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CAPÍTULO SEIS



 

EL LUGAR DEL CRIMEN

 

 

Entre el doctor y Hautet llevaron a la casa a la mujer inconsciente. El comisario los miraba moviendo la cabeza.

Pauvre femme! —murmuró para sí mismo—. La impresió n ha sido excesiva para ella. Pero nosotros no podemos hacer nada. Ahora bien, Poirot: ¿ vamos a visitar el lugar en que se cometió el crimen?

—Con su permiso, Bex.

Atravesamos la casa, saliendo por la puerta delantera. Poirot, que habí a levantado la cabeza para mirar la escalera, al pasar la movió con expresió n de descontento.

—Para mí es increí ble que la servidumbre no oyese nada. ¡ Los crujidos de esa escalera al bajar por ella tres personas hubieran despertado a un muerto!

—Recuerde que era a la mitad de la noche. Estas mujeres debí an de estar profundamente dormidas entonces.

No obstante, Poirot continuó moviendo la cabeza como si no aceptase del todo la explicació n. Desde la calzada miró hacia la casa, detenié ndose.

—En primer lugar, ¿ qué les indujo a mirar si la puerta delantera estaba abierta? Era extremadamente inverosí mil que lo estuviese. Y era mucho má s probable que tratasen de forzar una ventana.

—Pero todas las ventanas de la planta baja se aseguran con postigos de hierro.

Poirot señ aló una ventana del primer piso.

—É sta es la del dormitorio que acabamos de visitar, ¿ no es verdad? Y mire, ademá s hay aquí un á rbol por el que serí a facilí simo subir.

—Es posible —admitió el otro—. Pero no hubieran podido hacerlo sin dejar huellas de pisadas en el cuadro del jardí n.

Comprendí que la observació n era acertada. Habí a dos grandes arriates ovales plantados de geranios de color junto a la puerta delantera. El á rbol en cuestió n tení a sus raí ces en el fondo mismo del macizo y hubiera sido imposible alcanzarlo sin pisar é ste.

—Ya lo ve —continuó el comisario—: por efecto de este tiempo seco, las huellas no serí an visibles en el camino de los coches o andenes; pero en la tierra blanda del cuadro, el caso hubiera sido muy distinto.

Poirot se acercó al cuadro y lo estudió atentamente. Como lo habí a dicho Bex, la tierra estaba perfectamente lisa. No habí a por ninguna parte la má s ligera depresió n.

Poirot inclinó la cabeza, como si hubiese quedado convencido, y nos apartamos de allí; pero de pronto se lanzó disparado y se puso a examinar el otro cuadro.

—¡ Bex! —llamó —. Vea esto. Aquí tiene usted abundantes huellas. El comisario vino a su lado y sonrió.

—Mi querido Poirot: é stas son, sin duda, las de las grandes botas claveteadas del jardinero. En todo caso, no tendrí an importancia, puesto que en este lado no tenemos á rbol ni, por tanto, el medio de obtener acceso al piso de arriba.

—Cierto —dijo Poirot, evidentemente desanimado—. ¿ De modo que usted cree que estas huellas no tienen importancia?

—En absoluto.

Entonces, con gran asombro por mi parte, Poirot pronunció estas palabras:

—No estoy de acuerdo con usted. Tengo una pequeñ a idea de que estas huellas son la cosa má s importante que hemos visto hasta ahora.

Bex no contestó, limitá ndose a encoger los hombros. Era demasiado corté s para exponer su verdadera opinió n. En lugar de esto, dijo:

—¿ Vamos a continuar?

—Ciertamente. Puedo dejar para má s tarde la investigació n de este asunto de las huellas —contestó de buen humor.

 

 

En lugar de seguir el camino de los coches, hasta la puerta exterior, Bex tomó un sendero que se bifurcaba en á ngulo recto. Formaba una pequeñ a cuesta alrededor del lado derecho de la casa, y tení a a uno y otro lado una especie de espesura de matorrales: inesperadamente, desembocaba en un pequeñ o terreno despejado desde el que se podí a ver el mar. Allí se habí a colocado un banco, y no lejos de este se veí a un cobertizo algo ruinoso. Algunos pasos má s allá, una lí nea bien marcada de pequeñ os arbustos señ alaba el lí mite del terreno de la villa. Bex continuó hasta allí y nos hallamos ante un dilatado trecho de dunas despejadas. Miré a mi alrededor y vi algo que me llenó de asombro.

—¡ Có mo!... Esto es un campo de golf—exclamé.

Bex hizo una señ a afirmativa.

—No está aú n terminado —explicó —. Se espera que podrá ser inaugurado en alguna fecha del mes pró ximo. Algunos de los hombres que trabajan en é l fueron los que descubrieron el cadá ver esta mañ ana temprano.

Di una boqueada. Cerca, a mi izquierda, en un lugar que de momento habí a pasado por alto, habí a un hoyo largo y estrecho, y junto a é l, boca abajo, ¡ el cuerpo de un hombre! Mi corazó n dio un salto terrible y tuve la loca ocurrencia de que habí a sido repetida la tragedia. Pero el comisario disipó aquella ilusió n adelantá ndose y exclamando con acento de viva contrariedad:

—¿ Qué ha hecho mi policí a? ¡ Tení an la orden estricta de no permitir que se acercase aquí nadie sin tí tulos adecuados!

El que estaba en el suelo volvió la cabeza por encima del hombro.

—Pero es que yo tengo tí tulos adecuados... —observó, ponié ndose en pie lentamente.

—¡ Mi querido Giraud! —exclamó el comisario—. No tení a idea siquiera de que hubiese llegado. El juez de instrucció n le esperaba con la mayor impaciencia.

Mientras hablaba el comisario, yo examinaba al recié n llegado con la má s viva curiosidad. Me hallaba familiarizado con el nombre del cé lebre detective de la Sû reté de Parí s, y sentí a gran interé s por verle en persona. Era un hombre muy alto, de unos treinta añ os de edad, cabello y bigote pardo rojizo y porte militar. Sus maneras tení an cierto aire arrogante, revelador de que se daba cuenta perfecta de su propia importancia. Bex nos presentó, indicando que Poirot era un colega. El detective de Parí s mostró su interé s momentá neo con un ligero parpadeo.

—Le conozco a usted de nombre, monsieur Poirot —dijo—. Ha sido usted un hombre conspicuo en los tiempos pasados, ¿ verdad? Pero los mé todos son ahora muy distintos.

—No obstante, los crí menes son muy parecidos —observó Poirot con voz suave.

Vi inmediatamente que Giraud estaba dispuesto a mantener una actitud hostil. Le molestaba que el otro se hallase asociado con é l, y tuve la sensació n de que si descubrí a alguna pista importante era muy probable que se la guardase para é l solo.

—El juez de instrucció n... —empezó a decir Bex.

—¡ Me tiene sin cuidado el juez de instrucció n! La luz es lo que importa en este momento. Para todos los fines prá cticos, se habrá acabado dentro de una media hora. Estoy bien informado del caso, y la gente que vive en la residencia puede esperar hasta mañ ana perfectamente; pero si hemos de encontrar una pista para descubrir a los asesinos, é ste es el sitio. ¿ Es la Policí a de usted la que ha estado paseá ndose por ahí? Creí a que conocí an mejor su oficio en los dí as en que vivimos.

—No hay duda de que lo conocen. Las huellas de que usted se queja las han dejado los trabajadores que descubrieron el cadá ver.

El otro dejó oí r un gruñ ido de disgusto.

—Pueden verse los caminos por donde tres de los hombres vinieron a travé s del seto..., pero eran astutos. Puede usted reconocer en las huellas centrales las de monsieur Renauld; pero las de uno y otro lado han sido borradas cuidadosamente. No es que hubiera, en realidad, mucho que ver en este terreno duro, pero no han querido correr riesgos.

—La señ al exterior —dijo Poirot—. Esto es lo que usted busca, ¿ verdad?

El otro detective abrió mucho los ojos.

—Naturalmente.

Asomó a los labios de Poirot una dé bil sonrisa. Parecí a a punto de hablar, pero se contuvo. Inclinó se luego sobre el lugar en que habí a quedado la azada.

Cierto que con esto se ha cavado la sepultura —dijo Giraud—. Pero no sacará nada de ello. Era la propia azada de Renauld, y el hombre que la usó llevaba guantes. Ahí está n —e indicó con el pie un par de guantes sucios de tierra y echados por el suelo—. Y tambié n son de Renauld..., o, por lo menos, de su jardinero. Les digo a ustedes que los hombres que proyectaron este crimen se precavieron contra todo. La ví ctima fue acuchillada con su propia daga y hubiera sido enterrada con su propia azada. ¡ Contaban con no dejar ningú n indicio! Pero yo los venceré. ¡ Siempre queda algo! Y me propongo encontrarlo.

Pero Poirot estaba ahora interesado, al parecer, en otra cosa: un trozo corto de tuberí a de plomo descolorido, que estaba junto a la azada. Tocá ndolo delicadamente con el dedo, preguntó:

—Y esto ¿ pertenecí a tambié n al hombre asesinado? —y me pareció advertir en la pregunta un fino acento de ironí a.

Giraud encogió los hombros para indicar que no lo sabí a ni le importaba.

—Puede haber estado ahí semanas enteras. De todos modos, no me interesa.

—Yo, en cambio, lo encuentro muy interesante —dijo Poirot con dulzura.

Pensé que estaba molestando al detective de Parí s, y si era así, ciertamente lo consiguió. El otro se volvió bruscamente hacia el lado opuesto, observando que no tení a tiempo que perder, e, incliná ndose, reanudó su minucioso examen del suelo.

Poirot, entre tanto, como asaltado por una idea repentina, cruzó ellí mite del terreno y empujó la puerta del pequeñ o cobertizo.

—Está cerrada —dijo Giraud por encima del hombro—. Pero no es má s que un sitio donde el jardinero guarda sus trastos. La azada no vino de ahí, sino del cobertizo de las herramientas, junto a la casa.

—¡ Maravilloso! —murmuró Bex, mirá ndome con extá tica expresió n—. ¡ No hace má s de media hora que ha llegado y ya lo sabe todo! No hay duda de que Giraud es el detective má s grande de nuestros dí as.

Aunque a mí me era profundamente antipá tico, me sentí secretamente impresionado. Aquel hombre parecí a irradiar eficacia. Hasta aquel momento no podí a evitar esta sensació n. Poirot no se habí a distinguido mucho y esto me molestaba. Parecí a estar dirigiendo su atenció n a todo gé nero de detalles necios y pueriles que no tení an nada que ver con el caso. Y, efectivamente, en aquel momento preguntó de repente:

—Bex, le ruego que me diga qué significa esta lí nea de yeso que se extiende alrededor de la sepultura. ¿ Obedece a algú n objeto de la Policí a?

—No, Poirot; es cosa del campo de golf. Esto muestra que aquí ha de haber un bunkair, como lo llaman ustedes.

—¿ Un bunkair? —repitió Poirot, volvié ndose hacia mí —. ¿ Es esto el agujero irregular lleno de arena y con margen al lado? Expresé mi conformidad.

—¿ Sin duda, Renauld jugaba al golf?

—Sí; le gustaba mucho este deporte. A é l y a sus copiosos donativos se debe principalmente el impulso para adelantar esta obra. Ha tomado parte hasta en el proyecto.

Poirot inclinó la cabeza con expresió n pensativa.

—No es un lugar muy bien elegido... para enterrar un cadá ver. Hubiera sido descubierto tan pronto como los operarios hubiesen empezado a cavar el suelo.

—Ni má s ni menos —exclamó Giraud con acento de triunfo—. Y esto demuestra que no eran de este lugar. Es una excelente prueba indirecta.

—Sí —dijo Poirot en tono dudoso—. Nadie bien informado enterrarí a aquí un cadá ver..., a no ser que quisiera que se descubriese. Y esto es sencillamente absurdo, ¿ no le parece?

Giraud no se tomó ni siquiera la molestia de contestar.

—Sí —insistió Poirot con voz no muy satisfecha—. Sí..., absurdo, sin duda alguna.


 



  

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