo igualmente rechazado por Jack.

—No, que yo sepa. La montura fue diseñ ada por mí.

El mismo magistrado perdió casi la respiració n ante la osadí a de la respuesta. En realidad, parecí a como si Jack estuviese precipitá ndose hacia su destino. Por supuesto, yo me daba cuenta de la vital necesidad en que se encontraba de ocultar, a causa de Bella, el hecho de que habí a otra daga igual. Mientras quedase entendido que no habí a má s que un arma de aquella forma, no era probable que recayese sospecha alguna sobre la muchacha que poseí a el segundo cortapapeles. Jack estaba protegiendo valientemente a la mujer que antes habí a amado, pero ¡ a qué precio para sí mismo! Empecé a comprender la magnitud de la tarea que tan ligeramente habí a impuesto a Poirot. No serí a fá cil asegurar la absolució n de Jack Renauld de otro modo que declarando la verdad.

Hautet habló de nuevo, con una inflexió n peculiarmente amarga:

—Madame Renauld nos dijo que su daga estaba encima de su tocador la noche del crimen. Pero ¡ madame Renauld es madre! Sin duda, esto le extrañ ará, Renauld, pero yo considero muy probable que madame Renauld se equivocase y que quizá por inadvertencia se hubiese usted llevado el arma a Parí s. Supongo que va a contradecirme.

Vi có mo el muchacho cerraba sus manos esposadas. Su frente se cubrió de gruesas gotas de sudor cuando, con un esfuerzo supremo, interrumpió a Hautet para decirle en voz enronquecida:

—No voy a contradecirle. Esto es posible.

El letrado Grosier se puso en pie, protestando:

—Mi cliente ha sufrido una considerable crisis nerviosa. Desearí a hacer constar que no le considero responsable de lo que diga.

Encolerizado, el magistrado le impuso silencio. Por un momento, pareció asomarse una duda a su propia conciencia. Jack Renauld habí a exagerado algo su papel. Incliná ndose hacia adelante, dirigió al acusado una mirada escudriñ adora.

—¿ Comprende usted bien, Renauld, que, con las contestaciones que me ha dado, no tendré otra alternativa que procesarle?

El pá lido rostro de Jack se encendió. Su mirada sostuvo la del magistrado con firmeza.

—¡ Monsieur Hautet, juro que no he matado a mi padre!

Pero el breve momento de duda del magistrado habí a transcurrido, y é ste soltó una risa breve y desapacible.

—Sin duda, sin duda; ¡ todos nuestros acusados son inocentes! Por su propia boca está condenado. No tiene una defensa que ofrecer; no tiene una coartada..., ¡ só lo una simple afirmació n que no engañ arí a a un niñ o!: que no es culpable. Usted mató a su padre, Renauld; cometió un asesinato cruel y cobarde, por el dinero que creí a iba a recibir a su muerte. Su madre ha sido encubridora despué s del hecho. Sin duda, atendiendo a la circunstancia de que actuó como madre, los tribunales tendrá n para ella una indulgencia que no le concederá n a usted. ¡ Y con razó n! Su crimen es horrible..., ¡ merecedor de la execració n de los dioses y de los hombres!

Con gran contrariedad para é l, Hautet fue interrumpido. Habí a sido abierta la puerta.

—Señ or juez, señ or juez —balbució el gendarme de guardia—, hay una señ ora que dice..., que dice...

—¿ Quié n habla? —exclamó el magistrado, con justo enojo—. Esto es altamente irregular. Lo prohí bo..., lo prohí bo absolutamente.

Pero una figura esbelta habí a apartado al balbuciente gendarme. Vestida enteramente de negro, con un largo velo que le cubrí a el rostro, se adelantó por la habitació n.

Mi corazó n dio un salto aturdidor. ¡ Es decir, que habí a venido! Todos mis esfuerzos habí an sido vanos. Y, sin embargo, no podí a dejar de sentirme admirado por el valor que mostraba al tomar aquella decisió n tan resueltamente.

Levantó el velo... y me quedé sin respiració n. Pues, aunque extremadamente parecida a ella, aquella joven ¡ no era Cenicienta! Por otra parte, ahora que la veí a sin la peluca de color de lino que habí a llevado en el teatro, reconocí en ella a la muchacha de la fotografí a hallada en la habitació n de Jack Renauld.

—¿ Es usted el juez de instrucció n, monsieur Hautet? —preguntó.

—Sí; pero prohí bo...

—Me llamo Bella Duveen. Deseo entregarme como autora del asesinato de monsieur Renauld.


 



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.