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CAPÍTULO DOCE



 

POIROT ACLARA ALGUNOS DETALLES

 

 

—¿ Por qué ha medido ese sobretodo? —le pregunté, con alguna curiosidad, al descender por el camino blanco y caluroso, sin prisa.

Parbleu!, para conocer su longitud —contestó mi amigo, imperturbable.

Me sentí mortificado. El incurable há bito de Poirot de sacar un misterio de las cosas má s mí nimas no dejaba nunca de irritarme. Volvió a quedarse callado y yo continué con mis propios pensamientos. Aunque no le presté, de momento, una atenció n especial, las palabras: «Despué s de todo, esto no tiene importancia... ahora», que madame Renauld habí a dirigido a su hijo, volví an ahora a mi memoria con un nuevo sentido.

¿ Qué habí a querido expresar con ellas? Las palabras eran enigmá ticas, significativas. ¿ Era posible que supiera má s de lo que suponí amos? Habí a negado todo conocimiento de la misteriosa misió n que su esposo habí a querido confiar a su hijo. Pero ¿ era, en realidad, menos ignorante de lo que fingí a ser? ¿ Hubiera podido iluminarnos, si así lo hubiese querido, y era su silencio parte de un plan cuidadosamente concebido y preparado?

Cuanto má s lo pensaba, má s inclinado me sentí a a creer que mis sospechas estaban bien fundadas. Madame Renauld sabí a má s de lo que querí a admitir. La sorpresa experimentada al ver a su hijo la habí a hecho descubrirse, momentá neamente. Me sentí convencido de que conocí a, si no la identidad de los asesinos, por lo menos, el motivo del asesinato. Algunas consideraciones muy poderosas debí an de haberla obligado a guardar silencio.

—Está usted sumido en pensamientos profundos, amigo mí o —observó Poirot—. ¿ Qué le interesa de este modo?

Se lo comuniqué, seguro de que me hallaba en terreno firme, aunque esperando que se riese de mis sospechas. Pero vi con sorpresa que hací a una lenta señ a afirmativa.

—Tiene usted mucha razó n, Hastings. Desde el principio he tenido la seguridad de que se callaba algo. En el primer momento sospeché de ella, si no como instigadora, por lo menos, como encubridora del crimen.

—¿ Que sospechó de ella?

—Ciertamente. Habí a una enorme ventaja para ella... En realidad, con este nuevo testamento, ella es la ú nica beneficiada. Y así, desde el principio fue objeto preferido de mi atenció n. Pudo usted observar que no tardé en aprovechar la oportunidad de examinar sus muñ ecas. Querí a saber si habí a alguna probabilidad de que se hubiese atado y amordazado ella misma. Pero no; vi en seguida que no habí a allí engañ o: las cuerdas habí an sido apretadas de tal modo que habí an mordido en la carne. Esto eliminaba la posibilidad de que ella sola hubiese cometido el crimen. Pero no la de que lo hubiese encubierto o inspirado con la colaboració n de un có mplice. Por otra parte, el relato de los hechos, tal como ella lo hizo, me era singularmente familiar... Los hombres enmascarados que ella no pudo reconocer y la menció n de «el secreto»... Yo tení a noticia o habí a leí do todo eso antes. Otro pequeñ o detalle me confirmó en mi creencia de que no decí a la verdad. El reloj de pulsera, Hastings... ¡ el reloj de pulsera!

¡ Otra vez el reloj de pulsera! Poirot estaba mirá ndome curiosamente.

—¿ Lo ve, amigo mí o? ¿ Comprende usted?

—No —contesté, algo malhumorado—. Ni veo ni comprendo. Forja usted todos esos malditos misterios, y es inú til pedirle que los explique. Le gusta tener siempre algo escondido en la manga hasta el ú ltimo momento.

—No se enfade, amigo —dijo é l con una sonrisa—. Se lo explicaré, si lo desea, pero ni una palabra a Giraud, ¿ está entendido? ¡ Me trata como un anticuado sin importancia! ¡ Ya veremos! Por un sentimiento ordinario de lealtad le di un indicio. Si prefiere no tenerlo en cuenta, allá é l.

Le aseguré a Poirot que podí a contar con mi discreció n.

—¡ Está bien! Hagamos uso, entonces, de nuestras pequeñ as cé lulas grises. Dí game, amigo: ¿ a qué hora tiene usted entendido que se desarrolló la tragedia?

—¡ Có mo! Alrededor de las dos de la madrugada —le contesté con asombro—. Usted recordará que madame Renauld nos dijo que habí a oí do dar la hora en el reloj cuando los hombres estaban en la habitació n.

—Exactamente, y, fundá ndose en esto, el juez de instrucció n, Bex y todos los demá s aceptan esta hora sin ulterior examen. Pero yo, Hé rcules Poirot, digo que madame Renauld mintió. El crimen se cometió, por lo menos, dos horas antes.

—Pero los mé dicos...

—Los mé dicos declararon, despué s de examinar el cadá ver, que la muerte habí a ocurrido entre diez y siete horas antes de este examen. Amigo mí o, por alguna razó n imperiosa, convení a que el crimen pareciese cometido má s tarde de la hora verdadera. ¿ No ha leí do usted algo acerca de relojes de bolsillo o de pared que, habiendo sido rotos, han revelado el momento exacto en que ha tenido lugar un crimen? Para que este momento exacto no dependiese ú nicamente del testimonio de madame Renauld alguien adelantó hasta las dos las agujas del reloj de pulsera y lo tiró luego al suelo con violencia. Pero como sucede muchas veces, el tiro les ha salido por la culata. El cristal se rompió, pero la má quina no recibió dañ o alguno. Fue una maniobra desastrosa para ellos, pues inmediatamente se fijó mi atenció n sobre dos detalles: primero, que madame Renauld estaba mintiendo, y segundo, que habí a alguna razó n de vital importancia para retrasar la hora aparente del crimen.

—Pero ¿ qué razó n podí a haber?

—¡ Ah!, ¡ é ste es el problema! Aquí tenemos todo el misterio. Hasta ahora, no puedo explicarlo. Só lo una idea se me ofrece que pudiera tener relació n con é l.

—¿ Y é sta es...?

—Que el ú ltimo tren salí a de Merlinville a las doce y diecisé is minutos.

Y lentamente, continué su razonamiento:

—De suerte que el que tomase este tren tení a una magní fica coartada contra la sospecha de haber sido autor de un crimen que aparecí a cometido a las dos.

—¡ Perfectamente, Hastings! ¡ Usted lo ha dicho! Me levanté de un salto.

—Pero ¡ debemos investigar en la estació n! ¡ Seguramente no dejaron de advertir a dos extranjeros salidos en ese tren! ¡ Debemos ir allí inmediatamente!

—¿ Eso cree usted, Hastings?

—Naturalmente. Vá monos ahora.

Poirot contuvo mi ardor tocá ndome ligeramente en el brazo.

—Vaya, si así lo desea, amigo mí o; pero yo no pedirí a detalles de dos extranjeros.

Le miré y é l me dijo, con alguna impaciencia:

La, la!, usted no cree una palabra de toda esa jerigonza, ¿ verdad? ¡ Los hombres enmascarados y el resto de la historieta!

Sus palabras me desconcertaron de tal modo que apenas supe qué contestar. É l continuó serenamente:

—¿ No recuerda haberme oí do decirle a Giraud que todos los detalles de este crimen me eran familiares? Pues bien, ello supone una de estas dos cosas: o que el plan de aquel crimen y el de é ste han salido del mismo cerebro, o que el autor del crimen presente recordaba la lectura del otro en una colecció n de causas cé lebres y ha copiado los detalles. Podré decirlo de un modo definitivo despué s de... —y se interrumpió.

Yo estaba resolviendo varias cosas en mi mente.

—Pero ¿ y la carta de Renauld? —dije—. ¡ En ella se mencionan claramente un secreto y Santiago de Chile!

—No hay duda de que habí a un secreto en la vida de Renauld. Por otra parte, la palabra Santiago es en mi concepto un reclamo, que se arrastra continuamente a travé s de la pista que seguimos, para desorientarnos. Es posible que se haya utilizado con el mismo objeto para evitar que Renauld dirigiese sus sospechas a un lugar má s cercano. ¡ Oh, tenga la seguridad, Hastings, de que el peligro que le amenazaba no estaba en Santiago, sino mucho má s pró ximo: en Francia!

Hablaba con acento tan grave y seguro que no pude dejar de sentirme convencido. Pero intenté una objeció n final:

—¿ Y la cerilla y el cigarrillo encontrados cerca del cadá ver? ¿ Qué me dice de ellos?

El rostro de Poirot se iluminó con un destello de pura satisfacció n.

—¡ Colocados allí! ¡ Colocados allí para que los encontrasen Giraud o alguien de su tribu! ¡ Ah, Giraud es listo y sabe bien su lecció n! Tambié n la sabe un perro amaestrado. Y se mete por aquí tan satisfecho de sí mismo. Ha estado horas enteras arrastrá ndose por el suelo. «Ved lo que he encontrado», dice. Y luego se dirige a mí: «¿ Qué ve usted aquí? » Y yo le contesto con perfecta y profunda sinceridad: «Nada. » Y Giraud, el gran Giraud, pensando para sí mismo, murmura: «¡ Oh, ese viejo imbé cil! » Pero ya veremos...

No obstante, mi atenció n se habí a vuelto hacia los hechos principales.

—Entonces, toda esta historia de los hombres enmascarados es...

—Es falsa.

—¿ Qué ocurrió en realidad?

Poirot encogió los hombros.

—Una persona podrí a decí rnoslo: madame Renauld. Pero no hablará. Ni los ruegos ni las amenazas le hará n efecto. Es una mujer notable, Hastings. Tan pronto como la vi, me percaté de que tení a que habé rmelas con una dama de cará cter desusado. Al principio, como se lo dije a usted, estaba inclinado a sospechar que habí a participado en el crimen. Luego he modificado mi opinió n.

—¿ Qué le hizo modificar su opinió n?

—Su espontá neo y auté ntico dolor a la vista del cadá ver de su esposo. Podrí a jurar que la congoja revelada por aquel grito era auté ntica

—Sí —dije, reflexionando—; estas cosas no se fingen.

—Con su perdó n, amigo mí o..., siempre puede uno equivocarse. Observe a una gran actriz: ¿ no finge el dolor de un modo que le arrebata a usted, y le da la impresió n de la realidad? No; por fuertes que fuesen mi propia impresió n y mi creencia, no me permití darme por satisfecho sin otras pruebas. Un gran criminal puede ser un gran actor. En el caso presente, fundo mi certidumbre no en mi propia impresió n, sino en el hecho innegable de que madame Renauld verdaderamente se desmayó. Levanté sus pá rpados y le tomé el pulso. No habí a engañ o..., el desmayo era auté ntico. Por tanto, quedaba comprobada la realidad de su congoja. Ademá s, hay otro pequeñ o detalle adicional sin interé s, y es que madame Renauld no necesitaba hacer ostentació n de un dolor sin lí mites. Habí a tenido un arrebato al ser informada de la muerte de su marido y no necesitaba simular otra crisis violenta al contemplar su cadá ver. No; madame Renauld no ha asesinado a su marido. Pero ¿ por qué ha mentido? Ha mentido en lo del reloj de pulsera, ha mentido al hablar de los hombres enmascarados... y ha mentido en otra cosa. Dí game, Hastings: ¿ Cuá l es su explicació n de la puerta abierta?

—Bueno —dije con alguna turbació n—. Supongo que fue un descuido. Se olvidaron de cerrarla.

Poirot movió la cabeza con un suspiro.

—É sa es la explicació n de Giraud. A mí no me satisface. Esta puerta abierta tiene un significado que, de momento, no puedo penetrar. De una cosa estoy bien seguro: de que no salieron por la puerta. Salieron por la ventana.

—¡ Có mo!

—Precisamente.

—Pero en el arriate del jardí n de abajo no habí a huellas de pisadas.

—No...; y tení a que haberlas. Escú cheme, Hastings: el jardinero, Augusto, como usted mismo se lo oyó decir, habí a plantado los dos cuadros en la tarde anterior. En uno de ellos hay multitud de impresiones de sus grandes botas claveteadas...; en el otro, ¡ ninguna! ¿ Comprende? Alguien pasó por allí, alguien que para borrar las huelas alisó la superficie del cuadro con un rastrillo.

—¿ De dó nde sacaron el rastrillo?

—Del mismo sitio que sacaron la azada y los guantes del jardinero —contestó Poirot, impaciente—. No hay dificultad sobre este punto.

—¿ Qué le hace creer que salieron por allí, de todos modos? Seguramente, es má s probable que entrasen por la ventana y saliesen por la puerta... A mí me parece má s ló gico.

—Esto es posible, desde luego. Sin embargo, me parece mucho má s que salieron por la ventana.

—Creo que se equivoca.

—Quizá sí, amigo mí o.

Me quedé reflexionando sobre el nuevo campo de conjeturas que las deducciones de Poirot habí an abierto ante mí. Recordé mi sorpresa al oí rle aludir misteriosamente el cuadro del jardí n y al reloj de pulsera. Sus observaciones me habí an parecido entonces desprovistas de sentido, y ahora, por primera vez, me daba cuenta de la notable sutileza con que, partiendo de algunos ligeros incidentes, habí a aclarado buena parte del misterio que envolví a el caso. Y rendí a mi amigo un retrasado homenaje.

—Entre tanto —dije, siempre reflexionando—, aunque sepamos mucho má s que antes, no estamos má s cerca de la solució n del problema de quié n mató a Renauld.

—No —cedió Poirot con buen humor—. Lo cierto es que estamos mucho má s lejos.

Y el hecho parecí a inspirarle una satisfacció n tan extrañ a, que le miré sorprendido. É l tropezó con esta mirada y sonrió.

De pronto se me ocurrió una idea.

—¡ Poirot! ¡ Ahora lo veo! ¡ Madame Renauld debe de estar protegiendo a alguien!

Por la calma con que recibió mi observació n, pude ver que aquella idea ya se le habí a ocurrido a é l.

—Sí —asintió con aire pensativo—. Está protegiendo a alguien... o sirvié ndole de pantalla. Una de las dos cosas.

Luego, al entrar en nuestro hotel, me recomendó silencio con un gesto.


 



  

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