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SEGUNDA PARTE 6 страница



Pero en el tribunal de segunda instancia no le hicieron ningú n otro descuento. En un caso tan llamativo y seguido tan de cerca por los medios, nadie querí a correr el riesgo de ser acusado de haber favorecido al hijo del presidente Scianatico.

En realidad, del ex presidente Scianatico. El viejo, inmediatamente despué s de los hechos, solicitó la excedencia y despué s, sin haberse reincorporado jamá s, se jubiló.

Caldarola nunca terminó el juicio en el cual nos habí amos constituido en parte civil. Unos cuantos meses despué s de los ú ltimos acontecimientos fue trasladado al tribunal de segunda instancia, de modo que, el juicio tuvo que volver a empezar con otro juez. Esta vez Dellissanti eligió una lí nea defensiva má s blanda, se podrí a decir. Con el juicio por homicidio en marcha, no tení an el menor interé s en que se llevara a cabo otra recapitulació n, tal vez con gran repercusió n mediá tica, de lo que Scianatico habí a hecho antes. No tení an interé s en hablar de palizas, de sexo violento, de atropellos, de persecuciones. De có mo habí a sido la vida de la ví ctima del homicidio en los meses y en los añ os que precedieron al hecho de convertirse en ví ctima del homicidio. Así que en la primera vista pidieron y obtuvieron un tranquilo acuerdo de seis meses de reclusió n.

Mi expediente disciplinario fue archivado. Entre otras cosas porque ahí tampoco nadie tení a interé s en volver a discutir los porqué s y los có mos de un juicio que habí a tenido semejante epí logo. Yo tampoco. La resolució n decí a en dos lí neas que yo no habí a cometido ninguna infracció n disciplinaria, sino que me habí a «limitado a interpretar con dureza, pero dentro de los lí mites de la correcció n deontoló gica, el cometido de representante de la parte civil».

Alessandra Mantovani se ha quedado en Palermo. Cuando el destino estaba a punto de finalizar, pidió y obtuvo el traslado definitivo. Ahora trabaja en la direcció n antimafia y de vez en cuando leo su nombre y veo su fotografí a ‑ con un rostro cansado y endurecido‑ en algú n perió dico. Cada vez experimento una extrañ a punzada de tristeza. La misma que sentí cuando me dijo que se iba.

 

En cambio, Claudia se ha quedado en Bari. Sigue dirigiendo la casa‑ refugio, pero ha dejado de hacerse llamar monja. No es que en determinado momento haya ofrecido una rueda de prensa o haya puesto carteles anunciando a todo el mundo que no es monja.

Simplemente, cuando llega una nueva chica a la comunidad, se presenta con su nombre y nada má s. Cuando alguien que la conocí a de antes la llama «sor», ella dice que es suficiente con su nombre. Es decir, Claudia.

Que tampoco es el que figura en su documentació n, pero eso tiene poca o ninguna importancia. Su verdadero nombre es Claudia. El nombre de sus documentos se lo pusieron sus padres naturales. (Cualquier cosa que signifique la palabra «natural» para un padre que le hace eso a su hija de niñ a. Y para una madre que se lo deja hacer, fingiendo no ver, no sentir.

Su verdadera madre, su familia, habí a sido aquella monja del Instituto.

 

 

Cuando le dije a Margherita que querí a probar a lanzarme en paracaí das, ella me miró un buen rato sin decir nada. ¿ Querí a demostrar que era capaz de sorprenderla? Pues lo habí a conseguido, dijo cuando encontró las palabras.

Unos cuantos dí as despué s empecé el cursillo.

En el transcurso de aquellas semanas experimenté una sensació n extrañ í sima y desconocida, que era una mezcla de ní tido temor y de inquietante serenidad. Un sentido de lo inevitable y una misteriosa dignidad.

La ví spera del primer salto no dormí ni un minuto. Ló gicamente.

Pero me pasé todo el rato en la cama, absolutamente despierto, pensando y recordando muchas cosas. La má s viva de todas, aquel juego terrible de niñ os en la cornisa muchos añ os atrá s.

De vez en cuando me llegaba una oleada de purí simo miedo. La dejaba que fluyera y me atravesara todo el cuerpo cual si fuera una corriente fí sica de energí a. Y de esta manera se me pasaba. Algunas veces era má s fuerte y má s prolongada. Alguna vez pensaba que al dí a siguiente ya estarí a muerto. Otras veces pensaba que en el ú ltimo momento me echarí a atrá s. Pero tambié n se me pasaba.

Si Margherita se dio cuenta de que me habí a pasado la noche en vela, no me lo dijo a la mañ ana siguiente.

Y yo, curiosamente, no me sentí a cansado. Al contrario, tení a los brazos y las piernas sueltos y la mente limpia y despejada. No pensaba en nada.

 

El rugido ensordecedor del aparato se redujo hasta convertirse en una especie de borboteo de fondo. Fuerte pero ordenado en la penumbra de la carlinga. El piloto habí a reducido la velocidad al mí nimo y casi parecí a que el avió n estuviera detenido en suspenso entre el cielo y la tierra.

Los que tení amos que lanzarnos é ramos seis. Para mí y otros tres era nuestro primer salto. Despué s se lanzarí an el instructor y Margherita, que habí a pedido estar presente, pero só lo me lo habí a dicho aquella mañ ana.

Cuando se abrió la portezuela, entró viento y una luz inquietante.

Me sentí a muy cerca del misterio de la vida y la muerte.

El instructor me dijo que me situara en el umbral, al travé s, tal como me habí an enseñ ado. Hice lo que me habí a dicho. Transcurrieron unos segundos y despué s é l me hizo la señ al para saltar. Miré abajo y me quedé quieto. Quieto durante el tiempo infinito de una escena en cá mara lenta, desgranada fotograma a fotograma. É l me repitió la orden de saltar, pero yo no me moví. Todo estaba absurdamente inmó vil.

En aquel momento Margherita se me acercó y me dijo algo al oí do al tiempo que me apretaba el brazo. Sobre el trasfondo del rugido del aparato no entendí las palabras, pero no hizo falta.

Así que cerré los ojos y me solté.

Unos segundos y un siglo despué s oí el fsss del paracaí das principal que se abrí a. Y el increí ble silencio del vací o, con el avió n ya lejos.

Aú n mantení a los ojos cerrados cuando me percaté de un ruido extrañ o y, sin embargo, familiar. Tardé poco en comprender que era mi propia respiració n, que emergí a de las profundidades del silencio, del vuelo, del miedo.

Seguí a con los ojos cerrados cuando me oí llamar por mi nombre. Só lo entonces los abrí y vi dó nde estaba. Vi el mundo debajo de mí, vi que estaba volando sin miedo. Y vi a Margherita treinta o cuarenta metros má s allá, saludá ndome con la mano.

Experimenté una emoció n que no se puede explicar mientras yo tambié n levantaba la mano.

Mientras levantaba ambas manos, saludando como cuando era un niñ o pequeñ o y me sentí a inmensamente feliz.

 

 



  

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