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CAPÍTULO DIEZ



 

GABRIEL STONOR

 

 

El hombre que entró en la habitació n ofrecí a una figura impresionante. Muy alto, atlé tico y bien proporcionado y con el rostro y cuello bronceados, dominaba a las personas allí reunidas. A su lado, el mismo Giraud parecí a ané mico. Cuando le reconocí mejor, me di cuenta de que Gabriel Stonor tení a una personalidad desusada. Era inglé s de nacimiento, y habí a recorrido todo el mundo. Habí a cazado fieras en Á frica y viajado por Corea; habí a tenido un rancho en California y comerciado en las islas de los mares del Sur.

Su mirada inefable se fijó en Hautet.

—¿ El señ or juez de instrucció n encargado del caso? Tengo mucho gusto en verle. Es é ste un asunto terrible. ¿ Có mo está madame Renauld? ¿ Lo resiste bien? Esta desgracia habrá causado una horrible impresió n.

—Terrible, terrible —accedió Hautet—. Permí tame que le presente a monsieur Bex, nuestro comisario de Policí a, y a monsieur Giraud, de la Sû reté. Este caballero es monsieur Hé rcules Poirot. Monsieur Renauld le envió a buscar, pero llegó demasiado tarde para poder hacer algo que evitase la tragedia. Un amigo de monsieur Poirot: el capitá n Hastings.

Stonor miró a Poirot con algú n interé s.

—¿ Le envió a buscar?

—Entonces, ¿ no sabí a usted que monsieur Renauld pensaba en llamar a un detective? —preguntó Bex, interviniendo.

—No, no lo sabí a. Pero no me sorprende poco ni mucho.

—¿ Por qué?

—Porque el pobre señ or estaba azarado. No sé de qué se trataba. No me habí a hecho ninguna confidencia. No está bamos en estos té rminos. Pero azarado sí lo estaba..., y de mala manera.

—¡ Hum!... —dijo Hautet—. Pero ¿ no tiene usted idea de la causa?

—Así acabo de decirlo, señ or.

—Excú seme, monsieur Stonor, pero debemos comenzar con algunas formalidades. ¿ Se llama usted?

—Gabriel Stonor.

—¿ Cuá nto tiempo hací a que era usted secretario de monsieur Renauld?

—Unos dos añ os. Desde que regresó de Amé rica del Sur. Le conocí por mediació n de un amigo comú n, y é l me ofreció el cargo. Y era un amo extraordinariamente bueno.

—¿ Hablaba mucho con usted sobre su vida en Amé rica del Sur?

—Sí; bastante.

—¿ Sabe si estuvo alguna vez en Santiago de Chile?

—Varias veces, por lo que creo.

—¿ No mencionaba nunca algú n incidente especial ocurrido allí?... ¿ Algo que hubiera podido provocar alguna venganza contra é l?

—Nunca.

—¿ Habló de algú n secreto que hubiera conocido mientras estaba allí?

—No, que yo recuerde. Pero con todo esto, lo cierto es que habí a algú n misterio en su vida. Por ejemplo, nunca le oí hablar de su infancia ni de ningú n incidente anterior a su llegada a Amé rica del Sur. Creo que era francé s, canadiense de nacimiento, pero nunca aludí a a su vida en el Canadá. Sabí a cerrarse como una almeja, si esto le convení a.

—Es decir, que dentro de lo que usted sabe, no tení a enemigos, y no puede darnos el rastro de ningú n secreto por cuya posesió n hubiera podido ser asesinado...

—Así es.

—Monsieur Stonor, ¿ ha oí do usted alguna vez el nombre de Duveen en relació n con monsieur Renauld?

—Duveen, Duveen... —pronunció, intentado despertar sus recuerdos—. No creo haberlo oí do y, sin embargo, me parece conocerlo.

—¿ Conoce usted a una dama, una amiga de monsieur Renauld, cuyo nombre de pila es Bella?

De nuevo movió la cabeza Stonor.

—¿ Bella Duveen? ¿ Es é ste el nombre completo? Es curioso. Estoy seguro de conocerlo. Pero de momento no puedo recordar con qué se relaciona.

El magistrado tosió.

—Usted comprende, monsieur Stonor, que el caso es é ste: no debe haber reservas. Podrí a usted quizá por un sentimiento de consideració n a madame Renauld (a la que, segú n tengo entendido, profesa usted gran estimació n y afecto, ¡ y en realidad lo merece! ) —y Hautet, ligeramente embrollado en su frase, repitió —: No debe haber reservas, en absoluto.

Stonor le miró y apareció en sus ojos un destello de comprensió n.

—No le entiendo bien —dijo con tono amable—. ¿ Qué tiene que ver con esto madame Renauld? Tengo un inmenso respeto y afecto por esta dama; es un cará cter verdaderamente admirable y poco frecuente, pero no acierto a ver có mo pudiera afectarla mi reserva o mi falta de reserva...

—¿ Y si esta Bella Duveen resultase haber sido algo má s que una amiga para su esposo?

—¡ Ah! —saltó Stonor—. Ahora sí le entiendo. Pero apuesto lo que usted quiera a que está equivocado. El buen señ or jamá s miraba unas enaguas. Adoraba, sencillamente, a su propia esposa. Eran la pareja má s unida que he conocido.

Hautet movió la cabeza con suavidad.

—Monsieur Stonor, tenemos una prueba definitiva..., una carta amorosa escrita por esta Bella a monsieur Renauld acusá ndole de haberse cansado de ella. Ademá s, tenemos otras pruebas de que en la fecha de su muerte sostení a una intriga con una francesa, una tal madame Daubreuil, que tiene arrendada la villa inmediata. Los pá rpados del secretario se contrajeron.

—Espere, señ or juez. Está n ustedes ladrando a la luna. Yo conocí a bien a Pablo Renauld. Lo que acaba usted de decir es radicalmente imposible. Hay alguna otra explicació n.

El magistrado encogió los hombros.

—¿ Qué otra explicació n puede haber?

—¿ Qué le hace a usted pensar que se trata de una intriga amorosa?

—Madame Daubreuil tení a la costumbre de visitarle aquí por las noches. Por otra parte, desde que monsieur Renauld vino a la Villa Genevié ve, madame Daubreuil ha ingresado en el Banco cantidades importantes en billetes. El importe total alcanza a cuatro mil libras de su moneda inglesa.

—Me figuro que esto es verdad —dijo tranquilamente—. Yo le he transmitido estas sumas en billetes por orden suya. Pero esto no era una intriga.

—¿ Qué otra cosa podrí a ser?

—¡ Un chantaje! —-declaró Stonor con energí a, dando un manotazo sobre la mesa—. Eso era y no otra cosa.

—¡ Ah! —exclamó el magistrado, impresionado a su pesar.

—Un chantaje —repitió Stonor—. Estaban sangrando al pobre señ or..., y a grandes dosis. Cuatro mil libras en un par de meses. ¡ Canastos! Le he dicho hace un momento que habí a algú n misterio en la vida de Renauld. Evidentemente, esta madame Daubreuil lo conocí a bastante para apretar el tornillo.

—Es posible —exclamó el comisario, excitado—. Decididamente, es posible.

—¿ Posible? —gritó Stonor—. Es seguro. Dí game: ¿ han preguntado a madame Renauld acerca de esa aventurilla amorosa de que me hablan?

—No, señ or. No querí amos ocasionarle ninguna angustia que razonablemente pudiera evitá rsele.

—¿ Angustia? Pero si se reirí a de ustedes... Les digo que ella y Renauld eran la pareja modelo entre cien.

—¡ Ah! Esto me recuerda otra cuestió n —dijo Hautet—. ¿ Le habí a confiado a usted algo Renauld acerca de las disposiciones tomadas en su testamento?

—Lo conozco bien... Me encargó que se lo llevara a los abogados cuando lo tuvo redactado. Puedo darles los nombres de estos señ ores, si quieren verlo. Lo tení an allí. Muy sencillo: la mitad de los bienes, a su esposa, en fideicomiso; la otra mitad, a su hijo. Algunos legados. Me parece que a mí me dejaba mil libras.

—¿ En qué fecha se hizo este testamento?

—¡ Oh!, hace cosa de añ o y medio.

—¿ Le sorprenderí a a usted mucho, monsieur Stonor, saber que Renauld hizo otro testamento dentro de la pasada quincena?

Era evidente que la noticia sorprendió al secretario.

—No tení a idea de esto. ¿ En qué forma?

—Su esposa queda heredera libre de toda su vasta fortuna. No hace menció n de su hijo.

Stonor dejó oí r un largo silbido.

—Esto me parece algo duro para el muchacho. Su madre le adora, por supuesto; pero, ante el mundo, hace el efecto de falta de confianza por parte de su padre. Resultará humillante para el chico. No obstante, todo ello viene a demostrar lo que les he dicho a ustedes: que Renauld y su esposa viví an en perfecta unió n.

—En efecto, en efecto —dijo Hautet—. Es posible que tengamos que revisar nuestras ideas en varios puntos. Ya hemos cablegrafiado a Santiago de Chile y esperamos la contestació n de un momento a otro. Es muy probable que todo quede entonces perfectamente aclarado. Por otra parte, si su indicació n de chantaje es acertada, madame Daubreuil debe de hallarse en situació n de darnos informació n importante.

Poirot intervino entonces para hacer una observació n.

—Monsieur Stonor, ¿ hací a tiempo que el chó fer inglé s, Masters, estaba al servicio de monsieur Renauld?

—Má s de un añ o.

—¿ Tiene usted idea de que hubiera estado alguna vez en Amé rica del Sur?

—Estoy enteramente seguro de que no. Antes de servir a Renauld estuvo algunos añ os en Gloucestershire con varias personas a las que conozco.

—¿ Podrí a usted, en realidad, responder de que está por encima de toda sospecha?

—Absolutamente

Poirot pareció algo desanimado.

El magistrado, entre tanto, habí a llamado a Marchaud.

—Con mis saludos a madame Renauld, dí gale que desearí a hablar con ella unos minutos. Rué guele que no se moleste. Yo iré a verla arriba.

Marchaud saludó y desapareció.

Esperamos por espacio de algunos minutos y, con sorpresa de nuestra parte, abrió se la puerta y entró en la habitació n madame Renauld, vestida de luto y mortalmente pá lida.

Hautet adelantó una silla, formulando ené rgicas protestas, y ella le dio las gracias con una sonrisa. Stonor sostení a una de las manos de ella con elocuente expresió n de simpatí a. Era claro que le faltaban las palabras. Madame Renauld se volvió hacia Hautet.

—¿ Deseaba usted preguntarme alguna cosa?

—Con su permiso, señ ora. Tengo entendido que su esposo era francé s canadiense de nacimiento. ¿ Puede decirme algo de su juventud y educació n?

Ella movió la cabeza.

—Mi esposo fue siempre muy reticente en lo que se referí a a sí mismo, señ or. Sé que vino del Noroeste, pero me figuro que su infancia fue desgraciada, pues nunca le gustaba hablar de esa é poca. Hemos vivido nuestra vida enteramente en el presente y en el futuro.

—¿ Habí a algú n misterio en su vida pasada?

Madame Renauld sonrió un poco y movió la cabeza.

—Nada que fuese tan romá ntico, señ or juez.

Hautet sonrió tambié n.

—Cierto; no debemos consentir en ponernos melodramá ticos. Hay otra cosa... —y vaciló.

Stonor intervino entonces impetuosamente:

—Se han metido en la cabeza una idea extraordinaria, madame Renauld. Imaginan ahora que monsieur Renauld sostení a unos galanteos con madame Daubreuil, que, segú n parece, vive en la puerta inmediata.

Encendié ronse las mejillas de madame Renauld, que levantó la cabeza, y se mordió luego el labio, con el rostro tembloroso. Lleno de asombro, Stonor se quedó mirá ndola, pero Bex se inclinó hacia adelante y dijo con tono suave:

—Sentimos causarle pena, señ ora, pero ¿ tiene usted alguna razó n para creer que madame Daubreuil era la amiga de su esposo?

Con un sollozo de angustia, madame Renauld se cubrió la cara con las manos. Sus hombros se agitaron convulsivamente. Por fin, levantó la cabeza y dijo con voz entrecortada:

—Puede haberlo sido.

Nunca, en toda mi vida, he visto nada parecido a la estupefacció n que se pintó en el rostro de Stonor. El secretario se quedó enteramente desconcertado.


 



  

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