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CAPITULO DIECINUEVE



 

HAGO USO DE MIS CÉ LULAS GRISES

 

 

Me encontraba aturdido. Hasta el ú ltimo momento no pude decidirme a creer que Jack Renauld pudiera ser culpable. Cuando Poirot le provocó, esperé una vibrante proclamació n de inocencia. Pero ahora, observá ndole tal como estaba, apoyado contra la pared, blanco y decaí do y oyendo de sus propios labios la condenadora admisió n, no dudé má s.

Pero Poirot se habí a vuelto hacia Giraud.

—¿ En qué se funda usted para detenerle?

—¿ Espera acaso que se lo diga?

—Por pura cortesí a, sí.

Giraud le miró con expresió n dudosa. Estaba atormentado entre el deseo de negarse en redondo y el placer de triunfar sobre su adversario.

—Supongo que se figura usted que me he equivocado —dijo desdeñ osamente.

—No me sorprenderí a—contesto Poirot con ligera malicia.

El rostro de Giraud se puso má s encendido.

—Pues bien: venga conmigo. Usted mismo juzgará.

Y entramos en el saló n, cuya puerta acababa de abrir, dejando a Jack Renauld al cuidado de los otros dos hombres.

—Ahora, Poirot —dijo Giraud con marcado acento de ironí a, dejando el sombrero sobre la mesa—, voy a darle una pequeñ a conferencia sobre el trabajo del detective. Voy a mostrarle có mo trabajamos los modernos.

—¡ Bien! —replicó Poirot, ponié ndose en la actitud del que se prepara a escuchar—; y yo voy a mostrarle cuan admirablemente sabemos escuchar los de la vieja guardia —y, echá ndose hacia atrá s, cerró los ojos, que volvió a abrir por un momento para observar—: No tema que me quede dormido. Escucharé con la mayor atenció n.

—Naturalmente —empezó a decir Giraud—, yo vi muy pronto que esa historia de los chilenos era una invenció n. Habí a en el caso dos hombres..., pero ¡ no eran misteriosos extranjeros! Todo esto era una pantalla.

—Muy há bil hasta aquí, mi querido Giraud —murmuró Poirot—, especialmente despué s de esa picara jugarreta de la cerilla y la punta del cigarrillo.

Giraud le dirigió una mirada feroz, pero continuó:

—Tení a que haber un hombre relacionado con el caso para cavar la sepultura. A ningú n hombre le aprovecha, verdaderamente, el crimen, pero habí a uno que creí a que le aprovecharí a. Me enteré de la disputa de Jack Renauld con su padre y de las amenazas que, indirectamente, habí a hecho. El motivo quedaba establecido. Vamos ahora a los medios. Jack Renauld estuvo aquella noche en Merlinville. Ocultó esta circunstancia..., y esto convertí a la sospecha en certidumbre. Encontramos luego una segunda ví ctima, apuñ alada con la misma daga. Sabemos cuá ndo é sta fue robada. El capitá n Hastings, aquí presente, puede fijar la hora. Jack Renauld, llegado de Cherburgo, era la ú nica persona que podí a haberla cogido. He hecho las comprobaciones necesarias respecto a todas las otras personas de la casa.

Poirot le interrumpió:

—Se equivoca usted. Hay otra persona que pudo haber cogido la daga.

—¿ Se refiere a Stonor? Llegó a la puerta delantera en un automó vil que le habí a traí do directamente de Calais. ¡ Ah, cré ame, lo he examinado todo! Jack Renauld llegó en tren. Entre su llegada y el momento en que se presentó en la casa transcurrió una hora. Vio, sin duda, al capitá n Hastings y a su compañ era cuando salí an del cobertizo; entró é l, tomó la daga y fue a clavá rsela a su có mplice...

—¡ Que estaba ya muerto! Giraud encogió los hombros.

—Es posible que no se diese cuenta de esto. Pudo haber creí do que dormí a. Sin duda estaban citados. De todos modos, sabí a que este aparente segundo asesinato complicarí a mucho el caso. Y así fue.

—Pero esto no podí a engañ ar a Giraud —murmuró Poirot.

—¡ Está usted mofá ndose de mí! Pero le daré una prueba ú ltima e irrefutable. La historia de madame Renauld era falsa..., inventada del principio al fin. Creemos que habí a amado a su marido..., y, sin embargo, mintió para proteger al asesino. ¿ Por quié n mentirí a una mujer? A veces, por sí misma; muy a menudo, por el hombre a quien ama; siempre, por sus hijos. Esta es la ú ltima, la irrefutable prueba. No hay manera de esquivarla.

Giraud se detuvo encendido y triunfante. Poirot le miró con firmeza.

—Tal es mi caso —siguió aqué l—. ¿ Qué tiene usted que contestar?

—Só lo que hay una cosa que ha dejado usted de tener en cuenta.

—¿ Qué cosa?

—Es de presumir que Jack Renauld supiera que estaba construyé ndose un campo de golf. Tení a que suponer que el cadá ver serí a descubierto casi inmediatamente, en cuanto empezasen a cavar el bunkair.

Giraud soltó la carcajada.

—Pero ¡ esto es una idiotez! ¡ É l querí a que fuese descubierto el cadá ver! Hasta que esto sucediera, só lo podí a haber presunció n de la muerte de su padre y habí a de serle imposible entrar en posesió n de la herencia.

Mientras Poirot se poní a en pie vi asomar el vivo destello verde a sus ojos.

—Entonces, ¿ por qué enterrarle? —preguntó muy suavemente—. Reflexione, Giraud: puesto que era beneficioso para Jack Renauld que el cadá ver fuese descubierto sin demora, ¿ por qué cavarle una sepultura?

Giraud no contestó. La pregunta le habí a cogido desprevenido. Y encogió los hombros como para indicar que aquello no tení a importancia.

Poirot se encaminó a la puerta. Yo le seguí.

—Y hay otra cosa que usted ha dejado de tener en cuenta —dijo por encima del hombro.

—¿ Qué cosa es é sa?

—El trozo de tuberí a de plomo —dijo Poirot.

Y salió de la habitació n.

Jack Renauld continuaba en el zaguá n de pie y con el rostro blanco e inexpresivo. Pero, al salir nosotros al saló n, levantó la vista bruscamente. En el mismo momento se oyeron pisadas en la escalera. Por ella descendí a madame Renauld. Al ver a su hijo entre los dos esbirros de la ley, se detuvo como petrificada.

—¡ Jack! —balbució —. ¡ Jack!, ¿ qué es esto?

Con el rostro descompuesto, é l la miró.

—Me han detenido, madre.

—¡ Có mo!

Lanzando un grito penetrante, y antes que nadie pudiera llegar hasta ella, osciló y cayó pesadamente. Los dos corrimos a levantarla. En un instante Poirot volvió a ponerse en pie.

—Tiene un corte profundo en la cabeza producido por un saliente de los peldañ os. Me figuro que hay tambié n una pequeñ a conmoció n interior. Si Giraud quiere una declaració n de ella, tendrá que esperar. Probablemente, continuará sin conocimiento durante una semana.

Dionisia y Francisca habí an acudido en socorro de su ama. Dejá ndola con ellas, Poirot salió de la casa. Caminaba mirando al suelo, con la cabeza baja y la frente contraí da. Por algú n rato, no hablé; pero, por fin, me aventuré a hacerle esta pregunta:

—¿ Cree usted que, a pesar de todas las apariencias en contra, puede ser culpable Jack?

De momento, Poirot no contestó; pero, tras una larga espera, dijo gravemente:

—No lo sé, Hastings. Hay só lo una probabilidad de que sea así. Por supuesto, Giraud está enteramente equivocado..., equivocado del principio al fin. Si Jack Renauld es culpable, lo es a pesar de los argumentos de Giraud, no a causa de ellos. Y la acusació n má s grave que podrí a hacé rsele só lo la conozco yo.

—¿ Cuá l es? —le pregunté, impresionado.

—Si usara usted sus cé lulas grises y viese todo el caso tan claramente como lo veo yo, tambié n la descubrirí a, amigo mí o.

Esta era una de las que yo llamaba contestaciones irritantes de Poirot. Pero é l continuó, sin esperar a que yo hablase:

—Vá monos, paseando, hasta el mar. Nos sentaremos en esa pequeñ a duna que domina la playa, y repasaremos el caso. Sabrá usted todo lo que yo sé, pero prefiero que alcance la verdad por sus propios esfuerzos..., no porque yo le lleve de la mano.

Nos situamos en la eminencia cubierta de hierba, como lo habí a propuesto Poirot, de cara al mar.

—Piense, amigo mí o —dijo Poirot con acento alentador—. Ordene sus ideas. Sea metó dico. Ahí está el secreto del é xito.

Procuré obedecerle despertando en mi memoria todos los detalles del caso. Y de repente me sobresalté al ver iluminada mi conciencia por un resplandor sorprendente. Temblando, di forma a mi hipó tesis.

—Tiene usted una pequeñ a idea, por lo que veo, amigo mí o. Perfectamente. Progresamos.

Me enderecé en mi asiento y encendí la pipa.

—Poirot —le dije—, me parece que hemos sido extrañ amente descuidados. Digo hemos..., aunque me atrevo a añ adir que yo estarí a má s cerca de la meta. Pero debe usted pagar su multa por su decidido empeñ o en guardar las cosas secretas. Vuelvo, pues, a decir que hemos sido extrañ amente descuidados. Hay alguien a quien hemos olvidado.

—¿ Quié n? —preguntó Poirot, parpadeando.

—¡ George Conneau!


 



  

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