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SEGUNDA PARTE 2 страница



– No, Señ orí a. Tomo nota de que la testigo no sabe o no quiere recordar la circunstancia a la cual yo me refiero. Pediremos que nos lo cuente el profesor Scianatico y, sobre todo, los testigos que figuran en nuestra lista. He terminado.

– ¿ El ministerio pú blico desea concluir el interrogatorio?

– Sí, pero con un par de preguntas cuya necesidad ha surgido a raí z de la repregunta de la defensa.

Desde un punto de vista té cnico, la puntualizació n no era indispensable. Pero era una manera de subrayar que aquella prolongació n de la declaració n ‑ seguramente nada favorable al acusado‑ dependí a de un error del abogado de la defensa. O sea que no era un gesto de conciliació n.

– Señ ora Fumai, ¿ quiere contarnos las otras cosas que le decí a el acusado? Para que nos entendamos, lo que estaba a punto de hacer cuando ha sido interrumpida.

Martina contó tambié n aquellas otras cosas. Se refirió a las demá s humillaciones, aparte de los golpes y la violencia psicoló gica a la que se habí a referido anteriormente. Scianatico le decí a que era una fracasada; que su ú nica suerte era haberlo conocido a é l y que é l hubiera decidido cuidar de ella; que ella era incapaz de adoptar decisiones acerca de su propia vida y que por eso tení a que obedecer las ó rdenes y los consejos de comportamiento que é l le daba. Tení a que ser obediente y quedarse en su sitio.

Le decí a que era una perra y que las perras tienen que obedecer a sus amos.

Lo contó todo con una voz que no era dé bil y no se resquebrajaba. Aunque puede que eso fuera peor. Era una voz neutra, sin tono y sin color. Como si algo en su interior se hubiera vuelto a romper.

 

Caldarola decretó un aplazamiento de tres semanas y trazó una especie de calendario de la instrucció n del juicio. En la siguiente vista oirí amos a los restantes testigos del ministerio pú blico. A continuació n, vendrí a el interrogatorio al acusado. Y, finalmente, en dos vistas, oirí amos a los testigos y al asesor de la defensa.

Me despedí de Alessandra Mantovani y me volví hacia la salida de la sala para seguir a Martina, que se habí a levantado del asiento de los testigos y se me habí a adelantado unos cuantos pasos. Justo en aquel momento vi a Claudia, de pie, apoyada en la balaustrada. Parecí a absorta. Despué s me di cuenta de que estaba mirando a Scianatico y Dellissanti. Los miraba de una manera que jamá s podré olvidar y, mientras captaba aquella mirada, pensé, sin poder ejercer un auté ntico control sobre mis pensamientos, que aquella mujer era capaz de matar.

 

Puede parecer increí ble, pero en los meses que habí an precedido a aquella tarde, habí a encontrado una especie de absurdo equilibrio. É l me hací a ‑ o me obligaba a hacer‑ aquellas cosas. Yo só lo querí a que todo terminara enseguida. Despué s abandonaba aquella habitació n y ocultaba lo que habí a ocurrido. Era una niñ a triste, no tení a amigas, pero tení a a Snoopy; y a mi hermanita; y los libros que tomaba prestados en la escuela y que leí a en todos mis momentos libres. No creo que mi madre, hasta aquel dí a, se hubiera dado realmente cuenta de nada.

Despué s de aquella tarde de lluvia, no sé có mo, se lo conté. No, no es exacto. Intenté contá rselo. No recuerdo qué le dije concretamente. Pero seguro que no fue todo lo que habí a ocurrido. Creo que traté de averiguar si podí a hablar con ella, si ella estaba dispuesta a escucharme; si estaba dispuesta a ayudarme.

No lo estaba.

En cuanto comprendió de qué le estaba hablando, se puso como una furia. Me estaba inventando cosas feas. Era una niñ a mala. ¿ Acaso querí a destruir nuestra familia, con todos los sacrificios que hací a ella para mantenerla en pie? Dijo algo así, má s o menos, y yo no volví a decir nada.

Unos cuantos dí as despué s regresé del colegio y Snoopy ya no estaba. Lo busqué en el patio, lo busqué fuera, por la calle. Pregunté a todas las personas con quienes me crucé si lo habí an visto, pero nadie sabí a nada. Si existe el dolor en su forma má s pura y desesperada, yo lo experimenté aquel dí a. Si vuelvo a pensar en aquel momento veo una escena muda, lí vida y en blanco y negro.

Por la tarde é l me llamó desde el dormitorio, y yo no fui. Me volvió a llamar, y no fui. Estaba en la cocina, en una silla, con los brazos alrededor de las rodillas. Con unos ojos enormemente abiertos que no veí an nada. Creo que pocos sentimientos, pocas emociones se mezclan entre sí con tanta fuerza como el odio y el miedo. Despué s uno se comporta de una manera o de otra segú n lo que prevalezca. El miedo. O el odio.

Fue a buscarme a la cocina y me arrastró al dormitorio. Yo traté de resistir por primera vez. No sé muy bien lo que hice. A lo mejor intenté propinarle puntapié s o puñ etazos o quizá no me quedé simplemente paralizada, dejando que hiciera lo que quisiera. É l estaba asombrado y furioso. Me pegó muy fuerte mientras me violaba. Bofetadas y puñ etazos en la cara, en la cabeza, en las costillas.

Y, sin embargo ‑ cosa extrañ a‑, cuando terminó no me sentí a peor que otras veces. Cierto que me dolí a todo, pero tambié n experimentaba una extrañ a y furiosa sensació n de jú bilo. Me habí a rebelado. Las cosas ya jamá s volverí an a ser como antes. Y é l tambié n lo comprendió, en cierto modo.

Cuando mi madre regresó a casa, vio có mo tení a la cara. Yo la miré pensando que me iba a preguntar qué habí a ocurrido. Pensando que ahora, ante la evidencia, me creerí a y me ayudarí a.

Ella miró para el otro lado, dijo algo a propó sito de que habí a que preparar la cena o hacer no sé qué otras cosas.

É l abrió una botella grande de cerveza y se la bebió toda entera. Al final, soltó un eructo silencioso y obsceno.

 

 

Estaba tumbado en el sofá de mi casa. Esperando que regresara Margherita y me llamara para que subiera a cenar. Me gustaba que, a pesar de vivir má s o menos juntos, yo fuera por la noche a su casa como respondiendo a una invitació n. Aunque só lo se tratara de subir dos pisos a pie. Hací a que las cosas resultaran menos obvias. Que no las diera por sentadas.

Estaba escuchando a Lou Reed: Transformer. El á lbum de Walk on the Wild Side.

No un CD, sino un auté ntico y original vinilo de treinta y tres revoluciones. Con sus crujidos, arañ azos y demá s.

Me lo habí a comprado aquella tarde en la pausa del almuerzo. Cuando tení a mucho que hacer, o quizá tení a alguna cita a primera hora de la tarde, o cualquier otra cosa, no regresaba a casa a la hora de comer. Me iba a algú n bar del centro donde comen los empleados de banca y me tomaba un bocadillo y una cerveza en la barra. Despué s aprovechaba la pausa en alguna librerí a o alguna tienda de discos de las que no cierran al mediodí a.

Aquella tarde habí a acabado en la tiendecita de un muchacho que tocaba el bajo en un grupo; hací an una especie de rock con tintes de jazz y eran bastante buenos. Los habí a oí do tocar varias veces en los lugares que frecuentaba por la noche. En los que, en los ú ltimos añ os, ya me empezaba a sentir desagradablemente fuera de lugar.

Tocar rock con tintes de jazz o lo que fuera no le daba en cualquier caso para vivir, entre otras cosas porque é l y su grupo se negaban a tocar en las bodas. Por eso vendí a discos, siguiendo unos horarios muy personales. Habí a dí as que cerraba sin previo aviso, otros que abrí a sobre las once de la mañ ana y permanecí a abierto ininterrumpidamente hasta la noche, cuando allí dentro se reuní an unos extrañ os e irreales personajes. Gente que te preguntabas dó nde se ocultaba de dí a.

Aparte los CD nuevos, en aquella tiendecita se podí an encontrar tambié n montones de viejos elepé s en vinilo, rigurosamente de segunda, o de tercera, o de cuarta mano. Aquel dí a, en el estante de los elepé s, encontré una copia, original americana, de Transformer, sellada con el plá stico y todo. Un disco que jamá s habí a tenido; habí a tenido varias casetes con algunos fragmentos de aquel treinta y tres, cintas que, en cualquier caso, habí a perdido o destruido.

Soy de las pocas personas que todaví a conservan un tocadiscos perfectamente operativo y pensé que aquel disco no me lo podí a dejar escapar. Cuando llegué a la caja ‑ lo cual significaba: cuando llegué delante de la silla en la cual el bajista estaba leyendo la revista de culto Mucchio selvaggio‑ y me enteré del precio, pensé que quizá serí a mejor que me lo dejara escapar, me comprara una versió n remasterizada y, con lo que me sobrara, me fuera a cenar a un restaurante de lujo.

Regurgitació n adolescente de cuando no tení a dinero. Ahora ganaba mucho má s de lo que conseguí a gastar. Y, de esta manera ‑ sin que el cajero‑ bajista se hubiera dado cuenta de todo este monó logo interior‑, saqué el dinero, pagué, le pedí una bolsita rigurosamente usada, eché dentro al viejo Lou con su cara de Frankenstein y me fui.

El disco ya habí a terminado una primera vez y yo estaba a punto de volver a poner en movimiento el plato, colocar de nuevo la puntita de la aguja y escucharlo una vez má s cuando Margherita me llamó y me dijo que subiera, que aquella noche tambié n estaba dispuesta a darme de comer.

Habí a preparado habas con achicorias siguiendo la antigua receta del campo. Puré de habas, achicorias silvestres, cebolla roja de Acquaviva, pan duro y, en un plato aparte, guindillas fritas. Artí culo de lujo, habrí a dicho el campesino al que, cuando yo era pequeñ o, mis padres le compraban la fruta, la verdura y los huevos frescos.

Para mí tambié n habí a una botella de tinto aglianico de la regió n sureñ a del Vulture.

Só lo para mí. Margherita no bebe vino ni ninguna otra bebida alcohó lica. Antes de que yo la conociera, habí a sido alcohó lica muchos añ os; despué s habí a conseguido salir del infierno y ahora no tiene ningú n problema si alguien bebe a su lado.

– Dentro de diez dí as haré el primer salto. Si el tiempo lo permite.

Lo de hacer el cursillo de paracaidismo habí a ido en serio. Habí a terminado la teorí a y el entrenamiento y ahora se estaba preparando para lanzarse desde cuatrocientos, quinientos metros de altura. Mientras ella hablaba, yo intenté imaginarme la situació n y noté una especie de mano que me apretaba la boca del estó mago.

Ella seguí a hablando, pero su voz se alejó mientras yo rodaba muy rá pido hacia atrá s hasta llegar a una tarde de primavera de hací a muchos añ os.

Hay tres chiquillos en la azotea de un edificio de ocho plantas. Alrededor de esta azotea hay una barandilla baja; a los lados, má s allá de la barandilla, una cornisa muy ancha de por lo menos un metro; casi una acera. Má s allá de esta acera, el vací o. Terrible, en la trivialidad de los gatos y las plantas pelonas del patio de abajo.

Uno de los chiquillos ‑ el que juega mejor a la pelota, y ya ha fumado algú n cigarrillo, y sabe explicar a los demá s la verdadera funció n de la picha, aparte de la del pipí ‑ propone un concurso de valentí a.

Desafí a a los demá s a saltar la barandilla y a caminar por la cornisa a lo largo de todo el perí metro. No se limita a decirlo, sino que lo hace. Salta y camina con paso decidido, lo recorre todo y vuelve a saltar regresando a lugar seguro. Entonces lo prueba tambié n el segundo; los primeros pasos los da con titubeos, pero despué s é l tambié n camina rá pido y termina enseguida.

Ahora le toca al tercer chiquillo. Tiene miedo, pero no de manera exagerada. No le apetece demasiado caminar sobre el vací o, pero no parece una hazañ a imposible. Los otros dos lo han hecho sin problemas y é l tambié n lo podrá hacer, piensa. Como mucho, procurará mantenerse muy pegado a la barandilla para má s seguridad.

Así que é l tambié n salta, con cierta torpeza ‑ no es muy á gil, mucho menos que los demá s, por supuesto‑ y empieza a caminar, mirando a sus dos compañ eros. Camina deslizando una mano por la superficie interior de la barandilla, como para sostenerse. El que juega muy bien a la pelota, experto en el uso de la picha, etcé tera, dice que así no vale. Tiene que quitar la mano y caminar por el centro de la cornisa, sin apoyarse, tal como está haciendo ahora. Si no, no vale, repite.

Entonces el chiquillo aparta la mano y se desplaza unos centí metros hacia el vací o; y da unos cuantos pasos. Unos pasos cortos, mirá ndose los pies. Pero, mientras se mira los pies, los ojos se desplazan fuera del control consciente hasta enfocar un punto del patio de allí abajo. Son menos de treinta metros, pero parece un abismo que puede aspirarlo todo. En el que todo puede acabar cayendo.

El chiquillo aparta la mirada e intenta seguir adelante. Pero ahora el abismo ya le ha entrado dentro. Y en aquel preciso instante descubre que tendrá que morir. Tal vez justo en aquel momento; quizá otra vez, pero tendrá que morir.

Comprende lo que significa con una intuició n fulgurante y completa.

Entonces se agarra a la barandilla, y se agacha, y casi se ovilla. Como para ofrecer menos superficie al viento ‑ en realidad, es só lo una brisa muy ligera‑ que pudiera hacerle perder el equilibrio.

Ahora está casi acurrucado, apoyado contra aquella barandilla y con la espalda al abismo; y no tiene el valor de levantarse; ni siquiera el poco valor que le permitirí a saltar al otro lado y pasar a lugar seguro.

Los dos amigos está n diciendo algo pero é l no los oye; o mejor dicho, no entiende lo que dicen. Pero, de repente, le entra otro miedo. El de que se acerquen para gastarle una broma, estilo hacer amago de propinarle un empujó n; o saltar ellos tambié n otra vez para entregarse a algú n juego espantoso.

Entonces dice socorro, mamá; lo dice en voz baja y le entran ganas de llorar muy fuerte. Despué s, desde su posició n acurrucada, se encarama muy despacio por la barandilla, casi a rastras, arañ á ndose las manos, despellejá ndose las rodillas y todo. Si se pusiera de pie le serí a fá cil saltar, pero é l no se puede poner de pie; no puede correr el riesgo de mirar otra vez hacia abajo.

Y, al final, se encuentra al otro lado. Los otros dos se burlan de é l y é l miente, dice que se ha torcido el pie caminando y que por eso no ha podido seguir adelante; y que es por eso por lo que ha saltado la barandilla de aquella manera tan ridí cula, como si estuviera lisiado. Y despué s, cuando se van ‑ y tambié n en los dí as siguientes‑ procura cojear para convencerlos de que la historia de la torcedura es auté ntica, de ninguna manera una excusa para disimular su miedo. Se pasa una semana entera cojeando y repite la historia ‑ a los dos amigos y a sí mismo‑ tantas veces que, al final, é l mismo confunde lo que se ha inventado con los hechos realmente ocurridos.

Aquel chiquillo, desde entonces y a intervalos regulares, sueñ a con saltar la barandilla de una terraza y con saltar abajo. Directamente y sin dudar. A veces sueñ a con subirse a la barandilla y caminar por ella como una especie de equilibrista loco; en la absoluta certeza no ya de conseguir hacerlo, sino de caer en cualquier momento; cosa que ocurre invariablemente. Otras veces sueñ a que sus amigos le toman el pelo; y entonces é l corre hacia la barandilla, apoya en ella una mano, se vuelve, salta y se precipita al vací o mientras ellos miran estupefactos y aturdidos.

Así aprenderá n a tomarme el pelo, piensa mientras se despierta presa de una invencible tristeza por su vida de muchacho que se fue; que habrí a podido ser tantas cosas. Que no será n.

Cuando me despierto pienso siempre precisamente en eso. Podrí a haber sido muchas cosas que no será n por no haber tenido el valor de intentarlo.

Entonces abro ‑ ¿ o cierro? ‑ los ojos, me levanto y voy al encuentro de mi jornada.

 

– Guido, ¿ me escuchas?

– Sí, sí, perdó name, mientras hablabas me ha venido a la mente una cosa y me he distraí do.

– ¿ Qué cosa?

– No, nada, una cosa del trabajo. Que he dejado colgada.

– ¿ Una cosa importante?

– No, nada, una tonterí a.

 

 

Una sola vista no fue suficiente para escuchar a los demá s testigos del ministerio pú blico. El inspector de la policí a encargado de las investigaciones, que entre otras cosas habí a obtenido los listados de los telé fonos de Martina y de Scianatico. Los mé dicos del servicio de urgencias, que se limitaron a confirmar lo que habí an escrito en sus informes de asistencia y de los cuales no recordaban, ló gicamente, ni una sola palabra. Un par de chicas de la comunidad que habí an actuado como escoltas de Martina en algunas ocasiones y que habí an sido depositarí as de sus confidencias.

La madre de Martina.

Era una mujer gruesa, triste e insulsa. Ella y la hija no se parecí an en nada. Refirió con voz monó tona y carente de vida el regreso a casa de Martina, las llamadas nocturnas, las llamadas a travé s del portero automá tico. Puso especial empeñ o en puntualizar que no sabí a nada má s; que jamá s habí a sido testigo de las peleas entre su hija y el novio. Que su hija no tení a la costumbre de sincerarse con ella.

Estaba claro que no le gustaba haberse visto obligada a ir allí y querí a largarse cuanto antes.

A lo largo de toda su declaració n no miró ni una sola vez en direcció n a su hija. Cuando el juez la invitó a retirarse, se fue a toda prisa. Sin despedirse de Martina; sin mirarla tan siquiera.

Fueron necesarias dos vistas para escuchar a estos testigos. Dos vistas tranquilas, sin enfrentamientos, porque todos ‑ Mantovani, Dellissanti, yo‑ sabí amos muy bien que el juicio no se iba a decidir sobre la base de aquellas declaraciones. É stas proporcionarí an el contorno, el marco. El juicio, reducido a lo esencial, era la palabra de Martina contra la de Scianatico. Nadie habí a presenciado los golpes. Nadie habí a sido testigo de las humillaciones domé sticas. Nadie que hubiera sido posible identificar habí a presenciado las agresiones por la calle.

Y nadie habí a presenciado otras cosas. De las cuales Martina só lo me habló unos cuantos dí as antes de la vista en la que estaba previsto el interrogatorio de Scianatico. Cuando nos reunimos en mi despacho y yo le hice todo tipo de preguntas. Incluidas las má s embarazosas, pues necesitaba cualquier clase de informació n que me fuera ú til para preparar la repregunta.

Aquellas otras cosas que salieron a relucir en nuestra reunió n en mi despacho nos podí an ser muy ú tiles. Si yo encontrara la manera de conseguir que Scianatico las reconociera en la vista en presencia del juez.

Aquella vista se fijó para el veinte de abril. Probablemente en ella se decidirí a el proceso.

Siempre y cuando no se hubiera decidido en otro sitio, fuera de la sala. En estancias que a mí me estaban vedadas.

La llamada sonó en el despacho por la mañ ana, sobre las ocho y media, poco antes de que yo saliera para dirigirme al tribunal. Maria Teresa me dijo que era de la Fiscalí a, del despacho de la magistrada Mantovani.

– ¿ Dí game?

– ¿ Abogado Guerrieri?

– ¿ Sí?

– Despacho de la fiscal sustituí a Mantovani. No se retire, por favor, le paso a la fiscal.

Experimenté una sensació n de inquietud. Malas noticias. Ansiedad.

– Guido, soy Alessandra Mantovani. Perdó name que te haya tenido que llamar mi secretaria, pero no es la mejor de las mañ anas. Estoy de guardia y está ocurriendo de todo.

– No te preocupes, ¿ qué ha ocurrido?

– Querí a hablar contigo cinco minutos y, puesto que hoy tienes que venir al tribunal, quizá podrí as pasar a verme un momento.

– Podrí a llegar incluso dentro de un cuarto de hora.

– Te espero.

Mientras abandonaba mi despacho, me dirigí a al tribunal, cruzaba los pasillos aspirando el denso olor de papeles y de humanidad, noté que la ansiedad se intensificaba. Una ansiedad de cosas que escapan a tu control. Una desagradable sensació n de flaqueza situada, no sé por qué, en la parte derecha del vientre.

Tuve que esperar unos cuantos minutos fuera del despacho de Alessandra. Estaba ocupada con los carabineros, me dijo la secretaria en la antesala. Cuando é stos salieron ‑ a algunos los conocí a muy bien‑, llevaban consigo unos papeles y sus rostros estaban tensos y preparados para la acció n. Estuve seguro de que se disponí an a detener a alguien.

Entré en el despacho justo en el momento en que Alessandra se estaba encendiendo un cigarrillo. Sobre el escritorio habí a un paquete de Camel recié n abierto.

– No sabí a que fumaras.

– Lo he dejado… lo habí a dejado hace seis añ os ‑ dijo, dando una á vida calada.

Noté que casi me daba vueltas la cabeza a causa del deseo de coger uno yo tambié n y del esfuerzo por resistir. Si ella me hubiera ofrecido uno, lo habrí a aceptado, pero no lo hizo.

– Hace dos meses se recibió una solicitud del Consejo General del Poder Judicial. Una solicitud de disponibilidad para un puesto en la Fiscalí a de Palermo. ‑ Otra calada, casi violenta‑. É ste no es un buen perí odo para mí. Ni en el despacho ni, sobre todo, fuera. Si tendiera a dramatizar las cosas, dirí a que ya no puedo má s. Pero no quiero angustiarte con mis problemas. Como má ximo, si quiero desahogarme, escribo una carta, con nombre falso, naturalmente, a una revista del corazó n. Una bonita historia tipo mujer cuarentona con eso que se llama una carrera, desierto afectivo, puentes cortados a su espalda, conciencia incipiente de que ya jamá s será madre, etc., etc.

Qué sensació n tan extrañ a. Alessandra Mantovani siempre me habí a transmitido una idea de invulnerabilidad. Y ahora, de repente, la tení a delante como una mujer normal que contemplaba con desconcierto los añ os que pasaban y los que llegaban, en pleno esfuerzo desesperado por no romperse en pedazos.

– Perdona. No te habí a llamado para llorar sobre tu hombro.

Hice un gesto como para decirle que no se preocupara, que si querí a llorar sobre mi hombro, etcé tera. Pero ella el gesto ni siquiera lo vio.

– Me he ofrecido para ese destino. Casi sin pensarlo. Porque no sé qué hacer en este perí odo. No sé lo que quiero… en resumen, me parece bien. Notifiqué mi disponibilidad ayer por la mañ ana y he recibido esto.

Me alargó un fax. El encabezamiento estaba en caracteres cursivos un poco anticuados. Consejo Superior del Poder Judicial. El texto decí a que la señ ora Mantovani, magistrada del Tribunal de Apelació n con cargo de fiscal sustituto del Estado en el Tribunal de Bari habí a sido destinada, tras haber notificado su disponibilidad, por un perí odo de seis meses prorrogables a ulteriores perí odos, siempre de seis meses, a la Fiscalí a del Estado del Tribunal de Palermo. La magistrada Mantovani deberí a presentarse en la Fiscalí a de Palermo en un plazo de siete dí as a partir de la comunicació n de la resolució n.

Seguí an algunos detalles té cnicos. Pura jerga. Dejé de leer y levanté la mirada.

– Te vas a Palermo.

No era que digamos la frase má s inteligente de mi vida, pensé inmediatamente despué s.

– Tengo que estar allí antes del lunes que viene. Si querí a un cambio, pues bueno, no puedo quejarme.

Como no sabí a qué decirle, permanecí en silencio. A la espera. Ella aplastó el filtro en un cenicero de cristal. Lo aplastó mucho má s de lo que era necesario para apagar el cigarrillo.

– Hay algunos juicios y algunas investigaciones que lamento tener que abandonar. Aparte de lo demá s. Uno es el nuestro, el de Scianatico. En lo que se refiere a é ste y a algunos otros tengo la desagradable sensació n de estar huyendo.

Estaba a punto de decir algo, pero ella me lo impidió con un gesto de la mano. No le apetecí a escuchar frases de circunstancia.

– En realidad, ni siquiera estoy segura de saber por qué te he llamado. A lo mejor, me siento cobarde y querí a decirte directamente y en persona que de alguna manera te dejo solo con este enredo. A la vista irá vete a saber quié n. A lo mejor va alguien muy bueno. O muy buena. Ojalá no…

– ¿ Crees que te vas a quedar en Palermo?

– ¿ Quié n sabe? El puesto, tal como has leí do, es para seis meses prorrogables. De hecho, siempre es para por lo menos un añ o, y a veces má s. Dentro de un añ o pensaré en lo que quiero hacer. La verdad es que no tengo demasiadas cosas que me aten a Bari. Y, si he de ser sincera, tampoco las hay que me aten a otros lugares.

Me sentí triste y viejo. Me sentí como alguien que se dedica a ver pasar el tiempo; como alguien que contempla có mo cambian los demá s, bien o mal, se hacen mayores, se van. Toman decisiones. Mientras ese alguien se queda siempre en el mismo sitio, haciendo las mismas cosas, dejando que el azar decida por é l. Alguien que contempla pasar la vida.

Coñ o, cuá nto me apetecí a aquel Camel.

La conversació n no se alargó demasiado. Le dije a Alessandra que volverí a a pasar por su despacho para despedirme, pero ella me contestó que era mejor que nos despidié ramos en aquel momento. No sabí a cuá nto iba a estar en su despacho aquellos dí as, con los preparativos y todo lo demá s.

Rodeó el escritorio mientras yo me levantaba. La miré a la cara inmediatamente antes de abrazarnos.

Tení a una manchitas rojas; y unas arrugas que jamá s habí a observado antes.

Al volver a cerrar la puerta la vi encender otro cigarrillo. Miraba hacia la ventana, a algú n lugar del exterior.

 

 

Alessandra se fue sin que hubié ramos tenido ocasió n de volver a vernos. Tal como ella tení a previsto hacer.

Se acercaba la primavera. La vida discurrí a con normalidad. Cualquier cosa que signifique la palabra normal. Salí amos con Margherita y a veces con sus amigos. Con los mí os nunca. Admitiendo que todaví a existieran amigos mí os.

Despué s del funeral de Emilio, en algú n momento se me habí a ocurrido la idea de llamar a alguien. Salimos una noche a tomarnos dos cervezas y a charlar un rato acerca de la vida. Y despué s, por suerte, lo dejé correr.

Dos o tres veces Margherita me preguntó si habí a algo que no marchaba y si me apetecí a hablar. Le dije que gracias, no, de momento. No quedó muy claro qué momento. Ella no insistió. Es una experta en aikido y sabe muy bien que no puedes empujar ‑ o ayudar‑ a otra persona a hacer algo que no haya empezado por su cuenta.



  

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