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CAPÍTULO CATORCE



 

EL SEGUNDO CADÁ VER

 

 

Sin esperar má s, me volví por el sendero que conducí a al cobertizo. Los dos hombres que estaban de guardia allí se apartaron para darme paso y, muy excitado, entré.

La luz era escasa; el lugar era una sencilla construcció n de madera para guardar potes vací os y herramientas. Habí a entrado impetuosamente pero me detuve en el umbral, fascinado por el cuadro que tení a ante mí.

Giraud, a gatas, con una lá mpara elé ctrica de bolsillo en la mano, examinaba el suelo centí metro a centí metro. A mi llegada levantó la cabeza con el ceñ o fruncido, pero su expresió n se ablandó un poco con una especie de buen humor despreciativo.

—Ahí está —dijo, dirigiendo el rayo de luz al rincó n má s lejano.

Me acerqué a aquel lugar.

El muerto estaba echado de espalda. Era de estatura mediana, piel oscura y unos cincuenta añ os de edad. Iba vestido con aseo y su traje, azul oscuro, parecí a confeccionado por algú n sastre caro, pero no era nuevo. Tení a el rostro terriblemente contraí do, y en el lado izquierdo, exactamente sobre el corazó n, asomaba el puñ o de una daga, negro y brillante. Lo reconocí. ¡ Era la misma daga que habí a visto en el jarro de cristal en la mañ ana anterior!

—Espero al mé dico de un momento a otro —explicó Giraud—. Aunque apenas le necesitamos. No hay duda sobre la causa de la muerte del hombre. Una puñ alada en el corazó n, y el efecto habrá sido instantá neo.

—¿ Cuá ndo se la dieron? ¿ En la noche pasada?

Giraud movió la cabeza.

—Difí cilmente. No pretendo imponer mi criterio en medicina forense, pero este hombre murió hace má s de doce horas. ¿ Cuá ndo dice usted que vio la daga por ú ltima vez?

—Hacia las diez de la mañ ana de ayer.

—Entonces me inclinarí a a fijar la hora del crimen no mucho despué s de esa hora.

—Pero hay gente que pasa y vuelve a pasar continuamente por delante de este cobertizo.

Giraud dejó oí r una risa desagradable.

—¡ Hace usted unos progresos maravillosos! ¿ Quié n le ha dicho que fue asesinado en este cobertizo?

—Bueno... —y me sentí confuso—. Lo he..., lo he supuesto así.

—¡ Oh! ¡ Vaya un detective listo! Mire al muerto. ¿ Cae un hombre apuñ alado en el corazó n de este modo..., en posició n tan compuesta, con los pies juntos y los brazos pegados a los costados? No. Por otra parte: ¿ permite el hombre, echado de espalda, que le acuchillen sin levantar una mano para defenderse? Absurdo, ¿ verdad? Pero mire aquí..., y aquí... —y en el polvo blanco del suelo, alumbrado por el rayo de luz de la lá mpara, vi curiosas marcas irregulares—. Fue arrastrado aquí despué s de ser muerto. Medio arrastrado, medio llevado por dos personas. Sus huellas no se ven en el suelo duro de fuera, y aquí, han tenido buen cuidado de borrarlas; pero una de ellas era una mujer, mi joven amigo.

—¿ Una mujer?

—Sí.

—Pero si las huellas estaban borradas, ¿ có mo lo sabe usted?

—Porque, aunque borrosas, las huellas de un zapato de mujer son inconfundibles. Y tambié n por esto.

E incliná ndose hacia delante sacó algo del puñ o de la daga y lo sostuvo en alto para que yo lo viera. Era un largo cabello negro de mujer, parecido al que Poirot habí a recogido en el silló n de la biblioteca.

Con una ligera sonrisa iró nica, lo arrolló de nuevo a la daga.

—Dejaremos las cosas como estaban, hasta el punto en que sea posible —explicó —. Esto le gusta al juez de instrucció n. Bueno, ¿ advierte usted algo má s?

Me encontré obligado a mover la cabeza negativamente.

—Mí rele las manos.

Así lo hice. Las uñ as estaban rotas y descoloridas, y la piel era dura. Esto apenas me iluminó como yo lo hubiera deseado. Y levanté la vista para mirar a Giraud.

—No son las manos de un caballero —dijo, contestando a mi mirada—Por el contrario, su ropa es la de un hombre de buena posició n. Eso es curioso, ¿ verdad?

—Muy curioso —convine.

—Y ninguna de las prendas está marcada. ¿ Qué nos enseñ a esto? Que este hombre intentaba hacerse pasar por otro. Se habí a disfrazado. ¿ Por qué? ¿ Temí a algo? ¿ Era el disfraz un medio para escapar? Hasta ahora no lo sabemos, pero una cosa sí sabemos: que tení a tanto interé s por ocultar su identidad como lo tenemos nosotros por descubrirla.

Y volvió a mirar al cadá ver.

—Lo mismo que antes, no hay ahora impresiones digitales en el puñ o de la daga. El asesino llevaba guantes tambié n.

—¿ Cree usted, entonces, que el asesino es el mismo en los dos casos?

La expresió n de Giraud se hizo inescrutable.

—No importa lo que yo crea. Ya veremos. ¡ Marchaud!

El agente de Policí a apareció en la puerta.

—¿ Por qué no está aquí madame Renauld? La he enviado a buscar hace un cuarto de hora.

—Está llegando ahora por el sendero, señ or, y su hijo viene con ella.

—Bueno; pero no quiero verlos má s que uno a uno.

Marchaud saludó y se retiró. Al cabo de un momento reapareció con madame Renauld.

Giraud se adelantó con una breve inclinació n de cabeza.

—Por aquí, señ ora —diciendo esto la acompañ ó, y apartá ndose luego de pronto, le dijo—: Aquí está el hombre. ¿ Le conoce usted?

Y su mirada parecí a penetrar en ella como una barrena, para leer lo que habí a en su conciencia, tomando nota de todas las indicaciones de su actitud.

Pero madame Renauld permaneció perfectamente tranquila..., demasiado tranquila, a mi juicio. Miró al cadá ver sin interé s, y ciertamente, sin señ al alguna de agitació n o de reconocerlo.

—No —confesó —; no le he visto en mi vida. Es enteramente un extrañ o para mí.

—¿ Está segura de esto?

—Completamente segura.

—¿ No reconoce en é l a uno de sus agresores, por ejemplo?

—No —y pareció vacilar, como si se le hubiese ocurrido una idea—. No; creo que no. Por supuesto, aqué llos llevaban barbas (postizas, segú n lo piensa el juez); pero, a pesar de esto, creo que no —y ahora pareció haber tomado su partido definitivamente—. Estoy segura de que ninguno de ellos era este hombre.

—Muy bien, señ ora. Nada má s entonces.

Y ella salió con la cabeza levantada, que irradiaba el reflejo del sol en su cabello plateado. Jack Renauld ocupó su lugar. Tampoco é l identificó al hombre, ni dejó de ser su actitud enteramente natural.

Giraud se limitó a gruñ ir. No hubiera yo podido decir si estaba complacido o contrariado. Y llamó a Marchaud.

—¿ Ha traí do a la otra aquí?

—Sí, señ or.

—Há gala pasar, entonces.

«La otra» era madame Daubreuil. Llegaba indignada, protestando con vehemencia.

—¡ No admito esto, señ or mí o! ¡ Es un insulto! ¿ Qué tengo yo que ver con toda esta historia?

—Señ ora —atajó Giraud brutalmente—. ¡ Estoy investigando no uno, sino dos asesinatos. Por todo lo que yo sé, usted podrí a ser la autora de los dos.

—¿ Có mo se atreve usted? —exclamó —. ¿ Có mo se atreve a insultarme con una acusació n tan descabellada? ¡ Esto es infamante!

—¿ Qué es infamante? ¿ Qué dice de esto? —e incliná ndose una vez má s, desprendió el cabello y lo sostuvo en alto—. ¿ Ve usted esto, señ ora? —y se acercó a ella—. ¿ Me permite que vea si es como los suyos?

Con un grito, ella retrocedió con el rostro y los labios blancos.

—Esto es falso. Lo juro. No sé nada del crimen..., de ninguno de los dos crí menes. ¡ Quien diga lo contrario, miente! ¡ Ah, mon Dieu! , ¿ qué voy a hacer?

—Cá lmese, señ ora —dijo Giraud frí amente—. Nadie le ha acusado a usted todaví a. Pero hará bien en contestar a mis preguntas sin má s protestas.

—A lo que usted quiera, caballero.

—Mire al muerto. ¿ Le habí a visto alguna vez?

Acercá ndose má s, mientras sus mejillas recobraban un poco de su color, madame Daubreuil miró a la ví ctima con cierto interé s y curiosidad. Luego, movió la cabeza.

—No le conozco.

Y parecí a imposible dudar de sus palabras; tan natural fue su acento. Giraud la despidió con una inclinació n de cabeza.

—¿ La deja usted marcharse? —le pregunté en voz baja—. ¿ Es esto prudente? Seguramente, este cabello negro viene de su cabeza.

—No necesito que me enseñ en mi oficio —bufó Giraud secamente—. Está vigilada. No deseo detenerla por ahora.

Luego, con la frente arrugada, miró al cadá ver.

—¿ Dirí a usted que tiene algo del tipo españ ol? —me preguntó de pronto.

Examiné aquel rostro.

—No —dije, por ú ltimo—; dirí a, resueltamente, que es francé s. Giraud dejó oí r un gruñ ido de descontento.

—Me parece lo mismo.

Por un momento se mantuvo quieto; luego, con un gesto imperioso, me hizo apartar, y a gatas de nuevo, continuó el examen del suelo. Era maravilloso. Nada se le escapaba. Lo fue recorriendo centí metro a centí metro, revolviendo potes y examinando sacos viejos. Lanzó se sobre un lí o cercano a la puerta, pero resultó contener ú nicamente una chaqueta y un pantaló n harapientos, que echó de nuevo al suelo, refunfuñ ando. En seguida le interesaron dos pares de guantes viejos, pero acabó por mover la cabeza y apartarlos. Volvió luego a examinar los potes vací os, invirtié ndolos uno por uno, y renovó sus signos negativos. Parecí a hallarse contrariado y perplejo. Creo que habí a ya olvidado mi presencia.

Pero en aquel momento llegaron de fuera rumores agitados y se precipitaron en el cobertizo nuestro antiguo amigo el juez, su oficial de secretarí a, Bex y el doctor.

—Pero ¡ esto es extraordinario, Giraud! —exclamó Hautet—. ¡ Otro crimen! ¡ Ah!, no hemos llegado al fondo de este caso. Hay aquí algú n misterio profundo. Pero ¿ quié n es la ví ctima esta vez?

—Eso es precisamente lo que nadie sabe decirnos. No ha sido identificado.

—¿ Dó nde está el cadá ver? —preguntó el mé dico.

Giraud se apartó un poco.

—Ahí, en el rincó n. Ha sido acuchillado en el corazó n, como usted ve. Y con la daga que fue robada ayer por la mañ ana. Imagino que el crimen siguió de cerca al robo..., pero esto es usted quien ha de decirlo. Puede manosear la daga sin reparos..., no contiene impresiones digitales.

El doctor se arrodilló junto al muerto y Giraud se volvió hacia el juez de instrucció n.

—Un problemita espinoso, ¿ verdad? Pero yo lo resolveré.

—¿ Es decir, que nadie sabe identificarle? —dijo el magistrado, pensativo—. ¿ No podrí a ser uno de los asesinos? Pueden haber disputado entre sí.

Giraud movió la cabeza.

—Este hombre es francé s... Estarí a dispuesto a jurarlo.

Pero en aquel momento fueron interrumpidos por el doctor, que se habí a sentado sobre sus talones con expresió n perpleja.

—¿ Ha dicho usted que fue muerto ayer por la mañ ana?

—Me guí o por el robo de la daga —explicó Giraud—. Puede, naturalmente, haber sido muerto má s tarde.

—¡ Má s tarde! ¡ Qué disparate! Hace por lo menos cuarenta y ocho horas que este hombre está muerto, y, probablemente, má s.

Y nos miramos unos a otros, mudos de asombro.


 



  

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