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france. CAPÍTULO TRES



france

 

«Muy señ or mí o: Necesito los servicios de un detective y, por razones que le comunicaré má s tarde, no deseo llamar a la Policí a oficial. He tenido noticias de usted, de diversas procedencias, y todos los informes coinciden en la afirmació n de que es usted un hombre decididamente há bil y que sabe, ademá s, ser discreto. No quiero confiar detalles al correo, pero, por razó n de un secreto que poseo, temo diariamente por mi vida. Estoy convencido de que el peligro es inminente y, en consecuencia, le ruego que venga a Francia sin perder un momento. Enviaré un coche que le recoja en Calais si quiere telegrafiarme cuá ndo llega. Le quedaré muy agradecido si consiente dejar todos los casos que tenga entre manos para dedicarse exclusivamente a mis intereses. Estoy dispuesto a abonarle cualquier retribució n necesaria. Probablemente habré de requerir sus servicios por un perí odo de tiempo considerable, pues puede ser preciso que vaya usted a Santiago, donde he vivido por espacio de algunos añ os. Me complacerá que me indique sus honorarios.

Asegurá ndole una vez má s que el asunto es urgente, queda de usted s. s.,

P. T. Renauld. »

 

Bajo la firma habí a sido garabateada una lí nea casi ilegible: «¡ Venga, por amor de Dios! »

Le devolví la carta con el pulso agitado.

—iPor fin! —dije—. Aquí hay algo distinto de lo ordinario.

—Sí, verdaderamente —añ adió Poirot, con aire reflexivo.

—Irá usted, por supuesto.

Poirot hizo una señ a afirmativa. Estaba absorto en sus pensamientos. Por fin, pareció haber tomado su partido y levantó la mirada hasta el reloj. La expresió n de su rostro era muy grave.

—Vea, amigo mí o, que no hay tiempo que perder. El Expreso Continental sale de Victoria a las once. No se agite. Queda tiempo suficiente. Podemos permitirnos diez minutos de discusió n. Usted me acompañ a, ¿ no es verdad?

—Hombre...

—Usted mismo me dijo que su principal no le necesita durante las pró ximas semanas.

—¡ Oh!, así es. Pero este monsieur Renauld indica con toda claridad que su asunto es privado.

—Ta..., ta..., ta. Yo me encargo de monsieur Renauld. A propó sito, ¿ no parece que conocemos este nombre?

—Hay un millonario sudamericano famoso que se llama Renauld. No sé si podrí a ser el mismo.

—Sin duda. Esto explica la menció n de Santiago. Santiago está en Chile, ¡ y Chile está en Amé rica del Sur! ¡ Ah, el caso es que vamos adelantando! ¿ Se ha fijado en la posdata? ¿ Qué efecto le ha causado?

Reflexioné.

—Es claro que escribió la carta dominá ndose, pero al final perdió los estribos y, siguiendo el impulso del momento, garabateó esas palabras desesperadas.

Pero mi amigo movió la cabeza con un gesto ené rgico.

—Está usted en un error. Fí jese en que si bien la tinta de la firma es casi negra, la de la posdata es enteramente pá lida...

—¿ Y qué má s? —pregunté, desconcertado.

—¡ Por Dios, amigo mí o! ¡ Utilice sus pequeñ as cé lulas grises! ¿ No está claro? Monsieur Renauld escribió la carta. Sin secarla, la releyó cuidadosamente. Luego, no por impulso, sino con deliberació n, añ adió esas ú ltimas palabras y pasó por ellas el papel secante.

—Pero ¿ por qué?

Parbleu! Para que me produjesen a mí el efecto que le han producido a usted.

—¡ Có mo!

—Ni má s ni menos..., ¡ para asegurarse de mi venida! Releyó la carta y no quedó contento de ella. ¡ No era bastante fuerte!

Se detuvo y añ adió luego en tono moderado, mientras se iluminaban sus ojos con el reflejo verde que siempre revelaba su excitació n interior:

—Y así, amigo mí o, puesto que la posdata fue puesta no por impulso, sino serenamente, a sangre frí a, el caso es en realidad urgente y debemos estar a su lado tan pronto como sea posible.

—Merlinville —murmuré pensativo—. Creo que lo he oí do nombrar.

Poirot afirmó con la cabeza.

—Es un lugar pequeñ o y tranquilo..., pero ¡ elegante! Está situado hacia la mitad del camino de Boulogne a Calais. Creo que monsieur Renauld tiene una casa en Inglaterra.

—Sí; en Rutland Gate, si no recuerdo mal. Y tambié n una gran residencia en el campo en alguna parte, en el Hertfordshire. Pero, en realidad, sé muy poca cosa de é l. Su vida social no es muy activa. Creo que tiene en la City grandes intereses sudamericanos y que se ha pasado la mayor parte de la vida en Chile y en la Argentina.

—Bien; é l mismo nos dará todos los detalles. Vamos a preparar el equipaje. Una maleta pequeñ a cada uno, y luego un taxi a la estació n Victoria.

 

 

De ella partimos a las once, camino de Dover. Antes de emprender el viaje, Poirot habí a enviado un telegrama a monsieur Renauld comunicá ndole la hora de nuestra llegada a Calais.

Durante la travesí a tuve buen cuidado de no turbar la soledad de mi amigo. El tiempo era esplé ndido y el mar estaba tan tranquilo como el lago proverbial, por lo que no me sorprendió ver acercarse a mí un Poirot sonriente al desembarcar en Calais. Una contrariedad nos esperaba allí, pues no se habí a enviado ningú n coche que nos recogiese; pero Poirot lo atribuyó a algú n retraso que se habí a producido al cursar el telegrama.

—Alquilaremos otro —dijo animadamente.

Y pocos minutos despué s está bamos saltando, entre crujidos, en el má s desvencijado de los automó viles de alquiler que hayan corrido en direcció n a Merlinville.

Por mi parte, me hallaba muy animado tambié n, pero mi amigo estaba observá ndome con expresió n grave.

—Está usted lo que el pueblo escocé s llama fey, Hastings. Esto presagia desastre.

—¡ Oh, oh, oh! En todo caso, usted no comparte mis sentimientos.

—No; pero estoy asustado.

—Asustado, ¿ de qué?

—No lo sé. Pero tengo un presentimiento..., un je ne sais quoi!

Y habí a hablado con tan grave acento que, a mi pesar, me sentí impresionado.

—Tengo la sensació n —añ adió lentamente— de que é ste va a ser un caso grande..., un problema largo y penoso, que no será fá cil resolver.

Hubiera querido dirigirle otras preguntas, pero acabá bamos de entrar en la pequeñ a població n de Merlinville, y moderamos la marcha para averiguar cuá l era el camino de la Villa Genevié ve.

—Sigan por aquí, cruzando la població n. La Villa Genevié ve está a cosa de un kiló metro al otro lado. No pueden confundirla. Una villa grande que mira al mar.

Dimos las gracias a nuestro informador y seguimos adelante, cruzando la població n. Una bifurcació n de la carretera nos obligó a detenernos de nuevo. Un campesino vení a hacia nosotros y esperamos a que llegase para pedir nuestra direcció n. Habí a una villa diminuta junto al mismo camino, pero era demasiado pequeñ a y ruinosa para ser la que buscá bamos. Mientras aguardá bamos se abrió su puerta y apareció en ella una muchacha.

El campesino pasaba ahora por nuestro lado y el conductor se inclinó fuera de su asiento y le pidió nuestra direcció n.

—¿ La Villa Genevié ve? Só lo unos cuantos pasos má s allá, por este camino, a la derecha. Podrí a usted verla desde aquí a no ser por la curva.

El chó fer le dio las gracias y el coche reanudó la marcha. Mis ojos quedaron fascinados por la muchacha, que continuaba allí, con una mano en la puerta, observá ndonos. Soy un admirador de la belleza y allí habí a un ejemplar que nadie hubiera podido pasar por alto. Muy alta, con las proporciones de una joven diosa y la cabellera de oro de su cabeza descubierta brillando al sol. Juré para mí mismo que aqué lla era una de las muchachas má s hermosas que habí a visto nunca. Al continuar por el á spero camino, volví la cabeza para seguir vié ndola.

—¡ Por Jú piter, Poirot! —exclamé —. ¿ Ha visto usted esta divinidad?

Poirot levantó las cejas.

—Esto empieza —murmuró —. ¡ Ya ha visto usted una diosa!

—Dé jese de historias. ¿ No lo era, acaso?

—Es posible; no lo he advertido.

—Pero, sin duda, la ha visto usted...

—Amigo mí o: dos personas distintas rara vez ven la misma cosa. Usted, por ejemplo, ha visto una diosa. Yo... —vaciló.

—¿ Qué má s?

—Yo só lo he visto una muchacha de ojos acongojados —dijo Poirot gravemente.

Pero en aquel momento llegamos ante una gran puerta verde, y los dos lanzamos una exclamació n al mismo tiempo. Delante de la puerta estaba un descomunal sergent de ville, que levantó la mano para detenernos.

—No pueden ustedes pasar, señ ores.

—Pero es que deseamos ver a monsieur Renauld —exclamé —. Estamos citados, y é sta es su villa, ¿ no es verdad?

—Sí, señ or; pero...

Poirot se inclinó hacia adelante.

—Pero ¿ qué?

—Monsieur Renauld ha sido asesinado esta mañ ana.


 

CAPÍ TULO TRES

 

EN LA VILLE GENEVIÉ VE

 

 

Al cabo de un momento, Poirot habí a saltado del coche con los ojos brillantes de excitació n.

—¿ Qué dice usted? ¿ Asesinado? ¿ Cuá ndo? ¿ Có mo?

El agente de Policí a se enderezó.

—No puedo contestar ninguna pregunta, caballero.

—Cierto. Comprendo —y Poirot añ adió tras un momento de reflexió n—: ¿ Sin duda está aquí el comisario de Policí a?

—Sí, señ or.

Poirot sacó una tarjeta y escribió en ella algunas palabras.

Voilá. ¿ Quiere tener la bondad de procurar que entreguen esta tarjeta al comisario en seguida?

El agente la tomó y silbó por encima del hombro. A los pocos segundos apareció un compañ ero que se encargó del mensaje de Poirot. Hubo algunos minutos de espera y acudió precipitadamente a la puerta exterior un hombre bajo y grueso, con un espeso bigote. El agente de Policí a saludó y se hizo a un lado.

—¡ Mi querido monsieur Poirot! —exclamó el recié n venido—. Estoy muy contento de verle. Su llegada es muy oportuna.

El rostro de Poirot se animó.

—¡ Monsieur Bex! Tengo una verdadera satisfacció n —y se volvió hacia mí —. El señ or es un amigo inglé s, el capitá n Hastings... Monsieur Lucien Bex.

El comisario y yo nos saludamos incliná ndonos ceremoniosamente.

—Querido amigo —dijo aqué l—. No nos habí amos visto desde mil novecientos nueve, en aquella ocasió n, en Ostende. ¿ Trae usted informació n que pueda ayudarnos?

—Es posible que ya la conozca usted. ¿ Sabí a que me habí an enviado a buscar?

—No. ¿ Quié n?

—El muerto. Parece que sabí a que se iba a atentar contra su vida. Por desgracia, me ha llamado demasiado tarde.

Sacre tonnerre! —exclamó el francé s—. Es decir, que previó su propio asesinato. ¡ Esto trastorna considerablemente nuestras ideas! Pero venga al interior.

Diciendo esto, mantuvo la puerta abierta y empezamos a caminar hacia la casa. Bex continuó hablando:

—Hay que informar de esto inmediatamente al juez de instrucció n, Hautet. Acaba ahora de examinar el lugar del crimen y va a comenzar sus interrogatorios.

—¿ Cuá ndo se cometió el crimen? —preguntó Poirot.

—El cadá ver fue descubierto esta mañ ana, hacia las nueve. La declaració n de madame Renauld y la de los doctores vienen a demostrar que la muerte debe de haber ocurrido alrededor de las dos de la madrugada. Pero le ruego que entre.

Habí amos llegado a los peldañ os que conducí an a la puerta delantera de la villa. En el vestí bulo estaba sentado otro agente, que se levantó al ver al comisario.

—¿ Dó nde está ahora monsieur Hautet? —preguntó é ste.

—En el saló n, señ or.

Bex abrió una puerta a la izquierda del vestí bulo y entramos. Hautet y su oficial de secretarí a estaban sentados a una gran mesa redonda. Al entrar nosotros levantaron la cabeza. El comisario nos presentó y explicó la razó n de nuestra llegada.

 

 

El juez de instrucció n, Hautet, era un hombre alto y flaco, de ojos oscuros y penetrantes y barba gris bien recortada, que tení a la costumbre de acariciar cuando estaba hablando. En pie, junto a la repisa de la chimenea, habí a un hombre de alguna edad y hombros algo cargados, que nos fue presentado bajo el nombre de doctor Durand.

—¡ Es verdaderamente extraordinario! —observó Hautet cuando el comisario hubo terminado su explicació n—. ¿ Tiene usted aquí la carta, señ or mí o?

Poirot se la entregó y el magistrado la leyó.

—¡ Hum! Habla de un secreto. ¡ Qué lá stima que no sea má s explí cito! Tenemos una gran deuda contraí da con usted, monsieur Poirot. Espero que nos hará el honor de ayudarnos en nuestras investigaciones. ¿ O es que se encuentra obligado a regresar a Londres?

—Señ or juez, me propongo quedarme. No he llegado a tiempo para evitar la muerte de mi cliente, pero mi honor me obliga a descubrir al asesino.

El magistrado se inclinó.

—Estos sentimientos le honran. Por otra parte, madame Renauld querrá, creo yo, retener sus servicios. De un momento a otro estamos esperando la llegada de monsieur Giraud, de la Sû reté de Parí s, e, indudablemente, usted y é l podrá n prestarse mutua asistencia en sus investigaciones. Entre tanto, espero que me concederá el honor de estar presente en mis interrogatorios, y apenas necesito decirle que si de algú n modo podemos serle ú tiles, estamos a su disposició n.

—Muy agradecido. Comprenderá usted que, en el momento presente, estoy enteramente a oscuras. No sé nada del caso en absoluto.

Hautet hizo una señ a al comisario, y é ste resumió los hechos en la forma siguiente:

—Esta mañ ana, al bajar para comenzar sus tareas, la antigua sirvienta, Francisca, ha encontrado entreabierta la puerta delantera. Momentá neamente alarmada por el temor de los ladrones, se ha asomado al comedor; pero viendo que el servicio de plata estaba intacto, ha supuesto que su amo se habrí a levantado temprano y habrí a salido a dar un paseo.

—Perdone que le interrumpa; pero ¿ tení a su amo esta costumbre?

—No, no la tení a; pero la vieja Francisca adopta la idea corriente en lo que se refiere a los ingleses: ¡ que está n locos y son capaces de hacer en cualquier momento las cosas má s extravagantes! Al ir a despertar a su ama, como de costumbre, la joven doncella, Leonia, ha descubierto horrorizada que madame Renauld estaba amordazada y sujeta con cuerdas, y, casi al mismo tiempo, ha llegado la noticia de que habí a sido hallado monsieur Renauld muerto de una cuchillada en la espalda.

—¿ Dó nde?

—É ste es uno de los detalles má s extraordinarios del caso, monsieur Poirot: el cadá ver estaba echado boca abajo en una sepultura abierta.

¡ Có mo!

—Sí; el hoyo es reciente..., só lo a unos cuantos metros mas allá del lí mite del terreno de la villa.

—Y estaba muerto... ¿ desde cuá ndo?

El doctor Durand contestó esta pregunta.

—He examinado el cadá ver esta mañ ana a las diez. La muerte debió de tener lugar por lo menos siete o quizá diez horas antes.

—¡ Hum! Esto la fija entre medianoche y las tres de la madrugada.

—Exactamente, y la declaració n de madame Renauld la coloca despué s de las dos, lo que estrecha má s aú n el campo de las suposiciones. La muerte debió de ser instantá nea, y, como es natural, no cabe pensar que se la diese é l mismo.

Poirot hizo una señ a afirmativa y el comisario reanudó su relato.

—Madame Renauld fue prestamente libertada de sus cuerdas por la horrorizada servidumbre. Se hallaba en un estado de extrema debilidad y casi inconsciente del dolor causado por aquellas ligaduras. Parece que entraron en el dormitorio dos hombres enmascarados que, despué s de haberla amordazado y atado, se llevaron de allí por la fuerza a su marido. Esto lo sabemos indirectamente, por los servidores. Al conocer la trá gica noticia, ella cayó en un estado de agitació n alarmante. A su llegada, el doctor Durand prescribió un calmante, y no hemos podido interrogarla aú n. Pero, sin duda, despertará má s tranquila y podrá soportar la fatiga del interrogatorio.

El comisario hizo una pausa.

—¿ Y los que viven en la casa?

—Está la vieja Francisca, que es el ama de llaves y vivió muchos añ os con los anteriores dueñ os de la Villa Genevié ve. Hay ademá s dos muchachas hermanas, Dionisia y Leonia Oulard, que nacieron en Merlinville, de padres muy respetables. Está tambié n el chó fer, que monsieur Renauld trajo con é l de Inglaterra; pero é ste está fuera, de vacaciones. Y, por ú ltimo, madame Renauld y su hijo, monsieur Jack Renauld, que así mismo se encuentra ahora fuera de casa.

Poirot bajó la cabeza. Hautet llamó:

—¡ Marchaud! Apareció el agente.

—Traiga a la vieja Francisca.

El hombre saludó y salió, volviendo poco despué s con la asustada ama de llaves.

—¿ Se llama usted Francisca Arrichet?

—Sí, señ or.

—¿ Ha servido mucho tiempo en Villa Genevié ve?

—Once añ os con la señ ora vizcondesa. Luego, cuando vendió la villa, esta primavera, consentí en quedarme con el milord inglé s. Nunca hubiera imaginado...

El magistrado la detuvo en seco.

—Sin duda, sin duda. Vamos a ver, Francisca: en este asunto de la puerta delantera, ¿ quié n se encarga de cerrarla por la noche?

—Yo, señ or. Siempre cuido de esto yo misma.

—¿ Y en la noche pasada?

—La cerré como de costumbre.

—¿ Está segura de esto?

—Lo juro por los santos del cielo, señ or.

—¿ Qué hora deberí a ser?

—La de costumbre; las diez y media, señ or.

—¿ Y qué me dice de los demá s? ¿ Se habí an ido arriba a descansar?

—La señ ora se habí a retirado hací a ya un rato. Dionisia y Leonia subieron conmigo. El señ or estaba aú n en su despacho.

—Entonces, si alguien abrió la puerta despué s, ¿ tení a que ser el mismo monsieur Renauld?

Francisca encogió sus anchos hombros.

—¿ Por qué habí a de hacerlo? —replicó —. ¡ Pasando por ahí a cada momento ladrones y asesinos! ¡ Vaya una idea! El señ or no era tonto. Bien; tení a que dejar salir a la señ ora...

El magistrado la interrumpió con viveza.

—¿ A la señ ora? ¿ A qué señ ora se refiere?

—¡ Có mo! A la señ ora que vino a verle.

—¿ Vino a verle una señ ora esta noche?

—Vaya si vino, señ or..., y otras muchas noches tambié n.

—¿ Quié n era? ¿ La conocí a usted?

Por el rostro de la mujer se esparció una expresió n maliciosa.

—¿ Có mo podí a saber quié n era? —gruñ ó —. Yo no le abrí la puerta anoche.

—¡ Aja! —gritó el juez de instrucció n dando un manotazo sobre la mesa—. Le gusta a usted jugar con la Policí a, ¿ no es verdad? Le pido que me diga inmediatamente el nombre de esta mujer que vení a a visitar a monsieur Renauld por las noches.

—¡ La Policí a, la Policí a! —gruñ ó Francisca—. Nunca pensé que hubiese de tener nada que ver con la Policí a. Pero sé muy bien quié n era: era madame Daubreuil.

El comisario lanzó una exclamació n y se inclinó hacia adelante, como si se hallase sobrecogido por un extrañ o asombro.

—¿ Madame Daubreuil..., de la Villa Marguerite, ahí junto al camino?

—Eso es lo que he dicho, señ or. ¡ Oh!, es una buena pieza.

Y echó atrá s la cabeza, con expresió n desdeñ osa.

—Madame Daubreuil —murmuró el comisario—. Imposible.

Voilá —gruñ ó de nuevo Francisca—. Esto es todo lo que una saca por decir la verdad.

—Nada de esto —dijo el magistrado con acento conciliador—. Nos ha causado sorpresa y nada má s. En este caso, ¿ serí an madame Daubreuil y monsieur Renauld...? —y se detuvo con delicadeza—. ¿ Eh? ¿ Era esto, sin duda?

—¿ Có mo puedo yo saberlo? Pero ¿ qué quiere usted? El señ or era un milord inglé s muy rico..., y madame Daubreuil era pobre... y muy chic, aunque vive tan calladamente, con su hija. ¡ No hay duda de que tiene su historia! Ya no es joven, pero, ma foi!, yo que le estoy hablando he visto a muchos hombres volver la cabeza para mirarla cuando va por la calle. Ademá s, ú ltimamente ha tenido má s dinero para gastar..., todo el mundo lo sabe. Las pequeñ as economí as se han acabado —y Francisca movió la cabeza con una expresió n de resuelta certidumbre.

Hautet se acarició la barba con aire reflexivo.

—¿ Y madame Renauld? —preguntó luego—. ¿ Có mo toma esta... amistad?

Francisca encogió los hombros.

—Madame Renauld es siempre muy amable..., muy corté s. Una dirí a que no sospecha nada. Pero, de todos modos, ¿ no es así como sufre el corazó n, señ or? Dí a tras dí a he observado có mo la señ ora palidecí a y adelgazaba. No era la misma mujer que llegó aquí hace un mes. El señ or ha cambiado tambié n. Tiene así mismo sus penas. Podí a verse que estaba a punto de sufrir un ataque nervioso. ¿ Y quié n habí a de extrañ arlo con una intriga conducida de este modo? Sin reticencia ni discreció n. ¡ Al estilo inglé s, sin duda!

Indignado, di un salto en mi asiento; pero el juez de instrucció n continuaba sus preguntas sin dejarse distraer por las consecuencias laterales.

—¿ Dice usted que monsieur Renauld no habí a acompañ ado fuera a madame Daubreuil? ¿ Esta señ ora se retiró, entonces?

—Sí, señ or. Los oí salir del despacho y dirigirse a la puerta. El señ or dio las buenas noches y cerró la puerta tras ella.

—¿ A qué hora fue esto?

—Hacia las diez y veinticinco, señ or.

—¿ Sabe cuá ndo se retiró a descansar monsieur Renauld?

—Le oí subir unos diez minutos despué s que nosotras. La escalera cruje de tal modo que una oye a todos los que suben o bajan.

—¿ Y es esto todo? ¿ No oyó sonidos de movimiento alguno durante la noche?

—Nada en absoluto, señ or.

—¿ Cuá l de las sirvientas ha bajado primero esta mañ ana?

—Yo, señ or. Y he visto en seguida que la puerta estaba abierta.

—¿ Y las otras ventanas de la planta baja? ¿ Estaban todas cerradas?

—Absolutamente todas. No habí a nada sospechoso ni fuera de su sitio.

—Está bien, Francisca. Puede retirarse.

La anciana se encaminó a la puerta arrastrando los pies. Llegada al umbral, se volvió.

—Le diré una cosa, señ or. ¡ Que madame Daubreuil es una mala persona! ¡ Oh!, sí: una mujer conoce a otra. Es una mala persona; recuerde usted esto.

Y Francisca salió de la habitació n moviendo la cabeza con actitud sentenciosa.

—Leonia Oulard —llamó el magistrado.

Leonia apareció llorando a mares y a un paso del histerismo. Hautet la trató con habilidad. Su declaració n se referí a principalmente al descubrimiento de su dueñ a amordazada y sujeta, escena que describió con alguna exageració n. Lo mismo que Francisca, no habí a oí do nada durante la noche.

La siguió su hermana Dionisia, que confirmó que el amo habí a cambiado bastante ú ltimamente.

—Cada dí a se poní a má s triste. Cada dí a comí a menos. Siempre estaba deprimido —pero Dionisia tení a su opinió n personal—. Sin duda, era la Mafia que le seguí a los pasos. Dos hombres enmascarados..., ¿ qué otra cosa podrí a ser? ¡ Una sociedad secreta terrible!

—Por supuesto, es posible —cedió el magistrado con suavidad—. Vamos a ver, hija mí a, ¿ fue usted quien abrió la puerta a madame Daubreuil la noche pasada?

—No la noche pasada, señ or, sino la noche anterior.

—Pero Francisca acaba de decirnos que madame Daubreuil estuvo aquí ayer noche.

—No, señ or. Es verdad que ayer noche vino una señ ora a ver a monsieur Renauld. Pero no era madame Daubreuil.

El magistrado, sorprendido, insistió, pero la muchacha se mantuvo firme. Conocí a de vista, perfectamente, a madame Daubreuil. La dama que habí a venido tení a tambié n el cabello oscuro, pero era má s baja, y mucho má s joven. Y fue inú til todo intento de apartarla de esta declaració n.

—¿ La habí a visto ya antes?

—Nunca, señ or —y añ adió luego con cierta timidez—: Pero me parece que es inglesa.

—¿ Inglesa?

—Sí, señ or. Preguntó por monsieur Renauld en muy buen francé s, pero el acento... por ligero que sea, se conoce siempre. Ademá s, cuando salieron del despacho, hablaban en inglé s.

—¿ Oyó lo que decí an? Quiero decir, ¿ pudo entenderlo?

—Yo hablo el inglé s muy bien —contestó Dionisia con orgullo—. La dama hablaba demasiado deprisa para que pudiese coger lo que decí a, pero oí las ú ltimas palabras del señ or, cuando le abrió la puerta —y, despué s de detenerse, pronunció en inglé s cuidadosa y laboriosamente—: «Sí..., sí...; pero, por amor de Dios, ¡ vá yase ahora! ».

—«Sí, sí; pero, por amor de Dios, ¡ vá yase ahora! » —repitió el magistrado.

Despidió entonces a Dionisia y, tras unos momentos, por consideració n, llamó de nuevo a Francisca. A é sta le expuso el problema de si no se habrí a equivocado al fijar la noche de la visita de madame Daubreuil. No obstante, Francisca dio muestras de una inesperada obstinació n. Era en la noche anterior cuando habí a venido madame Daubreuil. Sin duda ninguna, era ella. Dionisia habí a querido hacerse interesante: voilá tout! Habí a preparado esa bonita historia de una dama extranjera. ¡ Habí a querido, ademá s, hacer ostentació n de su conocimiento de la lengua inglesa! Probablemente, el señ or no habí a pronunciado siquiera esa frase en inglé s, y aunque la hubiese pronunciado, esto no demostraba nada, porque madame Daubreuil hablaba el inglé s perfectamente y, por lo general, usaba esta lengua cuando conversaba con monsieur y madame Renauld.

—Ya lo ve usted —concluyó —; Jack, el hijo del señ or, solí a estar aquí y habla muy mal el francé s.

El magistrado no insistió. En lugar de esto, preguntó por el chó fer, y supo que en el mismo dí a anterior Renauld habí a dicho que no era probable que necesitase el coche, y que Masters podí a perfectamente tomarse unas vacaciones.

En la frente de Poirot habí a empezado a formarse una expresió n de duda.

—¿ Qué es ello? —le pregunté en voz baja.

Pero é l movió la cabeza con impaciencia y, a su vez, hizo una pregunta:

—Perdone, Bex; pero, sin duda, monsieur Renauld sabí a conducir el coche...

El comisario miró a Francisca, que contestó prestamente:

—No; el señ or no conducí a el coche personalmente.

El ceñ o de Poirot se acentuó.

—Quisiera que me dijese qué le inquieta —le dije, sin poder esperar má s.

—¿ No lo ve usted? En su carta, monsieur Renauld habla de enviar el coche a Calais para recogerme.

—Quizá se referí a a un coche de alquiler —le indiqué.

—Debe de ser así. Pero ¿ por qué alquilar un coche cuando se tiene uno propio? ¿ Por qué elegir el dí a de ayer para darle al chó fer las vacaciones... tan repentinamente, sin previo aviso? ¿ Tení a alguna razó n para apartarle de aquí antes que nosotros llegá semos?


 



  

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