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Gianrico Carofiglio 8 страница



Yo pensé que, si el secreto estaba en la ductilidad, no parecí a que ella lo dominara del todo. Hablando claro: Claudia no daba la sensació n de ser una persona dú ctil.

Ella me leyó el pensamiento. O má s probablemente, se limitó a seguir con lo que tení a en la cabeza.

– Es evidente que hay que aclarar el significado de la palabra ductilidad. Significa resistir hasta un punto determinado, saber exactamente en qué momento hacerlo y desviar la fuerza del adversario que, al final, se revuelve contra é l. El secreto tendrí a que estribar en saber encontrar el punto de equilibrio entre la resistencia y la ductilidad; la debilidad y la fuerza. El principio de la victoria tendrí a que estar ahí. Hacer exactamente lo contrario de lo que espera el adversario y lo que a ti te resulta natural o espontá neo. Cualquier cosa que signifiquen estas dos palabras.

Sí, claro, pensé. Sirve tambié n para otra cosa. Hacer exactamente lo contrario de lo que espera el adversario y lo que a ti te resulta natural o espontá neo. Cualquier cosa que signifiquen estas dos palabras.

Me vino a la mente un libro que habí a leí do unos cuantos meses atrá s.

– Es una bonita historia. Me recuerda lo que dice Sun Tzu en aquel libro de estrategia militar china.

Una sombra de estupor cruzó su rostro. ¿ Qué sabí a yo de Sun Tzu, de la estrategia militar china y de todo lo demá s?

– El arte de la guerra.

– Exactamente. Dice que la estrategia es el arte de la paradoja.

– Ahí está. ¿ Has leí do el libro?

No, tengo un manual con todas las citas ú tiles para cada circunstancia. É sta la saqué del capí tulo Có mo impresionar a las monjas maestras de artes marciales.

– Sí.

– ¿ Por qué?

Qué coñ o de pregunta. ¿ Por qué? ¿ Por qué se lee un libro? ¡ Y yo qué sé! Porque me apetece. Porque me lo encontré delante cuando no tení a nada que leer o que hacer. Porque me ha llamado la atenció n la tapa; o el tí tulo. O dos palabras puestas la una al lado de la otra en una pá gina abierta al azar.

¿ Por qué se lee un libro?

– No lo sé. Quiero decir, no hay un porqué. Lo vi en la librerí a, lo compré y lo leí. La historia de la paradoja era la que má s me habí a llamado la atenció n, a pesar de no estar muy seguro de haberla comprendido cuando la leí. Ahora me parece má s clara.

Claudia me miró todaví a un instante a la cara. Ya no estaba tan segura de la clasificació n que me habí a asignado, cualquiera que é sta fuera.

Despué s frunció los labios durante una dé cima de segundo. Su idea de una sonrisa. La primera. Levantó la mano para saludar; un gesto un poco torpe é ste, y simpá tico. Despué s, sin decir nada má s, dio media vuelta y se encaminó hacia los vestuarios. Sin esperar mi respuesta.

Así que abandoné el gimnasio y consulté mi reloj. No iba a coger ningú n taxi y, por otra parte, ni siquiera regresarí a al despacho.

Ya eran casi las diez, y era hora de ir a casa.

Me puse en marcha con la cabeza gacha. Mientras caminaba rá pidamente hacia el centro, entre tiendas cerradas, cí rculos recreativos y pubs, mezclaba en mi cabeza todo lo que habí a visto y oí do.

 

 

En la ciudad vieja de Bari, justo delante del foso del castillo Suabo, habí a hace muchos añ os una pizzerí a muy pequeñ a, só lo con el mostrador del pizzero, el horno y la caja.

Da Nino, se llamaba. No habí a mesas, ¿ dó nde las habrí an colocado? Só lo preparaban pizza Margarita y romana con anchoas. El pizzero era un hombre de unos cincuenta añ os, bajito y delgado, con una cara hundida y unos ojos febriles que no miraban a nadie. Depositaba las pizzas ardientes con la pala sobre un minú sculo plano de má rmol donde un muchacho grueso de rostro hostil picado de viruelas las envolví a una a una en papel y nos las entregaba con gestos bruscos. Como si quisiera que nos quitá ramos de en medio cuanto antes porque estaba claro que no le caí amos bien. Nadie le caí a bien.

Nosotros é ramos cuatro amigos y nos í bamos a comer las pizzas con las manos, sentados en un murete del foso. La mejor pizza de Bari, decí amos quemá ndonos la lengua y el paladar y procurando evitar que la mozzarella incandescente acabara en la ropa que llevá bamos puesta.

No sé si era de veras la mejor pizza de Bari. Quizá era simplemente una pizza normal, como muchas otras, pero nosotros nos sentí amos muy bohemios por el hecho de irnos de noche a la ciudad vieja, que por aquel entonces era un lugar prohibido y peligroso. Quizá era simplemente una pizza normal, pero nosotros tení amos veinte añ os y nos la comí amos, y bebí amos cerveza Peroni en botellas grandes y despué s nos encendí amos nuestros cigarrillos, sentados en aquel murete. Allí nos quedá bamos hablando, fumando y bebiendo cerveza hasta muy tarde, tolerados por los habitantes de la zona, hasta que los habitantes de la zona se iban a dormir y cerraba la pizzerí a.

No recuerdo de qué hablá bamos. Las cosas de siempre de los chicos de veinte añ os, creo. Chicas, polí tica, deportes, los libros que está bamos leyendo ‑ o que habrí amos deseado escribir‑, có mo cambiarí amos el mundo y la huella que dejarí amos, siempre y cuando no nos venciera el cansancio. Tal como les habí a ocurrido a los demá s.

Cuando era muy tarde, algunas noches, ya bien entrada la primavera, volví amos a casa atravesando la ciudad vieja completamente desierta. Llena de penetrantes olores, sucia, inquietante y hermosa.

En aquellas noches de primavera, vibraban en el aire nuestras infinitas posibilidades. Vibraban en nuestros ojos, un poco desenfocados por la cerveza, en nuestra piel tersa y bronceada, en nuestros mú sculos jó venes.

En nuestro ardiente deseo de todo.

 

Emilio Ranieri se habí a suicidado un martes. El dí a má s tonto.

Se habí a ido de noche a la carretera de circunvalació n del aeropuerto, donde muchos añ os atrá s í bamos a ver el aterrizaje nocturno del ú ltimo vuelo procedente de Roma. Acopló un tubo de goma al tubo de escape de su automó vil e introdujo el otro extremo en el habitá culo. Despué s cerró todas las ventanillas, encendió el motor y esperó.

Lo encontraron a la mañ ana siguiente los de la policí a del aeropuerto. Ninguna nota en el coche, ninguna nota en casa. Nada.

Me enteré de la noticia por la tarde, cuando estaba en el despacho. Seguí trabajando como si nada hubiera ocurrido hasta la hora de marcharnos. Cuando me quedé solo, llamé a Margherita.

No fue necesario decirle que aquella noche no regresarí a a casa. Me fui a dar una vuelta por la ciudad, en busca de recuerdos, de una sensació n o de otra cosa. Que naturalmente no existí a.

Me fui a recorrer nuestros lugares habituales. De cara al mar, cerca de la monumental entrada de la Feria de Levante; di un paseo alrededor del Teatro Petruzzelli, que ya no era un teatro, sino tan só lo un envoltorio de color rojo en el centro de la ciudad; me senté encima de un automó vil delante del lugar donde antes estaba el Jolly, el minú sculo y mí tico cine de tercer reestreno. Y donde ahora só lo hay una persiana metá lica sucia y cerrada. De vez en cuando prestaba atenció n a ciertos tristes adornos navideñ os, a las angustiosas luces intermitentes de los balcones y las tiendas. Faltaban menos de dos semanas para Navidad.

En determinado momento, se me ocurrió la idea de coger el coche e irme a la carretera de circunvalació n del aeropuerto.

No lo hice. Por temor a los fantasmas quizá. O quizá só lo por temor a que me encontrara la policí a y quizá me llevara a la comisarí a y me preguntara qué hací a allí, si tení a algo que ver con el suicidio de Emilio Ranieri y todo lo demá s. No fui para evitar problemas. Por cobardí a.

Al final, me encontré ya muy tarde delante del castillo, sentado en el murete del foso frente al lugar donde antañ o estuviera la pizzerí a Da Nino.

Se trata de una zona que jamá s ha sido invadida por el movimiento nocturno de los ú ltimos añ os. A pocos centenares de metros hay una frontera invisible: al otro lado, los pubs, los establecimientos de venta de bebidas alcohó licas, las pizzerí as, los bares con piano, los restaurantes vegetarianos, las falsas bodegas tradicionales y una riada de gente a lo largo de toda la noche. A este lado, precisamente alrededor del castillo, los de la Bari vieja. Só lo un par de viejos establecimientos de venta de cerveza; una señ ora que en verano asa carne en un hornillo ilegal en la misma calle; otra que frí e tortitas de polenta. Chiquillos que juegan al baló n en la calle, individuos con antecedentes penales o especiales en situació n de libertad vigilada formando pequeñ os grupos cerca del puente levadizo. Es decir, lo que habí a sido un puente levadizo, pero que ahora só lo es un puente de piedra y nada má s. La policí a que de vez en cuando aparece por allí y se lleva a los sometidos a libertad vigilada para «levantar acta», tal como dicen ellos. Los sometidos a libertad vigilada tienen prohibido reunirse entre sí y, en general, mantener tratos con los que tienen antecedentes penales. Si lo hacen, cometen un delito. Pero ellos lo hacen a pesar de todo. Los que tienen antecedentes penales son sus amigos. ¿ Con quié n podrí an reunirse a charlar un ratito? Su lugar preferido es el puente del castillo. Todo el mundo lo sabe y, como es natural, tambié n lo sabe la policí a ‑ la jefatura superior se encuentra a pocos centenares de metros‑ que se da una vuelta por allí cuando necesita hacer un poco de estadí stica con las denuncias.

Los amantes de la vida nocturna no van por la zona del castillo y ni siquiera se acercan a é l. Por lo cual, bien entrada la noche, cuando la gente del barrio ya se ha ido a dormir, todo aquello está desierto. Tal como estaba muchos añ os antes.

Me senté en el murete sin saber por qué habí a llegado hasta allí. Sin saber por qué me habí a ido a dar una vuelta. Sin saber nada. Mirando al vací o, sin conseguir enfocar un recuerdo concreto. Unas palabras, una voz, algo percibido por los sentidos en cualquier momento del lejano pasado. En el que habí amos vivido antes de irnos hacia la nada.

– ¿ Ocurre algo, abogado? ¿ Hay algú n problema?

Experimenté un sobresalto, como cuando te sacuden cuando está s a punto de quedarte dormido.

Era un camello al que habí a defendido unos cuantos añ os atrá s; no recordaba su nombre. Su rostro se parecí a al hocico de una tortuga, con un cierto aspecto bonachó n y ausente al mismo tiempo.

– Un viejo amigo mí o se acaba de suicidar y estoy triste. Muy triste.

El otro no dijo nada ‑ só lo una leve inclinació n de cabeza‑ y, tras haberlo pensado unos segundos, se sentó en el murete cerca de mí. Ambos permanecimos en silencio mientras en las callejuelas del barrio antiguo se apagaban los ú ltimos ruidos y yo experimentaba una extrañ a sensació n de sosiego.

A los pocos minutos, cara de tortuga se levantó y, en silencio como siempre, me dio la mano. Sentí el impulso de levantarme en señ al de respeto.

Tení a una mano pequeñ a y un apretó n delicado, pero no flojo.

Se fue en direcció n a la catedral. Yo me encaminé hacia el otro lado, prestando atenció n al rumor de mis pisadas sobre los viejos y lustrosos adoquines desiertos.

 

 

Despué s de aquella noche ya no volví a pensar en Emilio. Los dí as pasaron, fluidos y silenciosos. Sin ritmo, sin color. Sin nada.

Unos cuantos dí as antes de Navidad me llamó Claudia. Una llamada extrañ a. Me felicitó, yo correspondí y despué s ambos permanecimos en silencio. Un silencio cargado de turbació n. Me pareció que habí a llamado por un motivo determinado, para decirme una cosa determinada, aparte de la felicitació n de Navidad; y, mientras sonaba el telé fono, habí a cambiado de idea.

Permanecimos en silencio y yo tuve la extrañ a sensació n de estar como en equilibrio en algú n sitio o por encima de algo. Despué s terminamos sin que yo hubiera comprendido.

Y probablemente sin que ella tampoco hubiera comprendido.

 

El veintitré s de diciembre llegó una postal del Senegal. Só lo decí a: «para Navidad y para el Añ o Nuevo». Sin firma.

Era Abdou Thiam, mi cliente senegalé s ‑ vendedor ambulante en Italia, maestro de escuela elemental en Senegal‑ que el añ o anterior habí a sido juzgado bajo la acusació n de secuestro y asesinato de un niñ o de nueve añ os. Tras haber sido absuelto, habí a regresado a su paí s y de vez en cuando me mandaba postales con pocas palabras o a veces ninguna. Siempre sin firma y sin su direcció n. Abdou habí a estado a punto de ser condenado a cadena perpetua y aquellas postales eran su manera de hacerme saber que no habí a olvidado lo que yo habí a hecho por é l. Recordé durante unos minutos aquel juicio y todos los acontecimientos que habí an ocurrido inmediatamente antes e inmediatamente despué s. Me pareció que habí a pasado toda una vida y no menos de dos añ os, y entonces me dije que no me apetecí a en absoluto afrontar una reflexió n acerca del tiempo y la naturaleza de los recuerdos. Así que guardé la postal en un cajó n junto con las demá s y llamé a la secretaria. Para despachar los ú ltimos papeles, irme de allí y dejarme aspirar y aturdir por el frenesí de las calles abarrotadas de gente.

 

Para Nochebuena nos habí an invitado a casa de unos amigos. Margherita dijo que nosotros dos nos intercambiarí amos los regalos antes de salir y, de esta manera, a las nueve de la noche, vestidos de punta en blanco, ambos nos reunimos en su casa junto al á rbol de Navidad, adornado con gigantescas piñ as y gajos de frutas cí tricas secas. Eran casi transparentes y emití an reflejos de colores. La casa estaba llena de aromas agradables. De agujas de abeto, de limpieza, de velas perfumadas, del dulce de chocolate y canela que Margherita habí a preparado para aquella noche de fiesta. Los altavoces del equipo difundí an las alegres notas de Bright side of the road.

– ¿ Vienes con las manos peligrosamente vací as, Guerrieri? Como saques de debajo de la chaqueta otro libro, o un disco o cualquier otra cosa que no sea lo que se dice un verdadero regalo, te juro que esta misma noche te abandono y me hago novia ‑ es un decir‑ de un maestro de bailes sudamericanos.

– Me habí a equivocado con respecto a ti. Creí a que eras una chica sensible, poco materialista, aficionada a las artes, a las letras, a la mú sica. Y, en cualquier caso, no me parece ver montones de regalos para mí debajo de este á rbol.

– Sié ntate y espera aquí ‑ dijo ella, desapareciendo en direcció n a la cocina.

Regresó al cabo de un minuto, empujando un enorme paquete de forma irregular, envuelto en papel de color azul elé ctrico y con un lazo rojo.

– É ste es tu regalo, pero si no veo el mí o, ni se te ocurra acercarte.

– ¿ Es que tú no conoces el puro placer de dar por la felicidad del otro sin má s contrapartida que su gratitud y su sonrisa? ¿ No conoces…?

– No. Yo conozco el trueque. Saca mi regalo.

Meneé la cabeza.

– Bueno, ya que no conoces la poesí a de la dá diva, voy para allá.

Me encaminé hacia la puerta, salí al rellano y entré de nuevo sujetando por el manillar una bicicleta elé ctrica de color rojo, reluciente y bellí sima.

– ¿ Como bofetada moral te parece suficiente?

Margherita acarició un buen rato la bicicleta, como si el hecho de verla no le bastara. Como si fuera una persona que só lo conociera las cosas tocá ndolas y no simplemente mirá ndolas. Despué s me dio un beso y dijo que ahora ya podí a abrir mi paquete.

Era una mecedora de mimbre y madera. Siempre habí a deseado tenerla, ya desde pequeñ o, pero no recordaba haberlo dicho jamá s. Me senté en ella y probé a balancearme con los ojos cerrados.

– Feliz Navidad ‑ dije al cabo de uno o dos minutos.

En voz baja y sin abrir los ojos, como si estuviera hablando solo en una especie de duermevela.

– Feliz Navidad ‑ me contestó ella ‑ tambié n en voz baja‑ mientras con los dedos me rozaba el cabello, el rostro, los ojos.

 

 



  

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