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SEGUNDA PARTE 5 страница



El funcionario dijo que, por é l, de acuerdo. Lo importante era que fué ramos prudentes. Acertadí simo consejo. No aludió a la posibilidad de subir é l tambié n. Para evitar una inú til aglomeració n, supongo. Su ideal de policí a no era el inspector Callaghan.

 

Lo que ocurrió despué s constituye en mi recuerdo una pelí cula en blanco y negro rodada a cá mara sucia y montada por un loco. Y, sin embargo, está presente, tan presente que no consigo contá rmelo a mí mismo en tiempo pasado.

Los tres policí as está n delante de mí, en el ú ltimo tramo de escalera antes de llegar al rellano. Hasta donde se puede llegar sin riesgo de que nos vean. Estamos muy apretujados, casi el uno encima del otro; percibo el sudor del má s grueso; Loiacono quizá, o tal vez Cassano. El timbre tiene un sonido extrañ o, fuera del tiempo. Una especie de din don dan con ecos antiguos e inquietantes. Claudia dice algo en respuesta a la voz que procede del apartamento. Despué s un silencio, largo. É l está mirando por la mirilla, pienso. Despué s ruido de engranajes, de cerraduras, de llaves que giran. A continuació n, otra vez silencio, aparte del rumor de nuestra respiració n contenida.

Tancredi lleva el mó vil pegado a la oreja izquierda; en la otra mano empuñ a la pistola, como los otros dos. A lo largo de la pierna, con la cañ a apuntando al suelo. Me vuelve a la mente el gesto que han hecho los tres antes de entrar. Seguro hacia atrá s, bala a punto, percutor apoyado suavemente para evitar disparos accidentales.

Miro el rostro de Tancredi para adivinar lo que percibe que está ocurriendo. En determinado momento, sus rasgos se deforman y, antes de que yo tenga que hacer el esfuerzo de interpretarlos, é l grita.

– Mierda, hay folló n. Derribemos la puerta, coñ o, derribé mosla ya de una vez.

El má s grueso de los dos ‑ Cassano, o tal vez Loiacono‑ llega primero a la puerta, levanta una rodilla casi a la altura del pecho y extiende la pierna golpeando la puerta con la planta del pie a la altura de la cerradura. Ruido de madera que se rompe, pero la puerta no cede. El otro agente hace un movimiento idé ntico. Má s ruido de madera que se rompe, pero la puerta sigue sin ceder.

Se abre despué s de otras dos, tres, cuatro violentí simas patadas. Entramos todos juntos. Tancredi primero, nosotros detrá s. Nadie me dice que me quede fuera y me dedique a hacer de abogado, que ellos ya hará n de policí as.

Cruzamos varias estancias guiados por los gritos de Scianatico.

Cuando llegamos a la cocina, la escena parece la de un espantoso ritual.

Claudia está a horcajadas por encima del rostro de Scianatico; lo mantiene inmovilizado con las piernas apretadas y con una mano le sujeta la garganta. Los dedos penetran en el cuello como puñ ales y con el puñ o de la otra mano le golpea repetidamente el rostro. Con un mé todo salvaje; y mientras yo la miro, sé que lo está matando. El encuadre se amplí a hasta incluir a Martina. Está en el suelo, cerca del fregadero. No se mueve. Parece una muñ eca rota.

Cassano y Loiacono agarran a Claudia por debajo de las axilas y la apartan, levantá ndola. Cuando ella vuelve a apoyar los pies en el suelo los agentes esperan cualquier cosa menos ser golpeados los dos de manera tan rá pida que los puñ etazos y los puntapié s no se ven; só lo se pueden intuir. Tancredi da un paso atrá s y apunta con la pistola hacia las piernas de Claudia.

– No hagas gilipolleces, Claudia. No hagamos gilipolleces.

Ella está sorda y avanza dos pasos hacia é l. Es como si ni siquiera me hubiera visto, a pesar de que estoy muy cerca, a su izquierda.

No es que yo decida hacer lo que hago. Ocurre y se acabó. Ella no me ve y tampoco ve mi derechazo, que sale disparado y le golpea la barbilla de refiló n. El má s clá sico de los golpes de K. ‑ O. Puedes ser el hombre má s fuerte del mundo, pero si recibes un buen directo propinado de la manera adecuada en la punta de la barbilla, no hay nada que hacer. Se apaga la luz y se acabó. Es como una anestesia.

Claudia cae al suelo. Los dos policí as se le echan encima, le retuercen los brazos detrá s de la espalda y la esposan con los movimientos automá ticos y eficientes propios de alguien que lo ha hecho muchas veces. Despué s hacen lo mismo con Scianatico, pero las prisas no son necesarias con é l. Presenta un rostro irreconocible a causa de todos los golpes recibidos, emite monosí labos y no consigue moverse.

Tancredi se acerca a Martina y le apoya los dedos í ndice y medio en el cuello. Para comprobar si todaví a le circula la sangre. Pero es un gesto mecá nico e inú til. Los ojos está n desorbitados, la boca entreabierta deja entrever los dientes y un riachuelo de sangre ya seca le brota de la nariz. El rostro de la muerte; de la muerte violenta. Un rostro que Tancredi ya ha visto muchas veces; y que yo tambié n he visto, pero só lo en los expedientes de casos de homicidio. Jamá s tan concreto, presente y espantosamente trivial.

Tancredi le pasa una mano por los ojos para cerrarlos. Despué s mira a su alrededor, localiza un trapo de color, lo coge y le cubre la cara.

Cassano ‑ o Loiacono‑ hace ademá n de salir para ir a llamar a los demá s, pero Tancredi se lo impide, le dice que espere. Se acerca a Claudia, sentada en el suelo con las manos esposadas a la espalda. Se arrodilla y le habla en voz baja durante unos cuantos segundos; al final, ella hace un gesto afirmativo con la cabeza.

– Quitadle las esposas.

Cassano y Loiacono lo miran a la cara. La mirada que é l les devuelve no precisa de interpretació n; significa que no tiene ganas de repetir la orden y basta. Cuando Claudia vuelve a estar libre, Tancredi nos dice a todos que salgamos de la cocina y é l nos acompañ a.

– Bueno, escuchadme bien, porque dentro de unos segundos aquí ya nadie entenderá nada.

Lo miramos.

– Os digo lo que ha ocurrido. Claudia entró. É l la agredió y se inició una pelea. Lo hemos oí do todo a travé s del telé fono y hemos echado abajo la puerta. Al llegar a la cocina, ellos se estaban peleando. Los dos. Nosotros intervinimos, é l opuso resistencia y, como es natural, tuvimos que golpearlo. Al final, lo inmovilizamos y esposamos. Y basta. No ha ocurrido nada má s.

Hace una pausa para mirarnos uno a uno.

– ¿ Está claro?

Nadie dice nada. ¿ Qué tenemos que decir? É l nos mira todaví a un instante y despué s se dirige a Cassano, o tal vez a Loiacono.

– Llama a los demá s sin armar demasiado alboroto. No salgas gritando, total, ya no sirve de nada. Y manda entrar tambié n a los de la ambulancia. Para este pedazo de mierda.

El otro da media vuelta para retirarse y Tancredi lo vuelve a llamar.

– Oye.

– ¿ Sí?

– No quiero ver periodistas aquí dentro. ¿ Está claro?

 

Salimos cuando la casa ya se estaba llenando de policí as, carabineros, mé dicos y enfermeros. El subcomisario de la Mó vil recuperó, por así decirlo, el mando de las operaciones.

Tancredi me dijo que me llevara a Claudia, que procurara calmarla y lo volviera a llamar una hora despué s. Tení amos que ir a comisarí a para la declaració n de Claudia y querí a ser é l, ló gicamente, quien la interrogara.

Mientras hablaba no la miró. Ella, en cambio, sí lo miraba a é l y parecí a querer decir algo. No lo consiguió, pero probablemente no era necesario.

Nos dirigimos a su furgoneta, que estaba allí, abollada contra el contenedor de basura.

– ¿ Puedes conducir tú, por favor?

– ¿ Quieres que veamos a un mé dico?

– No ‑ contestó mientras se acercaba inconscientemente la mano a la barbilla y la sujetaba entre el pulgar y los demá s dedos, quizá para comprobar que todo estuviera en su sitio despué s del puñ etazo‑. No. Es só lo que no me siento con á nimos para conducir.

Aú n quedaba un poco de luz y el aire era fresco y suave. Es lo que pensé mientras subí a a aquel viejo cacharro por el lado del conductor.

Pensé que está bamos en abril.

El má s cruel de los meses.

 

 

Recorrimos con la furgoneta de Claudia todos los paseos marí timos de la ciudad dos y tres veces sin decir ni una sola palabra. Cuando vi que ya habí a pasado una hora, le pregunté si podí amos ir a comisarí a. Dijo que sí. Sin ningú n tono especial, sin ningú n color en la voz.

Fuimos a comisarí a y le tomaron declaració n. Estaba Tancredi y estaba una agente de aspecto y modales amables. Redactaron la historia que ya habí a contado Tancredi cuando aú n está bamos en casa de Martina.

No fue necesario mucho y Claudia firmó sin leer.

Cuando pregunté si mis declaraciones tambié n tení an que constar en acta, Tancredi me miró unos instantes directamente a los ojos.

– ¿ Qué declaraciones? Tú entraste allí dentro cuando ya todo habí a terminado. Entonces, ¿ qué declaraciones quieres hacer?

Pausa. Yo miré instintivamente a la chica policí a, pero estaba haciendo una fotocopia y no nos prestaba atenció n.

– Ahora vosotros ya os podé is ir, que a nosotros nos toca trabajar de noche para completar todas las actas que mañ ana enviaremos a la Fiscalí a.

Exacto. ¿ Qué declaraciones querí a hacer?

No habí a nada má s que añ adir y, por consiguiente, Claudia y yo nos fuimos.

Margherita estaba fuera por motivos de trabajo. Me alegré de que no estuviera, porque no me apetecí a contar lo ocurrido. No aquella noche, por lo menos. Así que no volví a encender el mó vil, que habí a apagado al entrar en comisarí a.

Regresamos a la furgoneta sin decir una sola palabra. Só lo tras habernos sentado Claudia rompió el silencio. Hablaba mirando hacia delante con rostro inexpresivo.

– No tengo ganas de regresar. Me apetece dar una vuelta.

Yo tampoco tení a ganas de regresar. A ningú n sitio. Puse en marcha el vehí culo sin decir nada. Enfilé la autopista por el peaje Bari‑ Norte y quinientos metros má s allá me detuve en el bar‑ restaurante de la primera á rea de servicio. Aunque fuera absurdo, me apetecí a comer. De aquella manera provisional, bellí sima y sin normas de los largos viajes por carretera. A lo mejor, habí a entrado en la autopista precisamente por aquel motivo. Tomamos dos capuchinos y dos trozos de tarta. Porque Claudia, absurdamente, tambié n tení a apetito.

En el momento de pagar, le pedí al cajero un encendedor y una cajetilla de MS. Una cajetilla suave que sostuve en la mano unos segundos antes de meté rmela en el bolsillo.

Nos pusimos de nuevo en marcha hacia la oscuridad sosegada y acogedora de aquella noche de abril.

– ¿ Recuerdas que te querí a contar una historia?

– Sí.

– Vamos a detenernos en algú n sitio donde podamos estar tranquilos.

Unos veinte kiló metros má s allá me introduje en una á rea de descanso; entre los á rboles desiertos, oscuros y silenciosos y la dé bil luz de unas cuantas farolas. El ruido de los escasos automó viles que pasaban como una exhalació n llegaba amortiguado y tení a algo de extrañ o y tranquilizador. Bajamos de la furgoneta y nos sentamos en un banco.

Noches blancas, me vino a la mente. Quiero decir, vi las palabras concretas escritas en la cabeza con caracteres tipográ ficos. Y las imá genes de la pelí cula y las palabras del libro. Un banco y dos personas que no duermen y se pasan la noche hablando. Suspendidas en un universo en suspenso.

Abrí el paquete con calma. Primero el hilo de plata, despué s el plá stico de la parte superior y, a continuació n, el papel plateado. Un golpe con el í ndice y el medio sobre la parte cerrada para hacer salir el cigarrillo.

Cerré los ojos al sentir llegar el humo a los pulmones y el aire fresco a la cara.

Pensé que no me importaba nada de nada mientras fumaba con los ojos cerrados aquel cigarrillo á spero y fuerte. Perdí el contacto; fluctuaba en algú n lugar que estaba allí, en aquella á rea de descanso, y simultá neamente en otro sitio. Muchos añ os atrá s, en una oscuridad y un desconocimiento olvidados y cordiales.

– Yo no soy monja.

Abrí los ojos y me volví hacia ella. Tení a un codo apoyado en la pierna y la cabeza apoyada en la mano. Miraba ‑ o parecí a mirar‑ hacia la negra sombra de un eucalipto.

Me contó aquella historia.

 

Abrí la puerta y me detuve con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo tras haber dado uno o dos pasos en el interior de la estancia. É l levantó la cabeza y me miró. Habí a una sombra de estupor en aquellos ojos empañ ados.

– ¿ Dó nde está Anna?

Mientras contestaba, me di cuenta de que temblaba de pies a cabeza. Piernas, brazos, hombros, mentó n.

– Dé jala en paz.

Alargó la cabeza hacia mí entornando los ojos en un gesto instintivo. Como si no creyera lo que acababa de oí r. Como si no creyera que yo pudiera desafiarlo de aquella manera.

– Dile a Anna que venga inmediatamente aquí.

– Deja en paz a la niñ a.

Se levantó de la cama.

– Ya te enseñ aré yo, pequeñ a zorra.

Yo temblaba toda, pero me mantuve firme, dos pasos dentro de la estancia. Só lo levanté el brazo derecho cuando é l ya estaba muy cerca.

Fue entonces cuando é l vio el cuchillo. Era un cuchillo largo, puntiagudo y afilado. De esos que se utilizan para cortar carne. El estaba tan cerca que yo podí a ver los pelos que le salí an de la nariz y de las orejas. Podí a percibir el olor de su cuerpo y de su aliento.

– ¿ Qué coñ o crees que vas a hacer con ese cuchillo, zorra?

Fueron sus ú ltimas palabras. Apoyé la mano izquierda en la derecha y empujé con toda la fuerza que tení a. De abajo a arriba y hasta el fondo. El só lo experimentó una sacudida y despué s, lentamente, apoyó las manos en las mí as en un gesto de defensa que entonces ya era inú til. Permanecimos así unidos por un instante interminable, manos en las manos, ojos en los ojos.

En los suyos só lo habí a un estupor infinito. En los mí os no habí a nada.

Despué s aparté las manos, retrocedí unos cuantos pasos sin volverme. Y cerré la puerta.

 

Anna no habí a oí do nada ‑ é l no habí a soltado ni siquiera un gemido‑ y no se dio cuenta de nada. La cogí de la mano y le dije que tení amos que ir al patio. Ella recogió sus muñ ecas y me siguió. En determinado momento, mientras bajá bamos por la escalera, se detuvo. Y señ aló con el dedo.

– Te has hecho dañ o, Angela. Te sale sangre de la mano.

– No es nada. Me lavo en el grifo del patio.

– Pero te tienes que desinfectar.

– No hace falta. Basta con agua.

Despué s, los recuerdos son confusos. En secuencias. Algunas cosas ní tidas y otras tan oscuras que no se ve nada.

Al cabo de un rato regresó mi madre, pasó por delante de nosotras y subió a casa. No recuerdo si nos saludó o si só lo nos vio. Unos minutos despué s oí mos sus gritos, espantosos. Despué s, gente que se asomaba a los balcones, o bajaba al patio, o subí a a nuestro edificio. Despué s, silbidos de sirenas y luces intermitentes azules. Uniformes oscuros, una muchedumbre que se apretujaba delante de nuestro portal, las horas que pasaban, la oscuridad que empezaba a caer, la gente que hablaba en voz baja mientras dos hombres con camisa blanca se llevaban una litera con el cuerpo, cubierto por una sá bana.

Me quedé allí dentro sujetando la mano de mi hermana hasta que una señ ora muy amable se acercó y nos dijo que tení amos que ir con ella.

Nos llevaron a un despacho donde tambié n habí a un hombre y aquella señ ora nos preguntó si nos apetecí a comer algo. Mi hermana dijo que sí; yo contesté que no, gracias, no tení a apetito. Le llevaron un panecillo con jamó n y una Coca‑ cola y cuando terminó de comer nos hicieron unas preguntas. Querí an saber si habí a ido alguien a ver a papá, si habí amos visto a algú n desconocido entrar en nuestro edificio, y otras cosas. Yo les pregunté si podí an hacer salir a la niñ a, porque tení a que decirles algo. Se miraron a los ojos y despué s la señ ora cogió de la mano a mi hermana y la sacó de aquella estancia.

Cuando volvió a entrar yo ya estaba contando mi historia. Con calma lo conté todo, desde aquella mañ ana de verano hasta aquel Jueves Santo.

Con calma, sin sentir nada.

 

 

Encendí el tercer o quizá el cuarto MS y aspiré con gratitud el humo que me desgarraba los pulmones.

Claudia me contó el resto. Lo que ocurrió despué s. Los añ os en el reformatorio. La escuela. Sor Caterina, que trabajaba como voluntaria en el Instituto. Iba casi todos los dí as a ver a los chicos y las chicas que permanecí an encerrados allí. Era una monja rara, distinta de las demá s. Se vestí a de manera normal, era joven, era simpá tica, no querí a hablar de religió n a toda costa, y se hizo amiga de la pequeñ a Angela. Que era la ú nica que estaba encerrada allí dentro por un homicidio cometido antes de cumplir los catorce añ os. Sometida a las medidas de seguridad del reformatorio judicial por ser menor de catorce añ os y, por consiguiente, no imputable. Y peligrosa.

Sor Caterina le enseñ ó un montó n de cosas a aquella niñ a extrañ a y silenciosa que se ocupaba de sus asuntos y no hací a amistad con nadie. Le llevaba libros y la niñ a los devoraba y le pedí a má s. Le enseñ ó a tocar la guitarra, le enseñ ó a preparar unos dulces muy ricos. Le enseñ ó los primeros auxilios, porque ella era enfermera.

Un dí a, mientras ambas conversaban en el patio del Instituto, la niñ a, que a aquellas alturas ya se habí a convertido en una muchacha, le dijo a la monja que ya no querí a que la llamaran Angela. Pronto saldrí a del reformatorio y querí a que sor Caterina le diera un nuevo nombre. Para el exterior. Para su nueva vida.

La monja se desconcertó ante aquella petició n y le dijo a la chica que lo tendrí a que pensar. Cuando regresó la vez siguiente, lo primero que le preguntó la chica fue si ya tení a su nuevo nombre. Sor Caterina le dijo que su madre se llamaba Claudia. La chica dijo que era un bonito nombre y que, a partir de aquel momento, se llamarí a Claudia. Sor Caterina estaba a punto de decir algo, pero despué s se calló. Se quitó el pequeñ o crucifijo que siempre llevaba ‑ la ú nica señ al visible de su condició n de monja‑ y se lo puso alrededor del cuello a la chica.

Cuando salió del Instituto, Claudia fue encomendada a una familia del Norte, porque a casa de su madre habí a dicho que no querí a volver. Se sacó un tí tulo en una escuela profesional, se puso a trabajar como obrera y empezó a practicar las artes marciales. Primero el ká rate y despué s aquella disciplina asesina inventada unos siglos atrá s por una monja.

Un dí a se enteró de que en una comunidad que acogí a a prostitutas y muchachas sometidas a abusos sexuales estaban buscando voluntarias para que echaran una mano. Se presentó y en la entrevista dijo que era monja. Sor Claudia, de la orden de las Franciscanas Menores. La orden de sor Caterina.

– No sé có mo se me ocurrió decir que era monja. No lo sabrí a explicar ni siquiera ahora. Quizá, de manera inconsciente, pensaba que siendo monja estarí a a salvo. No quiero decir fí sicamente. Estarí a a salvo de las relaciones con las personas. Estarí a a salvo… de los hombres, quizá. Pensé que todo serí a má s fá cil, que no tendrí a que explicar un montó n de cosas.

Se volvió a mirarme, despué s se pasó la mano por el rostro y reanudó sus palabras.

– Creo que ya sé lo que está s pensando. ¿ No tení a miedo de que me descubrieran? No lo sé. Desde luego, nadie ha dudado jamá s de que yo fuera una verdadera monja. Puede parecer extrañ o, pero es así. Tiene gracia. Dices que eres monja y a nadie se le ocurre comprobar si lo eres de verdad. Nadie te pide ninguna documentació n. ¿ Por qué tendrí a una que inventarse que es monja? La gente lo acepta y basta. Como mucho, alguien te pregunta por qué no llevas há bito, tú explicas que en tu orden no es obligatorio, y listo. Y de esta manera, en poco tiempo te conviertes en una monja para todos.

Otra pausa. De nuevo aquella mano pasada por el rostro en la sombra.

– Era tranquilizador. Era mi manera de esconderme estando en medio de la gente. Era mi manera de protegerme. Era mi manera de escapar quedá ndome allí.

Ya no habí a mucho má s que contar. Habí a empezado a trabajar en aquella comunidad. Formaba parte de una asociació n que tení a otras en toda Italia. Cuando se enteró de que querí an abrir una nueva casa‑ refugio cerca de Bari y buscaban a alguien con experiencia que pudiera trabajar allí a tiempo completo, con un pequeñ o sueldo, para poner en marcha la comunidad, ella se ofreció.

 

Cuando terminó su historia, me pidió un cigarrillo. Me alegré extrañ amente de que lo hiciera y de podé rselo ofrecer mientras yo, por mi parte, sacaba otro, y de poder fumar juntos en silencio mientras de vez en cuando se oí a el rumor de los automó viles que se acercaban, pasaban por delante de nuestra á rea de descanso y se alejaban como flechas.

– Hay un sueñ o que se repite una o dos veces al añ o. É l llama desde el dormitorio a la niñ a Angela aquella mañ ana estival. La niñ a Angela acude, é l le dice que cierre la puerta, la hace sentar en la cama y, en aquel momento, se abre la puerta y aparece sor Claudia. Para salvar a la niñ a. Pero nunca lo consigue, porque siempre, en aquel momento, yo me despierto.

Hizo girar entre los dedos el cigarrillo, ya casi consumido. Contempló las ascuas como si ocultaran algú n secreto o una respuesta.

– Una noche llegué a soñ ar que alguien me devolví a a la casa‑ refugio el perro Snoopy. Que no habí a muerto, sino que só lo se habí a escapado. Esbozó una especie de sonrisa, entornando los ojos como si tratara de distinguir un objeto lejano.

Yo me notaba la garganta como obstruida y tení a que hacer un esfuerzo para tragar saliva.

– ¿ Sabes?, sor Caterina, en el Instituto, me hizo leer una poesí a de una poetisa cuyo nombre no recuerdo. Era inglesa, o quizá americana. Estaba dedicada a un perro bastardo como Snoopy. Empezaba así: «si no hay un Dios para ti, tampoco hay un Dios para mí ».

– Es preciosa.

Mientras lo decí a, me di cuenta de que eran las primeras palabras que pronunciaba desde que nos habí amos sentado en aquel banco de aquella á rea de descanso de aquella autopista. Experimenté una extrañ a sensació n de paz mientras lo decí a. Mientras ella me tomaba la mano y me la estrechaba sin mirarme.

Yo, en cambio, sí la miré.

Lloraba en silencio.

 

Antes de volver a subir a la furgoneta encontré un contenedor de basura y arrojé los cigarrillos junto con el encendedor.

Claudia dijo que conducirí a ella y me llevó a casa en algo menos de una hora.

Me volvió a sujetar la mano poco antes de despedirse. Fuera, la oscuridad de la noche ya empezaba a diluirse.

Cuando entré en casa lo primero que hice fue cepillarme los dientes para quitarme el sabor del humo.

Despué s abrí todas las ventanas, cogí un viejo y raro disco de vinilo y lo puse en el plato.

El fresco viento del amanecer atravesó la casa y yo me apoyé en el respaldo de la mecedora justo cuando empezaban a escucharse los crujidos de las primeras notas, Albinoni, el cé lebre adagio. Sobre aquellas notas, como si procediera de otra dimensió n, el recitado de la voz misteriosa de Jim Morrison.

 

 

Scianatico fue detenido por secuestro y homicidio. Y resistencia a la autoridad, naturalmente, puesto que, segú n lo que constaba en las actas, habí a tratado de oponer resistencia a los agentes que habí an irrumpido en el apartamento para detenerlo.

La autopsia estableció que Martina habí a muerto a causa de unos fortí simos golpes ‑ puñ etazos, probablemente‑ en la cabeza y de un impacto contra una superficie rí gida. Pared o suelo. El forense dijo que, cuando Martina fue arrastrada al interior del edificio y despué s al apartamento, probablemente aú n estaba viva.

En el juicio que se celebró a continuació n con una insó lita rapidez Scianatico tambié n fue defendido por Dellissanti, el cual trató por todos los medios de conseguir que lo declararan mentalmente incapacitado. Su asesor habló de descompensació n psicoló gica como origen de la agresió n y del homicidio; de ausencia de proceso de duelo al té rmino de la relació n, de grave sí ndrome depresivo en el momento de concienciació n con respecto del acto cometido y de toda una serie de chorradas por el estilo. Scianatico trató de confirmar el diagnó stico con dos extremadamente dudosos intentos de suicidio en la cá rcel.

Pero el psiquiatra nombrado por la Audiencia no tragó, dijo que los dos intentos de suicidio eran actos simulados y concluyó su informe señ alando que el acusado era un sujeto con «…una necesidad compulsiva de control, bají sima tolerancia a las frustraciones, estructura de personalidad borderline y trastorno narcisista… pero en pleno uso de sus facultades mentales y, desde un punto de vista mé dico, capacitado para comprender perfectamente el significado de sus acciones y para actuar libremente eligiendo sus propias pautas de comportamiento».

Y de esta manera el tribunal, despué s de tres meses de un juicio seguido incansablemente por la prensa y las televisiones, consideró a Scianatico en pleno uso de sus facultades mentales y lo condenó a diecisé is añ os de cá rcel, modificando la acusació n de homicidio voluntario para convertirla en homicidio preterintencional. El concepto significa, en lenguaje vulgar, que fue allí para machacarla a golpes, pero no tení a intenció n de matarla.

Té cnicamente una decisió n correcta, pero, en cuestió n de siete, ocho añ os, aquel animal saldrí a en libertad condicional, fue lo primero que pensé cuando leí la noticia en el perió dico. Eso siempre y cuando en el tribunal de segunda instancia no le hagan algú n otro descuento.



  

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