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CAPÍTULO ONCE. JACK RENAULD



CAPÍ TULO ONCE

JACK RENAULD

 

 

Me serí a imposible decir qué curso hubiera tomado la conversació n, pues en aquel momento se abrió la puerta con violencia y se precipitó en la habitació n un hombre joven.

Por un breve instante tuve la sensació n pavorosa de que habí a vuelto a la vida el muerto. Luego me di cuenta de que en su oscura cabeza no habí a ningú n reflejo gris, y que, en realidad, no era má s que un muchacho el que con tan poca ceremonia se habí a reunido con nosotros. Este muchacho se dirigió a madame Renauld tan impetuosamente que no prestó atenció n a la presencia de las otras personas.

—¡ Madre!

—¡ Jack! —y con un grito, ella le estrechó en sus brazos—. ¡ Hijo querido! Pero ¿ qué te trae aquí? ¿ No debí as salir de Cherburgo, en el Anzora, hace dos dí as? —luego, recordando de pronto la presencia de los demá s, se volvió con cierta dignidad—: Mi hijo, señ ores.

—¡ Ahá! —exclamó Hautet, correspondiendo a la reverencia del joven—. ¿ Es decir, que no partió usted en el Anzora...

No, señ or. Ya iba a explicarlo: el Anzora retrasó su salida veinticuatro horas a causa de una averí a de la má quina. Yo iba a salir anoche, en lugar de anteanoche; pero habiendo comprado un diario de la tarde, encontré en é l el relato de..., de la horrible tragedia que hemos tenido... —y su voz se quebró, mientras acudí an las lá grimas a sus ojos—. ¡ Pobre padre mí o!... ¡ Pobre, pobre padre mí o!

Mirá ndole como una persona que sueñ a, madame Renauld repitió:

—Es decir, que no partiste... —y con un gesto de fatiga infinita murmuró como para sí misma—: Despué s de todo, esto no tiene importancia... ahora.

—Sié ntese, monsieur Renauld, se lo ruego —dijo Hautet, indicando una silla—. Le doy la seguridad de mi profunda simpatí a. Debe usted de haber sufrido una impresió n terrible al conocer la noticia de este modo. Sin embargo, ha sido mucha suerte que no pudiera partir. Tengo la esperanza de que podrá darnos la informació n que necesitamos para aclarar este misterio.

—Estoy a su disposició n. Há game las preguntas que desee.

—Para empezar, tengo entendido que este viaje lo emprendió usted por voluntad de su padre...

—Exactamente, señ or. Recibí un telegrama en el que me ordenaba continuar sin demora hasta Buenos Aires y desde allí, por los Andes, a Valparaí so y a Santiago.

—¡ Ah! ¿ Y el objeto de este viaje?

—No tengo idea.

—¡ Có mo!

—No. Vea el telegrama.

El magistrado lo tomó y leyó en voz alta:

 

«Continú a inmediatamente Cherburgo embarca Anzora zarpa Buenos Aires. Ú ltimo destino Santiago. Te esperan nuevas instrucciones Buenos Aires. No fracases. Asunto de la mayor importancia. Renauld»

 

—¿ Y no habí a habido correspondencia anterior sobre el asunto?

Jack Renauld movió la cabeza.

—No tengo má s indicio que é ste. Sabí a, por supuesto, que habiendo vivido allí tanto tiempo, mi padre tení a necesariamente muchos intereses en Amé rica del Sur. Pero nunca habí a hablado de enviarme a mí a aquel paí s.

—¿ Usted habrá pasado, como es natural, mucho tiempo en Amé rica del Sur, monsieur Renauld?

—Estuve allí en mi infancia. Pero me eduqué y pasé la mayor parte de mis vacaciones en Inglaterra, de suerte que, en realidad, conozco de Amé rica del Sur mucho menos de lo que podrí a suponerse. Ya lo ven ustedes, cuando empezó la guerra tení a yo diecisiete añ os.

—Sirvió en la Aviació n inglesa, ¿ verdad?

—Sí, señ or.

Hautet hizo un signo afirmativo y continuó su interrogatorio, ahora conforme a los datos bien conocidos. Contestá ndolo, Jack Renauld manifestó claramente que no sabí a nada de ninguna enemistad que su padre hubiera podido contraer en Santiago ni en ningú n otro lugar de aquel continente; que no habí a advertido ú ltimamente cambio alguno en la manera de conducirse de su padre, ni le habí a oí do nunca referirse a ningú n secreto. La misió n a Amé rica del Sur le habí a considerado como relacionada con intereses de negocios.

Habié ndose detenido un momento Hautet, intervino la voz tranquila de Giraud:

—Desearí a hacer algunas preguntas por mi cuenta, señ or juez.

—No hay inconveniente, Giraud, si así lo desea —dijo el magistrado frí amente.

Giraud acercó un poco su silla a la mesa.

—¿ Estaba usted en buenos té rminos con su padre, monsieur Renauld?

—Ciertamente, estaba en buenos té rminos —contestó el muchacho con altanerí a.

—¿ Afirma esto positivamente?

—Sí.

—Sin pequeñ as disputas, ¿ verdad?

Jack encogió los hombros.

—Todo el mundo puede tener una diferencia de opinió n de cuando en cuando.

—Es claro, es claro. Pero si alguien asegurase que en la ví spera de su partida para Parí s tuvo usted una disputa violenta con su padre, ¿ mentirí a?

No pude menos de admirar la habilidad de Giraud. Su jactancia al decir que estaba informado de todo no habí a sido vana. Era claro que aquella pregunta habí a desconcertado a Jack Renauld.

—Tuvimos..., tuvimos una disputa —admitió.

—¡ Ah! ¡ Una disputa! Y en el curso de esta disputa, ¿ no pronunció usted la frase: «Cuando esté s muerto podré hacer lo que quiera»?

—Pude haberla pronunciado —murmuró Jack—. No lo sé en realidad.

—Contestando a la cual, ¿ no dijo su padre: «Pero no estoy muerto todaví a», a lo que usted replicó: «¡ Ojalá lo estuvieras! »?

El muchacho no contestó. Sus manos jugaban nerviosamente con los objetos colocados sobre la mesa que tení a enfrente.

—Debo pedir una contestació n. Há game el favor, monsieur Renauld —dijo Giraud con dureza.

Con iracunda exclamació n, el muchacho echó fuera de la mesa un pesado cortapapeles.

—¿ Qué importa eso? Es igual que lo sepa usted. Sí, tuve una disputa con mi padre. Y me atrevo a afirmar que dije todas estas cosas... ¡ Estaba tan irritado que no puedo ni recordar lo que dije! ¡ Estaba furioso!... ¡ Hubiera casi podido matarle en aquel momento! ¡ Tal como lo digo! ¡ Piense ahora lo que quiera! —y se recostó en la silla encendido y provocativo.

Giraud sonrió; luego, retirando un poco la silla, dijo:

—Nada má s. Sin duda, preferirá usted continuar el interrogatorio, Hautet.

—¡ Ah, sí, exactamente! —dijo Hautet—. ¿ Y cuá l era el motivo de su disputa?

—Esto me abstendré de declararlo.

Hautet se enderezó en su asiento.

—Monsieur Renauld —dijo con voz resonante—, ¡ no está permitido jugar con la ley! ¿ Cuá l fue el motivo de la disputa?

Jack Renauld permaneció callado, con su rostro juvenil malhumorado y sombrí o. Pero habló otra voz, imperturbable y tranquila, la voz de Hé rcules Poirot:

—Yo le informaré si lo desea, señ or juez.

—¿ Usted lo sabe?

—Ciertamente, lo sé. El motivo de la disputa fue mademoiselle Marta Daubreuil.

Jack se volvió bruscamente, sobresaltado. El magistrado se inclinó hacia adelante.

—¿ Es esto, monsieur Renauld?

El joven afirmó con la cabeza.

—Sí. Amo a mademoiselle Daubreuil y deseo casarme con ella. Tan pronto como le informé de esto, mi padre se puso furioso. Naturalmente, no pude soportar los insultos contra la muchacha a la que quiero, y tambié n perdí la serenidad.

Hautet se volvió hacia madame Renauld.

—¿ Conocí a usted este... afecto, señ ora?

—Lo temí a —contestó ella sencillamente.

—¡ Madre! —exclamó el muchacho—. ¿ Tú tambié n? Marta es tan buena como hermosa. ¿ Qué puedes tener contra ella?

—No tengo nada contra mademoiselle Daubreuil por ningú n concepto. Pero hubiera preferido que te casaras con una inglesa, y si era francesa, con otra ¡ que no tuviera una madre de antecedentes tan dudosos!

Y el rencor contra aquella madre se manifestó claramente en su voz; y esto me hizo comprender que debió de ser un trago muy amargo para ella el descubrimiento de las inclinaciones amorosas de su hijo hacia la hija de su rival.

Madame Renauld continuó, dirigié ndose al magistrado:

—Quizá hubiera debido hablar de ello a mi esposo, pero esperé que se tratase de una simple galanterí a entre un joven y una muchacha, que quedarí a olvidada, a lo mejor, no concedié ndole importancia. Ahora me acuso de mi silencio; pero como se lo he dicho a ustedes, parecí a mi esposo tan intranquilo y preocupado que quise, ante todo, evitarle nuevas inquietudes.

Hautet hizo una señ a afirmativa. En seguida, continuó:

—Cuando informó usted a su padre de sus intenciones acerca de mademoiselle Daubreuil, ¿ se mostró sorprendido?

—Pareció quedar desconcertado. En seguida me ordenó que me quitase semejante idea de la cabeza. Dijo que nunca darí a su consentimiento para este enlace. Irritado, le pregunté qué tení a contra mademoiselle Daubreuil. A esto no podí a dar una contestació n satisfactoria, pero habló en té rminos desdeñ osos del misterio que rodeaba a las vidas de la madre y de la hija. Le repliqué que yo me casarí a con Marta y no con sus antecedentes, pero me hizo callar gritá ndome que se negaba a discutir má s el asunto en ninguna forma. Habí a que darlo por terminado. La injusticia y la arbitrariedad de todo aquello me enloquecieron..., y má s aú n considerando que é l, por su parte, habí a parecido siempre desvivirse por ser atento con las Daubreuil y hasta propuso que se las invitase a visitar nuestra casa. Perdí la cabeza y tuvimos una seria disputa. Mi padre me recordó que para todo dependí a de é l, y creo que fue aquí cuando le hice la observació n de que, despué s de su muerte, harí a todo lo que me pareciese bien...

Poirot le interrumpió con una rá pida pregunta:

—¿ Sabí a usted entonces lo que su padre disponí a en su testamento?

—Sabí a que me dejaba a mí la mitad de su fortuna, y la otra mitad a mi madre, en fideicomiso, para que la recibiese yo cuando ella muriese.

—Continú e su relato —dijo el magistrado.

—Despué s de esto nos gritamos el uno al otro, furiosos, hasta que me di cuenta de pronto de que estaba en peligro de perder el tren de Parí s. Hube de correr a la estació n, rabioso todaví a. No obstante, una vez lejos de aquí, fui calmá ndome. Escribí a Marta, contá ndole lo que habí a ocurrido, y su contestació n acabó de serenarme. Me indicaba en ella que nos bastarí a mantenernos firmes y que así toda oposició n tendrí a que ceder al fin. Nuestro mutuo afecto tení a que ser puesto a prueba, y, cuando viesen que no era una ligera ilusió n por mi parte, sin duda se mostrarí an má s benignos con nosotros. Por supuesto, a ella no le habí a comunicado cuá l era la objeció n principal de mi padre a nuestra unió n. Pronto comprendí que no favorecerí a mi causa haciendo uso de la violencia.

—Para pasar a otro asunto: ¿ conoce usted el apellido Duveen, monsieur Renauld?

—¿ Duveen? —dijo Jack—. ¿ Duveen? —e incliná ndose hacia delante recogió lentamente el cortapapeles que antes habí a echado fuera de la mesa. Al levantar la cabeza tropezaron sus ojos con la mirada observadora de Giraud—. ¿ Duveen? No; no puedo decir que lo conozca.

—¿ Quiere leer esta carta, monsieur Renauld, y decirme si tiene idea de quié n fue la persona que se la dirigió a su padre?

Jack Renauld tomó la carta y la leyó del principio al fin, subiendo entre tanto el color de su rostro.

—¿ Que se la dirigió a mi padre?

Y eran evidentes la emoció n e indignació n de su tono.

—Sí. La encontramos en el bolsillo de su gabá n.

—¿ Sabe...? —y vaciló, moviendo los ojos en la direcció n de su madre por una fracció n de segundo.

El magistrado comprendió.

—Hasta ahora, no. ¿ Puede usted darnos algú n indicio de la persona que la escribió?

—No tengo la menor idea.

Hautet suspiró.

—Un caso muy misterioso. ¡ Ah!, bien: supongo que podemos prescindir ya de la carta por ahora. A ver... ¿ Dó nde está bamos? ¡ Oh!, el arma. Me temo que esto vaya a causarle pena, monsieur Renauld. Tengo entendido que era un presente de usted a su madre. Muy triste..., muy desconsolador...

Jack Renauld se inclinó hacia delante. Su rostro, que se habí a encendido durante la lectura de la carta, estaba ahora mortalmente pá lido.

—¿ Quiere usted decir que mi padre fue..., fue muerto con un cortapapeles hecho de cable de aeroplano? Pero ¡ esto es imposible! ¡ Un objeto tan pequeñ o!...

—¡ Ay, monsieur Renauld, es muy cierto, por desgracia! Me temo que es un pequeñ o instrumento ideal. Afilado y fá cil de manejar.

—¿ Dó nde está? ¿ Puedo verlo? ¿ Está aú n en el.., en el cuerpo?

—¡ Oh!, no. Ha sido retirado. ¿ Desea verlo? ¿ Para asegurarse? Quizá serí a conveniente, aunque la señ ora lo ha identificado ya. Sin embargo... Bex, ¿ puedo molestarle?

—Desde luego. Voy a recogerlo.

—¿ No serí a mejor acompañ ar a monsieur Renauld al cobertizo? —propuso Giraud con voz suave—. ¿ Sin duda deseará ver los restos de su padre?

El muchacho se estremeció e hizo un gesto negativo, y el magistrado, siempre dispuesto a contrariar a Giraud en cuantas ocasiones se ofreciesen, contestó:

—No...; no, en este momento. Bex tendrá la amabilidad de traernos la daga aquí.

El comisario salió de la habitació n. Stonor vino al lado de Jack y le estrechó la mano con fuerza. Poirot se habí a levantado y se ocupaba de enderezar un par de candeleros que sus ojos expertos le hací an ver en posició n ligeramente torcida. El magistrado estaba releyendo la carta amorosa, aferrá ndose asu primera hipó tesis de celos y una cuchillada en la espalda.

De pronto se abrió la puerta con violencia y se precipitó el comisario en la habitació n.

—¡ Señ or juez! ¡ Señ or juez!

—¡ Có mo! ¿ Qué pasa?

—¡ La daga! ¡ No está allí!

—¿ Que..., que no está allí?

—No, señ or. ¡ Ha desaparecido! El jarro de cristal que la contení a está vací o.

—¿ Qué dice? —exclamé yo ahora—. Imposible. Pero si esta misma mañ ana he visto... —y las palabras se apagaron en mi garganta.

Pero ya me habí a convertido en objeto de la atenció n general.

—¿ Qué decí a usted? —exclamó el comisario—. ¿ Esta mañ ana...?

—La he visto allí esta mañ ana —señ alé lentamente—; hace cosa de hora y media, para precisar má s.

—¿ Ha ido usted al cobertizo entonces? ¿ Có mo ha obtenido la llave?

—Se la he pedido al guardia.

—¿ Y ha ido allí? ¿ Por qué?

Vacilé, pero decidí al fin que lo ú nico que podí a hacer era revelarlo todo.

—Hautet —dije—, he cometido una falta grave por la que debo suplicar su indulgencia.

—Continú e usted.

—El caso es —dije, deseando encontrarme en cualquier parte menos donde me encontraba— que he visto a una señ orita conocida mí a. Esta señ orita ha dado muestras de un gran deseo de ver cuanto pudiera verse, y yo...; bien, en una palabra: he cogido la llave para mostrarle el cadá ver.

—¡ Ah! —exclamó el magistrado con indignació n—. Efectivamente es una falta grave la que ha cometido usted, capitá n Hastings. Esto es extremadamente irregular. No debiera usted haberse permitido esta locura.

—Lo sé —contesté mansamente—. No puede usted usar palabras demasiado severas, señ or juez.

—¿ Usted no habí a invitado a esta dama a venir aquí?

—No, ciertamente. Nuestro encuentro ha sido puramente accidental. Es una joven inglesa que está accidentalmente en Merlinville, aunque yo lo ignoraba, hasta mi inesperado encuentro con ella.

—Bueno, bueno —cortó el magistrado, ablandá ndose—. Esto era muy irregular, pero la dama es joven y guapa, sin duda. ¡ Qué hermosa es la juventud! —y lanzó un suspiro sentimental.

Pero el comisario, menos romá ntico y má s prá ctico, tomó el hilo de la historia.

—¿ Y no ha cerrado usted la puerta con llave al retirarse?

—De esto se trata, precisamente —contesté despacio—; de esto es de lo que me acuso con má s severidad. Mi amiga se trastornó ante aquel cuadro y casi se desmayó. Fui, pues, a buscar brandy y un vaso de agua, e insistí en acompañ arla hasta la població n. En medio de mi excitació n, me olvidé de volver a cerrar la puerta, hasta que estuve de regreso en la villa.

—Es decir, que a lo menos por espacio de veinte minutos... —dijo el comisario lentamente, y se detuvo.

—Exactamente —añ adí yo.

—Veinte minutos —repitió el comisario, pensativo.

—Es deplorable —dijo Hautet, recobrando su dureza—. Sin precedentes.

De repente se oyó otra voz:

—¿ Lo encuentra usted deplorable? —preguntó Giraud.

—Ciertamente, lo encuentro.

—¡ Pues yo lo encuentro admirable! —dijo el otro sin inmutarse.

La intervenció n de aquel aliado inesperado me aturdió.

—¿ Admirable, Giraud? —preguntó el magistrado, mirá ndole con el rabo del ojo.

—Precisamente.

—¿ Y por qué?

—Porque ahora sabemos que hace só lo una hora que ha estado cerca de la villa el asesino, o un có mplice del asesino. Serí a extrañ o que, con esta informació n, no le echá semos el guante muy pronto —dijo con acento de amenaza en la voz; y continuó —: Ha corrido un gran riesgo para apoderarse de esta daga. Quizá temí a que se descubriesen en ella impresiones digitales.

Poirot se volvió hacia Bex.

—¿ No dijo usted que no las habí a?

Giraud encogió los hombros.

—Quizá no estuviera seguro.

Poirot le observaba.

—Está usted equivocado, Giraud. El asesino llevaba guantes. Por tanto, debí a estar seguro.

—No digo que fuese el mismo asesino. Pudo haber sido un có mplice que no se dio cuenta del hecho.

El oficial de secretarí a del magistrado estaba recogiendo los papeles de la mesa. Hautet se dirigió a nosotros:

—Nuestro trabajo aquí ha terminado. Quizá, monsieur Renauld, querrá usted escuchar la lectura de su declaració n. A propó sito, he mantenido el procedimiento con las menores formalidades posibles. Se ha dicho que mis mé todos son originales, pero sostengo que la originalidad tiene muchas ventajas. El caso está ahora en las há biles manos del famoso monsieur Giraud. Sin duda que va a distinguirse. ¡ Realmente, no comprendo có mo no ha echado ya el guante a los asesinos! Señ ora, una vez má s le ofrezco el testimonio de mi sincera simpatí a. Señ ores, les doy a todos ustedes los buenos dí as.

Y salió acompañ ado del oficial y del comisario.

Poirot sacó del bolsillo un reloj que parecí a un nabo y miró la hora.

—Vamos a regresar al hotel para almorzar, amigo mí o —dijo—. Y me contará detalladamente las indiscreciones de esta mañ ana. Nadie nos observa. No necesitamos despedirnos.

Salimos tranquilamente de la habitació n. El juez de instrucció n acababa de alejarse en su coche. Estaba yo bajando los peldañ os cuando me detuvo la voz de Poirot:

—Un momentito, amigo mí o —y diestramente sacó un metro y, con perfecta solemnidad, tomó la medida de un gabá n colgado en el vestí bulo, del cuello al borde inferior. Yo no lo habí a advertido antes y pensé que debí a de pertenecer a Stonor o a Jack Renauld.

Luego, con un ligero gruñ ido de satisfacció n, Poirot se guardó de nuevo el metro y me siguió fuera, al aire libre.


 



  

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