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Asesinato en el campo de golf. Agatha Christie. DRAMATIS PERSONAE. CAPITULO UNO



 

 

 

Asesinato en el campo de golf

 

 

Agatha Christie

 

Traducció n: José Mallorquí Figuerola


 

DRAMATIS PERSONAE

 

 

francisca arrichet: Antigua ama de llaves de la familia Renauld.

augusto: Viejo jardinero.

lucien bex: Comisario de la Policí a francesa.

conneau: Amante que fue de madame Daubreuil.

daubreuil: Hermosa mujer, amiga í ntima de monsieur Renauld.

marta daubreuil: Hija de la anterior.

durand: Mé dico forense.

bella duveen: Una artista de variedades.

giraud: De la Sû reté de Parí s.

hastings: Capitá n retirado del Ejé rcito, amigo y colaborador de Poirot y cronista de esta novela.

hautet: Juez de instrucció n.

japp: Inspector de Scotland Yard.

marchaud: Agente de Policí a.

masters: Chó fer de los Renauld.

dionisia y leonia oulard: Dos jó venes hermanas, camareras de la familia Renauld.

hé rcules poirot: El genial detective belga que protagoniza esta obra.

eloí sa renauld: Esposa de Renauld, asesinado.

pablo renauld: Un millonario de enigmá tico pasado.

gabriel stonor: Secretario del anterior.


 

CAPITULO UNO

 

UNA COMPAÑ ERA DE VIAJE

 

 

Creo que existe una ané cdota famosa segú n la cual un joven escritor, resuelto a dar a su narració n un principio bastante ené rgico y original para alcanzar y retener la atenció n del má s hastiado de los editores, escribió lo siguiente:

—¡ Demonio! —exclamó la duquesa.

Por extrañ o que parezca, la presente narració n mí a comienza de un modo muy parecido, salvo que la dama que lanza la exclamació n no es duquesa.

Era en un dí a de principios de junio. Habí a despachado yo algunos asuntos en Parí s y tomado el tren de la mañ ana para regresar a Londres, donde seguí a compartiendo un alojamiento con mi antiguo amigo el ex detective Hé rcules Poirot.

Eran muy escasos los viajeros en el expreso de Calais: en realidad só lo vení a otro en mi propio departamento. Yo habí a salido del hotel con alguna precipitació n y estaba ocupado en el recuento de mis bá rtulos cuando arrancó el tren. Hasta aquel momento apenas me habí a dado cuenta de la presencia de mi compañ era; pero ahora me hallé violentamente llamado a reconocer su existencia. Levantá ndose de su asiento de un salto, bajó el cristal de la ventanilla y sacó fuera la cabeza, retirá ndola al cabo de un momento con la breve y ené rgica exclamació n:

—¡ Demonio!

Ahora bien: yo soy un hombre algo anticuado. Para mí, una mujer debe ser femenina. ¡ No puedo soportar a la neuró tica muchacha moderna que se entrega al jazz de la mañ ana a la noche, fuma como una chimenea y usa un lenguaje que harí a sonrojarse a una pescadera de Billingsgate!

Levanté la cabeza con el ceñ o ligeramente fruncido y me hallé ante un rostro bonito, de expresió n descarada y bajo un disparatado sombrerito rojo. Las orejas estaban ocultas tras espesas matas de rizos negros. Me pareció que tení a poco má s de diecisiete añ os, pero su cara estaba cubierta de polvos y los labios eran de matiz escarlata enteramente imposible.

Sin desconcertarse poco ni mucho, sostuvo mi mirada y ejecutó una expresiva mueca.

—¡ Pobre de mí! ¡ He escandalizado al buen caballero! —observó, dirigié ndose a un imaginado auditorio—. ¡ Ofrezco mis excusas por mi lenguaje! Muy impropio de una señ orita, etcé tera, etcé tera. Pero, Dios mí o, ¡ qué razó n tení a para usarlo! ¿ Sabe usted que he perdido a mi ú nica hermana?

—¿ De veras? —dije corté smente—. ¡ Qué desgracia!

—Me desaprueba —observó la dama—. Me desaprueba por completo, a mí y a mi hermana... Y esto ú ltimo no está bien, ¡ porque no la ha visto!

Abrí la boca, pero ella se me adelantó.

—¡ No diga nada má s! ¡ Nadie me quiere! ¡ Me iré al jardí n y comeré gusanos! ¡ Buujuú! ¡ Estoy aplastada!

Y se escondió tras un gran perió dico có mico francé s. Al cabo de uno o dos minutos vi có mo me observaban sus ojos disimuladamente por encima del perió dico. Me sonreí a mi pesar, y un minuto má s tarde la muchacha habí a tirado el perió dico y estallado en una alegre carcajada.

—Ya sabí a que no era usted tan majadero como parecí a —exclamó.

Y era su risa tan contagiosa que no pude menos que reí r tambié n, aunque no me habí a gustado mucho la palabra «majadero».

—¡ Vaya! ¡ Ahora ya somos amigos! —declaró la gran picara—. Diga que siente lo de mi hermana...

—¡ Estoy desconsolado!

—Es usted un buen muchacho.

—Pero dé jeme acabar. Iba a añ adir que, aunque esté desconsolado, puedo conformarme con su ausencia perfectamente —y le hice una pequeñ a reverencia.

Pero aquella extrañ a mocita arrugó la frente y movió la cabeza.

—Basta de esto. Prefiero la postura de «digna desaprobació n». Y la cara que ha puesto, como si dijera: «No es de los nuestros. » ¡ Y en esto tení a usted razó n..., aunque fí jese bien: es muy difí cil saberlo en nuestros tiempos. No todo el mundo sabe distinguir entre una fulanita y una duquesa. ¡ Vaya! ¡ Creo que he vuelto a escandalizarle! Le han traí do a usted de Zululandia, de veras. No es que esto me importe. Podrí amos aguantar a unos cuantos de su clase. Lo que no soporto es un individuo que se propasa. Me ponen furiosa.

Y movió la cabeza vigorosamente.

—¿ Qué parece usted cuando se pone furiosa? —le pregunté con una sonrisa.

—¡ Un pequeñ o demonio! No me importa lo que digo, ¡ ni lo que hago tampoco! Una vez casi maté a un buen mozo. Sí; verdaderamente. Y bien merecido se lo tení a.

—Bueno —le supliqué —. No se ponga furiosa conmigo.

—No me pondré. Me ha sido usted simpá tico... desde el primer momento en que le he visto. Só lo que parecí a desaprobarme de tal modo que creí que nunca serí amos amigos.

—Pues bien: ya lo somos. Dí game algo de usted misma.

—Soy actriz. No...; no del gé nero que usted imagina. Estoy en el escenario desde la edad de seis añ os..., doy volteretas.

—¿ Dice usted...? —pregunté, desorientado.

—¿ No ha visto nunca niñ os acró batas?

—¡ Oh, comprendo!

—Nací en Amé rica, pero me he pasado la mayor parte de la vida en Inglaterra. Tenemos ahora un nú mero nuevo...

—¿ Tenemos?

—Mi hermana y yo. Algo de canto y danza y un poco de pataleo y otro poco de lo de costumbre. Es una idea enteramente nueva y siempre les cae en gracia. Vamos a sacar dinero de ella...

Mi nueva amiga se inclinó hacia adelante y charló volublemente, aunque muchas de sus palabras eran incomprensibles para mí. Sentí, no obstante, que crecí a mi interé s por ella. Parecí a ser una curiosa mezcla de niñ a y mujer. Aunque perfectamente informada de lo que es el mundo y, tal como lo decí a, capaz de guardarse, su sencilla actitud frente a la vida y su resuelta determinació n de «portarse bien», tení a un cará cter curiosamente ingenuo.

Pasamos por Amiens. Este nombre despertó en mí muchos recuerdos. Mi compañ era parecí a tener un conocimiento intuitivo de lo que se agitaba en mi conciencia.

—¿ Piensa en la guerra?

Hice una señ a afirmativa.

—¿ Tomó parte en ella, supongo?

—Bastante. Fui herido una vez, y despué s del Somme me licenciaron por invá lido. Soy ahora una especie de secretario particular de un miembro del Parlamento.

—¡ Toma! ¡ Se necesitan sesos para esto!

—No se necesitan sesos. Realmente, hay muy poco que hacer. Por lo general, con un par de horas diarias estoy listo. Y el trabajo es aburrido. La verdad es que no sé lo que serí a de mí si no tuviera otra cosa en qué ocuparme.

—¡ No me diga que colecciona bichos!

—No. Comparto mi alojamiento con un hombre muy interesante. Es un belga..., un antiguo detective. Se ha establecido en Londres como detective privado y le va extraordinariamente bien. Es en realidad un hombrecillo maravilloso. Ha acertado varias veces en casos en los que habí a fracasado la Policí a oficial.

Mi compañ era me escuchaba con los ojos abiertos.

—¿ No es esto interesante? A mí me entusiasman los crí menes, sencillamente. Voy a ver todas las pelí culas de misterio. Y cuando hay un asesinato, devoro los perió dicos.

—¿ Recuerda el caso Styles? —le pregunté.

—Dé jeme ver. ¿ Era el de la anciana que fue envenenada en alguna parte, en Essex?

Hice una señ a afirmativa y contesté:

—É ste fue el primer caso importante de Poirot. No hay duda de que, a no ser por é l, el asesino hubiera escapado impune. Fue una muestra admirable de labor detectivesca.

Llevado por mi entusiasmo, mencioné los rasgos generales del caso hasta su triunfante e inesperado desenlace. La muchacha me escuchaba muda de asombro. Y lo cierto es que está bamos los dos tan absortos, que el tren llegó a la estació n de Calais sin que nos hubié semos dado cuenta de ello.

Me aseguré el concurso de un par de mozos de estació n y bajamos al andé n. Mi compañ era me tendió la mano.

—Adió s, y de ahora en adelante pondré má s atenció n en el lenguaje que empleo.

—¡ Oh!, pero, seguramente, me permitirá que la acompañ e hasta el barco.

—Puede ser que no me embarque. Tengo que ver si mi hermana consiguió por fin tomar el tren en alguna parte. Gracias, de todos modos.

—Pero volveremos a vernos, ¿ no es verdad? ¿ Y no va a decirme có mo se llama? —le grité, cuando ya se retiraba.

Ella volvió la cabeza para mirarme por encima del hombro.

—Cenicienta —gritó, y se echó a reí r.

Pero poco sospechaba yo cuá ndo y dó nde habí a de volver a ver a Cenicienta.


 



  

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