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Bella.». CAPÍTULO CINCO



Bella. »

 

 

No tení a direcció n ni fecha. Poirot la devolvió con rostro grave.

—¿ Y la suposició n es...?

El juez de instrucció n encogió los hombros.

—Evidentemente, monsieur Renauld estaba enredado con esta inglesa... ¡ Bella! Viene aquí, conoce a madame Daubreuil y empieza una intriga con ella. Se enfrí a con la otra, que, por su parte, sospecha algo inmediatamente. Esta carta contiene una clara amenaza. Monsieur Poirot, a primera vista, el caso parece sencillí simo: ¡ Celos! El hecho de haber sido monsieur Renauld acuchillado por la espalda indica directamente que se trata del crimen de una mujer.

Poirot hizo una señ a afirmativa.

—La cuchillada en la espalda, sí...; pero ¡ no la sepultura! É ste fue un trabajo laborioso y pesado... Ninguna mujer ha abierto esta sepultura, señ or juez. É sta ha sido obra de un hombre.

El comisario exclamó con excitació n:

—Sí, sí; es verdad. No habí amos pensado en esto.

—Como le he dicho —continuó Hautet—, a primera vista, el caso parece sencillo, pero los hombres enmascarados y la carta que usted recibió de monsieur Renauld complican las cosas. Aquí parecemos encontrarnos ante un caso enteramente distinto de circunstancias, sin que haya relació n entre é ste y el anterior. En lo que se refiere a la carta dirigida a usted, ¿ le parece posible que tenga alguna relació n con esta «Bella» y sus amenazas?

Poirot movió la cabeza.

—Difí cilmente. Un hombre como monsieur Renauld, que ha llevado una vida de aventuras en lugares remotos, no era fá cil que pidiese protecció n contra una mujer.

El juez de instrucció n hizo una expresiva señ a afirmativa.

—Este es exactamente mi punto de vista. Debemos, entonces, buscar la explicació n de la carta...

—En Santiago de Chile —terminó el comisario—; voy a cablegrafiar sin demora a la Policí a de esta ciudad pidiendo una informació n detallada de la vida que llevó el hombre asesinado, en aquella ciudad, sus amores, sus negocios, sus amistades y sus posibles enemistades. Serí a extrañ o que, despué s de esto, no tuvié semos una pista para hallar la solució n de este crimen misterioso.

El comisario miró a su alrededor en busca de alguna señ al o gesto de asentimiento.

—¡ Excelente! —dijo Poirot con sincero acento. Y preguntó en seguida—: ¿ No han encontrado ustedes otras cartas de esta Bella entre los papeles de monsieur Renauld?

—No. Naturalmente, una de nuestras primeras diligencias ha sido registrar entre los documentos particulares en su despacho. Pero no hemos encontrado nada de interé s. Todo parecí a claro y manifiesto. La ú nica cosa que se aparta de lo corriente es su testamento. Aquí está.

—Bien: un legado de mil libras a monsieur Stonor...; y a propó sito, ¿ quié n es?

—El secretario de monsieur Renauld. Se quedó en Inglaterra; pero ha venido aquí una o dos veces a pasar el fin de semana.

—Y todo lo demá s se lo deja a su querida esposa Eloí sa a sus libres voluntades. La redacció n es sencilla, pero perfectamente legal. Testigos son las dos sirvientas Dionisia y Francisca. Nada muy desacostumbrado en todo ello.

Y lo devolvió.

—Quizá —empezó a decir Bex— no ha advertido usted...

—¿ La fecha? —continuó Poirot, parpadeando—. Sí, la he advertido. Una quincena atrá s. Es posible que esto señ ale la primera alarma. Muchos hombres ricos mueren intestados por no haber tomado en consideració n la probabilidad de su fallecimiento. Pero es peligroso sacar conclusiones prematuramente. Esto indica, no obstante, que sentí a simpatí a y afecto sincero por su esposa, a pesar de sus aventuras amorosas.

—Sí —dijo Hautet con aire de duda—. Pero es posible que resulte un poco injusto para su hijo, pues deja a é ste enteramente a la merced de su madre. Si esta señ ora volviera a casarse y su segundo esposo ejerciese influencia moral sobre ella, el muchacho podrí a no tocar nunca un penique del dinero de su padre.

Poirot encogió los hombros.

—El hombre es un animal vanidoso. Sin duda, monsieur Renauld imaginaba que su viuda no contraerí a nunca nuevo matrimonio. En cuanto al hijo, puede haber sido una prudente precaució n dejar el dinero en manos de su madre. Los hijos de los hombres ricos son proverbialmente atolondrados.

—Puede ser como usted lo dice. Vamos a ver, monsieur Poirot; sin duda le gustarí a visitar el lugar del crimen. Siento que hayan retirado ya el cadá ver, pero, por supuesto, se han tomado fotografí as desde todos los puntos imaginables y estará n a su disposició n tan pronto como queden listas.

—Le doy las gracias por su cortesí a.

El comisario se levantó.

—Vengan conmigo, señ ores.

Abriendo la puerta, se inclinó ceremoniosamente para invitar a Poirot a que le precediese. Con la misma cortesí a, Poirot se echó hacia atrá s y se inclinó ante el comisario.

—Monsieur...

—Monsieur...

Por ú ltimo salieron al zaguá n.

—Esta habitació n de ahí, ¿ es el despacho? —preguntó Poirot de pronto, indicando con la cabeza la puerta de enfrente.

—Si ¿ Desea verlo? —dijo el comisario, abriendo la puerta; y entramos en é l.

La habitació n que Renauld habí a elegido para su uso particular era pequeñ a, pero confortable y amueblada con mucho gusto. Junto a la ventana se veí a una mesa escritorio de hombre de negocios, con multitud de casillas. Habí a, ademá s, frente a la chimenea, dos amplios sillones de cuero y, entre ellos, una mesa redonda cubierta con los ú ltimos libros y revistas.

Poirot se detuvo un momento, y echando una ojeada por la habitació n, entró luego en ella, pasó una mano ligeramente por los respaldos de los sillones de cuero, recogió una revista de la mesa y, con sumo cuidado, recorrió con un dedo la superficie del tablero de roble. Su rostro expresó una completa aprobació n.

—¿ No hay polvo? —le pregunté con una sonrisa. Y me dirigió una mirada radiante, apreciando mi conocimiento de sus particularidades.

—Ni una partí cula, amigo mí o. Y, por esta vez, quizá es una lá stima.

La mirada aguda de sus ojos pasaba con viveza de un objeto a otro.

—¡ Ah! —observó de pronto, con una entonació n de alivio—. La estera de frente a la chimenea está arrugada —y se inclinó para alisarla.

De repente lanzó una exclamació n y se puso en pie. Tení a en la mano un pequeñ o fragmento de papel de color de rosa.

—En Francia, como en Inglaterra —observó —, los criados se olvidan de barrer bajo las esteras.

Bex tomó el fragmento y me acerqué para examinarlo.

—Lo reconoce..., ¿ eh, Hastings?

Moví la cabeza, perplejo..., y, no obstante, aquel matiz rosado del papel me era muy familiar.

Los procesos mentales del comisario eran má s rá pidos que los mí os.

—Un fragmento de un cheque —exclamó.

El trozo de papel tení a unos cuatro centí metros cuadrados. En é l estaba escrita con tinta la palabra «Duveen».

—¡ Bien! —dijo Bex—. Este cheque era a la orden de esa persona. O librado por alguien llamado Duveen.

—A la orden, me figuro —dijo Poirot—; pues, si no me equivoco, esta letra es la de monsieur Renauld.

El punto quedó pronto aclarado por comparació n con un memorá ndum tomado del escritorio.

—¡ Pobre de mí! —murmuró el comisario con desanimació n—. Realmente no puedo imaginarme có mo se me ha pasado esto por alto. Poirot se echó a reí r.

—La moraleja es: ¡ mirad siempre bajo las esteras! Mi amigo Hastings, aquí presente, le dirá que la má s ligera arruga de un objeto es un tormento para mí. Tan pronto como he visto esa estera torcida, me he dicho: «Tiens! Esto lo ha hecho la pata de una silla echada hacia atrá s. Es posible que debajo haya algo que la buena Francisca no ha acertado a ver. »

—¿ Francisca?

—O Dionisia, o Leonia: la que quiera que sea que haya arreglado esta habitació n. Puesto que no hay polvo, esta habitació n debe de haber sido limpiada esta mañ ana. Reconstruyo el incidente de este modo. Ayer, quizá la noche pasada, monsieur Renauld extendió un cheque a la orden de alguien llamado Duveen. El cheque fue, luego, roto y los fragmentos esparcidos por el suelo. Esta mañ ana...

Pero Bex estaba ya tirando impacientemente del cordó n de la campanilla.

Apareció Francisca. Sí: habí a trozos de papel por el suelo. ¿ Qué habí a hecho con ellos? ¡ Los habí a metido en el horno de la cocina, naturalmente! ¿ Qué má s?

Con un gesto de desesperació n, Bex la despidió. Luego se iluminó su rostro y corrió al escritorio. Al cabo de un minuto estaba examinando el talonario de cheques del muerto. En seguida repitió su gesto anterior: la matriz del ú ltimo cheque separado estaba en blanco.

—¡ Á nimo! —exclamó Poirot, dá ndole una palmada en la espalda—. Si duda, madame Renauld podrá darnos una informació n completa acerca de esta persona misteriosa llamada Duveen.

El rostro del comisario se despejó.

—Es verdad —dijo—. Continuemos.

Al volvernos para salir de la habitació n, observó Poirot en tono casual:

—Aquí fue donde Renauld recibió a su visitante de la noche pasada, ¿ eh?

—Aquí..., pero ¿ có mo lo sabí a usted?

—Por esto. Lo he encontrado en el respaldo del silló n de cuero —y mostró, sostenié ndolo entre el í ndice y el pulgar, un largo cabello negro... ¡ un cabello de mujer!

 

 

Bex nos llevó, por la parte posterior de la casa, a un lugar en el que habí a una pequeñ a dependencia con tejadillo en forma de cobertizo, que se apoyaba en la pared del edificio. Sacando una llave del bolsillo, lo abrió.

—El cadá ver está aquí. Lo retiramos del lugar del crimen un momento antes de la llegada de ustedes, cuando hubieron terminado los fotó grafos.

Abrió la puerta y pasamos al interior. El hombre asesinado yací a en el suelo, cubierto por una sá bana que Bex retiró diestramente. Renauld era un hombre de mediana estatura, de cuerpo y rostro delgados. Representaba unos cincuenta añ os de edad y su cabello oscuro estaba copiosamente estriado de gris. Iba bien afeitado; la nariz era larga y fina y los ojos má s bien juntos; su piel tení a el tono fuertemente bronceado de las personas que han pasado la mayor parte de la vida bajo los cielos tropicales. Los labios estaban apartados de los dientes, y en sus lí vidos rasgos aparecí a estampada una expresió n de sorpresa y terror.

—Puede uno ver, por el gesto de la cara, que fue acuchillado por la espalda —observó Poirot.

Con gran suavidad volvió del otro lado al muerto. Entre los omó platos veí ase una mancha redonda y oscura sobre el ligero abrigo de color de cervato. En el centro de la misma, la ropa mostraba un corte. Poirot lo examinó de cerca.

—¿ Tiene usted alguna idea del arma con que se cometió el crimen?

—Quedó en la herida.

El comisario la sacó de un gran jarro de cristal. Era un objeto pequeñ o que má s parecí a un cortapapeles que otra cosa. Tení a un mango negro y una hoja estrecha y brillante. Su longitud total no excedí a de veinte centí metros. Poirot probó la descolorida punta aplicando con cautela el extremo del dedo.

—¡ Vaya si está afilada! ¡ Una preciosa herramienta para asesinar!

—Por desgracia no hemos podido encontrar en ella impresiones dactilares —dijo Bex con sentimiento—. El asesino se habrá puesto guantes.

—¡ Claro que se los ha puesto! —contestó Poirot con desdé n—. Aun en Santiago saben bastante de esto; lo sabe el má s humilde aficionado inglé s gracias a la publicidad que la Prensa ha dado al sistema Bertillon. En todo caso, me interesa mucho que no haya impresiones dactilares. ¡ Es tan fá cil dejar las de otra persona! Y entonces la Policí a se felicita —y movió la cabeza—. Me temo mucho que nuestro criminal no sea un hombre metó dico... O esto o andaba escaso de tiempo. Pero ya veremos.

Y volvió el cadá ver a su posició n original.

—Só lo llevaba ropa interior bajo el sobretodo —observó.

—Sí; el juez de instrucció n cree que é ste es un detalle curioso.

En aquel momento se oyó un golpe contra la puerta que Bex habí a dejado cerrada. El comisario se adelantó para abrirla y allí estaba Francisca procurando, con curiosidad de vampiresa, ver el interior.

—Bien... ¿ qué pasa? —preguntó Bex con impaciencia.

—La señ ora me encarga que les comunique que se encuentra mucho mejor y está dispuesta a recibir al señ or juez de instrucció n.

—Muy bien —dijo Bex muy animadamente—. Avise a monsieur Hautet y diga que vamos en seguida.

Poirot se detuvo un momento para volver a mirar el cadá ver. Por un instante, pensé que iba a dirigirse al muerto y declarar a gritos que estaba dispuesto a no descansar hasta que hubiese descubierto al asesino. Pero cuando habló lo hizo con voz moderada y expresió n incierta, y su comentario resultó risiblemente desproporcionado a la solemnidad del momento.

—Llevaba un sobretodo muy largo —dijo, como si hablase por fuerza.


 

CAPÍ TULO CINCO

 

EL RELATO DE MADAME RENAULD

 

 

Encontramos a Hautet esperá ndonos en el vestí bulo y todos subimos juntos arriba siguiendo a Francisca, que nos indicaba el camino. Poirot lo hizo describiendo un zigzag que me causó extrañ eza hasta que, con una mueca, murmuró a mi oí do:

—No es extrañ o que la servidumbre oyese a Renauld cuando subí a la escalera; ¡ no hay una tabla que no cruja lo bastante fuerte para despertar a un muerto!

Del extremo superior de la escalera partí a un pequeñ o corredor.

—Las habitaciones de los criados —explicó Bex.

Continuamos por el corredor y Francisca llamó a la ú ltima puerta de la derecha.

Una voz dé bil nos invitó a entrar, y nos hallamos en una habitació n espaciosa y soleada, con vistas a un mar azul y brillante, a la distancia aproximada de cuatrocientos metros.

Sobre un lecho levantado con almohadones, y asistida por el doctor Durand, yací a una mujer alta y de aspecto majestuoso. Era de mediana edad, y su cabello, en otro tiempo oscuro, aparecí a ahora casi enteramente plateado; pero la fuerte vitalidad de su persona se hubiera dejado sentir en todas partes. Desde el primer momento sabí a el observador que se hallaba en presencia de lo que llamaban los franceses une maitresse femme.

Nos acogió con una inclinació n de cabeza.

—Há ganme el favor de sentarse, señ ores.

Ocupamos varias sillas y el oficial de secretarí a del magistrado se instaló en una mesa redonda.

—Espero, señ ora —empezó a decir Hautet—, que no la afligirá extremadamente contarnos lo que ha ocurrido en la noche pasada...

—De ningú n modo, señ or. Sé lo que vale el tiempo, si esos miserables asesinos han de ser detenidos y castigados.

—Muy bien, señ ora. Creo que se fatigará menos si yo le hago las preguntas y usted se limita a contestarlas. ¿ A qué hora se retiró a descansar ayer noche?

—A las nueve y media. Me encontraba cansada.

—¿ Y su esposo?

—Imagino que cosa de una hora má s tarde.

—¿ Parecí a turbado..., trastornado, de algú n modo?

—No; no má s de lo de costumbre.

—¿ Qué ocurrió entonces?

—Dormimos. A mí me despertó una mano que me apretaba la boca. Intenté gritar, pero la mano me lo impidió. Habí a dos hombres en la habitació n. Los dos enmascarados.

—¿ Puede usted describirlos de algú n modo, señ ora?

—Uno era muy alto y tení a una barba larga y negra. El otro era bajo y grueso. Su barba era rojiza. Los dos llevaban sombreros metidos hasta los ojos.

—¡ Hum! —apuntó el magistrado con aire pensativo—. Me parecen demasiadas barbas.

—¿ Quiere decir que eran postizas?

—Sí, señ ora. Pero continú e su relato.

—El hombre bajo era el que me sujetaba. Me puso una mordaza y me ató con cuerdas las manos y los pies. El otro se habí a puesto encima de mi marido. Habí a tomado del tocador mi pequeñ a daga cortapapeles, y le retení a sostenié ndola con la punta sobre su corazó n. Cuando el hombre bajo hubo terminado conmigo fue a ayudar al otro y los dos obligaron a mi marido a levantarse y acompañ arles al cuarto de vestir, en la puerta inmediata. Yo estaba casi desmayada de terror; sin embargo, escuché como desesperada. Hablaban demasiado bajo para que pudiese entender lo que decí an. Pero reconocí la lengua, un españ ol alterado, como el que se usa en algunas partes de Sudamé rica. Parecí an estar pidié ndole algo a mi marido, y luego se irritaron y levantaron un poco las voces. Creo que era el hombre alto el que hablaba al decir: «¡ El secreto! ¿ Dó nde está? » No sé lo que contestó mi esposo, pero el otro replicó enfurecido: «¡ Miente! Sabemos que lo tiene usted. ¿ Dó nde está n las llaves? » Luego oí ruido de cajones que se sacaban. En la pared del cuarto de vestir de mi esposo hay una caja de caudales en la que guarda siempre una suma importante de dinero disponible. Leonia me dice que la han registrado y se han llevado el dinero; pero, evidentemente, lo que buscaban no estaba allí, pues oí có mo el hombre alto, con un juramento, ordenaba a mi marido que se vistiese. Poco despué s de esto, creo que debió de perturbarles algú n ruido que oyeron por la casa, pues empujaron a mi marido hasta mi cuarto só lo vestido a medias.

Pardon —interrumpió Poirot—; pero ¿ no hay entonces otra salida desde el cuarto de vestir?

—No, señ or; só lo la puerta de comunicació n con mi cuarto. Le empujaron por ella: el hombre bajo delante, y el alto detrá s, con la daga aú n en la mano. Pablo intentó apartarse de ellos para venir conmigo. Vi sus ojos llenos de angustia. Volvié ndose, les dijo: «Tengo que hablar con ella. » Y añ adió, viniendo al lado de la cama: «Todo va bien, Eloí sa. No temas. Regresaré antes de la mañ ana. » Pero, aunque intentó hablar con voz segura, yo pude ver el terror en sus ojos. Luego le sacaron por la puerta, y el hombre alto dijo: «Una palabra, y es usted hombre muerto; recué rdelo». Despué s de esto —continuó madame Renauld—, debí de desmayarme. Lo primero que recuerdo es a Leonia que me frotaba las muñ ecas y me daba brandy.

Madame Renauld —dijo el magistrado—, ¿ tení a usted alguna idea sobre lo que los asesinos andaban buscando?

—Ninguna en absoluto, señ or.

—¿ Sabí a usted que su esposo temí a algo?

—Sí; habí a notado el cambio en é l.

—¿ Cuá nto tiempo hací a de esto?

Madame Renauld reflexionó.

—Diez dí as, quizá.

—¿ No má s tiempo?

—Es posible; pero, en este caso, yo no lo habí a advertido.

—¿ Llegó usted a preguntar a su esposo sobre la causa de este cambio?

—Una vez. Y me contestó con evasivas. No obstante, yo estaba convencida de que sufrí a alguna terrible inquietud. A pesar de todo, siendo claro que deseaba ocultarme esta causa, intenté fingir que no habí a advertido nada.

—¿ Sabí a usted que habí a pedido los servicios de un detective?

—¿ Un detective? —exclamó madame Renauld con viva sorpresa.

—Sí; este caballero..., monsieur Hé rcules Poirot —el aludido se inclinó —. Ha llegado hoy obedeciendo a una cita de su esposo.

Y, sacando del bolsillo la carta escrita por Renauld, se la entregó a la dama.

É sta la leyó, al parecer, con sincero asombro.

—No tení a idea de esto. Evidentemente, é l conocí a bien el peligro que corrí a.

—Vamos a ver, señ ora. He de rogarle que sea franca conmigo. ¿ Hay algú n incidente de la vida pasada de su esposo en Amé rica del Sur que pudiera aclarar este asesinato?

Madame Renauld reflexionó profundamente, pero, por fin, movió la cabeza.

—No puedo recordar ninguno. Ciertamente, mi esposo tení a muchos enemigos, gente de la que habí a sacado provecho en los negocios, en una u otra forma. Pero no puedo recordar ningú n caso determinado. No digo que no exista tal incidente; só lo digo que yo no me he dado cuenta de ello.

El magistrado se pasó la mano por la barba desconsoladamente.

—¿ Y puede usted fijar la hora de esta agresió n?

—Sí, recuerdo perfectamente haber oí do dar las dos en el reloj de la chimenea.

E indicó con la cabeza un reloj de viaje, con ocho dí as de cuerda, que, en su estuche de cuero, ocupaba el centro de la repisa de la chimenea.

Poirot dejó su asiento, examinó el reloj cuidadosamente y expresó su satisfacció n con una señ a afirmativa.

—Aquí hay tambié n —exclamo Bex— un reloj de pulsera que, sin duda, los asesinos han echado fuera del peinador y hecho trizas. Poco imaginaban que servirí a de testimonio contra ellos.

Con sumo cuidado apartó los fragmentos del cristal roto. De pronto, expresó su rostro una completa estupefacció n.

Mon dieu! —exclamó.

—¿ Qué ocurre?

—¡ Las agujas del reloj señ alan las siete!

—¡ Có mo! —exclamó a su vez el juez de instrucció n con asombro. Pero Poirot, há bil como siempre, tomó el objeto roto de manos del ató nito comisario y lo acercó a su oí do. Luego, sonrió.

—Sí; el cristal está roto, pero la má quina sigue en marcha.

La explicació n del misterio fue acogida con una sonrisa de alivio. No obstante, el magistrado se acordó de otro detalle.

—Pero ahora no son las siete...

—No —dijo Poirot suavemente—: son pocos minutos má s de las cinco. Quizá adelanta el reloj; ¿ es así, señ ora?

Madame Renauld habí a fruncido las cejas con cierta confusió n.

—Cierto que adelanta —admitió —, pero nunca le he visto adelantar tanto.

Con un gesto de impaciencia, el magistrado dejó el problema del reloj y continuó el interrogatorio.

—Señ ora, la puerta delantera ha sido hallada abierta esta mañ ana. Parece casi seguro que los asesinos entraron por allí; sin embargo, no hay señ al alguna de que haya sido forzada. ¿ Puede usted indicar alguna explicació n?

—Es posible que mi marido saliese a dar un paseo anoche y se olvidase de echar el cerrojo al volver.

—¿ Es esto probable?

—Muy probable. Mi marido era el hombre má s distraí do del mundo.

Habí a hablado con la frente ligeramente arrugada, como si aquel rasgo del cará cter del difunto la hubiese mortificado a veces.

—Creo que podrí amos hacer una deducció n —observó de pronto el comisario—. Puesto que los hombres insistieron en que monsieur Renauld se vistiese, parece como si el lugar a donde le llevaban, el lugar donde estaba oculto «el secreto», se encontrase a alguna distancia.

El magistrado hizo una señ a afirmativa.

—Sí; lejos; y, sin embargo, no muy lejos, puesto que é l habló de estar de regreso por la mañ ana.

—¿ A qué hora sale de la estació n de Merlinville el ú ltimo tren? —preguntó Poirot.

—A las once cincuenta en una direcció n y a las doce diecisiete en la otra; pero es má s probable que tuviesen un coche esperando.

—Desde luego —convino Poirot con cierto desá nimo.

—En realidad, é ste podrí a ser un buen modo de encontrar su pista —continuó el magistrado, con má s viveza—. Un automó vil con dos extranjeros tiene bastantes probabilidades de llamar la atenció n. É ste es un dato importante, monsieur Bex.

Sonrió para sí mismo y, recobrando luego su anterior gravedad, le dijo a madame Renauld:

—Hay otra pregunta: ¿ conoce usted a alguien que se llame «Duveen»?

—¿ Duveen? —repitió ella con aire pensativo—. No; de momento no puedo decir que conozca a nadie de este nombre.

—¿ No se lo ha oí do nunca mencionar a su esposo?

—Nunca.

—¿ Conoce usted a alguien cuyo nombre de pila sea «Bella»?

Y mientras hablaba habí a observado con atenció n a madame Renauld, en acecho para sorprender cualquier señ al de irritació n o de conocimiento; pero ella se limitó a mover la cabeza con naturalidad. Hautet continuó las preguntas.

—¿ Sabe usted que su esposo recibió una visita anoche?

Esta vez vio có mo subí a por sus mejillas un ligero matiz rojizo, pero ella contestó con noble compostura:

—No. ¿ Quié n era?

—Una señ ora.

—¿ De veras?

Pero, de momento, el magistrado se contentó con esto. No parecí a probable que madame Daubreuil tuviese nada que ver con el crimen y no querí a trastornar a madame Renauld má s de lo necesario.

Hizo una señ a al comisario. É ste le contestó con una inclinació n de cabeza y, levantá ndose luego, cruzó la habitació n y volvió con el jarro de cristal que habí amos visto en el cobertizo adjunto a la casa. De este jarro tomó la daga.

—Señ ora —dijo suavemente—, ¿ reconoce esto?

Ella lanzó un pequeñ o grito.

—Sí; es mi cuchillito —luego, al ver la punta manchada, se echó hacia atrá s, con los ojos dilatados por el terror—. ¿ Es esto... sangre?

—Sí, señ ora. Su esposo fue muerto con esta arma —y se apresuró a apartarla de su vista—. ¿ Está enteramente segura de que es la que tení a anoche en su tocador?

—¡ Oh!, sí. Era un regalo de mi hijo. Sirvió en la Aviació n durante la guerra. Se atribuyó má s edad de la que tení a —añ adió con cierto tono de orgullo maternal en la voz—. Está hecho con el cable de uno de los aeroplanos má s veloces, y mi hijo me lo entregó como un recuerdo de guerra.

—Ya lo veo, señ ora. Y esto nos lleva a otra cosa: ¿ dó nde está ahora su hijo? Es necesario que le telegrafiemos sin demora.

—¿ Jack? Está camino de Buenos Aires.

—¡ Có mo!

—Sí. Mi esposo le telegrafió ayer. Le habí a enviado a Parí s por cuestiones de negocios; pero ayer descubrió que serí a necesario que continuase sin tardanza hasta Amé rica del Sur. Anoche zarpaba de Cherburgo un buque con destino a Buenos Aires y le telegrafió que lo tomase.

—¿ Tiene usted alguna idea de lo que era este asunto en Buenos Aires?

—No, señ or; ignoro de qué clase de negocio se trata; pero Buenos Aires no era el destino final de mi hijo. Debí a de continuar por tierra hasta Santiago de Chile.

Y el magistrado y el comisario exclamaron al uní sono:

—¡ Santiago! ¡ Otra vez Santiago!

En este momento fue, hallá ndonos todos como atontados por la menció n de aquel nombre, cuando Poirot se acercó a madame Renauld. Habí a permanecido en pie junto a la ventana, como un hombre perdido en sus pensamientos, y dudo que hubiera escuchado por completo todo lo que pasó. Despué s de saludarla con una inclinació n, le dijo:

—Perdone, señ ora; pero ¿ puedo examinar sus muñ ecas?

Aunque ligeramente sorprendida por la demanda, ella se las tendió. Alrededor de cada una se veí a una fuerte señ al roja, donde las cuerdas habí an mordido en la carne. Al examinarlas, me pareció que desaparecí a de los ojos de Poirot el ligero parpadeo de excitació n que yo habí a advertido.

—Deben de causarle mucho dolor —dijo, y, una vez má s, me pareció interesado.

Pero el magistrado estaba hablando con excitació n.

—Hay que comunicar inmediatamente por el telé grafo con el joven monsieur Renauld. Es del mayor interé s que quedemos informados de cuanto é l pueda decirnos acerca de este viaje a Santiago —y añ adió, despué s de un momento de vacilació n—: Quisiera poder tenerle cerca de nosotros a fin de ahorrarle a usted, señ ora, un gran dolor.

—¿ Se refiere —dijo ella con voz baja— a la identificació n de los restos de mi esposo?

El magistrado inclinó la cabeza.

—Soy una mujer fuerte, caballero. Puedo soportar lo que se requiera de mí. Estoy dispuesta... ahora.

—¡ Oh!, mañ ana será aú n bastante pronto; le aseguro a usted...

—Prefiero dejarlo terminado —dijo ella en voz baja, mientras cruzaba por su rostro un espasmo de dolor—. Si quiere usted, doctor, tener la bondad de darme su brazo...

El doctor se apresuró a acercarse. Sobre los hombros de madame Renauld se echó una capa, y bajó por la escalera una lenta procesió n. Bex tomó la delantera para abrir la puerta del cobertizo. Al cabo de uno o dos minutos apareció en ella madame Renauld. Estaba pá lida, pero resuelta, y levantó una mano para cubrirse el rostro.

—Un momento, señ ores, para darme á nimo.

Retirando la mano, se inclinó y miró al muerto. Y la abandonó el maravilloso dominio de sí misma que habí a sostenido hasta aquel momento.

—¡ Pablo! —gritó —. ¡ Esposo mí o! ¡ Oh, Dios!

Vaciló al inclinarse y cayó sin sentido.

Poirot, que estaba a su lado, le levantó inmediatamente un pá rpado y le tomó el pulso. Cuando se hubo asegurado de que el desmayo era auté ntico, se apartó. Cogié ndome un brazo, me dijo:

—¡ Soy un imbé cil, amigo mí o! Si una voz de mujer ha expresado alguna vez amor y dolor, yo la he oí do ahora. Mi pequeñ a idea era enteramente equivocada. Eh bien! ¡ Tengo que volver a empezar!


 



  

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