Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





CAPÍTULO VEINTE



 

DECLARACIÓ N ASOMBROSA

 

 

Un momento despué s, Poirot me besaba calurosamente la mejilla.

—¡ Por fin! ¡ Ha llegado usted! Y por sus propios medios. ¡ Es soberbio! Continú e su razonamiento. Tiene razó n. Decididamente, nos hemos equivocado olvidá ndonos de George Conneau.

Me sentí a tan halagado por la aprobació n del hombrecillo, que apenas podí a continuar. Pero por fin, reuní mis ideas y seguí diciendo:

—George Conneau desapareció hace veinte añ os, pero no tenemos ninguna razó n para creer que esté muerto.

—Ninguna —repitió Poirot—. Continú e.

—Por tanto, supondremos que vive.

—Exactamente.

—O que ha vivido hasta una fecha reciente.

—Esto va cada vez mejor.

—Presumiremos —continué, con entusiasmo creciente— que se ha degradado. Se ha convertido en un criminal, un apache, un vagabundo..., lo que usted quiera. Por casualidad viene a Merlinville. Aquí encuentra a la mujer que no ha dejado de amar.

—¡ Eh, eh! El sentimentalismo —me avisó Poirot.

—«Lo que se odia es tambié n lo que se ama» —dije, trayendo una cita exacta o equivocada—. Como quiera que sea, la encuentra aquí viviendo bajo nombre supuesto. Reviviendo en su memoria pasados agravios, George Conneau riñ e con este Renauld. Se pone en acecho, y cuando viene a visitar a su querida, le da una cuchillada en la espalda. Luego, aterrado por lo que ha hecho, se pone a cavar una sepultura. Imagino la probabilidad de que madame Daubreuil salga al encuentro de su amante. Hay una escena terrible entre ella y Conneau.

É ste la arrastra al interior del cobertizo, y, de repente, cae al suelo con un ataque de epilepsia. Suponiendo que aparece ahora Jack Renauld, madame Daubreuil se lo cuenta todo y le señ ala las terribles consecuencias que tendrá este escá ndalo para su hija si se habla del pasado. El asesino de su padre está muerto: es preciso hacer lo que se pueda para que no trascienda el episodio. Jack Renauld consiente..., se va a casa, tiene una entrevista con su madre y consigue que é sta acepte su punto de vista. Instruida en la historia propuesta por madame Daubreuil a su hijo, permite que la amordacen y aten. Vamos a ver, Poirot: ¿ qué piensa usted de esto? —y me eché hacia atrá s, enardecido por el orgullo de mi afortunada reconstrucció n.

Poirot me miró con aire pensativo.

—Pienso que deberí a usted escribir guiones para el cine, amigo mí o —observó por fin.

—¿ Quiere decirme...?

—Que de lo que acaba de contarme saldrí a una buena pelí cula..., pero que no tiene semejanza alguna con la vida ordinaria.

—Admito que no he tocado todos los detalles, pero...

—Ha ido usted má s lejos: ha prescindido de ellos del modo má s esplé ndido. ¿ Qué me dice usted de la indumentaria que llevaban los dos hombres? ¿ Quiere usted indicar que, despué s de haber apuñ alado a su ví ctima, Conneau le quitó el traje, se lo puso é l mismo, y volvió la daga a su sitio?

—No veo que esto sea convincente —repliqué, casi enojado—. Pudo haber recibido ropa y dinero de madame Daubreuil, algo má s temprano, mediante amenazas.

—Mediante amenazas, ¿ eh? ¿ Sostiene usted seriamente esta suposició n?

—Ciertamente, la sostengo. Pudo haberla amenazado con revelar su identidad a los Renauld, lo que probablemente hubiera puesto fin a toda esperanza de casar a su hija.

—Está equivocado, Hastings. No podí a someterla a un chantaje porque es ella la que tiene el lá tigo. Recuerde que George Conneau está aú n reclamado como culpable de asesinato. Una palabra de ella, y quedaba amenazado con la guillotina.

A mi pesar, me hallé obligado a reconocerlo así.

—Su hipó tesis —observé agriamente— es, sin duda, acertada en cuanto a los detalles.

—Mi hipó tesis es la verdad —contestó Poirot con calma—, y la verdad es necesariamente acertada. En la que usted ha formulado hay un error fundamental. Ha permitido usted que su imaginació n le aparte del camino con citas a medianoche y escenas de amor apasionado. Pero, al investigar un crimen, tenemos que situarnos en las circunstancias corrientes. ¿ Debo demostrarle mis mé todos?

—¡ Oh, desde luego! ¡ Veamos la demostració n!

Poirot se puso muy tieso y empezó, agitando de un lado a otro el í ndice para dar mayor é nfasis a sus afirmaciones.

—Empezaré, como ha empezado usted, con el hecho bá sico de George Conneau. Ahora bien: la historia contada ante el tribunal por madame Beroldy, relativa a los «rusos», fue reconocida como pura invenció n. Si era inocente de toda aquiescencia en el crimen, fue compuesta por ella, y só lo por ella, como lo declaró. Por otra parte, si no era inocente, pudo haber sido inventada por ella o por George Conneau. En el caso que investigamos tropezamos con la misma historia. Como se lo indiqué a usted, los hechos quitan toda verosimilitud a la idea de que la haya inspirado madame Daubreuil. Por tanto, volvemos a la hipó tesis de que la historia nació en el cerebro de George Conneau. Muy bien. Es decir, que George Conneau proyectó el crimen con la complicidad de madame Renauld. Quede, pues, esta dama en el foco luminoso, y tras ella, hay una figura en las sombras cuya actual identidad es desconocida para nosotros. Examinemos ahora el caso Renauld desde el principio, colocando todos los detalles significativos en orden cronoló gico. ¿ Tiene aquí un cuaderno de notas y un lá piz? Perfectamente. Ahora bien: ¿ cuá l es el primer dato que hay que anotar?

—¿ La carta dirigida a usted?

—É sta fue la primera noticia que nosotros tuvimos, pero no es el verdadero principio del caso. Yo dirí a que el primer dato de alguna significació n es el cambio sufrido por monsieur Renauld poco despué s de su llegada a Merlinville, tal como lo han declarado varios testigos. Tenemos que considerar tambié n su amistad con madame Daubreuil y las cuantiosas sumas de dinero que le entregó. Desde aquí podemos pasar directamente al veintitré s de mayo.

Poirot se detuvo, aclaró la voz y me hizo señ a de que escribiese:

 

«23 mayo. Monsieur Renauld disputa con su hijo. Motivo: el deseo expresado por é ste de casarse con Marta Daubreuil. El hijo sale para Parí s.

24 mayo. Monsieur Renauld cambia su testamento dejando toda su fortuna a la libre disposició n de su esposa.

7 junio. Disputa con el vagabundo, en el jardí n, presenciada por Marta Daubreuil.

Carta escrita a monsieur Hé rcules Poirot implorando asistencia.

Telegrama despachado a Jack Renauld ordená ndole que siga el viaje en el Anzora a Buenos Aires.

Chó fer, Masters, enviado fuera de vacaciones.

Visita de una dama aquella noche. Al despedirla, pronuncia: " Sí, sí; pero, por amor de Dios, ¡ vá yase ahora! " »

 

Poirot se detuvo.

—Vamos a ver, Hastings, tome cada uno de estos hechos, considé relos con cuidado, aisladamente y en relació n con la totalidad de ellos, y vea si esto no le presenta el asunto bajo un nuevo aspecto.

Concienzudamente, procuré hacerlo como me lo decí a. Al cabo de unos segundos, dije, con acento algo dudoso:

—En cuanto a los primeros hechos, la cuestió n parece ser sobre si aceptamos la hipó tesis del chantaje o la de una ciega pasió n por esa mujer.

 

—El chantaje, decididamente. Ya oyó lo que dijo Stonor acerca de su cará cter y costumbres.

—Madame Renauld no confirmó esta opinió n —objeté.

—Ya hemos visto que no se puede fiar por ningú n concepto en el testimonio de madame Renauld. Debemos creer a Stonor en este punto.

—A pesar de todo, si Renauld tuvo una aventura con esa mujer llamada Bella, no parece improbable que tuviese otra con madame Daubreuil.

—No parece improbable en este caso, se lo concedo, Hastings. Pero ¿ la tuvo?

—La carta, Poirot. Olvida la carta.

—No, no la olvido. Pero ¿ qué le hace creer que estaba dirigida a Renauld?

—¡ Có mo! Fue encontrada en su bolsillo y..., y...

—¡ Y nada má s! —añ adió Poirot, interrumpié ndome—. No hay menció n de nombre alguno que demuestre a quié n iba dirigida. Hemos supuesto que iba dirigida al muerto porque estaba en el bolsillo de su abrigo. Ahora bien, amigo mí o: en este abrigo advertí algo que me pareció anormal. Lo medí e hice la observació n de que era muy largo, lo que hubiera debido darle a usted en qué pensar.

—Pensé que usted lo habí a dicho só lo por decir algo —confesé.

—¡ Ah!, quelle idee! Má s tarde me vio medir el abrigo de Jack Renauld. Eh bien!, Jack Renauld usa un abrigo muy corto. Compare estos dos hechos entre sí, y con un tercer hecho, a saber que Jack Renauld salió de la casa apresuradamente, al partir para Parí s, ¡ y dí game cuá l es la consecuencia!

—Ya lo veo —asentí lentamente, al ir penetrando en mi conciencia las observaciones de Poirot—. La carta fue escrita a Jack Renauld, no a su padre; y Jack, en medio de su prisa y agitació n, equivocó el abrigo.

Poirot hizo una señ a afirmativa.

—¡ Precisamente! Pero podemos volver a este punto má s tarde. De momento, contenté monos con la consideració n de que la carta no tení a nada que ver con Renauld padre, y pasemos al siguiente acontecimiento cronoló gico.

—«Veintitré s de mayo —leí yo—. Monsieur Renauld disputa con su hijo. Motivo: el deseo expresado por é ste de casarse con Marta Daubreuil. El hijo sale para Parí s. » No veo mucho que observar sobre esto, y la modificació n del testamento al dí a siguiente parece bastante ló gica. Es el resultado directo de la disputa.

—De acuerdo, amigo mí o..., por lo menos en cuanto a la causa. Pero ¿ cuá l es el motivo oculto de este proceder de Renauld?

La sorpresa me hizo abrir mucho los ojos.

—La irritació n contra su hijo, por supuesto.

—No obstante, le dirigió a Parí s cartas afectuosas.

—Así lo dice Jack Renauld, pero no puede enseñ arlas.

—Bien; sigamos adelante.

—Llegamos ahora al dí a de la tragedia. Usted ha colocado los acontecimientos de la mañ ana en un orden determinado. ¿ Tiene alguna razó n que lo justifique?

—Me he asegurado de que la carta dirigida a mí fue depositada al mismo tiempo que fue despachado el telegrama. Poco despué s fue informado Masters de que podí a tomarse unas vacaciones. En mi opinió n, la riñ a con el vagabundo tuvo lugar antes de estos hechos.

—No veo có mo puede usted dejar esto definitivamente establecido, a no ser que interrogue de nuevo a mademoiselle Daubreuil.

—No es necesario. Estoy seguro de ello. ¡ Y si no ve esto, no ve usted nada, Hastings!

Le miré por un momento.

—¡ Por supuesto! Soy un idiota. Si el vagabundo era George Conneau, Renauld empezó a darse cuenta del peligro só lo despué s de su tempestuosa entrevista con é l. Alejó al chó fer Masters, que se le habí a hecho sospechoso de estar a sueldo del otro, telegrafió a su hijo y le envió a buscar a usted.

Por los labios de Poirot cruzó una dé bil sonrisa.

—¿ No le parece extrañ o que empleara en su carta exactamente las mismas expresiones usadas má s tarde por madame Renauld al contar su historia? Si la menció n de Santiago era una ficció n, ¿ por qué habí a Renauld de hablar de esta ciudad, y, lo que es má s, enviar allí a su hijo?

—Admito que el caso es enigmá tico, pero quizá encontraremos má s tarde alguna explicació n. Llegamos ahora a la noche y a la visita de la misteriosa dama. Confieso que esto no lo entiendo en absoluto, a no ser que se tratase de madame Daubreuil, como lo ha sostenido siempre Francisca.

Poirot movió la cabeza.

—Amigo mí o, ¿ por dó nde vuela su perdida imaginació n? Recuerde el fragmento de cheque y el hecho de que el nombre Bella Duveen le es vagamente conocido a Stonor, y creo que podemos dar por entendido que Bella Duveen es el nombre completo de la desconocida autora de la carta escrita a Jack y de la dama que vino aquella noche a Villa Genevié ve. No podemos saber con seguridad si se proponí a ver a Jack o apelar a su padre, pero creo que podemos presumir que lo que ocurrió es lo siguiente: la visitante expuso los derechos que tení a sobre Jack, y, probablemente, mostró cartas que é l le habí a escrito, y el padre intentó desarmarla extendiendo un cheque a su favor. Indignada, la moza rompió el cheque. En su carta se expresaba en los té rminos propios de una mujer sinceramente enamorada y es probable que se sintiera profundamente ofendida por esa oferta de dinero. Por fin, Renauld logró deshacerse de ella, y aquí es donde son muy significativas las palabras dichas por é l.

—«Sí, sí; pero, por amor de Dios, ¡ vá yase ahora! » —repetí yo—. Me parecen, quizá, un poco vehementes, pero nada má s.

—Esto basta. El hombre tení a una prisa apremiante por ver fuera a la muchacha. ¿ Por qué? No era, sencillamente, porque la entrevista resultase desagradable. No. Era que iba pasando el tiempo, y por alguna razó n determinada, el tiempo era precioso.

—¿ Por qué habí a de serlo? —pregunté, desconcertado.

—Esto es lo que estamos preguntá ndonos. ¿ Por qué habí a de serlo? Pero, má s tarde, tenemos el incidente del reloj de pulsera..., lo que vuelve a mostrarnos que el tiempo desempeñ a un papel muy importante en el crimen. Nos acercamos ahora rá pidamente al drama. Son las diez y media cuando Bella Duveen se retira, y por la prueba del reloj de pulsera sabemos que el crimen se cometió, o que, en todo caso, estaba preparado para antes de las doce. Hemos revisado todos los acontecimientos anteriores al asesinato y só lo queda uno por colocar en su sitio. Segú n la declaració n del mé dico, el vagabundo fue hallado cuando habí an pasado, por lo menos, cuarenta y ocho horas de su muerte..., con un posible margen de veinticuatro horas má s. Ahora bien; sin otros hechos para guiarme que los que hemos discutido, yo fijo el momento de la muerte en la mañ ana del siete de junio.

Le miré, estupefacto.

—Pero ¿ có mo? ¿ Por qué? ¿ Có mo es posible que sepa...?

—Porque só lo de este modo resulta explicable la cadena de los hechos. Amigo mí o: le he llevado paso a paso por el camino. ¿ No ve ahora lo que es tan notoriamente claro?

—Mi querido Poirot: no puedo ver nada claro en este asunto. Creí antes que empezaba a ver mi camino, pero ahora estoy en medio de una niebla desesperadamente opaca. Por amor de Dios, siga adelante y dí game quié n mató a Renauld.

—Esto es precisamente lo que no sé aú n con seguridad.

—Pero ¿ no me ha dicho que era notoriamente claro?

—Estamos jugando a los despropó sitos, amigo mí o. Recuerde que son dos crí menes los que estamos investigando..., para los que, como ya se lo dije a usted, tenemos los dos cadá veres necesarios. ¡ Vaya, vaya!, no se impaciente. Se lo explico todo. Para empezar, apliquemos nuestra psicologí a. Encontramos tres puntos en los que Renauld da muestras de un claro cambio de criterio y de acció n: por tanto, tres puntos psicoló gicos. El primero tiene efecto inmediatamente despué s de su llegada a Merlinville; el segundo, despué s de la disputa con su hijo sobre un determinado asunto; el tercero, en la mañ ana del siete de junio. Podemos atribuir el nú mero uno a su encuentro con madame Daubreuil. El nú mero dos está relacionado indirectamente con ella, puesto que se refiere a la perspectiva de un matrimonio entre su hija y el hijo de Renauld. Pero la causa del nú mero tres nos es desconocida. Tenemos que deducirla. Ahora bien, amigo mí o: permí tame que le haga una pregunta: ¿ Quié n cree usted que proyecta este crimen?

—George Conneau —contesté con acento de duda, mirando cautamente a Poirot.

—Exactamente. Recuerde ahora que Giraud estableció como axioma que una mujer miente para salvarse a sí misma, al hombre a quien ama o a sus propios hijos. Puesto que sabernos que fue George Conneau quien le dictó la mentira, y que George Conneau no es Jack Renauld, el tercer caso no tiene aquí explicació n. Y, siempre atribuyendo el crimen a George Conneau, tampoco tiene aplicació n el primer caso. Nos hallamos, pues, obligados a adoptar el segundo: que madame Renauld mintió para salvar al hombre que amaba... o, en oirá s palabras, a George Conneau. ¿ Conforme con esto?

—Si —dije—. Parece bastante ló gico.

—¡ Bien! Madame Renauld ama a George Conneau. ¿ Quié n es, entonces, George Conneau?

—El vagabundo.

—¿ Tenernos algú n indicio que muestre que madame Renauld amaba al vagabundo?

—No; pero...

—Muy bien, entonces. No adopte suposiciones cuando no está n apoyadas por los hechos. En lugar de esto, pregú ntese a sí mismo a quié n amaba, verdaderamente, madame Renauld.

Moví la cabeza sin saber qué decir.

—Pero ¡ si lo sabe usted perfectamente!... ¿ A quié n amaba madame Renauld tan profundamente que cayó desmayada al ver su cadá ver?

Le miré, desconcertado.

—¿ A su marido? —dije con voz entrecortada.

Poirot hizo una señ a afirmativa.

—A su marido... o a George Conneau, como prefiera usted llamarle.

Me sentí reanimado.

—Pero esto es imposible...

—¿ Có mo «imposible»? ¿ No acabamos de convenir en que madame Daubreuil tení a el medio de someter a un chantaje a George Conneau?

—Sí; pero...

—¿ Y no sometió al chantaje muy efectivamente a Renauld?

—Así puede ser, pero...

—¿ Y no es un hecho que no sabemos nada de la juventud y educació n de Renauld? ¿ No es un hecho que aparece repentinamente como un francé s canadiense hace exactamente veintidó s añ os?

—Así es, en efecto —dije con má s firmeza—; pero me parece que pasa usted por alto una importante consecuencia.

—¿ Qué consecuencia, amigo mí o?

—¡ Có mo! Que si hemos admitido que George Conneau proyectó el crimen, llegamos a la ridí cula declaració n de que ¡ proyectó su propio asesinato!

—Pues bien, amigo mí o —dijo Poirot con placidez—: ¡ esto es precisamente lo que hizo!


 



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.