Хелпикс

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SEGUNDA PARTE 3 страница



Cada vez con má s frecuencia me quedaba a dormir en mi apartamento.

Una vez que me quedé en su casa, mientras permanecí a tumbado en la cama, me asaltó una sensació n extrañ a. Entorné los ojos y, de repente, me vi observando la escena desde una posició n distinta de aquella en la cual me encontraba situado fí sicamente. En la escena, conseguí a verme tambié n a mí mismo. Era un espectador.

Margherita se desnudaba, habí a muy poca luz, reinaba el silencio, yo estaba tumbado en la cama y mantení a los ojos entornados, pero no estaba durmiendo. Era una escena muy triste, como ciertos silenciosos interiores de Hopper.

Entonces me levanté y, volvié ndome a vestir, dije que necesitaba tomar un poco el aire y que iba a dar un paseo. Margherita me miró y por primera vez tuve la impresió n de que estaba verdaderamente preocupada por mí.

Por nosotros.

Se quedó así unos cuantos segundos y en su mirada habí a una especie de conciencia triste, una fragilidad que no era habitual en ella. Parecí a a punto de decir algo, pero al final no lo hizo. Buenas noches, me dijo tan só lo, y yo me escapé.

Por la calle me encontré finalmente un poco mejor. Soplaba un aire fresco, casi frí o, y seco. Las calles estaban desiertas. Como es normal sobre la medianoche de un mié rcoles en aquella zona de la ciudad.

Sin pensarlo ni apenas darme cuenta de lo que hací a, llamé a sor Claudia. Mientras marcaba el nú mero, me dije que, si estaba durmiendo, seguramente tendrí a el mó vil apagado. Si no estaba durmiendo…

Contestó al segundo timbrazo. Apenas una nota perpleja en la voz, pero no me preguntó qué habí a ocurrido ni por qué razó n llamaba a aquella hora. Estuvo bien que no me hiciera aquella pregunta, porque no habrí a sabido qué contestarle.

Estaba dando un paseo a solas por la ciudad. No tení a sueñ o. ¿ A lo mejor me apetecí a dar un par de vueltas y charlar un ratito? Sí me apetecí a. No, no hací a falta que fuera a recogerla, podí amos reunimos en algú n sitio. ¿ Me iba bien al final de Corso Vittorio Emanuele, delante de las ruinas del Teatro Margherita? Me iba bien. Dentro de media hora. Media hora. Ciao. Clic.

Para pasar aquella media hora me fui a un bar que permanece abierto toda la noche. Una especie de mancha luminosa en la oscuridad un poco escuá lida e irreal de la zona que marca la frontera entre el centro mandado construir por Murat, cuñ ado de Napoleó n, con sus tí picas calles rectas y paralelas, y el barrio de la Liberta. Aquel bar siempre ha estado abierto toda la noche, desde mucho antes de que la ciudad se llenara de toda suerte de locales y de que el ú nico problema consistiera en elegir el sitio donde quedarse hasta tarde. Cuando era un muchacho, aquel bar siempre estaba lleno, porque era uno de los poquí simos lugares donde ir a tomar un café o a comprar los cigarrillos que vendí an ilegalmente en mitad de una noche de hacer el gilipollas. Ahora está casi siempre desierto, porque para los cigarrillos hay má quinas automá ticas.

Cuando entré, só lo habí a una pareja de mediana edad, es decir, de só lo unos cuantos añ os má s que yo. Estaban en un extremo de la barra en forma de L, en el lado má s corto. Yo me senté en un taburete del otro lado, de espaldas a la gran luna de cristal y a la calle. El hombre, vestido con chaqueta y corbata, fumaba conversando con el rubio y delgado barman con chaqueta y sombrerito blancos; la mujer, una pelirroja de aire triste, muy mal maquillada y con profundas ojeras, tení a la mirada perdida en el vací o y parecí a preguntarse qué habí a hecho para quedarse en semejante estado. Pedí un café que no me hací a ninguna falta, porque de todos modos aquella noche no iba a dormir. Durante los diez minutos que permanecí en aquel bar no entró ningú n otro cliente y yo no conseguí librarme de la inquietante sensació n de haber vivido ‑ o de haber visto hat’s me in the spotlight‑ previamente aquella escena.

 

Claudia bajó de la furgoneta con su habitual soltura. Vestí a como siempre ‑ vaqueros, camiseta blanca, chaleco de piel‑, pero llevaba el cabello suelto, y no recogido en una coleta, como todas las demá s veces que la habí a visto.

Me saludó con un gesto de la cabeza y yo correspondí de la misma manera. Sin decir nada má s echamos a andar por el paseo marí timo, iluminado por las farolas de hierro antiguo.

– No sé por qué te he llamado.

– Estabas solo, quizá.

– ¿ Es un motivo vá lido?

– Uno de los pocos.

– ¿ Por qué te hiciste monja?

– ¿ Por qué te convertiste en abogado?

– No sabí a qué hacer. Y si lo sabí a, tuve miedo de intentarlo.

Pareció sorprenderse de que hubiera contestado; y pareció tomar en consideració n mi respuesta. Despué s meneó la cabeza y no dijo nada. Durante varios minutos caminamos en silencio.

– ¿ Vives solo?

Experimenté el impulso de contestar que sí, pero enseguida me avergoncé.

– No. O sea, yo tengo mi casa, pero vivo con una persona.

– Quieres decir una mujer.

– Sí, sí, una mujer.

– ¿ Y ella no tiene nada que decir acerca del hecho de que salgas solo en mitad de la noche?

Mientras Claudia me hací a aquella pregunta, se superpusieron en mi cabeza los rostros de Margherita y de Sara, mi ex mujer. Lo cual me provocó vé rtigo, es decir, la sensació n de estar allá arriba sin ninguna barandilla, sin nada a lo que agarrarme; la sensació n de estar a punto de caer al vací o y de saber que todo se iba a romper irremediablemente.

Despué s los dos rostros se separaron y volvieron a sus correspondientes lugares en mi cabeza. Cualesquiera que fueran aquellos lugares. No habí a contestado a las preguntas de Claudia y ella no insistió.

A partir de aquel momento caminamos rá pido, como si tuvié ramos una meta o algo concreto que hacer. Nos detuvimos al final del paseo marí timo, en el lí mite sur de la ciudad, y nos sentamos muy juntos en el parapeto de piedra calcá rea, a menos de dos metros del agua.

No tendrí a que estar aquí, pensé mientras percibí a el contacto de su pierna musculosa contra la mí a y aspiraba su olor suave y un poco amargo. Demasiado cercano.

Todo está fuera de lugar y una vez má s no comprendo lo que ocurre, pensé mientras nuestras manos ‑ mi derecha y su izquierda‑ se rozaban de manera inofensiva y totalmente prohibida. Ambos está bamos mirando fijamente hacia delante. Como si hubiera algo que mirar entre los feos edificios que se difuminan en la oscuridad hacia las tristes afueras de mala nota del barrio de Iapigia.

Nos quedamos así un buen rato, sin mirarnos en ningú n momento a la cara. Pensé, sin que ella hubiera dicho u hecho nada, que de su mano parecí a brotar una corriente pura de dolor.

– Hay un disco ‑ dijo ella, volvié ndose hacia mí sin previo aviso‑ que escucho a menudo desde hace añ os. No estoy segura de que me sea beneficioso escucharlo. Pero lo hago a pesar de todo.

Yo tambié n me volví.

– ¿ Qué disco?

– Out of time, de los R. E. M. ¿ Lo conoces?

Pues claro que lo conozco. ¿ Con quié n te crees que hablas, monja?

No lo dije así. Me limité a hacer un gesto con la cabeza para decir que sí, lo conozco.

– Hay una canció n…

– Losing my religion.

Entornó los pá rpados y despué s dijo que sí.

– ¿ Sabes qué significa Losing my religion?

– Al pie de la letra, «perdiendo mi religió n». ¿ Significa alguna otra cosa? ‑ pregunté.

– Losing my religion es una expresió n coloquial. Significa algo así como ya no poder má s.

La miré sorprendido. Me lo habrí a esperado todo de ella menos algo como aquello. Aú n la estaba mirando sin saber qué decir cuando su rostro se acercó má s y má s hasta que ya no conseguí distinguir los rasgos.

Só lo tuve tiempo de pensar que su boca era dura y suave al mismo tiempo, que su lengua me recordaba los besos con las niñ as de mi edad a los catorce añ os; só lo tuve tiempo de apoyar la mano en su espalda y de notar unos mú sculos con la consistencia de cables metá licos.

Despué s se echó de golpe hacia atrá s y se quedó unos segundos con los ojos abiertos sobre mi rostro. Hasta que se levantó sin decir nada y echó a andar por donde habí amos venido. Yo la seguí y un cuarto de hora despué s está bamos de nuevo en su furgoneta.

– Hablar no se me da muy bien.

– No es indispensable.

– Pero a veces ocurre que te apetece.

Asentí con la cabeza. Ocurre a menudo. Lo malo es encontrar quien te escuche.

– Otra vez que nos veamos quiero hablar contigo. Quiero decir, sin escaramuzas y todo lo demá s. No sé por qué, pero tengo ganas de contarte una historia.

Hice un gesto que significaba, má s o menos: «si quieres, podrí a ser ahora mismo».

– No, ahora no. Esta noche no.

Tras una breve vacilació n, me dio un rá pido beso. En la mejilla, muy cerca de la boca. Antes de que yo pudiera decir algo má s, ya estaba en la furgoneta, alejá ndose en la noche.

 

Regresé a casa caminando despacio y eligiendo las calles má s desiertas y oscuras, con la cabeza absurdamente ligera.

Antes de irme a la cama busqué entre mis discos. Out of time estaba y lo puse en el lector, pulsé skip y dejé sonar la canció n nú mero dos. Losing my religion, precisamente.

La escuché sosteniendo en la mano el librito con las letras porque querí a tratar de comprender.

 

That’s me in the corner

hat’s me in the spotlight

Losing my religion

Trying to keep up with you

And I don’t know if I can do it

O no, I’ve said too much

I haven’t said enough.   [‡]

 

He dicho demasiado. No he dicho suficiente.

 

 

Los fiscales suplentes no son magistrados de carrera. Son abogados ‑ por regla general, jó venes abogados‑ que ocupan un puesto temporal. Se les paga por sesió n. Si en la sala hay dos o veinte expedientes, da lo mismo. Si la sesió n de vistas dura veinte minutos o cinco horas, su retribució n es la misma. No es difí cil imaginar que, por regla general, tratan de darse la mayor prisa posible para regresar cuanto antes a sus despachos.

Como era de esperar, Alessandra Mantovani fue sustituida por un fiscal suplente. Era una chica recié n nombrada a la que yo jamá s habí a visto.

En cambio, estaba claro que ella me conocí a, porque, cuando entré en la sala, se me acercó de inmediato con expresió n extremadamente preocupada.

– Ayer examiné los expedientes de la sesió n.

Brillante idea, pensé. A lo mejor, si los hubieras examinado unos cuantos dí as antes, hasta habrí as podido estudiarlos. Pero puede que eso hubiera sido pedir demasiado.

Le dediqué una especie de sonrisa de goma sin decir nada. Ella sacó de la carpeta nuestro expediente, lo apoyó en el banco y, tocando la tapa con el dedo í ndice, me preguntó si habí a comprendido bien quié n era el acusado.

– ¿ Este Scianatico es el hijo del presidente Scianatico?

– Pues sí.

Me miró consternada.

– ¿ Pero có mo es posible que me enví en a mí a un juicio como é ste? Virgen santa, pero si é sta es mi cuarta vista desde que me han nombrado. Y, ademá s, ¿ de qué se trata exactamente?

¿ Pero no acabas de decir que has examinado todos los expedientes, coñ o? Ser idiota no es precisamente obligatorio para ejercer de abogado. Todaví a no, por lo menos. Y, en cualquier caso, una vez dicho esto, tienes razó n. ¿ Có mo es posible que te enví en a ti a un juicio semejante?

No se lo dije así. Muy al contrario. Estuve incluso amable, le expliqué de qué se trataba, le dije que la acusació n pú blica habí a sido asignada a la magistrada Alessandra Mantovani, pero que é sta habí a sido destinada a Palermo. Estaba claro que la persona que habí a elaborado el calendario de las vistas no se habí a dado cuenta de que aqué lla no era una vista normal.

¿ No se habí a dado cuenta?

Mientras le facilitaba estas amables explicaciones, pensé que estaba metido en la mierda. Hasta el cuello. Está bamos a punto de jugar un partido estilo Villagarcí a de Arriba‑ Manchester United. Y mi equipo no era el Manchester.

– ¿ Y hoy qué hay que hacer exactamente?

– Lo que hay que hacer, exactamente, es interrogar al acusado.

– Virgen santa. Mira, yo no haré nada. Total, tú conoces muy bien el juicio y lo puedes hacer todo tú. Yo só lo podrí a causar dañ os.

Pues mira, en eso tienes toda la razó n. Por desgracia, la tienes lo que se dice toda.

– O quizá tambié n podrí amos solicitar un aplazamiento. Digamos que se precisa un fiscal para intervenir en este juicio y pidamos al juez que lo enví e a otra sala. ¿ Qué te parece?

– ¿ Có mo te llamas?

Me miró perpleja antes de contestar. Despué s me lo dijo. Se llamaba Marinella. Marinella Nosequé, porque hablaba muy rá pido, comié ndose las palabras.

– Pues escú chame, Marinella. Escú chame bien. Tú qué date tranquila en tu sitio. Tal como has dicho antes, no hagas nada. Y ahora yo te digo lo que va a ocurrir. La defensa interrogará al acusado. Cuando te toque el turno, el juez te preguntará si tienes alguna pregunta y tú contestará s que no, gracias, no tienes ninguna pregunta. Ninguna. A continuació n, el juez me preguntará a mí si tengo alguna pregunta y yo contestaré que sí, gracias, tengo unas cuantas preguntas. En cuestió n de una horita o poco má s, todo habrá terminado sin que tú te hayas dado cuenta siquiera. Pero que no se te ocurra la idea de pedir aplazamientos o cosas por el estilo.

Marinella me miró todaví a má s atemorizada. Mi rostro, el tono de voz con el que me habí a dirigido a ella, no habí an sido amables. Asintió con la cabeza, como si estuviera hablando con un desequilibrado mental peligroso, con cara de querer estar en otro lugar y de desear con toda su alma que todo terminara cuanto antes.

 

Caldarola se quitó sus gafas de vista cansada y miró hacia Dellissanti y Scianatico.

– Bueno, pues; para la vista de hoy estaba previsto el interrogatorio al acusado. Si é ste confirma su intenció n de someterse al mismo.

– Sí, Señ orí a, el acusado confirma su disposició n para responder al interrogatorio.

Scianatico se levantó con aire decidido y cubrió en un segundo el espacio que mediaba entre la mesa de la defensa y el asiento de los testigos. Caldarola leyó las advertencias de rigor. Scianatico tení a derecho a no contestar, pero el juicio seguirí a adelante de todos modos; si aceptaba responder, sus declaraciones siempre se podrí an utilizar en contra suya etc., etc.

– O sea que usted confirma su disposició n para responder.

– Sí, señ or juez.

– En tal caso, la defensa puede proceder al interrogatorio.

El interrogatorio empezó de manera muy aburrida. Dellissanti pidió a Scianatico que contara cuá ndo habí a conocido a Martina, en qué circunstancias; có mo se habí a iniciado la relació n y todo lo demá s. Scianatico contestaba en tono casi afable, como para dar la impresió n de que no se la tení a jurada a Martina, a pesar de todo el mal que ella, injustamente, le habí a causado. Un papel que habí an ensayado y vuelto a ensayar en el despacho de Dellissanti. Seguro.

En determinado momento, se interrumpió en mitad de una respuesta. Fue un instante en el transcurso del cual yo vi que su mirada se desviaba hacia la entrada de la sala; vi un ligero sobresalto; vi que su cabrona expresió n rebosante de serenidad se resquebrajaba levemente.

Acababan de llegar Martina y Claudia y se sentaron justo detrá s de mí. Me volví, nos saludamos y Martina, siguiendo las instrucciones que yo le habí a dado la ví spera cuando habí a pasado por mi despacho, me entregó un paquete de manera que a nadie en la sala le pudiera pasar inadvertido el gesto. Y de manera, sobre todo, que no le pudiera pasar inadvertido a Scianatico.

Por su forma y dimensiones estaba claro que el paquete contení a una cinta de ví deo.

Dellissanti se vio obligado a repetir su ú ltima pregunta.

– Le repito, profesor Scianatico, ¿ nos puede decir cuá ndo y por qué motivos sus relaciones con la señ orita Fumai empezaron a resquebrajarse?

– No… no puedo señ alar un momento concreto. Poco a poco, Martina, es decir, la señ orita Fumai, comenzó a comportarse de otro modo.

– ¿ Nos puede explicar de qué otro modo?

– Cambios de humor. Cada vez má s bruscos y cada vez má s frecuentes. Agresiones verbales alternadas con crisis de llanto y de abatimiento. En un par de ocasiones trató incluso de agredirme fí sicamente. Estaba fuera de sí. Yo tení a la impresió n…

– Protesto, Señ orí a. El acusado está a punto de expresar su opinió n personal, lo cual, como todos sabemos, está prohibido.

Caldarola le dijo a Scianatico que se abstuviera de expresar sus opiniones personales y se limitara a los hechos.

– Dí ganos qué ocurrí a en el transcurso de estas crisis de la señ orita Fumai.

– Sobre todo gritaba. Decí a que yo no comprendí a sus problemas y que el hecho de estar conmigo la harí a volver a enfermar.

– Disculpe que lo interrumpa. ¿ Decí a exactamente que volverí a a enfermar? ¿ A qué enfermedad se referí a?

– Se referí a a sus problemas psiquiá tricos.

– Siga adelante. Siga contá ndonos qué ocurrí a en el transcurso de estas crisis.

– Lo que ya he dicho. Gritos, llantos histé ricos, tentativas de agresió n y… ah, sí, y despué s me acusaba de tener amantes. No era verdad, naturalmente. Pero es que ella era muy celosa. Patoló gicamente celosa.

– No es verdad. Cabró n de mierda, no es verdad ‑ le oí susurrar a Martina a mi espalda.

– … me decí a cada vez má s a menudo que me las harí a pagar. Má s tarde o má s temprano y de la manera que fuera.

– ¿ Fue en ocasió n de una de estas peleas cuando usted le dijo, en presencia de unos amigos comunes, esta frase: «eres una mitó mana, eres una mitó mana y una desequilibrada, no tienes credibilidad y resultas peligrosa para ti misma y para los demá s»?

– Sí, por desgracia, sí. Yo tambié n perdí los estribos. No tendrí a que haber dicho ciertas cosas en presencia de terceros. Pero, por desgracia, era la verdad.

– Tratemos de analizar esta frase que usted no habrí a deseado pronunciar en presencia de terceros pero que no consiguió reprimir. ¿ Por qué le dijo que no era de fiar y resultaba peligrosa?

– Experimentaba violentos estallidos de furia. En dos ocasiones me habí a atacado. En otras se habí a entregado a gestos de autolesió n.

– ¿ Por qué le dijo que era una mitó mana?

– Se inventa cosas. Lamento decirlo, a pesar de todo lo que me ha hecho. Pero se inventaba unas historias increí bles. Aquella vez en particular me dijo que estaba segura de que yo mantení a una relació n con una señ ora que aquella noche estaba con nosotros en casa de unos amigos. No era verdad, pero no hubo manera de hacerla entrar en razó n. Me dijo que se querí a ir, yo le contesté dicié ndole que no se comportara como una niñ a y no armara escenas, pero la situació n degeneró enseguida.

Tuve que resistir el impulso de volverme a mirar a Martina.

– ¿ Usted amenazó alguna vez a la señ orita Fumai?

– Rotundamente jamá s.

– ¿ Utilizó alguna vez la violencia fí sica durante y despué s de la convivencia?

– Jamá s por propia iniciativa. Claro que en las dos ocasiones en que ella me agredió tuve que defenderme para bloquearla y tratar de neutralizarla. Fueron las dos veces en las que ella tuvo que acudir a que la atendieran en el servicio de urgencias. Adonde tengo empeñ o en puntualizar que yo mismo la acompañ é. Y la volví a acompañ ar otra vez. Una de las veces en que se habí a autolesionado de manera especialmente violenta. Tal como ya le he dicho, tení a esta costumbre.

– ¿ Puede decirnos exactamente de qué autolesiones se trató?

– No lo recuerdo con exactitud. Desde luego, cuando perdí a la calma en el transcurso de las peleas, se abofeteaba e incluso se pegaba puñ etazos en la cara.

– Despué s del cese de la convivencia, ¿ usted siguió manteniendo contacto con la señ orita Fumai?

– Sí, la llamé muchas veces por telé fono. Un par de veces traté incluso de hablarle en persona.

– En estas ocasiones, por telé fono o en persona, ¿ usted amenazó alguna vez a la señ orita Fumai?

– Rotundamente no. Yo estaba… me avergü enza decirlo, pero, bueno, seguí a enamorado de ella. Trataba de convencerla de que volviera conmigo. Entre otras cosas me preocupaba mucho que su estado de salud psí quica pudiera agravarse má s y ella pudiera cometer algú n acto inesperado. Quiero decir de autolesió n, o cosas peores. Yo pensaba que, si volví amos a estar juntos, quizá podrí a ayudarla a resolver sus problemas.

Conmovedor. Una historia verdaderamente lacrimó gena. Aquel hijo de puta habrí a tenido que dedicarse a la interpretació n.

– En resumen, profesor Scianatico, usted conoce las acusaciones que pesan contra usted. ¿ Hay alguno de los actos que le atribuye la acusació n que usted realmente haya cometido?

Antes de contestar, Scianatico esbozó una especie de amarga sonrisa. Significaba má s o menos que las personas y el mundo eran malvados e ingratos. Por este motivo é l estaba allí, injustamente procesado por cargos que no habí a cometido. Pero é l era de natural bondadoso y, por consiguiente, no guardaba rencor hacia la responsable de todo aquello. Que, entre otras cosas, era una pobre desequilibrada.

– Tal como ya le he dicho, tuvimos dos pequeñ as peleas con agresiones durante la convivencia. Y, ademá s, sí, tal como ya he dicho, la llamé muchas veces por telé fono, algunas incluso de noche para tratar de convencerla de que volvié ramos a vivir juntos. En cuanto a lo demá s, nada es cierto, naturalmente.

Naturalmente. Las llamadas no las podí a negar, dada la existencia de los listados. En cuanto a lo demá s, la loca se lo habí a inventado todo en su delirio de destrucció n.

Así terminó el interrogatorio directo. El juez le dijo al ministerio pú blico que ya podí a proceder a la repregunta. Marinella Nosecó mo, obedientemente, contestó que no, gracias, no tení a preguntas. Por el tono de su voz y por la cara que puso al contestar, parecí a que el juez le hubiera preguntado: «perdone, ¿ usted padece el sida? »

– ¿ Usted tiene alguna pregunta, abogado Guerrieri?

– Sí, Señ orí a, muchas gracias. ¿ Puedo empezar?

El juez asintió con la cabeza. É l tambié n sabí a que era allí donde empezaban los problemas. Y a é l los problemas no le gustaban. Peor para ti, pensé.

Las maniobras de aproximació n eran inú tiles en este caso. Así que empecé directamente y sin preá mbulos.

– ¿ Usted fotocopió la documentació n clí nica de la señ ora Fumai durante el perí odo de su convivencia con ella?

– Sí, es cierto. La fotocopié porque…

– ¿ Nos puede decir exactamente cuá ndo la fotocopió, si lo recuerda?

– ¿ Quiere decir el dí a, el mes?

– Quiero decir a ojo, el perí odo en que lo hizo. Si, ademá s, recuerda el dí a…

– No le podrí a contestar con exactitud. Por supuesto que no fue en el transcurso del primer perí odo de nuestra convivencia.

– ¿ Pidió la autorizació n de la señ ora Fumai para sacar aquellas fotocopias?

– Verá, mi intenció n…

– ¿ Pidió su autorizació n?

– Yo querí a…

– ¿ Pidió su autorizació n?

– No.

– ¿ Informó posteriormente a la señ ora Fumai de que habí a sacado fotocopia de documentació n privada a espaldas suyas?

– No la informé porque estaba preocupado y querí a mostrar aquella documentació n a algú n psiquiatra amigo mí o. Para comprender juntos cuá les eran exactamente los problemas que tení a Martina y, de esta manera, poder ayudarla.

– Por tanto y resumiendo: usted hizo aquellas fotocopias sin pedir permiso a la señ ora Fumai y, por tanto, a escondidas. Y posteriormente no le comunicó los hechos. ¿ Es correcto?

– Era por su bien.

– Por consiguiente, podemos decir que usted, por el bien de la señ ora Fumai, estaba dispuesto a hacer cosas, invadiendo su esfera privada, sin autorizació n.

– Protesto, Señ orí a ‑ dijo Dellissanti‑, eso no es una pregunta, es una conclusió n. Inadmisible.

– Abogado Guerrieri, reserve sus conclusiones para el momento del alegato ‑ dijo Caldarola.

– Con el debido respeto, Señ orí a, yo considero que se trata de una pregunta lí cita acerca de lo que el acusado estaba dispuesto a hacer, siguiendo su idea totalmente subjetiva de cuá l era el bien de la señ ora Fumai. Pero puedo renunciar tranquilamente a ella y pasar a otra pregunta. ¿ Fue la señ ora Fumai quien le dijo dó nde guardaba su documentació n mé dica?

– No he comprendido la pregunta.

– ¿ La señ ora Fumai le dijo: «mira, los papeles de mi ingreso hospitalario, la copia de mi historial clí nico, está n en tal sitio o en tal otro? »

– No. Mejor dicho, no lo recuerdo.

– O sea que usted tuvo que buscar esa documentació n para poderla fotocopiar. Se vio obligado a hurgar entre las propiedades privadas de la señ ora Fumai. ¿ Es así?

– No hurgué. Estaba preocupado por ella y por eso busqué aquellos papeles para mostrarlos a un mé dico.

Scianatico ya no parecí a sentirse muy có modo. Estaba perdiendo la calma y aquella imagen suya de viril y serena paciencia. Precisamente lo que yo querí a.

– Sí, eso ya nos lo ha dicho. ¿ Puede indicarnos el nombre del psiquiatra a quien mostró aquellos papeles tras haberlos mandado fotocopiar clandestinamente?



  

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