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SEGUNDA PARTE 1 страница



 

 

Izquierdo, izquierdo, derecho, otro gancho izquierdo. Jab, jab, golpe corto, gancho derecho, gancho izquierdo.

Izquierdo, derecho, izquierdo.

Derecho.

Final.

Tumbado en el sofá, estaba viendo un documental deportivo; sobre Cassius Clay‑ Muhammad Alí. Para alguien que tenga cierta idea de lo que ocurre realmente en un ring, contemplar los combates de Muhammad Alí resulta una experiencia apabullante.

Por ejemplo, el movimiento de las piernas. Para poder comprenderlo realmente se tiene que haber subido a un ring. Pocos lo saben, pero la superficie del ring es blanda. No es fá cil pegar brincos encima de ella.

Es asombroso ver a aquel hombre que ahora se arrastra bajo los golpes del Parkinson bailar de aquella manera. Ciento diez kilos que bailan con la ligereza de una mariposa. Bailo como una mariposa, pincho como una avispa, decí a de sí mismo.

Los puñ os hacen dañ o y, por regla general, son feos. Precisamente por eso hay algo de increí ble en aquella ligereza sobrehumana. Como una superació n de la materia y del miedo, un ascender desde el barro y desde la sangre hacia una especie de ideal de belleza.

El documental terminaba mezclando las imá genes del joven Cassius Clay ‑ bello e invencible‑ que bailaba ligero, casi inmaterial, durante una sesió n de entrenamiento en el gimnasio, con las del viejo Muhammad Alí que encendí a la llama de los Juegos Olí mpicos de Atlanta. Temblando, con el rostro tremendamente concentrado para no fallar en aquel movimiento tan fá cil y la expresió n perdida en la distancia.

Pensé en el momento en que yo serí a viejo. Me pregunté si me darí a cuenta. Pensé que me daba un miedo atroz. Me pregunté si a los setenta añ os ‑ si es que llegaba‑ serí a capaz de reaccionar en caso de que alguien me agrediera por la calle. Es un pensamiento idiota, lo sé. Pero pensé precisamente en eso y sentí que el miedo me envolví a.

Y entonces me levanté del sofá, mientras pasaban los cré ditos del documental, me quité los zapatos, la camisa y los pantalones y me quedé en calcetines y calzoncillos. Despué s tomé los guantes de boxeo que estaban colgados en la pared, me los coloqué y puse el despertador a los tres minutos de un asalto normal de boxeo profesional.

Hice ocho asaltos, con intervalos de un minuto cada uno, pegando como si estuviera en juego un tí tulo o la vida. Sin pensar en nada. Ni siquiera en mi vejez, que llegarí a má s tarde o má s temprano.

Despué s me metí bajo la ducha. Los brazos me dolí an y tení a los ojos un poco nublados. Pero lo demá s habí a pasado por aquella noche.

 

 

Con Martina y Claudia me reuní en un bar cerca del Palacio de Justicia media hora antes del comienzo de la vista. Para repasar las instrucciones sobre la manera en que Martina deberí a comportarse.

Unos dí as antes me habí a llevado su documentació n clí nica y la habí a cotejado con la que habí a aportado Dellissanti en la vista. Era la misma. Es decir, la de Dellissanti era una fotocopia de la nuestra. Mientras las comparaba, me habí a fijado en un detalle que yo habí a anotado en mis apuntes con bolí grafo rojo. Era un detalle importante.

Martina recordaba muy bien todo lo que yo le habí a dicho un mes atrá s. Estaba tensa, se fumó cinco o seis delgados cigarrillos uno tras otro, pero en general parecí a que dominaba la situació n.

Cuando terminamos el repaso, volvió a preguntarme si Scianatico estarí a presente aquella mañ ana. Le volví a decir que no lo sabí a, pero que, si tuviera que hacer un pronó stico, le dirí a que sí. Yo, si estuviera en el lugar de Dellissanti, lo harí a comparecer en la vista.

Vio que llevaba su documentació n clí nica y me preguntó para qué la necesitaba. Para hacerle aquellas preguntas sobre las cuales ya habí amos hablado, contesté.

Tambié n la necesitaba para otra cosa. Que Dellissanti y su cliente no se esperaban, pero esto me lo guardé. Pregunté si tení a má s dudas. No las tení a y entonces dije que ya podí amos dirigirnos a la sala.

 

Scianatico estaba allí. Estudiando el expediente sentado cerca de su abogado. Parecí a tranquilo. Un profesional entre otros profesionales. Era elegante y estaba bronceado. Su aspecto no era el de alguien que tiene que defenderse de una acusació n ignominiosa. Como suele decirse.

Con é l y Dellissanti só lo intercambiamos un gesto de saludo, el mí nimo indispensable.

Alessandra Mantovani, en cambio, no estaba en la sala. En su lugar, un fiscal suplente; alguien a quien yo jamá s habí a visto, con unas cejas muy pobladas, unos pelos que le salí an por unas grandes ventanas de la nariz y por las orejas, unos ojos rodeados de ojeras, semicerrados e inyectados en sangre. Tení a cara de jabalí verrugoso africano y graves problemas de dominio del italiano bá sico.

Conteniendo la respiració n, le pregunté si le habí an encomendado toda la sala. Y, por consiguiente, tambié n nuestro juicio. En cuyo caso ya podí amos irnos todos a casa sin perder ni siquiera un minuto má s.

No ‑ contestó Jabalí Africano‑, no habí a sido delegado para toda la sala; habí a algo que la magistrada Mantovani tení a que hacer personalmente y é l la tení a que llamar cuando hubieran terminado todas las demá s vistas. Despué s se desparramó en el banco sobre los expedientes que tení a delante, exhausto a causa del esfuerzo de elocuencia que habí a tenido que hacer. Observé que llevaba un anillo de casado y se me ocurrió espontá neamente preguntarme có mo debí a de ser su mujer y si é l la habrí a conquistado con aquellos preciosos pelos largos y negros que le salí an de la nariz y de las orejas. A lo mejor, ella tambié n los tení a.

A lo mejor, yo no andaba bien de la cabeza, pensé, archivando definitivamente el tema.

Llegó Caldarola, se cerraron unos cuantos acuerdos, se retiró alguna que otra demanda, se decretó algú n aplazamiento. Despué s el juez se dirigió a la sala de deliberaciones para redactar los fallos y el fiscal suplente‑ jabalí africano desapareció.

Unos minutos despué s llegó Alessandra Mantovani. Scianatico y Dellissanti se levantaron para estrecharle la mano, cosa que no habí an hecho conmigo. No me gustó. No es que me apeteciera estrecharles la mano. Pero aquel comportamiento contení a un mensaje. Significaba: ya sabemos que tú, el ministerio pú blico, haces tu trabajo y nosotros no la tenemos tomada contigo. El cabró n es aqué l ‑ es decir, yo‑ y ya le arreglaremos las cuentas cuando termine esta historia. Alessandra les devolvió el apretó n de manos, primero a Dellissanti y despué s a Scianatico, con una gé lida sonrisa en los labios. Só lo se movieron los labios, una dé cima de segundo; los ojos, en cambio, permanecieron inmó viles, helados y clavados en sus rostros.

Aquello tambié n era un mensaje.

Despué s sonó el timbre que anunciaba el regreso del juez a la sala.

Está bamos a punto de empezar.

 

– Bueno, pues, ¿ quié n es el primer testigo del ministerio pú blico?

– Señ orí a, el ministerio pú blico llama a declarar a la persona ofendida, la señ ora Martina Fumai.

El ujier abandonó la sala y se oyó su voz llamando a Martina. Un instante despué s, ambos entraron juntos. Martina vestí a vaqueros, jersey grueso de cuello cisne y chaqueta.

Se sentó, facilitó sus datos personales y despué s el secretario judicial le pasó la cartulina plastificada, sucia de las miles de manos que la habí an tocado, con la fó rmula que tendrí a que pronunciar antes de su declaració n.

– Consciente de la responsabilidad moral y civil que asumo con mi declaració n, me comprometo a decir toda la verdad y a no ocultar nada que obre en mi conocimiento.

La voz era delgada, pero bastante firme. Martina miraba hacia adelante y daba la impresió n de estar muy concentrada.

– El ministerio pú blico puede proceder al interrogatorio.

– Buenos dí as, señ ora Fumai. ¿ Puede decirnos cuá ndo conoció al acusado, Gianluca Scianatico?

Alessandra Mantovani habí a nacido para hacer aquel trabajo. Interrogó a Martina por espacio de má s de una hora sin fallar ni un tiro. Sus preguntas eran breves, claras, sencillas. El tono era profesional, pero no frí o. Martina contó toda su historia y no hubo ni una sola protesta a lo largo de todo el interrogatorio. Cuando me correspondió el turno a mí y tal como ya esperaba, quedaba muy poco que preguntar. Prá cticamente só lo la cuestió n del ingreso hospitalario y de los problemas psiquiá tricos. El juez me dio la palabra y, por su tono de voz, quedó muy claro que no habí a olvidado lo ocurrido en la vista anterior.

– Señ ora Fumai, usted ya ha contestado ampliamente a las preguntas del ministerio pú blico. No insistiré en esos temas. Tengo que hacerle tan só lo unas cuantas preguntas acerca de algunos acontecimientos pasados. ¿ Le parece bien?

– Me parece bien.

– En añ os anteriores, ¿ ha tenido usted algú n problema de naturaleza nerviosa?

– Sí. Tuve agotamiento nervioso.

– ¿ Puede decirnos si ello ocurrió antes o despué s de conocer al acusado?

– Ocurrió antes.

– Dí ganos, por favor, cuá ndo y cué ntenos brevemente cuá l fue la causa de este agotamiento.

– Creo que dos… no, quizá tres añ os antes de que nos conocié ramos. Tuve problemas relacionados con los estudios.

– ¿ Nos puede explicar brevemente el cará cter de estos problemas?

– No conseguí a licenciarme. Me faltaba só lo un examen, lo habí a intentado varias veces sin conseguirlo… y, bueno, en determinado momento, me derrumbé.

– Comprendo que para usted resulta má s bien desagradable recordar estos hechos, pero, ¿ podrí a decirnos qué ocurrió?

A mi derecha, Dellissanti y Scianatico hablaban un tanto alterados. No se esperaban lo que estaba ocurriendo. Imaginé las preguntas insinuantes que habrí an preparado. ¿ Ha sufrido enfermedades psiquiá tricas? ¿ Ha sido sometida a terapias con psicofá rmacos? ¿ Está loca? Etcé tera. Pensé con satisfacció n en los huevos rotos de sus propias cestas. A tomar por culo.

– Tras haberme presentado… cinco veces a aquel examen, la sexta ya estaba desesperada. Habí a tenido una vida universitaria difí cil y agotadora. Cuando só lo me quedaba un examen, pensé que ya lo habí a conseguido. Pero, en cambio, me estaba bloqueando precisamente ante el ú ltimo obstá culo. Para el sexto intento estudié como una loca catorce horas al dí a y puede que má s. No conseguí a dormir y me veí a obligada a tomar ansiolí ticos. La ví spera del examen me pasé toda la noche despierta, tratando de repasarlo todo. Cuando a la mañ ana siguiente me tocó el turno, me habí a quedado dormida en el banco y no oí la llamada.

– ¿ Cuá ntos añ os tení a entonces? ¿ Y cuá ntos tiene ahora?

– Tení a veintiocho, casi veintinueve. Ahora tengo treinta y cinco.

– ¿ Fue despué s de este hecho cuando recurrió a un especialista?

– Al cabo de unos diez dí as me ingresaron.

– ¿ Puede decirnos cuá les eran sus sí ntomas?

Hubo una pausa. Era el momento má s difí cil. En caso de que consiguié ramos seguir adelante, ya estarí a casi todo hecho. Martina hizo una profunda inhalació n; afanosa, sincopada, como si hubiera una vá lvula que le impidiera recuperar el aliento a pleno pulmó n.

– No sentí a interé s por nada, pensaba en la muerte, lloraba. Me despertaba muy temprano por la mañ ana, cuando todaví a estaba oscuro, dominada por la angustia. Fí sicamente me sentí a muy dé bil, me dolí a constantemente la cabeza y tambié n sentí a dolores por todo el cuerpo. Pero, sobre todo, tení a graves problemas de alimentació n. No conseguí a comer. Si intentaba comer algo, inmediatamente lo vomitaba.

Volvió a parar, como si estuviera haciendo acopio de fuerzas.

– Tuvieron que alimentarme artificialmente. Gota a gota y tambié n con una sonda.

Dejé que la crudeza de aquel relato se posara antes de pasar a las siguientes preguntas.

– ¿ Tenia trastornos de la percepció n, alucinaciones, alguna otra cosa?

Martina apartó por primera vez la mirada del punto indefinido que tení a delante y en el cual se habí a concentrado disciplinadamente desde el comienzo de la declaració n. Se volvió hacia mí y me miró. Asombrada. ¿ Qué querí a decir? ¿ Qué tení an que ver las alucinaciones?

– ¿ Tení a alucinaciones, señ ora Fumai? ¿ Veí a cosas inexistentes, oí a voces?

– No, por supuesto que no. No estaba… no estoy loca. Sufrí a agotamiento nervioso.

– ¿ Cuá nto tiempo permaneció ingresada?

– Tres semanas, quizá un poco má s.

– ¿ Por qué la dieron de alta?

– Porque ya habí a empezado a tomar alimentos.

– ¿ Y despué s?

– Asistí a sesiones de psicoterapia y tomaba fá rmacos.

– ¿ Cuá nto duró la terapia?

– Con los fá rmacos, unos cuantos meses. Las sesiones de psicoterapia… quizá un añ o y medio.

– ¿ Despué s consiguió licenciarse?

– Sí.

– Cuando conoció al acusado, ¿ ya se habí a licenciado?

– Sí, ya trabajaba.

– Cuando conoció al acusado, ¿ estaba todaví a en tratamiento?

– No, la terapia propiamente dicha ya habí a terminado. Cada tres o cuatro meses me reuní a con mi terapeuta. Eran, ¿ có mo se llama? … sesiones de control.

– Durante su relació n, ¿ usted le reveló al acusado los problemas de los que ha hablado ahora?

– Claro.

– ¿ Tiene usted una copia de la documentació n clí nica relacionada con su ingreso hospitalario?

– Sí.

– ¿ La tení a tambié n en el transcurso de su convivencia con el acusado?

Otra pausa. Otra mirada de perplejidad. Martina no entendí a adonde querí a ir a parar. Sin embargo, yo lo sabí a muy bien. Dellissanti y Scianatico probablemente ya lo estaban comprendiendo.

– Claro.

– ¿ La documentació n clí nica es é sta? Señ orí a, ¿ puedo acercarme a la testigo y mostrarle estos documentos?

Caldarola hizo una señ al de asentimiento con la cabeza y un gesto con la mano. Podí a acercarme. Gracias, cabró n.

Martina examinó un instante los papeles. No necesitaba mucho tiempo para identificarlos, puesto que ella misma me los habí a dado. Levantó la mirada hacia mí. Sí, era su historial clí nico; sí, el que guardaba en casa cuando viví a con Scianatico. No, jamá s lo habí a guardado con especial cuidado; en ninguna caja de seguridad y ni siquiera en algú n cajó n cerrado con llave.

– Gracias, señ ora Fumai. No tengo má s preguntas, por el momento, Señ orí a. Pero sí deseo solicitar la inclusió n en el expediente del juicio de la documentació n mostrada a la testigo e identificada por ella.

Dellissanti cayó en la trampa y protestó. Habrí a tenido que pedir la inclusió n en la fase introductoria, dijo sin siquiera levantarse. Y, ademá s, se trataba al parecer de la misma documentació n que ellos habí an aportado. Y, por consiguiente, la petició n era superflua.

– Señ orí a, podrí a decir que, si se trata de la misma documentació n presentada por la defensa del acusado, no se entiende el porqué de la protesta. O quizá se comprende muy bien, pero en lo que a esto respecta nos detendremos en el momento oportuno. Es cierto, se trata de la misma documentació n presentada por la defensa del acusado. La suya es una copia y la nuestra tambié n es una copia, hecha directamente del historial clí nico del centro hospitalario. Pero en nuestra copia figuran algunas anotaciones en bolí grafo, hechas por el mé dico que atendió a la parte ofendida despué s de su ingreso hospitalario. Estas anotaciones, decí a, en nuestra copia está n hechas en bolí grafo. Y, por consiguiente, se puede decir que nuestra documentació n es simultá neamente copia y original. Basta echar un vistazo a nuestra documentació n y a la documentació n presentada por la defensa para darse cuenta de que la suya es una copia de la nuestra. Por razones que explicaremos mejor durante el juicio, pero que usted, Señ orí a, seguramente ya ha intuido, la inclusió n de nuestra copia es relevante.

Caldarola no tuvo argumentos para rechazar mi petició n, pues los presentados por Dellissanti carecí an de la menor consistencia. Por lo tanto, aceptó la inclusió n y despué s dijo que harí amos una pausa de diez minutos antes de pasar al turno de repregunta de la defensa.

 

 

Cuando Caldarola le dijo a Dellissanti que podí a proceder a la repregunta, el otro contestó sin levantar la cabeza:

– Gracias, Señ orí a, só lo un momento.

Hurgó entre sus papeles como si estuviera buscando un documento indispensable para iniciar su interrogatorio.

Fingí a. Un truco para aumentar la tensió n de Martina; para obligarla a volverse hacia é l y cruzar su mirada con la suya. Pero ella se portó muy bien. Permaneció inmó vil todo el rato. No se volvió hacia el banco de la defensa y, al final, cuando el silencio estaba empezando a resultar embarazoso, fue Dellissanti quien tuvo que ceder. Cerró su expediente sin haber sacado nada y empezó.

El primer tiro te ha fallado, gordinfló n, pensé.

– Si no he entendido mal, usted se reú ne perió dicamente con un psiquiatra. ¿ Es así, señ orita?

Subrayó lo de «señ orita» para que quedara bien claro que era un insulto. Querí a decir «mujer que se está acercando a la mediana edad y que no ha conseguido encontrar a nadie que se case con ella».

– Nos reunimos cada tres o cuatro meses. Es una especie de asesorí a. Y, en cualquier caso, se trata de un psicoterapeuta.

– ¿ O sea que es correcto decir que, desde su agotamiento nervioso y su ingreso en un departamento de psiquiatrí a, usted jamá s ha interrumpido el tratamiento de sus trastornos psí quicos?

Me quedé medio levantado, con las manos apoyadas en el banco.

– Protesto, Señ orí a. Planteada en estos té rminos, la pregunta es inadmisible. No pretende obtener una respuesta, es decir, un testimonio ú til para el veredicto, sino que, de hecho, se formula con el exclusivo propó sito de ejercer un efecto ofensivo e intimidatorio.

– No someta a juicio las intenciones, abogado Guerrieri. Veamos qué tiene que decir la testigo al respecto. Responda a la pregunta, señ orita. ¿ Es cierto que jamá s ha interrumpido el tratamiento?

– No, señ or juez, no es cierto. El tratamiento propiamente dicho duró, tal como ya he dicho antes, un añ o y medio, puede que un poco má s. En el transcurso de aquel perí odo, mantení a dos reuniones semanales con mi terapeuta. Despué s lo redujimos a una vez por semana, despué s a dos veces al mes…

– Voy a formular la pregunta de otra manera, señ orita. ¿ Es correcto decir que usted jamá s ha interrumpido sus sesiones con el psiquiatra, sino que tan só lo ha reducido la frecuencia?

– Planteada en esos té rminos…

– ¿ Puede decirme si ha interrumpido alguna vez las sesiones con su psiquiatra? ¿ Sí o no?

Martina cerró la boca y sus labios se convirtieron en dos delgadas lí neas. Por un instante, tuve la absurda certeza de que se iba a levantar y se irí a sin decir ni una sola palabra má s.

– Jamá s he interrumpido mis reuniones con el psicoterapeuta. Lo veo tres o cuatro veces al añ o.

– ¿ Cuá ndo fue la ú ltima vez que la visitó su psiquiatra?

Repetí a sistemá ticamente la palabra «psiquiatra». Era la que acentuaba de manera má s intensa, aunque implí cita, la idea de enfermedad mental. El juego era elemental y un poco sucio, pero tení a sentido desde su punto de vista.

– No son visitas, son reuniones en las cuales conversamos.

– No ha contestado a mi pregunta.

– La ú ltima vez que me reuní con mi…

– Sí.

– … hace una semana.

– Ah, qué casualidad tan interesante. Puesto que usted insiste en especificar que se trata de un psicoterapeuta y só lo para aclarar la confusió n terminoló gica: ¿ se trata de un mé dico especializado en psiquiatrí a o de un psicó logo?

– Es un mé dico.

– ¿ Especializado en psiquiatrí a?

– Sí.

– ¿ Por qué razó n sigue acudiendo a su consulta si está curada, tal como usted dice?

– É l considera oportuno que nos veamos para examinar la situació n general…

– Disculpe que la interrumpa, porque eso me interesa. ¿ Es el psiquiatra el que considera necesarias estas reuniones perió dicas?

– No es que las considere necesarias…

– Disculpe, ¿ es el psiquiatra el que dijo en determinado momento, cuando consideró que su situació n psí quica habí a mejorado: «ya no es necesario que nos veamos dos veces por semana, con una es suficiente»?

– Sí.

– ¿ Fue el psiquiatra quien dijo en determinado momento y por los mismos motivos: «ya no es necesario que nos veamos una vez a la semana; es suficiente con dos al mes»?

– Sí.

– ¿ El psiquiatra dijo que ustedes deberí an reunirse a lo largo de toda la vida, aunque só lo fueran cuatro visitas al añ o?

– ¿ Toda la vida? ¿ Y eso quié n lo ha dicho?

– O sea que no tiene previsto mantenerla toda la vida bajo tratamiento.

– Por supuesto que no.

– Cuando haya superado por completo todos sus problemas, ¿ usted podrá dejar de acudir a estas reuniones? ¿ Es correcto?

Al final, Martina se volvió hacia é l y lo miró con la cara de una niñ a que se pregunta por qué son tan cabrones los mayores. Y no contestó. É l no insistió. No era necesario. Habí a conseguido llegar adonde querí a. Yo habrí a deseado partirle la cara, pero reconocí a que el otro lo habí a hecho muy bien.

Dellissanti hizo una larga pausa para que quedara bien claro el resultado alcanzado. Mostraba un rostro aparentemente inexpresivo. Pero, en realidad, estudiando a fondo sus rasgos, se advertí a en ellos un matiz indefinidamente brutal y obsceno.

– ¿ Obedece a la verdad que una vez, en el transcurso de una discusió n, en presencia tambié n de otras personas ‑ amigas de ustedes‑, el profesor Scianatico le dijo, textualmente, «eres una mitó mana, eres una mitó mana y una desequilibrada, no tienes ninguna credibilidad y resultas peligrosa para ti misma y para los demá s»?

Dellissanti cambió de tono, acentuó las palabras mitó mana, desequilibrada, credibilidad y peligrosa. Cualquiera que lo hubiera escuchado distraí damente habrí a tenido la impresió n de encontrarse en presencia de un abogado que estaba ofendiendo a la testigo. Lo cual, a fin de cuentas, era exactamente lo que Dellissanti estaba haciendo. Un viejo truco barato, una provocació n para hacer perder la calma. A veces funciona.

Estaba a punto de protestar, pero, en el ú ltimo momento, me abstuve. Pensé que el hecho de protestar por aquella pregunta equivalí a a mostrar que tení a miedo; que pensaba que Martina no estaba en condiciones de contestar y salir del apuro por su cuenta. Mientras permanecí a sentado, en los pocos segundos que transcurrieron entre la pregunta de Dellissanti y la respuesta de Martina, percibí una sensació n de tensió n en los mú sculos de las piernas y una aceleració n de los latidos del corazó n. Las señ ales de que el cuerpo está a punto de actuar instintivamente, pero despué s se detiene, obedeciendo a una orden del cerebro. Las mismas que experimentas cuando está s a punto de harte a tortazos con alguien, pero un relá mpago de razonamiento te bloquea.

Tuve la certeza de que Alessandra Mantovani tambié n habí a efectuado el mismo recorrido mental. Cuando me volví hacia ella, observé que se removí a imperceptiblemente en su asiento como si un momento antes se hubiera desplazado hacia el borde para levantarse y formular una protesta.

Despué s Martina contestó.

– Creo que sí. Creo que me dijo má s o menos todo eso. Y má s de una vez.

– Lo que yo quiero saber es si usted recuerda una ocasió n concreta en que se le dijeron estas cosas en presencia de sus amigos. ¿ La recuerda?

– No, no recuerdo ninguna ocasió n concreta. Seguro que me dijo cosas de este tipo. Por otra parte, tambié n me decí a otras cosas. Por ejemplo…

Dellissanti la interrumpió. El suyo era el tono molesto y arrogante de alguien que se dirige a un subalterno que no cumple debidamente las ó rdenes recibidas.

– Deje esas otras cosas, señ orita. Mi pregunta se referí a al contenido, al contexto de aquella disputa, ¿ recuerda? No al que…

– Señ orí a, ¿ podrí amos dejar que la testigo completara sus respuestas? La defensa formula una pregunta para comprender el contexto en el cual se formularon unas expresiones, gravemente ofensivas, por cierto. No puede pretender limitar arbitrariamente este contexto a lo que le interesa oí r, censurando el resto del relato de la testigo. Y utilizando entre otras cosas un tono inadmisiblemente intimidatorio.

Alessandra se encontraba todaví a de pie cuando Dellissanti se levantó a su vez, hablando casi a gritos.

– Tenga cuidado con lo que dice. Yo no permito que ningú n fiscal se dirija a mí en ese tono y con semejantes crí ticas.

No sé có mo lo hizo Alessandra para introducirse en aquel desbordamiento de furia con una sola frase, breve, rá pida y mortal como una puñ alada.

– El que debe tener cuidado es usted, señ or abogado; tenga cuidado usted.

Lo dijo con un tono que helaba la sangre. Habí a tal violencia en aquellas palabras, pronunciadas en un sibilante susurro, que dejó aterrorizados a todos los presentes, yo incluido.

En aquel momento, Caldarola recordó que era el juez y que quizá serí a oportuno que interviniera.

– Les ruego a todos que se tranquilicen. No comprendo esta animosidad y les invito a serenarse. Que cada cual haga su trabajo, tratando de respetar el ajeno. ¿ Usted tiene otras preguntas, abogado Dellissanti?



  

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