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CAPÍTULO NUEVE



 

GIRAUD ENCUENTRA ALGUNOS INDICIOS

 

 

Encontré en el saló n a Hautet, muy ocupado en el interrogatorio de Augusto, el viejo jardinero. Poirot y el comisario, que se hallaban presentes, me acogieron, respectivamente, con una sonrisa y una corté s inclinació n de cabeza. Sin hacer ruido, fui a sentarme. El magistrado era inteligente y meticuloso en extremo, pero no lograba obtener informació n alguna importante.

Augusto admitió que eran suyos aquellos guantes de jardinero. Se los poní a cuando tení a que manejar cierta especie de prí mula que resultaba venenosa para algunas personas. No podí a recordar cuá ndo los habí a usado la ú ltima vez. Ciertamente, no los habí a encontrado a faltar. ¿ Dó nde los guardaba? Unas veces en un sitio y otras veces en otro. La azada se encontraba, por lo general, en el pequeñ o cobertizo de las herramientas. ¿ Estaba cerrado? Naturalmente que estaba cerrado. ¿ Dó nde se guardaba la llave? Parbleau!, se dejaba en la puerta; eso por supuesto. No habí a ningú n objeto de valor que robar. ¿ Quié n hubiera esperado una partida de bandidos o asesinos? Tales cosas no ocurrí an en los tiempos de la señ ora vizcondesa.

A una indicació n de Hautet de que habí a terminado con é l, el viejo se retiró refunfuñ ando hasta el ú ltimo momento. Habí a recordado yo la inexplicable insistencia de Poirot acerca de las huellas de pisadas en los cuadros del jardí n y examinado a Augusto con gran atenció n mientras contestaba al interrogatorio. O no tení a nada que ver con el crimen o era un actor consumado. De repente, cuando iba ya a atravesar la puerta, se me ocurrió una idea.

—Dispé nseme, Hautet —exclamé —; pero ¿ me permitirí a que le hiciese una pregunta?

—Desde luego, caballero.

Así animado, me volví hacia Augusto.

—¿ Dó nde guarda usted sus botas?

—En mis pies —gruñ ó el viejo—. ¿ Qué má s?

—Pero ¿ cuando se va a dormir por la noche?

—Debajo de la cama.

—Pero ¿ quié n las limpia?

—Nadie. ¿ Por qué habí an de limpiarlas? ¿ Acaso me voy por ahí de paseo, como un muchacho? El domingo me pongo las botas de los domingos, pero fuera de este caso...

Y encogió los hombros.

Moví la cabeza, desalentado.

—Bien, bien —dijo el magistrado—; no adelantamos mucho. Sin duda, estaremos detenidos hasta que nos contesten de Santiago. ¿ Ha visto alguien a Giraud? ¡ Lo cierto es que no usa mucha cortesí a! Tengo grandes tentaciones de enviar a buscarle y...

—No tendrá que enviar muy lejos.

Aquella voz tranquila me sobresaltó. Desde fuera, Giraud estaba mirá ndonos por la ventana abierta.

De un salto entró en la habitació n y se adelantó hasta la mesa.

—Aquí estoy a su servicio. Acepte mis excusas por no haberme presentado antes.

—¡ Nada de eso..., nada de eso! —contestó el magistrado, algo confuso.

—Por supuesto, no soy má s que un detective —continuó el otro—. No sé nada de interrogatorios. Si yo dirigiese uno de ellos me sentirí a inclinado a hacerlo sin tener una ventana abierta. Cualquiera puede desde el otro lado escuchar todo lo que pasa... Pero no importa.

El rostro de Hautet se encendió con expresió n iracunda. Evidentemente, no iban a ser cordiales las relaciones entre el juez de instrucció n y el detective encargado del caso. Habí an chocado el uno con el otro desde el principio. Quizá hubiera ocurrido lo mismo en cualquiera otra circunstancia. Para Giraud, todos los jueces de instrucció n estaban locos, y para Hautet, que se lo tomaba así mismo en serio, las maneras despreocupadas del detective de Parí s no podí an dejar de ser ofensivas.

Eh bien!, Giraud —dijo el magistrado con cierta dureza—. ¡ Sin duda, ha dado usted un empleo maravilloso a su tiempo! Tiene usted ya los nombres de los asesinos, ¿ verdad? Y así mismo el lugar exacto en que se encuentran en este momento...

Imperturbable ante aquella ironí a replicó:

—Sé, por lo menos, de dó nde vinieron.

Y sacó del bolsillo dos pequeñ os objetos que depositó sobre la mesa. Todos nos apiñ amos a su alrededor. Los objetos eran muy sencillos: la colilla de un cigarrillo y una cerilla no encendida. El detective giró sobre sí mismo, ponié ndose de cara a Poirot.

—¿ Qué ve usted aquí? —preguntó.

Su tono tení a algo de brutal, y me encendió las mejillas. No obstante, Poirot permaneció impasible, y encogió los hombros.

—Un cigarrillo y una cerilla.

—¿ Y qué le dice esto a usted?

Poirot extendió las manos.

—No me dice... nada.

—¡ Ah! —exclamó Giraud con acento de satisfacció n—. No ha estudiado usted estas cosas. No se trata de una cerilla ordinaria..., por lo menos en este paí s. Es una cerilla bastante corriente en Amé rica del Sur. Por fortuna no ha sido encendida. En otro caso, podrí amos no haberla reconocido. Evidentemente, uno de los hombres tiró su cigarrillo y encendió otro, habié ndosele escapado una cerilla de la caja al hacerlo.

—¿ Y la otra cerilla? —preguntó Poirot.

—¿ Qué cerilla?

—La que encendió para el otro cigarrillo. ¿ La ha encontrado tambié n?

—No.

—Quizá no ha buscado usted muy a fondo.

—¿ Que no he buscado a fondo?... —por un momento pareció como si el detective fuese a estallar, pero con un esfuerzo se dominó —. Veo que le gusta a usted bromear, Poirot. Pero, en todo caso, con cerilla o sin ella, la colilla del cigarrillo basta. Es un cigarrillo sudamericano con papel pectoral de regaliz.

Poirot se inclinó. El comisario tomó la palabra:

—El cigarrillo y la cerilla pueden haber pertenecido a Renauld. Recuerde que no hace má s de dos añ os que volvió de Amé rica del Sur.

—No —replicó el otro con acento confiado—. He registrado ya los enseres de Renauld. Los cigarrillos que fumaba y las cerillas que usaba eran enteramente distintos.

—¿ No encuentra usted extrañ o que estos desconocidos viniesen sin un arma, guantes ni azada y que encontrasen todas estas cosas tan oportunamente? —preguntó Hé rcules Poirot.

—Sin duda, es extrañ o —contestó Giraud, despué s de sonreí r con expresió n de superioridad—. Realmente, sin la hipó tesis que yo sostengo, serí a inexplicable para todos nosotros.

—¡ Ahá! —dijo Hautet—. ¡ Un có mplice dentro de casa!

—O fuera de ella —añ adió Giraud con una sonrisa peculiar.

—Pero alguien debió de abrirles la puerta. No podemos admitir que, por un golpe de suerte sin igual, la encontrasen entreabierta para darles paso.

—La puerta fue abierta para darles paso; pero tambié n podí a abrirse desde fuera por alguien que tuviese una llave.

—Pero ¿ quié n tení a una llave?

Giraud encogió los hombros.

—En cuanto a esto, nadie que la posea va a admitirlo si lo puede evitar. Pero varias personas podí an haberla tenido. Por ejemplo, el hijo, Jack Renauld. Es cierto que está camino de Amé rica del Sur, pero podí a haberla perdido o podí an habé rsela robado. Hay tambié n el jardinero..., que vive aquí desde hace muchos añ os. Una de las sirvientas jó venes puede tener un novio. Es fá cil tomar la impresió n de una llave y hacer otra igual. Hay muchas posibilidades. Hay, ademá s, otra persona que me parece tener grandes probabilidades de poseerla.

—¿ Quien?

—Madame Daubreuil —contestó el detective.

—iEh, eh! —saltó el magistrado—. Estaba usted informado de esto, ¿ verdad?

—Yo estoy informado de todo —contestó Giraud, imperturbable.

—Hay una cosa de la que podrí a jurar que no está informado —dijo Hautet, encantado de poder hacer gala de un conocimiento superior, y sin má s ceremonia detalló la historia de la misteriosa visitante de la noche anterior. Mencionó tambié n el cheque extendido a nombre de «Duveen», y entregó, por ú ltimo, la carta firmada «Bella».

—Todo muy interesante. Pero esto no afecta a mi hipó tesis.

—¿ Y su hipó tesis es...?

—De momento prefiero no exponerla. Recuerde que no he hecho má s que comenzar mis investigaciones.

—Explí queme una cosa, Giraud —pidió Poirot de repente—. Su hipó tesis admite que la puerta fuese hallada abierta. No justifica el hecho de que fuese dejada abierta. ¿ No hubiera sido natural que la cerrasen al marcharse? Si un agente de Policí a hubiese acertado a pasar por allí, como se hace a veces para ver si todo anda bien, hubieran podido ser descubiertos y acaso detenidos inmediatamente.

—¡ Bah! Se olvidaron de cerrarla. Fue un error, y lo reconozco.

Entonces, con sorpresa por mi parte, Poirot pronunció casi las mismas palabras que le habí a dirigido a Bex en la tarde anterior:

—No estoy de acuerdo con usted. La puerta fue dejada abierta deliberadamente o por necesidad, y cualquier hipó tesis que no admita este hecho está destinada a resultar falsa.

Todos miramos al hombrecillo llenos de asombro. La confesió n de ignorancia que se le habí a sacado a propó sito del cigarrillo y de la cerilla parecí a adecuada para humillarle; pero allí estaba, tan satisfecho de sí mismo como siempre, enseñ ando su oficio a Giraud sin un temblor.

El detective se retorció el bigote, mirando a mi amigo con expresió n zumbona.

—No está de acuerdo conmigo, ¿ verdad? Bueno. ¿ Qué le llama particularmente la atenció n en este caso? Dé jenos saber su opinió n.

—Una cosa me parece significativa. Dí game, Giraud: ¿ no le ha sorprendido en este caso algo que le pareciese familiar? ¿ No le recuerda nada?

—¿ Familiar? ¿ Que me recuerde algo? No puedo decirlo de repente. Aunque me parece que no.

—Se equivoca —dijo Poirot tranquilamente—. Se habí a cometido ya un crimen enteramente parecido.

—¿ Cuá ndo? ¿ Dó nde?

—iAh!, esto, por desgracia, no puedo recordarlo de momento; pero lo recordaré. Habí a esperado que usted pudiera ayudarme.

Giraud dejó oí r un resoplido de incredulidad.

—Ha habido muchos casos de hombres enmascarados. No puedo recordar los detalles de todos ellos. Todos los crí menes se parecen, má s o menos, unos a otros.

—Existe lo que puede llamarse el toque individual —y adoptando de pronto su actitud de conferenciante, Poirot se dirigió a nosotros colectivamente—. Estoy ahora hablá ndoles a ustedes de la psicologí a del crimen. Giraud sabe perfectamente que cada criminal tiene su mé todo particular, y que cuando está llamado a investigar, por ejemplo, un caso de robo con escalo, puede la Policí a muchas veces figurarse quié n es el autor, sencillamente por los mé todos que ha usado. (Japp le dirí a a usted lo mismo, Hastings. ) El hombre es un animal sin originalidad. Sin originalidad dentro de la ley de su respetable vida diaria, y sin originalidad fuera de la ley. Si un hombre comete un crimen, cualquier otro crimen que cometa será muy parecido al primero. El asesino inglé s que se deshací a de sus sucesivas esposas ahogá ndolas en sus bañ os es un ejemplo adecuado. Si hubiese variado sus mé todos no habrí a sido descubierto aú n. Pero obedeció a las reglas ordinarias de la naturaleza humana, pensando que lo que le habí a salido bien una vez le saldrí a bien otras, y hubo de pagar la pena de su falta de originalidad.

—¿ Y la moraleja de todo esto? —preguntó Giraud en son de mofa.

—Que cuando tiene usted dos crí menes enteramente semejantes en cuanto al plan y en cuanto a la ejecució n, encuentra el mismo cerebro tras las dos. Estoy buscando este cerebro, Giraud, y lo encontraré. Tenemos aquí una verdadera pista..., una pista psicoló gica. Usted puede estar muy ilustrado en cuanto a cigarrillos y cerillas, Giraud; pero yo, Hé rcules Poirot, conozco el entendimiento humano.

Giraud se quedó singularmente impasible.

—Para su gobierno —continuó Poirot— le llamaré la atenció n sobre un hecho del que puede no estar informado: al dí a siguiente al de la tragedia, el reloj de pulsera de madame Renauld habí a adelantado dos horas.

Giraud abrió mucho los ojos.

—¿ Acostumbraba adelantarse este reloj?

—En realidad, así me lo dicen.

—Entonces, no hay dificultad.

—Como quiera que sea, dos horas son mucho tiempo —observó Poirot con suavidad—. Hay, ademá s, el detalle de las huellas de pisadas en el arriate del jardí n.

Diciendo esto, indicó con la cabeza la ventana abierta. Giraud la alcanzó en dos zancadas y miró hacia fuera.

—No veo esas huellas.

—No —asintió Poirot enderezando un montó n de libros sobre la mesa—. No las hay.

Por un momento, una ira homicida oscureció el rostro de Giraud, que dio dos largos pasos en la direcció n del hombrecillo que le atormentaba; pero en aquel instante fue abierta la puerta del saló n y Marchaud anunció:

—El secretario, monsieur Stonor, acaba de llegar de Inglaterra. ¿ Puede pasar?


 



  

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