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CAPÍTULO OCHO



 

UN ENCUENTRO INESPERADO

 

 

A la mañ ana siguiente, a hora temprana, está bamos ya en la villa. El hombre de guardia en la puerta no nos cerró ahora el paso. En lugar de esto nos saludó respetuosamente, y entramos en la casa. La doncella Leonia acababa de bajar la escalera y no parecí a mal dispuesta a charlar un poco.

Poirot preguntó por la salud de madame Renauld.

Leonia movió la cabeza.

—¡ La pobre señ ora está terriblemente trastornada! No quiere có rner nada..., pero ¡ nada absolutamente! Y está pá lida como un espí ritu Vié ndola, se parte el corazó n. iAh, no serí a yo la que me apenarí a así por un hombre que me hubiese engañ ado con otra mujer!

Poirot hizo un gesto afirmativo de simpatí a.

—Lo que dice es muy justo; pero ¿ qué quiere usted? El corazó n de una mujer enamorada perdonará muchas cosas. Seguramente, en los ú ltimos meses debió de haber entre los dos muchas escenas de recriminació n...

De nuevo Leonia movió la cabeza.

—Nunca, señ or. Nunca he oí do a la señ ora una palabra de protesta... ¡ Oh, ni siquiera de reproche! Tení a el temperamento y la disposició n de un á ngel..., bien diferente del señ or.

—¿ Monsieur Renauld no tení a el temperamento de un á ngel?

—Lejos de esto. Cuando se enfurecí a lo sabí a la casa entera. El dí a en que disputó con monsieur Jack... ma foi!, ¡ gritaban tan fuerte que hubieran podido oí rlos desde la plaza del Mercado!

—¿ De veras? —dijo Poirot—. ¿ Y cuá ndo tuvo lugar esta disputa?

—¡ Oh, fue cuando monsieur Jack iba a salir para Parí s! Le faltó poco para perder el tren. Salió de la biblioteca y recogió la maleta, que habí a dejado en el vestí bulo. El automó vil estaba en el taller de reparaciones y tuvo que correr hasta la estació n. Yo estaba quitando el polvo del saló n y le vi pasar, con una cara blanca..., blanca..., con dos manchas encarnadas. ¡ Ah, estaba irritado de veras!

Leonia saboreaba su propia narració n.

—¿ Y a qué se referí a la disputa?

—¡ Ah, esto no lo sé! —confesó Leonia—. Es cierto que gritaban, pero eran voces tan fuertes y agudas, y hablaban tan deprisa, que só lo una persona que supiera a fondo el inglé s hubiera podido entenderlas. Pero ¡ el señ or estuvo todo el dí a hecho una furia! ¡ Imposible tenerle contento!

El rumor de una puerta que se cerraba cortó de golpe la locuacidad de Leonia.

—¡ Y Francisca que está esperá ndome!... —exclamó, despertá ndose tardí amente a la conciencia de sus obligaciones—. Esta vieja riñ e siempre.

—Un momento, mademoiselle; ¿ dó nde está el juez de instrucció n?

—Han salido a mirar el automó vil en el garaje. El señ or comisario sospechaba que pudo haber sido utilizado en la noche del crimen.

—¡ Vaya una idea! —murmuró Poirot al alejarse la muchacha.

—¿ Va usted a reunirse con ellos?

—No; esperaré su regreso en el saló n. La habitació n es fresca en esta mañ ana calurosa.

Aquel modo plá cido de tomarse las cosas no me gustaba mucho.

—Si no tiene inconveniente... —dije, y me detuve, vacilando.

—Ninguno en absoluto. Desea usted tambié n investigar por su propia cuenta, ¿ verdad?

—Bien; me gustarí a echar una ojeada a Giraud, si es que anda por ahí, y ver en qué se ocupa.

—El zorro humano —murmuró Poirot, recostá ndose en un có modo silló n y cerrando los ojos—. Muy bien, amigo mí o. Hasta la vista.

Salí por la puerta delantera. Ciertamente, hací a calor. Subí por el sendero que habí amos tomado el dí a anterior, pues me habí a propuesto examinar tambié n el lugar del crimen. Sin embargo, no me encaminé allí directamente y me interné por la espesura de arbustos para salir al campo de golf, a unos cien metros de distancia, por la derecha. Esta espesura era allí mucho má s densa y hube de sostener una verdadera lucha para abrirme camino. Llegué por fin al campo de deportes por sorpresa y con tal í mpetu que tropecé violentamente con una muchacha que estaba allí en pie, de espalda a los arbustos.

No es, pues, de extrañ ar que esta joven diese un grito comprimido; pero tambié n yo hube de lanzar una exclamació n de sorpresa. Porque no era otra que mi amiga del tren: ¡ Cenicienta!

La sorpresa fue recí proca.

—¡ Usted! —exclamamos los dos al mismo tiempo.

La muchacha se rehizo la primera.

—¡ Vá lgame mi abuela! —exclamó —. ¿ Qué está usted haciendo aquí?

—Si tal es el caso, ¿ qué está haciendo usted? —le repliqué.

—La ú ltima vez que le vi, es decir, anteayer, estaba usted trotando hacia casa, hacia Inglaterra, como un buen muchachito.

—La ú ltima vez que yo la vi a usted —contesté — estaba trotando a casa con su hermana, como una buena muchachita. Y, a propó sito, ¿ está ya bien su hermana?

Mi recompensa fue el brillo de una blanca dentadura.

—¡ Qué amable por preguntá rmelo! Mi hermana está bien, gracias.

—¿ Está aquí con usted?

—Se ha quedado en casa —dijo la picaruela con dignidad.

—No creo que tenga una hermana —le dije riendo—; y si la tiene, ¡ se llama Harris! [1]

—¿ Recuerda có mo me llamo yo? —me preguntó con una sonrisa.

—Cenicienta. Pero ahora va a decirme su verdadero nombre, ¿ verdad?

Ella movió la cabeza, con una mirada maligna.

—¿ Ni me dirá siquiera por qué está aquí?

—¡ Oh, eso! Supongo que ha oí do hablar de los miembros de mi profesió n que «descansan».

—¿ En los balnearios franceses caros?

—Baratí simos, si sabe una escogerlos.

La miré con atenció n.

—De todos modos, usted no tení a la intenció n de venir aquí cuando la encontré hace dos dí as...

—Todos tenemos nuestras desilusiones —dijo sentenciosamente Cenicienta—. Bueno; basta. Le he dicho cuanto le conviene a usted saber. Los niñ os no deben ser preguntones. Y usted no me ha dicho lo que estaba haciendo aquí.

—¿ Recuerda que le hablé de un gran amigo mí o detective?

—Siga.

—Y hasta quizá tenga usted noticia del crimen cometido en la Villa Genevié ve...

Fijó en mí la mirada. Elevó se su pecho y se dilataron y redondearon sus ojos.

—¿ No querrá usted decir... que interviene en eso?

Hice una señ a afirmativa. No habí a duda de que le llevaba ahora muchos tantos de ventaja. Su emoció n era clarí sima. Por algunos segundos guardó silencio, sin dejar de mirarme. Luego inclinó la cabeza con é nfasis.

—¡ Bueno! ¡ Si esto no es el trueno gordo!... Llé veme de ahí. Quiero ver todos los horrores.

—¿ Qué quiere decir?

—Lo que digo. ¡ Caramba con el muchacho! ¿ No le comuniqué que me encantan los crí menes? Hace horas que estoy olfateando por ahí. Es una verdadera suerte la que me ha tocado. Vamos, mué streme todas las vistas.

—Pero escuche..., espere un momento..., no puedo hacer esto. No se permite entrar a nadie. La orden es formal para todos.

—¿ No son usted y su amigo los peces gordos?

Me repugnaba la idea de abandonar mi importante posició n.

—¿ Por qué tiene tanto interé s? —le pregunté con dé bil acento—. ¿ Y qué desea ver?

—¡ Oh, todo! El lugar donde ocurrió, y el arma, y el cadá ver, y todas las impresiones dactilares y demá s cosas así. Nunca, hasta ahora, habí a tenido la suerte de encontrarme metida en un asesinato como é ste. Me durará toda la vida.

Me volví a otra parte, mareado. ¿ Adonde iban a parar las mujeres de nuestros tiempos? La excitació n sanguinaria de la muchacha me daba ná useas.

—Descienda usted de las nubes —me dijo la dama de pronto— y no se dé tanta importancia. Cuando le llamaron para esta faena, ¿ levantó usted la nariz y dijo que era un asunto repugnante y que no querí a intervenir en el mismo?

—No, pero...

—Si estuviese usted aquí de vacaciones, ¿ no se ocuparí a en olfatear como yo? Desde luego que lo harí a.

—Yo soy un hombre. Usted es una mujer.

—Usted considera a las mujeres como seres que se suben sobre una silla y chillan cuando ven un rató n. Todo eso es prehistó rico. Pero me mostrará lo que le pido, ¿ verdad? Ya lo ve, esto puede representar para mí una gran diferencia.

—¿ En qué sentido?

—Está n manteniendo fuera a todos los periodistas. Yo podrí a adelantar muchas noticias a un perió dico. Usted no sabe lo que pagan por un poco de informació n interior.

Vacilé. Ella deslizó una mano pequeñ a y suave entre las mí as.

—Há game este favor..., sea usted bueno.

Capitulé. Secretamente, sabí a que iba a agradarme el papel de director de escena.

Fuimos primero al lugar en que habí a sido descubierto el cadá ver. Habí a allí un hombre de guardia que, conocié ndome de vista, me saludó respetuosamente y no preguntó nada acerca de mi compañ era, considerando, quizá, que yo respondí a por ella. Le expliqué a Cenicienta có mo se habí a hecho el descubrimiento, y ella escuchó con atenció n, dirigié ndome a veces alguna pregunta inteligente. Luego volvimos nuestros pasos en direcció n a la villa. Yo me adelantaba con alguna cautela, pues para decir la verdad no tení a el menor deseo de encontrar a nadie. Llevé a la muchacha a travé s de los arbustos que daban la vuelta a la parte posterior de la casa, hacia el emplazamiento del pequeñ o cobertizo. Recordaba que, despué s de cerrarlo, en la tarde anterior, Bex habí a dado a guardar la llave al agente de Policí a Marchaud, dicié ndole: «Para el caso de que monsieur Giraud la pida mientras estamos arriba. » Pensé que era muy probable que, despué s de usarla, el detective de la Sû reté se la hubiese devuelto a Marchaud. Dejando a la muchacha entre la maleza, en sitio poco visible, entré en la casa. Marchaud estaba de guardia, fuera de la puerta del saló n. Llegaba del interior un murmullo de voces.

—¿ Desea ver a monsieur Hautet? —me preguntó —. Está dentro, interrogando de nuevo a Francisca.

—No —le contesté apresuradamente—. No le necesito; pero me gustarí a mucho tener la llave del cobertizo de ahí fuera, si no va contra el reglamento.

—Desde luego, señ or —dijo, sacá ndola—. Aquí la tiene. Hay ó rdenes de monsieur Hautet para que se le den a usted todas las facilidades. Tenga ú nicamente la bondad de devolvé rmela cuando haya terminado.

—Naturalmente.

Sentí un estremecimiento de satisfacció n al comprobar que, a lo menos a los ojos de Marchaud, tení a yo la misma importancia que Poirot. La muchacha me esperaba y lanzó una exclamació n de alegrí a al ver la llave en mis manos.

—Es decir, ¿ que la ha obtenido?

—Por supuesto —dije con frialdad—. Comprenda, de todos modos, que estoy cometiendo una grave irregularidad.

—Se ha portado usted como un á ngel y no lo olvidaré. Vamos allá. Desde la casa no pueden vernos, ¿ verdad?

—Espere un momento —dije, deteniendo su impaciente impulso—. No voy a oponerme si en realidad quiere entrar allí. Pero ¿ quiere entrar? Ha visto la sepultura y el campo de golf y está informada de todos los detalles del caso. ¿ No le basta con esto? Ya puede comprender que la escena va a resultar horripilante y... algo desagradable.

Me miró por un momento con una expresió n que no pude entender bien. Luego se echó a reí r.

—Vengan los horrores —dijo—. Vamos allá.

Llegamos a la puerta del cobertizo en silencio. La abrí y pasé al interior. Me acerque al cadá ver y retiré la sá bana con cuidado, como lo habí a hecho Bex en la tarde anterior. Delos labios de la muchacha se escapó un pequeñ o sonido entrecortado, y me volví para mirarla. En su rostro se pintaba ahora el horror, y la alegre animació n anterior se habí a apagado por completo. No habí a querido escuchar mi consejo y ahora recibí a el castigo correspondiente. Me sentí singularmente despiadado con ella. Lentamente, volví el cadá ver.

—Ya lo ve —dije—. Fue acuchillado por la espalda.

Su voz apenas sonaba al decir:

—¿ Con qué?

Con la cabeza le indiqué el jarro de cristal.

—Con esta daga.

De pronto, la muchacha se tambaleó y cayó al suelo encogida. Corrí a auxiliarla.

—Le faltan fuerzas. Vamos fuera de aquí. Esto ha sido demasiado para usted.

—Agua —murmuró —. Pronto. Agua.

Dejá ndola, corrí a la casa. Por fortuna, nadie del servicio andaba por allí, y sin ser observado, pude procurarme un vaso de agua, a la que añ adí unas cuantas gotas de brandy de un frasco de bolsillo. A los pocos minutos estaba de regreso. La joven continuaba echada como la habí a dejado, pero algunos sorbos del agua con brandy la hicieron revivir de un modo maravilloso.

—Sá queme de aquí... ¡ Oh, pronto, pronto! —exclamó, estremecié ndose.

Sostenié ndola con un brazo la conduje al aire libre y tiré de la puerta, tras ella. Lanzó entonces un profundo suspiro.

—Esto es mejor. ¡ Oh, era horrible! ¿ Có mo ha podido dejarme entrar allí?

Encontré estas palabras tan femeninas que no pude evitar una sonrisa. Secretamente, no me desagradaba su colapso. Esto demostraba que no estaba tan endurecida como yo la habí a creí do. Despué s de todo, era poco má s que una niñ a, y su curiosidad habí a sido, probablemente, un efecto de pensar poco las cosas.

—Ya sabe que he hecho lo que he podido para detenerla —le dije con suavidad.

—Así lo supongo. Bien; adió s.

—Escuche: no puede usted alejarse de este modo..., enteramente sola. No se encuentra en estado de hacerlo. Insisto en acompañ arla hasta Merlinville.

—¡ Oh, no, no! Me encuentro ahora perfectamente.

—¿ Y si volviese a desmayarse? No; debo acompañ arla.

Pero a esto se opuso ella con la mayor energí a. No obstante, al final conseguí que me permitiese escoltarla hasta las afueras de la població n. Volvimos sobre lo andado en nuestro anterior camino, pasando de nuevo por delante de la tumba y dando un rodeo hacia la carretera. Llegados a las primeras tiendas, ella se detuvo y me tendió la mano.

—Adió s, y muchas gracias por haber venido conmigo.

—¿ Está segura de encontrarse ahora bien?

—Enteramente; gracias. Espero que no tendrá dificultades por haberme mostrado todas estas cosas.

En tono ligero rechacé la idea.

—Bien; adió s.

—Hasta la vista —repliqué —. Si ahora está aquí, volveremos a vernos.

Me dirigió una sonrisa brillante.

—Eso es. Hasta la vista, entonces.

—Espere un momento. No me ha dado sus señ as.

—¡ Oh!, me alojo en el Hotel du Phare. Un establecimiento pequeñ o, pero muy bien atendido. Venga a verme mañ ana.

—Así lo haré —le contesté con innecesaria vehemencia.

La observé hasta que se perdió de vista, y regresé a la villa. Recordé entonces que no habí a vuelto a cerrar la puerta del cobertizo. Por fortuna, nadie habí a advertido el descuido. Di, pues, vuelta a la llave y se la devolví al agente. Cuando lo hací a se me ocurrió de pronto que aunque la Cenicienta me habí a dado sus señ as, yo continuaba sin saber su nombre.


 



  

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