Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





CAPITULO VEINTICUATRO



 

¡ SALVADLE!

 

 

Cruzamos el Canal por la noche, y a la mañ ana siguiente nos encontrá bamos en Saint-Omer, adonde habí a sido trasladado Jack Renauld. Sin pé rdida de tiempo, Poirot fue a visitar a Hautet. No pareciendo dispuesto a oponerse a que yo le acompañ ase, fui con é l.

Tras varias formalidades y preparativos fuimos conducidos a la habitació n de aquel magistrado, que nos recibió cordialmente.

—Me dijeron que habí a usted regresado a Inglaterra, Poirot; me complace ver que no es así.

—Es cierto que he estado allí, pero ha sido só lo una visita muy corta. Una cuestió n lateral, pero me imaginé que podrí a valer la pena de investigarse.

—Y valí a la pena..., ¿ verdad?

Poirot se encogió de hombros. Hautet afirmó con la cabeza, suspirando.

—Me temo que tendremos que conformarnos —dijo el magistrado—. Ese animal de Giraud tiene unas maneras abominables, pero ¡ no hay duda de que es há bil! No hay mucha probabilidad de que cometa un error.

—¿ Eso cree usted?

Al juez de instrucció n le tocó ahora el turno de encoger los hombros.

—¡ Oh, bueno!, si hemos de hablar con franqueza..., y en reserva, desde luego..., ¿ puede usted llegar a otra conclusió n?

—Francamente, me parece que quedan muchos puntos oscuros.

—¿ Por ejemplo...?

Pero Poirot no se dejaba sonsacar nada.

—No los he anotado aú n —observó —. Estaba haciendo una reflexió n general. Me era simpá tico este joven y sentirí a tener que creerle culpable de un crimen tan repugnante. A propó sito, ¿ qué dice é l mismo en su defensa?

El magistrado frunció las cejas.

—No puedo entenderle. Parece incapaz de formular ningú n gé nero de defensa. Hemos tenido mucha dificultad en hacerle contestar las preguntas. Se contenta con una negativa general y, despué s de esto, se refugia en el má s obstinado silencio. Mañ ana volveré a interrogarle. ¿ Les gustarí a, quizá, estar presentes?

Nos apresuramos a aceptar la invitació n.

—Un caso muy penoso —dijo el magistrado con un suspiro—, Madame Renauld me inspira profunda simpatí a.

—¿ Có mo se encuentra madame Renauld?

—Aú n no ha recobrado el conocimiento. Es una situació n en cierto modo benigna para ella, que se ahorra así muchos sufrimientos. Dicen los mé dicos que no hay peligro, pero que cuando vuelva en sí debe mantenerse tan tranquila como sea posible. A lo que creo, su actual estado es efecto de la emoció n tanto como de la caí da. Serí a terrible que el cerebro quedase desequilibrado; pero esto no me extrañ arí a...; no, realmente, no me extrañ arí a nada.

Echá ndose hacia atrá s, Hautet movió la cabeza con una especie de dolorosa complacencia al considerar aquella sombrí a perspectiva.

Por fin, se despertó y observó con sobresalto:

—Esto me recuerda que tengo una carta para usted, Poirot. Dé jeme ver... ¿ Dó nde la he puesto?

Y se puso a revolver sus papeles. Habiendo encontrado, por fin, la misiva, se la entregó a Poirot.

—Vino en un sobre dirigido a mí para que yo cuidase de entregá rsela a usted —explicó —. Pero, no habiendo dejado su direcció n, no pude hacerlo.

Poirot examinó la carta con curiosidad. La direcció n estaba escrita en caracteres largos, inclinados y extranjeros, por una mano indiscutiblemente femenina. No la abrió. En lugar de esto, se la guardó en el bolsillo al tiempo que se levantaba.

—Hasta mañ ana, entonces. Muchas gracias por sus atenciones y su amabilidad.

—Nada de esto. Estoy siempre a su disposició n.

Í bamos a salir del edificio cuando nos encontramos frente a Giraud, que parecí a má s elegante, presumido y contento de sí mismo que nunca.

—¡ Caramba, Poirot! —exclamó alegremente—. ¿ Es decir, que ha vuelto de Inglaterra?

—Como usted lo ve.

—Imagino que no está lejos el final del caso.

—Estoy de acuerdo con usted, Giraud.

Poirot hablaba con voz moderada. Su actitud parecí a encantar al otro.

—¡ Entre todos los criminales mansos!... No tiene idea de defenderse. ¡ Es extraordinario!

—Tan extraordinario que le da a uno que pensar, ¿ verdad? —insinuó suavemente Poirot.

Pero Giraud no le escuchaba siquiera. Y diseñ ó un molinete con su bastó n, amistosamente.

—Bien; buenos dí as, Poirot. Me complace comprobar que, por fin, está usted convencido de la culpabilidad del joven Renauld.

Pardon! No estoy convencido de eso en absoluto. Jack Renauld es inocente.

Giraud hizo un brusco movimiento momentá neo... Luego soltó la carcajada, y se tocó la cabeza significativamente, con la breve exclamació n: «Toqué ! »

Poirot se enderezó. Y asomó a sus ojos una luz peligrosa.

—Giraud, durante todo el caso, sus maneras para conmigo han sido deliberadamente insultantes. Necesita usted que le den una lecció n. Estoy dispuesto a apostar quinientos francos a que encuentro al asesino de Renauld antes que usted. ¿ Queda convenido?

Giraud le dirigió una mirada incierta y murmuró de nuevo: «Toqué ! »

Vamos a ver —insistió Poirot—. ¿ Queda convenido?

—No tengo deseos de quitarle el dinero.

—Tranquilí cese: ¡ no me lo quitará!

—¡ Oh, bien! Entonces, ¡ convenido! Dice que mis maneras para con usted son insultantes. Pues bien: una o dos veces sus maneras me han molestado a mí.

—Encantado de saberlo —dijo Poirot—. Buenos dí as, Giraud. Venga, Hastings.

No hablé mientras seguí amos la calle. Sentí a gran tristeza. Poirot habí a manifestado demasiado claramente cuá les eran sus intenciones. Má s que nunca, puse en duda mi capacidad para salvar a Bella de las consecuencias de su acto. Este desdichado encuentro con Giraud habí a excitado a Poirot, incliná ndole a mostrar su temple.

De pronto sentí que se poní a una mano sobre mi hombro, y, al volverme, vi a Gabriel Stonor. Nos detuvimos para saludarle y é l propuso acompañ arnos hasta nuestro hotel.

—¿ Y qué está usted haciendo aquí, mí ster Stonor? —preguntó Poirot.

—Uno tiene que apoyar a sus amigos —contestó el otro secamente—. En particular cuando está n injustamente acusados.

—¿ Usted no cree entonces que Jack Renauld cometió el crimen? —le pregunté con ansia.

—Ciertamente, no lo creo. Conozco al muchacho. Admito que ha habido en este asunto una o dos cosas que me han trastornado por completo; pero, de todos modos, a pesar de su torpe manera de tomarlas, nunca creeré que Jack Renauld sea un asesino.

Mi corazó n se llenó de simpatí a hacia Stonor. Sus palabras parecí an haber levantado un peso secreto que lo oprimí a.

—Creo que muchas personas piensan como usted —exclamé —. Las pruebas contra é l son absurdamente ligeras. Dirí a que no hay duda de que será absuelto..., no hay duda alguna.

Pero Stonor no respondió como yo lo hubiera deseado.

—Darí a cualquier cosa por pensar como usted —dijo gravemente. Y volvié ndose hacia Poirot, preguntó —: ¿ Cuá l es su opinió n, Poirot?

—Yo creo que el caso se presenta mal para é l —contestó mi amigo con calma.

—¿ Le cree usted culpable? —exclamó Stonor con viveza.

—No. Pero creo que le costará probar su inocencia.

—¡ Su actitud es tan condenadamente extrañ a!... —murmuró Stonor—Por supuesto, me doy cuenta de que hay en este asunto mucho má s de lo que puede verse. Giraud no lo comprende porque lo ve desde fuera; pero todo ello ha sido condenadamente raro. En cuanto a este punto, cuanto menos se hable, mejor. Si madame Renauld quiere ocultar algo, yo me guiaré por lo que ella haga. Ella es la interesada y siento demasiado respeto por su buen juicio para meter la cuchara, pero no puedo entender esa actitud de Jack. Cualquiera pensarí a que quiere que le crean culpable.

—Pero esto es absurdo —exclamé yo, interviniendo—. En primer lugar, la daga... —y me detuve, no sabiendo cuá nto podí a desear Poirot que revelase. Eligiendo cuidadosamente mis palabras, continué —: Sabemos que la daga no pudo estar en posesió n de Jack Renauld aquella noche. Madame Renauld lo sabe.

—Cierto —dijo Stonor—. Cuando se restablezca, sin duda dirá todo y má s. Bien; debo dejarles a ustedes.

—Un momento —-dijo Poirot, detenié ndole con un movimiento de la mano—. ¿ Puede usted encargarse de disponer que me enví en una palabra de aviso tan pronto como madame Renauld recobre el conocimiento?

—Sí, señ or. Esto será muy fá cil.

—Ese detalle relativo a la daga es bueno, Poirot —insistí mientras subí amos la escalera—. Yo no podí a hablar con mucha claridad delante de Stonor.

—Ha obrado usted con mucho acierto. Deberí amos guardar esta informació n para nosotros solos tanto tiempo como podamos. En cuanto a la daga, su observació n difí cilmente puede resultar ú til para Jack Renauld. ¿ Recuerda que he estado ausente una hora esta mañ ana antes de salir de Londres?

—Siga.

—Pues bien: me he ocupado en buscar la casa de que se sirvió Jack para confeccionar sus regalos en recuerdo de la guerra. No era cosa muy difí cil. Sepa usted, Hastings, que no encargó dos cortapapeles, sino tres.

—De suerte que...

—De suerte que, despué s de dar uno a su madre y otro a Bella Duveen, quedaba el tercero, que, sin duda, conservó para su uso. No, Hastings; me temo que el detalle de la daga no nos ayudará a salvarle de la guillotina.

—No se llegará a este extremo —exclamé, con la conciencia turbada.

Poirot movió la cabeza con un gesto de incertidumbre.

—Usted le salvará —afirmé yo resueltamente.

Poirot me miró sin expresió n.

—¿ No lo ha hecho usted imposible, amigo mí o?

—De algú n modo —murmuré.

—¡ Ah! Sapristi! Pero si me pide usted milagros. No..., no me diga má s. En lugar de esto, veamos lo que dice esta carta.

Y sacó el sobre del bolsillo. Mientras leí a, se contrajo su rostro; luego me entregó el papel.

—Hay en el mundo otras mujeres que sufren, Hastings —dijo.

La escritura era borrosa y parecí a claro que la nota habí a sido redactada en medio de una gran agitació n.

 

«Querido monsieur Poirot: Si recibe la presente, le ruego que venga en mi ayuda. No tengo nadie má s a quien dirigirme y, a toda costa, Jack debe ser salvado. Le imploro de rodillas que nos ayude.



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.