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Gianrico Carofiglio 7 страница– No tengo ninguna observació n acerca de la petició n de admisió n de los numerosos testigos señ alados en la lista. Me parecen excesivos, pero no es la cuestió n que pretendo plantear. No ahora, por lo menos. Quisiera decir algo, en cambio, acerca de la petició n de comparecencia del profesor Genchi, señ alado en la lista de la defensa como asesor especializado en psiquiatrí a. Deseo plantear un par de cuestiones acerca de esta petició n. Una se refiere especí ficamente al caso que desde hoy nos ocupa. La otra es de cará cter má s general y se refiere a si puede admitirse semejante petició n. ¿ El profesor Genchi ha visitado alguna vez a la señ ora Martina Fumai? ¿ El profesor ha visto por lo menos alguna vez a la señ ora Martina Fumai? La defensa no nos lo ha dicho, mientras que sí nos ha dicho, en cambio, con gran, apodí ctica y, sobre todo, ofensiva seguridad que la señ ora Martina Fumai es una desequilibrada. Si, tal como yo creo, el profesor Genchi jamá s ha visitado a la persona ofendida en este juicio, me pregunto sobre qué deberí a versar su declaració n como asesor. Porque la defensa, violando la esencia de su deber de revelar la informació n obtenida para sus alegatos, no nos lo ha dicho. ¿ Es posible solicitar la realizació n de pruebas psiquiá tricas a un testigo, o incluso a un acusado, sin que de las actas se pueda deducir la necesidad de llevarlas a cabo? Hay que responder a esta pregunta de cará cter general antes de adoptar una decisió n acerca de la petició n de la defensa. Porque, señ or juez, acceder a semejante petició n sin que é sta se fundamente en algo significa crear un peligroso precedente. Cada vez que un testigo no sea de nuestro agrado, por las má s variadas razones, buenas o menos buenas, podremos solicitar que venga un psiquiatra a hablarnos de los problemas privados y personales de este testigo. ¿ Y quié n no tiene problemas personales, emocionales o dependencias? Incluso problemas de alcoholismo. Unos problemas que só lo son asunto de cada uno y que el testigo desearí a, con toda justicia, que siguieran siendo só lo asunto suyo. Silabeó las ú ltimas palabras volvié ndose a mirar a Dellissanti, sentado en su banco. Entre los distintos rumores que corrí an acerca de é l, se incluí a su afició n por las bebidas de alta graduació n. Incluso en horarios no convencionales como, por ejemplo, a primera hora de la mañ ana en bares de la zona donde tení a el despacho. El otro no devolvió la mirada. Mostraba un rostro ceñ udo, con las mandí bulas fuertemente apretadas. La atmó sfera estaba empezando a resultar un poco opresiva. – Y, por consiguiente, señ or juez, me opongo rotundamente a la admisió n de la declaració n del asesor señ alado por la defensa. Por lo menos hasta que no se nos aclare en té rminos concretos a qué datos tendrí a que referirse dicha declaració n y de qué manera los mencionados datos guardan relació n con el objeto de este proceso. Yo me adherí a la oposició n del ministerio pú blico. Despué s Dellissanti pidió nuevamente la palabra. Su tono ya no era tan relajado como al principio. – Yo, la verdad, Señ orí a, no entiendo de qué tienen miedo el ministerio pú blico y la parte civil. O quizá sí lo entiendo, si he de ser sincero, pero prefiero evitar los pretextos polé micos. Y, de todos modos, las situaciones que se plantean son dos. O la señ orita Martina Fumai no tiene problemas de cará cter psiquiá trico, en cuyo caso no hay nada de qué preocuparse, tratá ndose de la declaració n de un especialista como el profesor Genchi. O la señ orita Fumai sí tiene problemas de naturaleza psiquiá trica. En cuyo caso estos problemas, así los llamo en té rminos deliberadamente gené ricos, conviene que emerjan a la superficie para que se pueda establecer su incidencia en la capacidad de prestar declaració n y, má s en general, para evaluar la credibilidad de dicha declaració n. Y, en cualquier caso, Señ orí a, para evitar la prolongació n de una polé mica y de unas protestas claramente instrumentales, yo puedo ya de entrada presentar fotocopia de la documentació n mé dico‑ psiquiá trica referente a la presunta persona ofendida. Dellissanti tomó una carpeta de color azul cielo y la alargó con un vago gesto de la mano hacia el juez. Uno de sus bien adiestrados ayudantes se levantó de golpe, recogió la carpeta y la depositó en el estrado del juez. En aquel momento, me levanté y pedí la palabra. – Muy brevemente ‑ me advirtió Caldarola, que ahora ya estaba empezando a perder la paciencia. – Só lo dos palabras, Señ orí a ‑ me estaba escuchando hablar a mí mismo y mi voz sonaba tensa‑. En primer lugar, nos gustarí a saber de qué manera la defensa ha entrado en posesió n de esas fotocopias. Es má s, si he de ser sincero, nos gustarí a, en primer lugar, examinar dichas fotocopias, siendo así que el abogado Dellissanti no ha tenido la amabilidad de ponerlas a disposició n del ministerio pú blico y de la parte civil. Tal como, antes que las normas procesales, hubieran exigido las de la educació n. Dellissanti, que acababa de sentarse en una silla que a duras penas podí a contener su enorme trasero, se volvió a levantar con una agilidad insospechada. Se puso muy colorado, no só lo la cara, sino tambié n el cuello. El rubor formaba un extrañ o contraste con el cuello blanco de su camisa. Que apretaba un cuello brutal, casi el doble del mí o. Gritó que é l no aceptaba lecciones de procedimiento, y tanto menos de buena educació n, de nadie. Gritó otras cosas, supongo que ofensivas; pero yo no las oí porque tambié n levanté la voz y, en cuestió n de un momento, la vista se convirtió en lo que se dice una indigna trifulca. A veces ocurre. Las llamadas salas de justicia raras veces son lugares de reunió n de caballeros. No las que yo he visto y frecuentado. No la de Caldarola aquella mañ ana. Terminó de la peor manera. Por lo menos para mí. El juez dijo que me retiraba la palabra. Yo dije que me hubiera gustado igualdad de trato entre mi persona y la del abogado del acusado. É l me exigió que me abstuviera de hacer insinuaciones ofensivas y repitió ‑ «por ú ltima vez»‑ que me retiraba la palabra. Yo no dejé de hablar y el tono y el volumen de mi voz no eran bajos ni tranquilos. Sabí a que estaba haciendo una gilipollez. Pero no conseguí a contenerme. Exactamente igual que cuando era pequeñ o, durante los partidos de fú tbol de los campeonatos escolares, cuando respondí a a las provocaciones má s estú pidas, me entregaba a las peleas y regularmente me expulsaban. Acabó má s o menos como aquellos partidos de fú tbol. El juez suspendió la sesió n durante cinco minutos. Cuando regresó, su rostro ya no era cordial. Para salvar las formas, permitió que Alessandra y yo examiná ramos el expediente de Dellissanti. Contení a la copia de una historia clí nica de un centro privado del Norte en el que Martina habí a permanecido ingresada unas cuantas semanas. Tanto Alessandra como yo nos opusimos una vez má s a admitir aquella prueba y a la comparecencia de Genchi. Caldarola ordenó hacer constar en acta su decisió n con su habitual voz monocorde, en la que ahora se advertí an, sin embargo, unos matices de irritació n y de amenaza. El juez, oí das las peticiones de las partes a propó sito de las pruebas; considerando que todas las pruebas solicitadas son admisibles y guardan relació n con el objeto del proceso; considerando, en particular, que es pertinente la obtenció n de documentació n mé dico‑ psiquiá trica acerca de la parte ofendida e igualmente la comparecencia de un especialista en psiquiatrí a, ambas solicitadas por la defensa del acusado con el fin de valorar las declaraciones de la susodicha parte ofendida y establecer (tal como expresamente contempla el artí culo 196 del có digo penal) su idoneidad fí sica y mental para prestar declaració n; considerando igualmente que el comportamiento del defensor de la parte civil, el abogado Guerrieri, en la presente vista no parece exento de que se tomen medidas disciplinarias y debe ser sometido por tanto a la evaluació n de las Autoridades competentes; por estas razones: admite todas las pruebas solicitadas por las partes; aplaza el comienzo de la vista oral al dí a 15 de enero de 2002; dispone el enví o de la copia de la presente vista al señ or Fiscal del Estado en esta sede y al Consejo del Colegio de Abogados de Bari para que establezcan, dentro de sus respectivas competencias, la existencia de indicios de responsabilidad en la actuació n del abogado Guido Guerrieri, del Foro de Bari.
– Has hecho una gilipollez ‑ me susurró Alessandra mientras abandoná bamos la sala. – Ya lo sé. Busqué algo que añ adir, pero no encontré nada. A nuestra espalda se encontraba Dellissanti con los suyos. Hablaban entre sí. Hací an comentarios y, a pesar de que yo no captaba las palabras, no cabí a la menor duda acerca del tono. Satisfecho. Me despedí de Alessandra y apuré el paso porque no querí a oí rlos. Cualquiera que hubiera contemplado la escena y hubiera visto lo que habí a ocurrido antes habrí a pensado que huí a. Sor Claudia, que habí a permanecido todo el rato en la sala, se deslizó a mi lado sin que yo me diera cuenta del lugar de donde habí a salido. Se fue conmigo sin hacer preguntas.
No me hizo dañ o aquella vez. Cuando terminó, me dijo que aquello era un secreto entre é l y yo. No tení a que decirle nada a nadie. Si le decí a algo a alguien, ocurrirí an cosas muy feas. Habí a un cachorro en el patio. Era un bastardito blanco y yo le habí a puesto el nombre de Snoopy. Dormí a en una caja muy grande y yo le llevaba de comer todas nuestras sobras y algunas veces un poco de leche alargada con agua. Decí a que era mi perro, aunque sabí a muy bien que jamá s me habrí an permitido subí rmelo a casa. É l me dijo que si le comentaba a alguien nuestro secreto, el cachorro morirí a. Yo regresé al patio, les dije a los otros niñ os que ya no tení a ganas de jugar y me fui a abrazar a Snoopy. Só lo entonces me puse a llorar. De las veces que hubo despué s ya no conservo un recuerdo tan claro. Son confusas, se mezclan la una con la otra. Siempre en aquella habitació n, con la cama deshecha, el pestazo de los cigarrillos. Los otros olores. Botellas de cerveza en la mesilla o tiradas por el suelo. Los ruidos que é l hací a cuando estaba… terminando. El temor de que mi hermanita, que a menudo estaba en la habitació n de al lado, pudiera entrar y vernos. Habí a transcurrido má s de un añ o ‑ lo recuerdo muy bien porque estudiaba primero de bachillerato inferior‑ cuando é l dijo que me estaba haciendo mayor y que habí a ciertas cosas ‑ otras cosas‑ que yo tení a que saber y que é l me tení a que enseñ ar. Era una tarde de lluvia y mi madre no estaba. Trabajaba tambié n por la tarde, cuando podí a, porque é l siempre estaba en el paro y no podí amos salir adelante. Aquella vez me hizo dañ o. Mucho dañ o. Y el dolor me duró varios dí as. Al terminar, me dijo que ahora ya era una mujer. Mientras me lo decí a, me dio un pellizco en la mejilla; con el í ndice y el pulgar. Como un gesto de ternura. En aquel momento, por primera vez, pensé que habrí a deseado que muriera.
Ir al supermercado me relaja. Siempre ha sido así, desde que era pequeñ o. Entonces mi madre y yo í bamos al de los almacenes Standa de Corso Vittorio Emanuele, bajá bamos al só tano, cogí amos un carrito y hací amos la compra. Recuerdo la agradable sensació n de frí o que se notaba al bajar el ú ltimo tramo de la escalera, pasando entre los estantes refrigerados y la mezcla de olores de los alimentos crudos. La carne ‑ en los estantes refrigerados, claro‑, las verduras, la charcuterí a, el plá stico; todo mezclado en un solo y singular olor complicado y un poco asé ptico que para mí era «el olor de la Standa». Por aquel entonces, aú n no habí a tantos supermercados y el hecho de ir a la Standa era algo así como ir al parque de atracciones de la Feria de Levante, que se celebraba en septiembre poco antes de que empezaran las clases en la escuela. En el supermercado Standa habí a ciertos productos que no se encontraban en ningú n otro sitio. Por ejemplo, unos quesitos envasados de aspecto vagamente exó tico cuyo nombre no recuerdo. Pero el sabor sí lo recuerdo muy bien; sabí an a jamó n, una especie de sabor rú stico mucho má s intenso que el de aquellos triangulitos que yo estaba acostumbrado a comer y que no sabí an a nada. Habí a unos biscotes franceses que parecí an pastas. Eran un artí culo de lujo y no se podí an comer como los biscotes normales, con leche, por ejemplo. Y habí a muchas otras cosas con las que llená bamos el carrito, que siempre querí a conducir yo; cosas que ahora llenan mi recuerdo con los colores deslucidos y nostá lgicos de ciertas pelí culas en superocho. Creo que a todos los niñ os de mi edad les gustaba ir al supermercado. A mí me sigue gustando ahora. Hay tardes que ya no aguanto a los clientes, los papeles, el despacho, las llamadas de los compañ eros. Entonces me entran ganas de salir para ir a la librerí a o al supermercado. Por regla general, consigo que se me pasen las ganas de salir porque hay otros clientes, otros papeles, otros compañ eros coñ azos con quienes hablar por telé fono. Algunas veces, sin embargo, cuando he llegado verdaderamente al lí mite, salgo. Y algunas veces hasta cojo el coche y me ausento durante una e incluso dos horas para irme a uno de esos gigantescos hipermercados del extrarradio. Me produce una sensació n de libertad eso de dar vueltas por la tarde entre los estantes con un carrito y comprarme las cosas má s inú tiles, la comida má s imposible, los libros con descuento del veinte por ciento, los artí culos electró nicos ‑ que despué s no utilizo jamá s‑ en oferta. Cuando vuelvo al despacho, me siento mejor; no exactamente impaciente por reanudar el trabajo, pero bueno, un poco mejor. Aquella tarde estaba precisamente en mi supermercado preferido. Una nave industrial inmensa justo en medio de uno de los suburbios má s degradados de la ciudad. Un lugar casi irreal. Me encontraba delante de las estanterí as de los alimentos é tnicos y estaba haciendo acopio de tacos mexicanos, arroz basmati, botes de fideos tailandeses, cuando oí salir del bolsillo de mi trenca, en crescendo, las notas de «Oh, Susana». La ú ltima e imposible melodí a con la que habí a personalizado mi mó vil. No identifiqué el nú mero. – ¿ Sí? – ¿ Guido Guerrieri? Voz de mujer. – ¿ Con quien hablo? – Claudia. Estaba a punto de preguntar. ¿ Qué Claudia? Pero enseguida la reconocí. – Ah, hola. Inmediatamente despué s recordé que nos tratá bamos de usted. No sé por qué se me habí a ocurrido decir «hola». Hubo un instante de silencio. – …hola. En aquel momento me sentí incó modo. No sabí a si hablarle de tú o de usted, puesto que dicié ndole «hola» en cierto modo ya la habí a tuteado. A veces pienso que soy un inadaptado social. Elegí la forma impersonal. Tí pica precisamente de los inadaptados sociales. De aquellos que cuando se tropiezan con alguien por la calle a quien no saben có mo dirigirse dicen «qué tal». – ¿ Todo bien? ¿ Alguna novedad? – He llamado a tu despacho y me han dicho que no estabas. Entonces he recordado que me habí as llamado al mó vil y que yo habí a memorizado tu nú mero. ¿ Te molesto? Bueno, verá s, es que estoy aquí tratando una delicada cuestió n de trá fico internacional de rollitos de primavera, pero intentaré encontrar de alguna manera un minuto para ti, monja. No era ninguna molestia, naturalmente. Me dijo que al dí a siguiente harí a una exhibició n de su arte marcial. Estaba abierto al pú blico y, si todaví a me apetecí a ver có mo era, podí a ir a aquel gimnasio de la zona de la cá rcel. Ella y sus alumnos estarí an allí desde las seis de la tarde hasta las nueve de la noche. Me sorprendí, pero dije que irí a; ella dijo que muy bien y colgó. Sin despedirse. La tarde siguiente salí del despacho a las seis y media, aplazando una cita con un cliente que me tení a que pagar y que, por consiguiente, no puso ningú n reparo. Decidí ir a pie, a pesar de que me quedaba un poco lejos, y a las siete y cuarto ya estaba en la direcció n que Claudia me habí a facilitado. Era un gimnasio en el que hací an danza, yoga, cosas por el estilo. Se llamaba Cuerpopsique y, al entrar, pensé que estaba a punto de asistir a algo vagamente esoté rico de tipo zen, meditació n, movimientos lá nguidos y espiritualidad oriental. Cosas que má s bien no me entusiasman. Entonces me sentí de repente un poco incó modo ante la idea de perder una tarde de trabajo de aquella manera y me dije que me quedarí a una media hora por educació n. Despué s me despedirí a y regresarí a al despacho tomando quizá un taxi para llegar antes. El gimnasio tení a suelo de parquet, un gran espejo que cubrí a toda una pared, una barra para los ejercicios de ballet. Exactamente lo que yo me habí a imaginado al ver el ró tulo. Habí a unos cuantos bancos ocupados por una decena de espectadores. Me senté en uno de los pocos espacios libres. Si el gimnasio correspondí a a lo que yo habí a imaginado, las cosas que ocurrí an encima del parquet ‑ la lecció n de Claudia‑ eran de lo má s variadas. Habí a unos veinte alumnos, casi todos chicos. Vestí an unos pantalones negros, camisetas blancas de media manga y zapatillas negras. Sor Claudia iba vestida de la misma manera, pero su camiseta era negra en lugar de blanca. Debí a de ser la señ al distintiva del maestro, como un cinturó n negro de yudo o algo por el estilo. Lo que hací an no se parecí a para nada a la danza, al yoga o a cualquier chorrada new age. Se pegaban entre ellos con puñ etazos, puntapié s, rodillazos y codazos muy rá pidos. No controlaban los golpes, tal como se hace en muchas artes marciales. No eran movimientos elegantes, pero se comprendí a enseguida lo que habrí a ocurrido si aquellas té cnicas se hubieran aplicado en una situació n real, en medio de la calle, en una pelea. Estaba asombrado por má s que, en cierto sentido, lo que estaba viendo fuera coherente con las sensaciones que me habí a transmitido sor Claudia cuando nos habí amos conocido. Mientras seguí a el entrenamiento, me vinieron a la mente en secuencia las palabras que se utilizan para denominar aquellas sensaciones. Directa, rá pida, brusca, agresiva. Mala. La palabra «mala», como las otras, se me materializó espontá neamente en la cabeza. En libre asociació n, en secuencia precisamente. En cuanto oí que mi voz interior la pronunciaba, me sentí tan incó modo como si la hubiera dicho en voz alta. O como si hubiera descubierto y nombrado una cosa que habrí a sido mejor mantener en secreto. Claudia, la monja mala.
En determinado momento, sor Claudia sacó de una bolsa un largo pañ uelo negro, se cubrió los ojos con é l y se lo anudó detrá s de la nuca. Despué s adoptó una especie de posició n de combate mientras el que parecí a el alumno má s experto se situaba delante y muy cerca de ella. Era un muchacho de por lo menos metro noventa de estatura, el cabello rapado y aspecto peligroso. Obedeciendo a una señ al silenciosa e invisible, el estudiante empezó a soltar golpes contra el rostro de Claudia y ella empezó a pararlos. Todos, con los ojos vendados. Yo he practicado boxeo muchos añ os. He visto, propinado, parado, esquivado y, sobre todo, recibido un montó n de puñ etazos. En los gimnasios, en los rings de aficionados y tambié n en la calle. Antes de aquella tarde jamá s habí a visto nada semejante. Se moví an con un ritmo preciso y regular que me hizo recordar un documental sobre el circo que habí a visto hací a muchos añ os La televisió n era todaví a en blanco y negro y habí a un señ or má s bien mayor y de aspecto simpá tico que, en la pista de un circo con las gradas desiertas, enseñ aba prestidigitació n a un grupo de chavales. É l tambié n se vendaba los ojos y volteaba en el aire tres o cuatro o cinco pelotas sin que jamá s se cayeran y siempre con el mismo ritmo. Preciso y regular. Parecí a que tuviera imanes en las manos y que las pelotas se sintieran inevitable y fatalmente atraí das hacia ellas. Claudia hací a má s o menos lo mismo con las hostias que le lanzaban a la cara. Tení a unas manos magné ticas y con aquellas manos magné ticas atraí a y desviaba los puñ os cual si fueran pelotas de trapo. En boxeo siempre nos habí an dicho que no cerrá ramos jamá s los ojos. Cuando atacabas y, sobre todo, cuando te defendí as. Jamá s se tení a que perder el control de la situació n. Ver lo que hací a el adversario, percibir con los ojos su movimiento nada má s empezar y estar preparados para reaccionar; parar o esquivar y contraatacar. Siempre me habí a sentido a gusto con esa idea. Los ojos siempre abiertos. Asociaba los ojos cerrados con el miedo y, de una manera trivial, los ojos abiertos con la valentí a. Mirar directamente a la cara el problema, o al adversario, o lo que sea. Una de mis pocas certezas. En determinado momento, el ritmo regular pareció alterarse. Imperceptiblemente, los puñ os o las paradas adquirieron má s velocidad y, en un instante, todo terminó. El alumno estaba en el suelo y sor Claudia encima de é l. Le retorcí a un brazo y mantení a una rodilla sobre su rostro. Yo no habí a logrado seguir muy bien el movimiento que habí a conducido a aquella conclusió n. Ella se quitó la venda y todos juntos hicieron unos ejercicios de relajació n. Despué s los alumnos se colocaron en fila delante de la maestra. Se saludaron con una leví sima reverencia manteniendo el puñ o derecho sobre la palma de la mano izquierda y los brazos cruzados sobre el pecho. Só lo entonces ella pareció percatarse de mi presencia y se acercó a mí mientras la clase abandonaba el parquet para dirigirse a los vestuarios. Me levanté, ella me saludó con un movimiento de cabeza y yo contesté de la misma manera. Ahora sentí a curiosidad, me apetecí a hacer preguntas y me habí a olvidado por completo del proyecto de tomar un taxi y regresar al despacho. – En mi vida habí a visto nada igual ‑ le dije sin hacer el má s mí nimo esfuerzo por ser original. Los inicios y las partidas jamá s han sido mi fuerte. Ella no contestó nada porque no tení a nada que contestar. – No recuerdo exactamente có mo se llama esta disciplina ‑ dije, intentá ndolo de nuevo. – Se llama wing tsun. – No es precisamente una cosa de jovencitas. – La mayor parte de las cosas de jovencitas, como las de jovencitos, no son interesantes. Dice la leyenda que el wing tsun lo inventó una monja para permitir a personas fí sicamente dé biles derrotar a adversarios muy fuertes y corpulentos. Por otra parte, leyendas de esta clase las hay para todas las artes marciales. La má s bonita es la de los orí genes del jiu‑ jitsu. La del mé dico japoné s y el sauce lloró n. ¿ La conoces? – No. – Habí a en el antiguo Japó n un mé dico que se habí a pasado muchos añ os estudiando los mé todos de combate. Querí a descubrir el secreto de la victoria, pero no estaba satisfecho porque, al final, en todos los sistemas lo que prevalecí a era la fuerza o la calidad de las armas o los recursos poco nobles. Eso significaba que, por mucho que uno se entrenara y estudiara las artes marciales, por muy fuerte que fuera o muy preparado que estuviera, siempre encontrarí a a alguien má s fuerte, o mejor armado o má s astuto que lo derrotarí a. ‑ Se interrumpió como si se le acabara de ocurrir un pensamiento desagradable‑. ¿ Te interesa de verdad o está s intentando simplemente ser amable? ¿ Qué se puede contestar a semejante pregunta? Formulada por una señ orita ‑ una monja‑ que acaba de pisotear a un energú meno de metro noventa como si estuviera realizando un juego de prestidigitació n No se puede contestar nada. Está claro. Me limité a mirarla a la cara con una expresió n ligeramente divertida estilo a ver si terminamos de una vez con estas escaramuzas. O tambié n yo no soy de é sos que só lo dicen las cosas para ser amables. Por increí ble que parezca, funcionó. Sus rasgos se relajaron un poco y, por primera vez, su rostro perdió parcialmente su dureza. Transformá ndose. Bonita, se me escapó pensar, pero enseguida reprimí el pensamiento, avergonzá ndome de é l. Por má s que fuera muy, pero que muy extrañ a, Claudia era una monja, y yo habí a estudiado toda la escuela primaria con las monjas. Ciertos esquemas, ciertos modelos, ciertas asociaciones son muy difí ciles de abandonar si has estudiado primaria con las monjas. No se dice, y ni siquiera se piensa, que una monja es bonita. Claudia reanudó su relato sin añ adir má s comentarios. Yo dejé de pensar en las monjas en general y en particular; y en mis triviales tabú es. – En resumen, el mé dico estaba abatido porque no conseguí a hacer progresos en su investigació n. Un dí a de invierno estaba sentado junto a una ventana mientras fuera hací a horas que nevaba. É l miraba a travé s de la ventana mientras seguí a con sus pensamientos. Todo el paisaje estaba cubierto de blanco, con mucha, muchí sima nieve. Los prados, las rocas, las casas estaban cubiertos de nieve. Y tambié n los á rboles. Las ramas de los á rboles estaban cargadas de nieve y, en determinado momento, el mé dico vio la rama de un cerezo que cedí a bajo el peso de la nieve y se rompí a. Despué s ocurrió lo mismo con una gigantesca encina. Era una nevada jamá s vista. Está claro que tengo una mentalidad infantil. Me gusta que me cuenten historias si quien las cuenta lo sabe hacer. Claudia lo sabí a hacer muy bien y yo estaba deseando saber có mo terminaba la historia. ‑ En el jardí n, a cierta distancia de la ventana, habí a un estanque y, a su alrededor, unos sauces llorones. La nieve tambié n caí a sobre las ramas de los sauces, pero en cuanto empezaba a acumularse en ellas, las ramas se doblaban y la nieve caí a al suelo. Las ramas de los sauces no se rompí an. Contemplando aquella escena, el mé dico experimentó un repentino sentimiento de jú bilo y se dio cuenta de que habí a llegado al final de su investigació n. El que es dú ctil supera las pruebas; el que es duro y rí gido antes o despué s encontrará a alguien má s fuerte. Jiu‑ jitsu significa arte de la ductilidad. El secreto está en la ductilidad. En el wing tsun ocurre má s o menos lo mismo.
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