Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





SEGUNDA PARTE 4 страница



– Protesto, protesto. El defensor de la parte civil tiene que evitar los comentarios, pues incluso un adverbio como clandestinamente ya es un comentario.

Una vez má s, habí a hablado Dellissanti. Sabí a muy bien que las cosas no estaban yendo por el camino adecuado. Para ellos. Yo hablé antes de que Caldarola pudiera intervenir.

– Señ orí a, mi opinió n es que el adverbio «clandestinamente» define de manera muy precisa el modo en que obtuvo aquella documentació n el acusado. Pese a ello, no tengo ningú n inconveniente en volver a formular la pregunta, porque no me interesan las polé micas.

Y porque, en cualquier caso, ya he conseguido lo que querí a, pensé.

– Bien, pues, ¿ nos puede facilitar el nombre del psiquiatra?

– … Al final, no hice ningú n uso de aquella documentació n. Nuestras relaciones se deterioraron rá pidamente y despué s ella se fue de casa. Y, en resumen, ya no la utilicé para ningú n propó sito.

– Pero conservó aquella documentació n fotocopiada.

– La dejé donde estaba. Me olvidé de ella hasta que empezó … toda esta historia.

Siguió una pausa bastante larga. Yo retiré la envoltura de papel del paquete que me habí a entregado Martina, saqué de ella la cinta de ví deo y un par de hojas de papel. Me pasé casi un minuto simulando leer lo que figuraba escrito en las hojas. Que, en realidad, eran só lo un accesorio de la puesta en escena y no tení an nada que ver con el juicio. Eran las fotocopias de dos viejas notas de gastos, pero Scianatico no lo sabí a. Cuando me pareció que la tensió n ya era suficiente, volví a levantar la vista de los papeles y reanudé la repregunta.

– ¿ Impuso alguna vez a la señ ora Fumai la grabació n en ví deo de relaciones sexuales?

Ocurrió exactamente lo que yo esperaba. Dellissanti se levantó gritando. Era inadmisible, ultrajante, inaudito, que se plantearan semejantes preguntas. Qué tení a que ver lo que ocurrí a en la intimidad de un dormitorio entre adultos consintientes con el objeto del juicio. Etcé tera, etcé tera.

– Señ orí a, ¿ me permite aclarar la pregunta y su relevancia?

Caldarola asintió con la cabeza. Por primera vez desde el comienzo del juicio me pareció molesto con Dellissanti. Habí a hurgado entre las cosas privadas má s í ntimas y dolorosas de Martina. Para establecer la credibilidad de la presunta persona ofendida, habí a dicho. Y ahora recordaba de repente el cará cter inviolable de la vida privada de una pareja.

Fue má s o menos lo que dije. Expliqué que, si era necesario evaluar la personalidad de la persona ofendida, la misma exigencia se daba con respecto al acusado desde el momento en que habí a aceptado someterse al interrogatorio y habí a hecho, entre otras cosas, toda una serie de declaraciones deshonrosas y ofensivas acerca de mi cliente.

Caldarola no admitió la protesta y le dijo a Scianatico que respondiera a la pregunta. É l miró a su abogado en busca de ayuda. No la encontró. Se desplazó un poco má s en la silla, que parecí a haberse vuelto muy incó moda. Se estaba preguntando desesperadamente có mo habí a conseguido yo entrar en posesió n de aquella cinta. Que, estaba convencido, contení a un embarazoso testimonio acerca de unas costumbres suyas extremadamente privadas.

– ¿ Quié n… quié n le ha dado esa cinta?

– ¿ Serí a tan amable de responder a mi pregunta? Si no está clara o no la ha oí do bien, se la puedo repetir.

– Era un juego, una cosa privada. ¿ Qué tiene que ver con el juicio?

– ¿ Es una respuesta afirmativa? ¿ Grabó en ví deo las relaciones sexuales que mantuvo…?

– Sí.

– ¿ En una sola ocasió n? ¿ En varias ocasiones?

– Era un juego. Los dos está bamos de acuerdo.

– ¿ En una sola ocasió n o en má s ocasiones?

– Algunas veces.

Cogí la cinta de ví deo y la examiné por espacio de unos segundos, como si estuviera leyendo algo en la etiqueta.

– ¿ Grabó alguna vez en ví deo actividades sexuales de tipo sadomasoquista?

En la sala se hizo el silencio. Transcurrieron varios segundos antes de que Scianatico contestara.

– No… no recuerdo.

– Vuelvo a formular la pregunta. ¿ Exigió o en cualquier caso llevó a cabo prá cticas sexuales de tipo sadomasoquista?

– Yo… nosotros practicá bamos unos juegos. Só lo juegos.

– ¿ Pretendió alguna vez que la señ ora Fumai se sometiera a ataduras y a otras prá cticas sexuales con ligaduras?

– No exigí nada. Está bamos de acuerdo.

– En este caso, es correcto decir que se registraron las prá cticas sexuales a que me he referido anteriormente y que usted no recuerda si las grabó o no en ví deo.

– Sí.

– Señ orí a, he terminado la repregunta al acusado. Pero tengo que presentar una petició n…

Dellissanti se levantó de un salto, dentro de los lí mites que su volumen le permití a.

– Me opongo firmemente a la inclusió n de cintas relacionadas con las prá cticas sexuales del acusado y de la persona ofendida. Mantengo toda suerte de reservas acerca de la relevancia de las preguntas formuladas al respecto por el representante de la parte civil, pero, en cualquier caso, cabe señ alar que la existencia de ciertas prá cticas ya está consignada. Por consiguiente, ya no hay ninguna necesidad de incluir documentació n pornográ fica en las actas del juicio.

Justo lo que yo querí a oí rle decir. Se admití a la existencia de ciertas prá cticas. Precisamente. Ambos habí an picado totalmente el anzuelo.

– Señ orí a, se trata de una excepció n superflua. No tení a la menor intenció n de pedir la inclusió n de esta cinta o de otras. Tal como ha dicho el defensor del acusado, el hecho de que se hubieran registrado ciertas prá cticas ya es un dato admitido. Mi petició n es otra. En la fase introductoria del juicio la defensa solicitó ‑ y Su Señ orí a admitió ‑ una asesorí a té cnica de cará cter psiquiá trico acerca de la persona ofendida. Todo ello con el fin de evaluar su credibilidad en relació n con el cuadro general de su estado psí quico. Lo que ha emergido de la repregunta impone, en aplicació n del mismo principio, la necesidad de una aná loga exigencia acerca de la persona del acusado. El psiquiatra que usted nombre para examinar al acusado tendrá ocasió n de decirnos si la necesidad compulsiva de prá cticas sexuales de tipo sadomasoquista y, en particular, las que suponen ataduras, está habitualmente relacionada con impulsos y comportamientos de cará cter persecutorio, de invasió n de la vida privada ajena. En otras palabras, si uno y otro fenó meno son ‑ o pueden ser‑ la expresió n de una necesidad compulsiva de control. Y quede claro que prescindo en este momento de cualquier evaluació n o hipó tesis acerca del posible cará cter psicopatoló gico de estas inclinaciones.

El rostro de Scianatico se habí a vuelto de color gris. El bronceado habí a perdido cualquier señ al de vida, como si debajo la sangre hubiera dejado de circular. Marinella Nosecó mo se habí a quedado paralizada.

Dellissanti tardó unos cuantos segundos en recuperarse y oponerse a mi petició n. Má s o menos con los mismos argumentos que yo habí a utilizado para oponerme a la suya. Digamos que no se planteó problemas de coherencia.

Caldarola parecí a indeciso con respecto a lo que tení a que hacer. Fuera de la sala, en las conversaciones privadas que seguramente habí an tenido lugar, le habí an contado una historia distinta. El juicio estaba basado simplemente en las acusaciones de una loca desequilibrada contra un respetado profesional perteneciente a una excelente familia. Se trataba de cerrar sin demasiado escá ndalo aquel lamentable incidente.

Pero ahora las cosas ya no parecí an tan claras y é l no sabí a qué hacer.

Pasó un minuto de extrañ o silencio en suspenso y despué s Caldarola dictó su decreto:

– El juez, oí da la petició n formulada por el representante de la parte civil; establecido que la documentació n admitida en la fase introductoria no se ha agotado, verificado que la documentació n de la parte civil es conceptualmente atribuible a la categorí a a la que se refiere el artí culo 507 del Có digo de Procedimiento Penal, establecido que para dichas pruebas todas las decisiones só lo se pueden adoptar al té rmino de la instrucció n; por los mencionados motivos, reserva cualquier decisió n acerca de la solicitada prueba pericial psiquiá trica al resultado de la instrucció n procesal y dispone que el juicio siga adelante.

Era una decisió n té cnicamente correcta. Las decisiones acerca de todas las peticiones de nuevas pruebas se adoptan al té rmino de la instrucció n. Yo lo sabí a muy bien, pero habí a presentado aquella petició n en aquel momento para que se comprendiera exactamente adonde querí a llegar. Para hacerle comprender al juez el verdadero significado de aquellas peticiones acerca de las prá cticas sexuales y todo lo demá s.

Para que todo el mundo comprendiera que no tení amos la menor intenció n de quedarnos allí sentados, dejá ndonos machacar.

A Dellissanti no le gustó aquella decisió n interlocutoria, o dicho de otra forma provisional. Dejaba una puerta peligrosamente abierta a unas comprobaciones intolerables y a un escá ndalo peor, si cabí a, que el del propio juicio. Por eso lo intentó.

– Le pido disculpas, Señ orí a, pero nosotros desearí amos que usted desestimara ya de entrada esta petició n. No es posible dejar en suspenso sobre la cabeza del acusado esta nueva e ignominiosa espada de Damocles…

Caldarola no lo dejó terminar.

– Señ or abogado, le agradecerí a que no discutiera mis disposiciones. Adoptaré una decisió n acerca de la petició n al té rmino de la instrucció n, es decir, tras haber oí do a sus testigos y tambié n a su asesor. Al psiquiatra, precisamente. Con esto creo que por hoy ya hemos terminado, si por parte de usted ya no hay má s peticiones en favor del acusado.

Dellissanti permaneció unos instantes en silencio, como si estuviera buscando algo que decir y no consiguiera encontrarlo, Una situació n insó lita en é l. Al final, se dio por vencido y dijo que no, que no habí a má s peticiones en favor del acusado. Scianatico presentaba un rostro irreconocible cuando se levantó del estrado de los testigos para regresar a su sitio al lado de su abogado.

Caldarola estableció la celebració n de una vista para decidir si procedí a un aplazamiento, «oí r a los testigos de la defensa y para las eventuales y ulteriores peticiones de pruebas complementarias de conformidad con el artí culo 507 del Có digo de Procedimiento Penal».

Só lo cuando me volví hacia Martina y Claudia mientras me quitaba la toga de los hombros me di cuenta de la cantidad de pú blico que habí a en la sala. Y, en medio de todo aquel pú blico, por lo menos tres o cuatro periodistas.

Scianatico, Dellissanti y el sé quito de pasantes y auxiliares se retiraron a toda prisa y en silencio. Só lo por unos instantes Scianatico se volvió en direcció n a Martina. Su mirada era extrañ a, tan extrañ a que no conseguí descifrarla, aunque me hizo pensar en ciertas muñ ecas rotas con los ojos abiertos y enloquecidos.

A los periodistas que me pedí an declaraciones les dije que no tení a ningú n comentario que hacer. Me vi obligado a repetirlo tres o cuatro veces, pero al final se resignaron. Por otra parte, material para escribir no les faltaba, despué s de todo lo que habí an visto y oí do.

Doblé las dos hojas de papel con las copias de las notas de gastos y las guardé en la bolsa junto con la cinta de ví deo. No querí a correr el riesgo de dejá rmela olvidada. La habí a grabado una noche de insomnio añ os atrá s y me gustaba volver a verla de vez en cuando. Contení a una vieja pelí cula de Pietro Germi con un esplé ndido Massimo Girotti. Una pelí cula muy difí cil de encontrar y é pica.

In nome della legge.

 

Despué s de aquella tarde tuve que ir muy pocas veces al dormitorio.

Era como si é l hubiera perdido el interé s. No sé si porque ahora yo siempre oponí a resistencia o porque habí a crecido y ya no era una niñ a. O má s probablemente por ambos motivos.

Sea como fuere, en determinado momento dejó de hacerlo.

Y entonces me di cuenta de có mo miraba a mi hermana.

Fui presa de la angustia. No sabí a qué hacer, con quié n hablar. Estaba segura de que pronto, muy pronto, é l la llamarí a al dormitorio.

Para cinco minutos y despué s puedes volver a jugar.

Empecé a no salir al patio si Anna no bajaba conmigo. Si ella decí a que querí a quedarse en casa leyendo un tebeo o viendo la televisió n, yo me quedaba a su lado. Permanecí a muy cerca de ella. Con los nervios a flor de piel, a la espera de oí r aquella voz pastosa por los cigarrillos y la cerveza, llamando. Sin saber qué harí a en aquel momento.

No tuve que esperar mucho. Ocurrió una mañ ana, el primer dí a de las vacaciones de Pascua. Jueves Santo. Nuestra madre estaba fuera, trabajando.

– Anna.

– ¿ Qué quieres, papá?

– Ven aquí un minuto, que te tengo que decir una cosa.

Anna se levantó de la silla de la cocina donde está bamos las dos. Dejó encima de la mesa las dos muñ ecas con las que estaba jugando. Se dirigió hacia el pequeñ o pasillo estrecho y oscuro al fondo del cual se encontraba la habitació n.

– Espera un momento ‑ dije yo.

 

 

He pensado a menudo en aquella vista y en lo que ocurrió despué s. Me he preguntado a menudo si las cosas habrí an podido ir de otra manera y hasta qué extremo dependieron de mí, de mi comportamiento en el juicio, de mi forma de interrogar a Scianatico.

Jamá s he encontrado una verdadera respuesta, y probablemente sea mejor así.

 

Hubo varios testigos y todos contaron los hechos de una manera casi idé ntica. Lo cual ocurre muy raras veces. Con algunos de aquellos testigos hablé personalmente; de otros leí las declaraciones prestadas en la comisarí a en las horas inmediatamente posteriores al hecho.

Martina regresaba del trabajo ‑ eran las cinco y media o un poco má s tarde‑ y habí a aparcado a unas decenas de metros del portal de la casa de su madre.

É l la estaba esperando allí desde hací a por lo menos una hora, tal como dijo el propietario de un establecimiento de artí culos de vestir del otro lado de la calle. Se habí a fijado porque «habí a algo raro en su comportamiento y en su manera de moverse».

Cuando ella lo vio, se detuvo un instante; quizá tení a intenció n de cruzar a la otra acera, de huir. Despué s, en cambio, reanudó su camino, yé ndole al encuentro. Con decisió n, dijo el propietario de la tienda.

Habí a decidido enfrentarse a é l. No querí a huir. Ya no.

Hablaron brevemente, en un tono cada vez má s alterado. Despué s levantaron la voz, sobre todo ella, que le gritaba que se fuera y la dejara en paz de una vez por todas. Inmediatamente despué s se produjo una especie de altercado. Scianatico la golpeó dos veces, con bofetadas y puñ etazos; ella cayó, tal vez perdió el sentido y é l la arrastró al interior de la porterí a.

 

La llamada de Tancredi se produjo mientras yo estaba hablando con un cliente importante. Un gran empresario investigado por la policí a fiscal por una serie de fraudes, muerto de miedo ante la idea de que lo pudieran detener. Uno de aquellos clientes que pagaban enseguida y bien porque tení an mucho que perder.

Le dije que se habí a producido un acontecimiento de urgencia absoluta y le pedí que me disculpara; nos verí amos mañ ana, no, mejor pasado mañ ana, que me perdonara una vez má s, tení a que salir pitando, adió s. Cuando abandoné mi despacho, é l todaví a estaba allí dentro, de pie, delante del escritorio. Con la expresió n propia de alguien que no entiende nada, supongo. Y que se pregunta si no convendrí a cambiar de abogado.

Mientras corrí a a casa de Martina, que se encontraba a un cuarto de hora de camino de mi despacho, llamé a Claudia. No recuerdo exactamente qué le dije en medio de la afanosa carrera. Pero recuerdo muy bien que ella cortó la comunicació n mientras yo todaví a estaba hablando; en cuanto comprendió de qué estaba hablando.

En el lugar de los hechos reinaba un desconcierto de locos. Al otro lado de las vallas, la multitud de curiosos. Dentro, muchos policí as uniformados y unos cuantos carabineros. Hombres y mujeres de paisano, con las placas doradas de la policí a judicial en los cinturones o las chaquetas o bien colgadas del cuello como medallones. Algunos de ellos llevaban las pistolas remetidas en la parte anterior del cinturó n; otros las sostení an en la mano apuntando hacia el suelo, como si de un momento a otro fueran a tener que utilizarlas; un par llevaba en la mano, colgando como si fueran bolsas semivací as, unos chalecos antibalas en actitud de estar a punto de poné rselos de un momento a otro.

Le pregunté a Tancredi quié n dirigí a las operaciones, admitiendo que se pudiera hablar de operaciones y de direcció n en medio de aquel folló n. Me señ aló a un sujeto anó nimo vestido con chaqueta y corbata que sostení a en la mano un megá fono, pero parecí a que no supiera exactamente qué hacer con é l.

– Es el subcomisario de la Brigada Mó vil. Habrí a sido mejor que se quedara en casa, pero, como el gran jefe está en el extranjero, en la prá ctica nos las tenemos que arreglar solos. Hasta hemos llamado al fiscal sustituto de turno y nos ha dicho que é l es un letrado y no es asunto suyo tratar con aquel señ or, y tanto menos decidir si hay que efectuar una intervenció n. Pero ha dicho que lo mantengamos informado. Nos es de gran ayuda el muy cabró n, ¿ verdad?

– ¿ Habé is conseguido hablar con Scianatico?

– A travé s del telé fono fijo de la casa. He hablado yo con é l. Ha dicho que va armado y que nadie intente acercarse. Dudo mucho que sea cierto, quiero decir, que vaya armado. Pero no me atreverí a a apostarlo.

Tancredi vaciló un instante.

– Su voz no me ha gustado, para nada. Sobre todo, cuando le he pedido que me permitiera hablar con ella. Le he preguntado si me dejaba simplemente saludarla, pero é l ha contestado que no, que ahora no podí a. Era una voz desagradable e inmediatamente despué s ha cortado la comunicació n.

– ¿ Desagradable en qué sentido?

– Es difí cil de explicar. Resquebrajada, como si estuviera a punto de romperse de un momento a otro.

– ¿ Y la madre de Martina?

– No lo sabemos. Quiero decir, no debí a de estar en casa. Le he preguntado si estaba tambié n la madre y é l me ha contestado que no. Pero no sabemos dó nde está. Probablemente ha salido a hacer la compra o cualquier otra cosa, regresará de un momento a otro y se encontrará con esta sorpresa. Hemos tratado tambié n de localizar al padre de é l, el presidente, para pedirle que venga a hablar con este jodido loco de su hijo. Hemos conseguido establecer contacto con é l, pero está asistiendo a una reunió n en Roma. Un vehí culo de la Brigada Mó vil de Roma ha ido a recogerlo y lo lleva al aeropuerto para que tome el primer vuelo. Pero en el mejor de los casos só lo podrá estar aquí dentro de cinco horas. Esperemos que para entonces ya no lo necesitemos.

– ¿ Qué te parece? ¿ Qué es lo que habrí a que hacer?

Tancredi inclinó la cabeza y apretó los labios. Como si buscara una respuesta. No, como si tuviera una respuesta preparada pero no le gustara y estuviera buscando una alternativa.

– No lo sé ‑ dijo levantando finalmente los ojos‑, estas situaciones son imprevisibles. Para tratar de decidir una estrategia hay que comprender qué es lo que quiere este hijo de puta; es decir, cuá l es su verdadera motivació n.

– ¿ Y en este caso?

– No lo sé. La ú nica cosa que se me ocurre no me gusta en absoluto.

Estaba a punto de preguntarle qué era aquella cosa que no le gustaba en absoluto cuando vi llegar la furgoneta de Claudia. Má s bien la oí llegar. En secuencia: chirrido de neumá ticos en una curva, rugido de cambio violento de marcha, ruedas anteriores sobre la acera, golpe de parachoques contra un contenedor de basura. Se abrió paso entre la gente en direcció n a nosotros. Un policí a uniformado le dijo que no podí a ir má s allá de la valla que marcaba la zona de las operaciones. Ella lo empujó sin decir ni una sola palabra y, justo en el momento en que el otro estaba intentando bloquearle el paso, llegó Tancredi corriendo y dijo que la dejaran pasar.

– ¿ Dó nde está n?

Contestó Tancredi:

– Se ha parapetado en casa de Martina. Probablemente va armado o, por lo menos, eso dice é l.

– ¿ Y ella có mo está?

– No lo sabemos. Con ella no hemos conseguido hablar. La esperaba delante de su casa. Cuando ella llegó, conversaron durante unos cuantos segundos, despué s ella gritó algo en el sentido de que se fuera enseguida, de lo contrario, llamarí a a la policí a, a su abogado o a los dos. Fue entonces cuando é l le pegó varias veces. Ella debió de perder el conocimiento o, por lo menos, debí a de estar aturdida, porque vieron có mo é l la arrastraba dentro, sostenié ndola por debajo de las axilas. Alguien llamó al 113, llegó inmediatamente una patrulla mó vil y unos minutos despué s llegamos nosotros.

– ¿ Y ahora?

– Ahora no sé. Dentro de un par de horas tendrí an que llegar desde Roma los del nú cleo operativo de los cuerpos especiales y despué s alguien tendrá que asumir la responsabilidad de autorizar una intervenció n. En estos casos no se aclaran. Quiero decir, si tiene que ser el juez, el jefe de la Mó vil, el comisario u otra persona. La alternativa serí a intentar una negociació n. Decirlo es fá cil. ¿ Pero quié n habla con ese loco?

– Hablo yo ‑ dijo Claudia‑. Llá malo, Carmelo, y dé jame hablar con é l. Hablo con é l y le pregunto si me deja entrar y me deja ver có mo está Martina. Soy una mujer, una monja. No digo que se fí e, pero podrí a ser algo menos sospechosa que uno de vosotros.

Su tono de voz era muy extrañ o. Extrañ amente sereno, en contraste con el rostro desencajado.

Tancredi me miró como si me pidiera mi opinió n, pero sin preguntarme nada. Yo me encogí de hombros.

– Tengo que preguntá rselo a é se ‑ dijo al final, señ alando con la cabeza al funcionario de la Mó vil que seguí a dando vueltas por allí con el inú til megá fono en la mano. Se acercó a é l y se pasaron unos minutos hablando. Despué s se dirigieron juntos al lugar donde nosotros nos encontrá bamos y fue el funcionario quien habló.

– ¿ Es usted la monja? ‑ preguntó, mirando a Claudia.

No, soy yo. ¿ No ves el velo que llevo, capullo?

Claudia asintió con la cabeza.

– ¿ Quiere intentar hablar con é l?

– Sí, quiero hablar con é l y preguntarle si me deja entrar. Podrí a funcionar, creo. É l me conoce. Se podrí a fiar y, si entro, creo que lo podrí a convencer. Me conoce bien.

¿ Pero qué estaba diciendo? No se conocí an para nada. Jamá s habí an hablado el uno con el otro. Me volví a mirarla con un punto interrogativo dibujado en la cara. Ella me devolvió la mirada, pero no durante má s de dos segundos. Sus ojos decí an: «no intentes abrir la boca; ni se te ocurra». Entre tanto, el funcionario estaba diciendo que se podí a intentar. Por lo menos, llamar no costaba nada.

Tancredi sacó su mó vil, pulsó la tecla de repetició n de llamada y esperó con el telé fono pegado a la oreja. Al final, Scianatico contestó.

– Soy otra vez el inspector Tancredi. Hay una persona que quiere hablar con usted. ¿ Se la puedo pasar? No, no es un policí a, es una monja. Sí, claro. Ni se nos ocurre acercarnos. Bueno, pues ahora se la paso.

Sí, era sor Claudia, la amiga de Martina. Hací a mucho tiempo que deseaba hablar con é l, tení a muchas cosas importantes que decirle. ¿ Podí a, antes de seguir adelante, saludar a Martina? Ah, no se encontraba muy bien. En el rostro de Claudia se abrió una especie de grieta, pero su voz no se alteró, siguió sonando firme y tranquila. De acuerdo, no importa, hablaré con ella despué s, si tú quieres, claro. Yo creo que Martina quiere volver contigo; me lo ha dicho muchas veces, aunque no sabí a qué hacer para salir de esta situació n tan extrañ a que se ha creado. No te oigo bien. Sí, no te oigo bien, debe de ser este mó vil. ¿ Qué te parece si subo y hablamos un poco en persona? Claro, yo sola. Soy una mujer, una monja, puedes estar tranquilo. Y, ademá s, a mí tampoco me gustan los policí as. Bueno, ¿ subo o qué? Claro, claro, tú miras por la mirilla para asegurarte de que no haya nadie má s junto a mí. Pero, de todas maneras, tienes mi palabra, te puedes fiar. ¿ Crees que una monja puede llevar armas? Muy bien, pues ahora subo. Sola, claro, estamos de acuerdo. Hasta ahora.

Aparte de las cosas que dijo, lo que lo dejó casi hipnotizado fue el tono de su voz. Sereno, tranquilizador, hipnó tico, precisamente.

– ¿ Te quieres poner un chaleco antibalas? ‑ le preguntó Tancredi.

Ella lo miró sin tomarse la molestia de contestar.

– Pues entonces, antes de subir te llamo al mó vil, tú me contestas «ahora» y despué s lo dejas encendido. De esta manera por lo menos podremos oí r lo que decí s y lo que ocurre.

Despué s Tancredi se volvió hacia dos sujetos que rondaban la treintena, con aspecto de distribuidores de droga en los centros de distribució n legal. Dos agentes de su brigada.

– Cassano, Loiacono, vosotros dos venid conmigo. Subimos juntos y nos quedamos en la escalera sin llegar al rellano.

Oí mi voz, alzá ndose al margen de mi voluntad.

– Voy con vosotros.

– No digas chorradas, Guido. Tú trabajas como abogado y nosotros como policí as.

– Espera, espera. Si Claudia consiguiera iniciar una negociació n, quizá yo podrí a intervenir para ayudarla. É l me conoce, soy el abogado de Martina. Le puedo decir cualquier bobada, por ejemplo, que anulamos el juicio, que retiramos los cargos, o lo que sea. Puedo ser ú til si la negociació n sigue adelante. Si, en cambio, tené is que intervenir vosotros, yo me quito de en medio, naturalmente.



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.