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Marta Daubreuil.»



 

Se la devolví conmovido.

—¿ Irá usted?

—Ahora mismo. Vamos a encargar un coche.

Media hora má s tarde está bamos en la Villa Marguerite. Marta se hallaba en la puerta para recibirnos, y condujo dentro a Poirot cogié ndole una mano con las dos suyas.

—¡ Ah!, ha venido...; es usted bueno. He estado desesperada, sin saber qué hacer. Ni siquiera me dejan ir a verle en la cá rcel. Sufro horriblemente. Estoy como loca. ¿ Es verdad lo que dicen, que no niega el crimen? Pero esto es una locura... ¡ Es imposible que lo haya cometido! ¡ Oh, no; ni por un momento lo creeré!

—Ni lo creo yo tampoco, señ orita —dijo Poirot con suavidad.

—Pero entonces, ¿ por qué no habla? No lo comprendo.

—Quizá porque está sirviendo de pantalla a alguien —insinuó Poirot, observá ndola.

Marta frunció las cejas.

—¿ Sirviendo de pantalla a alguien? ¿ Se refiere a su madre? ¡ Ah!, desde el principio me ha parecido sospechosa. ¿ Quié n hereda toda esta gran fortuna? La hereda ella. Es sencillo vestirse de luto y ser hipó crita. Y dicen que cuando é l fue detenido, ella cayó... ¡ así! —Marta hizo un dramá tico gesto—. Y, sin duda, monsieur Stonor, el secretario, la ha ayudado. Está n unidos como ladrones esos dos. Es verdad que ella tiene má s edad que é l, pero ¿ qué les importa esto a los hombres cuando una mujer es rica?

Habí a en su voz un dejo de amargura.

—Stonor estaba en Inglaterra —observé yo.

—Así lo dirá é l...; pero ¿ quié n lo sabe?

—Señ orita —dijo Poirot con calma—. Si hemos de trabajar usted y yo de acuerdo, necesitamos poner las cosas en claro. Primero, voy a hacerle una pregunta.

—Diga usted.

—¿ Conoce el verdadero nombre de su madre?

Marta le miró por un momento; luego, dejando caer la cabeza sobre los brazos, rompió a llorar.

—Bien, bien —musitó Poirot, dá ndole unas palmaditas sobre el hombro—. Cá lmese, petite, ya veo que lo conoce. Una segunda pregunta ahora... ¿ sabí a usted quié n era monsieur Renauld?

—¿ Monsieur Renauld? —repitió ella, levantando la cabeza de las manos y dirigié ndole una mirada interrogante.

—¡ Ah!, veo que esto no lo sabe. Escú cheme ahora con atenció n.

Paso a paso, fue revisando la antigua historia, de un modo parecido a como lo habí a hecho para mí al emprender nuestro viaje a Inglaterra. Marta le escuchó muda de asombro. Cuando hubo terminado, hizo una profunda inspiració n.

—Es usted admirable..., ¡ maravilloso! Es usted el detective má s grande del mundo.

Y deslizá ndose fuera del asiento de su silló n, con un rá pido gesto, se arrodilló ante é l con un abandono enteramente francé s.

—¡ Sá lvele, señ or! —exclamó —. ¡ Le quiero, le quiero!... ¡ Oh, sá lvele, sá lvele!


 



  

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