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Gianrico Carofiglio 6 страница



Era un olor agrio, invasor y un poco obsceno. Inconfundible para mí despué s de aquella noche.

 

Inmediatamente despué s de haberle dicho a Martina que el abogado de Scianatico escarbarí a en sus problemas má s í ntimos y personales, percibí aquel olor. No muy fuerte, pero inconfundible. Y no fue agradable. Traté de ignorarlo mientras empezaba a facilitarle instrucciones acerca de la manera en que deberí a comportarse.

– Tal como ya hemos dicho, intentará provocarla. Y, por consiguiente, la primera norma es no responder a las provocaciones. Es lo que é l quiere, pero nosotros no se lo tenemos que dar.

– ¿ Có mo… có mo puede intentar provocarme?

– Con el tono de voz; con insinuaciones; preguntas agresivas.

Antes de seguir adelante, hice una breve pausa. Para respirar y echar un vistazo a sor Claudia. Su rostro mostraba la animada expresió n de una escultura de la isla de Pascua.

– Alusiones a sus problemas personales… tal como ya le he dicho.

– ¿ Pero qué tienen que ver mis problemas con el juicio?

Claro, ¿ qué tení an que ver? Buena pregunta. Si has tenido necesidad de acudir a un psiquiatra, ¿ no puedes actuar como testigo? ¿ Puedes ejercer como abogado?, me pregunté antes de contestar, recordando algunos angustiosos fragmentos de mi pasado.

– En abstracto, y quiero subrayarlo, en abstracto, el hecho de que un testigo haya tenido algú n tipo de problema de incomodidad o malestar con algo puede ser significativo. Para valorar la credibilidad de lo que dice, para reconstruir mejor la historia de sus declaraciones, etcé tera. En concreto, nosotros ‑ me refiero tanto a mí como a la Fiscalí a‑ prestaremos mucha atenció n para impedir que se produzcan abusos. Pero tampoco serí a una buena idea oponerse a cualquier pregunta acerca de sus problemas de salud…

Dificultad emocional. Problemas de salud. Me detuve a pensar que estaba haciendo auté nticas acrobacias verbales para no llamar a las cosas por su verdadero nombre.

– … acerca de sus problemas de salud, porque podrí a parecer que tenemos algo que ocultar. Por tanto, mi idea es la siguiente, si ustedes… si usted está de acuerdo. Vamos a tratar de adelantarnos. Cuando me corresponda a mí interrogarla, yo seré el primero en hacerle preguntas acerca de estos temas. Ingreso hospitalario, tratamientos psiquiá tricos, etcé tera. De esta manera, sacamos a relucir esta cuestió n con toda naturalidad, mostramos que no tenemos nada que esconder, le arrebatamos al abogado de la defensa el efecto sorpresa y la ocasió n de influir en el juez, reducimos el riesgo de pasar por momentos de tensió n. ¿ Qué le parece?

Martina se volvió a mirar a sor Claudia; despué s me miró de nuevo a mí e hizo una señ al mecá nica de asentimiento con la cabeza. El olor era má s intenso y me pregunté si sor Claudia podí a percibirlo. En caso afirmativo, no se podí a deducir de la expresió n de su rostro. De la expresió n de su rostro no se podí a deducir nada. Reanudé mi exposició n.

– Como es ló gico, para poder hacerlo, es necesario que usted me lo cuente todo con calma.

Encendió un cigarrillo. Miró a su alrededor como si buscara algo entre los estantes, en el escritorio o al otro lado de la ventana. Despué s me lo contó todo. Una historia vulgar, como muchas otras.

Problemas con la alimentació n desde la adolescencia. Problemas con los estudios en la universidad. Agotamiento nervioso causado por un examen que no conseguí a aprobar. La depresió n, la anorexia y el ingreso hospitalario. Y despué s el comienzo de la recuperació n. Los medicamentos, la psicoterapia. Conocer a una enfermera que tambié n trabajaba como voluntaria en Safe Shelter. Conocer a sor Claudia, su compromiso con las chicas en la casa‑ refugio. Al final, la licenciatura. El trabajo.

Conocer a Scianatico.

Y todo lo demá s, que yo sabí a en parte. Me dijo tambié n otras cosas que yo no sabí a acerca de su convivencia con Scianatico y de ciertas aficiones de é ste. Cosas muy desagradables, pero que quizá podrí amos exponer en el juicio si yo conseguí a encontrar la manera de hacerlo.

Dijo tambié n algo acerca de su familia. Algo de su madre. Y de su hermana menor, que estaba casada y ahora tení a un hijo. Del padre, en cambio, no me habló, y ló gicamente se me ocurrió pensar que habí a muerto, pero no le hice ninguna pregunta al respecto.

El relato de Martina duró como mí nimo tres cuartos de hora. Parecí a un poco má s tranquila, como si se hubiera quitado finalmente un peso de encima, y me repitió que ya no tomaba medicamentos desde hací a por lo menos cuatro añ os.

Esperemos que no vuelva a tomarlos despué s de este juicio, pensé.

– ¿ Le puedo preguntar una cosa? ‑ dijo tras haber encendido otro de sus cigarrillos.

– Dí game.

– ¿ É l estará presente en la sala cuando me interroguen?

– No lo sé. Es libre de ir o no ir; só lo lo sabremos aquella misma mañ ana. Pero a usted le tiene que ser indiferente el hecho de que esté o no esté.

– ¿ Pero é l tambié n me podrá hacer preguntas?

– No. Las preguntas só lo se las puede hacer su abogado. Y a este respecto, recuerde una cosa: cuando el abogado la interrogue y cuando usted responda, no lo mire a é l. Mire al juez, mire hacia delante; no lo mire a é l. Recuerde que no tiene que entrar en conflicto con é l, y eso es má s fá cil si evita enfrentarse a é l con la mirada. Y despué s, si no ha entendido bien una pregunta, no trate de contestar. Amablemente y sin mirarlo, dí gale al abogado que no ha comprendido y pí dale que se la repita. Y, si yo o la Fiscalí a protestamos por alguna pregunta que le hagan, deté ngase, no conteste y espere la decisió n del juez. Todas estas cosas se las repetiré la ví spera de la primera vista en la que será interrogada, pero trate de recordarlas ya desde ahora.

Pregunté si habí a alguna otra cosa que quisieran saber. Martina meneó la cabeza. Sor Claudia me miró unos instantes. Despué s debió de pensar que no era el momento para aquella pregunta, cualquiera que é sta fuera. Ella tambié n negó con la cabeza.

– Pues entonces, todo arreglado. Nos llamamos mañ ana por la tarde y les digo qué ha ocurrido.

Es lo que dije mientras las acompañ aba a la puerta.

Pero no estaba nada convencido de que todo estuviera arreglado.

Cuando se fueron, abrí las ventanas, a pesar de que fuera hací a frí o. Para ventilar.

No querí a que el á cido olor del miedo permaneciera mucho rato allí dentro.

 

 

Cerré el despacho, regresé a casa, cené con Margherita y, a la hora de ir a dormir, dije que bajarí a a mi apartamento. Tení a que trabajar, examinar unos documentos para el juicio del dí a siguiente y tardarí a un buen rato en irme a la cama. No querí a molestarla y preferí a dormir en mi casa.

Só lo era cierto que no querí a molestarla. Hay noches en que ya sabes que te la vas a pasar en blanco. No es que haya una señ al especial, llamativa e inconfundible. Simplemente lo sabes. Y aquella noche lo sabí a. Sabí a que me meterí a en la cama y allí me quedarí a, completamente despierto, por espacio de una hora o algo má s. Despué s me tendrí a que levantar, porque no puedes estar en la cama las noches de insomnio. Darí a vueltas por la casa, me pondrí a a leer algo con la esperanza de que me entrara el sueñ o, encenderí a el televisor y cumplirí a todo el resto del ritual. No querí a que todo eso ocurriera en casa de Margherita. No querí a que me viera enfermo, aunque só lo fuera de insomnio ocasional. Me daba vergü enza.

Cuando le dije que me iba a mi casa para trabajar, ella me miró directamente a los ojos.

– ¿ Ahora vas a trabajar?

– Pues sí, ya te lo he dicho. Tengo ese juicio que empieza mañ ana. Habrá un montó n de cuestiones preliminares, es un juicio muy pesado y tengo que volver a organizado todo.

– Eres uno de los peores embusteros que jamá s he conocido.

– Conque soy muy malo, ¿ eh?

– De los peores.

Me encogí de hombros, pensando que antes se me daba bastante bien decir mentiras. Aunque con ella jamá s me habí a ejercitado.

– ¿ Qué es lo que te ocurre? Si te apetece estar solo, basta con decirlo.

Claro, basta con decirlo.

– Creo que esta noche no voy a dormir y, por consiguiente, no quiero que tú tambié n te quedes despierta.

– ¿ No vas a dormir? ¿ Y eso por qué?

– No voy a dormir. No sé exactamente por qué. A veces me ocurre. Lo de saberlo por adelantado, quiero decir.

Me miró de nuevo a los ojos, pero ahora con una expresió n distinta. Se preguntaba cuá l debí a de ser el problema, puesto que yo no se lo habí a dicho y puede que ni siquiera lo supiera. Se preguntaba si podí a hacer algo. Al final, llegó a la conclusió n de que aquella noche no podí a hacer nada. Entonces me apoyó la mano en un hombro, me lo apretó un segundo y despué s me dio un rá pido beso.

– Muy bien, pues buenas noches, nos vemos mañ ana. Y, si te entra sueñ o, no te quedes despierto só lo por coherencia.

Me retiré con una especie de sensació n de culpa indefinida y desagradable.

Despué s todo se desarrolló segú n el guió n. Una hora dando vueltas en la cama con la estú pida esperanza de haberme equivocado en la interpretació n de los signos premonitorios. Má s de una hora delante de la pantalla del televisor viendo hasta el final El lobo de la Sila, con Amedeo Nazzari, Silvana Mangano y Vittorio Gassman.

Interminables minutos leyendo Minima Moralia, el duro texto de Adorno. Con la esperanza, que trataba de ocultarme a mí mismo, de aburrirme hasta el extremo de experimentar una sensació n de sueñ o invencible. Me aburrí, pero el sueñ o no llegó.

Me quedé un poco traspuesto ‑ una especie de ansioso duermevela‑ só lo cuando una luz enfermiza y un ligero, metó dico e inexorable rumor de lluvia empezaron a filtrarse a travé s de las persianas, anunciando el dí a que se avecinaba.

Crucé la ciudad bajo aquella misma lluvia, tratando de protegerme con un paraguas de bolsillo adquirido unas cuantas semanas atrá s a un vendedor ambulante chino. Tal como suele ocurrir la segunda vez que se utiliza algo comprado a un chino ‑ es decir, aquella mañ ana‑, el paraguas se rompió y yo me mojé. Cuando, a punto de sonar las nueve y media, llegué a la sala del tribunal, no estaba de buen humor.

 

 

La sala donde se celebraban las vistas de Caldarola se encontraba hacia la mitad de un pasillo. Como todos los dí as en que se celebraban juicios, la confusió n era tremenda. Se mezclaban entre sí los acusados, sus abogados, los agentes de la policí a y los carabineros que tení an que declarar, amé n de unos cuantos jubilados que pasaban las interminables mañ anas asistiendo a juicios en lugar de jugar a cartas en los bancos de los parques. A aquellas alturas, todo el mundo los conocí a y ellos conocí an y saludaban a todo el mundo.

A unos cuantos metros de distancia de aquel numeroso grupo habí a otras personas con unas hojitas de papel en la mano y una expresió n desorientada; la expresió n de alguien que no habrí a deseado estar allí. Eran los testigos de los juicios, por regla general, las ví ctimas de los delitos. En las hojitas decí a que estaban obligados a presentarse ante el juez y que «en caso de incomparecencia no causada por legí timo impedimento, podrí an ser obligatoriamente acompañ ados por la policí a judicial y condenados al pago de una suma…», etcé tera, etcé tera.

Estaban a punto de vivir una experiencia irreal en el mejor de los casos. Una experiencia que no servirí a para aumentar su confianza en la justicia.

Entre los dos grupos se filtraba la muchedumbre de paso con un movimiento ininterrumpido. Funcionarios con carritos y montones de expedientes; acusados que buscaban la sala en que se iba a celebrar su juicio o bien a sus abogados; agentes de la policí a penitenciaria que acompañ aban a detenidos esposados; rostros sombrí os y extraviados; delincuentes con aire de habituales de los tribunales y las comisarí as; otros delincuentes que al poco rato identificabas como agentes de la brigada antitironeros; jó venes abogados con bronceados fuera de temporada, grandes cuellos de camisa y grandes nudos de corbata; personas normales desperdigadas por los tribunales por los má s variados motivos. Casi nunca buenos.

Todos habrí an querido irse de allí cuanto antes. Yo tambié n.

Sentada en un banco, con la mirada fija en una sucia pared, estaba sor Claudia. Con su habitual chaleco de piel negra y pantalones militares con grandes bolsillos. Nadie se habí a sentado a su lado. Ninguna de las personas que permanecí an de pie se encontraba situada demasiado cerca de ella. Distancia de seguridad, vi escrito en mi cabeza durante un par de segundos.

No sé có mo se las arregló para verme, porque su mirada estaba aparentemente clavada en la pared que tení a delante y yo me encontraba situado hacia un lado entre la gente. Pero lo cierto es que cuando ya estuve a cinco o seis metros de ella, volvió la cabeza como obedeciendo a una orden silenciosa e inmediatamente se levantó con aquel movimiento suyo tan fluido y peligroso de animal depredador.

Me detuve a unos diez centí metros de ella, rozando aquella burbuja en la que los demá s no se atreví an a entrar. La saludé con un movimiento de cabeza y ella correspondió de la misma manera.

– ¿ Có mo así ha venido?

Por una dé cima de segundo, me pareció captar en su rostro algo similar a la turbació n y una sombra de rubor. Una dé cima de segundo, pero puede que só lo fueran figuraciones mí as. Cuando habló, su voz era la de siempre, gris como el acero de ciertos cuchillos.

– Martina no viene. Se lo dijo usted. Y entonces he venido yo para ver qué ocurre y contá rselo a ella despué s.

Asentí con la cabeza y dije que ya podí amos entrar en la sala. La sesió n no tardarí a en empezar y era mejor estar allí para averiguar a qué hora empezarí a nuestro juicio. Mientras lo decí a, me di cuenta de que aú n no habí a visto a Scianatico y tampoco a Dellissanti.

 

 

Sor Claudia se sentó detrá s de la balaustrada que separa el espacio destinado al pú blico del correspondiente a los abogados, los acusados, el ministerio pú blico y el secretario. El juez. En resumen, el lugar en el que se celebra el juicio.

Tras haberle explicado brevemente lo que iba a ocurrir en cuestió n de un momento, me dirigí al secretario judicial, que ya estaba sentado en su sitio. Tení a delante dos columnas de expedientes: los juicios que teó ricamente se tení an que celebrar en aquella sesió n. Teó ricamente. En la prá ctica, habrí a suspensiones, nulidades, aplazamientos a petició n de la defensa o bien «a causa de la excesiva acumulació n de casos del dí a de hoy». Es decir, al té rmino de la sesió n, el juez só lo habrí a dictado sentencia en tres o cuatro causas como má ximo.

Caldarola no pensaba que el exceso de trabajo fuera algo muy digno de un magistrado.

Le pedí al secretario que me dejara ver el expediente. Querí a comprobar la lista de los testigos del ministerio pú blico y de la defensa. Yo no habí a entregado ninguna lista, porque daba por descontado que Alessandra Mantovani ya habrí a solicitado todos los testigos relevantes.

El secretario me entregó el expediente y yo fui a sentarme en uno de los bancos reservados a los abogados. Todos todaví a desiertos, a pesar de la muchedumbre que habí a fuera.

Como era de prever, Mantovani habí a solicitado todos los testigos necesarios: Martina, obviamente, el inspector de la policí a que habí a llevado a cabo las investigaciones, un par de chicas de Safe Shelter, la madre de Martina, los mé dicos. No habí a ninguna sorpresa.

Las sorpresas desagradables estaban en la lista de la defensa. Habí a una decena de testigos que tendrí an que declarar:

1) acerca de las relaciones entre el profesor Scianatico y la presunta parte ofendida, Martina Fumai, en convivencia comprobada;

2) en particular, acerca de las apreciaciones extraí das del trato con el profesor Scianatico y la presunta parte ofendida;

3) acerca de sus conocimientos sobre las patologí as fí sicas y psí quicas de la presunta persona ofendida y sobre los aspectos menos evidentes de los comportamientos derivados de dichas patologí as;

4) acerca de los motivos del cese de la convivencia de los que ellos tengan conocimiento.

Pero el verdadero problema no eran aquellos testigos. É sos só lo serví an para el relleno. El problema era el nombre que cerraba la lista. El profesor Genchi, catedrá tico de medicina legal y psiquiatrí a forense. Se le requerí a como asesor para que declarara: «… acerca de las condiciones de salud mental de la presunta persona ofendida, evaluadas a travé s del contenido de las declaraciones testimoniales y de las pruebas documentales que se exigirá n con el fin de establecer la idoneidad mental de la presunta persona ofendida para declarar como testigo y, en cualquier caso, de evaluar la credibilidad de los contenidos de dicha declaració n».

Conocí a a aquel profesor; habí a coincidido con é l en muchos juicios. Era una persona seria, muy distinto de algunos de sus colegas, que se dedican a preparar informes complacientes y muy bien pagados sobre delincuentes detenidos. Para sostener que é stos padecen graves trastornos mentales que desaconsejan totalmente su ingreso en la cá rcel y que, en consecuencia, deberí an quedar de inmediato bajo arresto domiciliario. Huelga decir que esos señ ores, en el noventa y nueve por ciento de los casos, está n má s sanos que una manzana. Y huelga decir tambié n que estos asesores lo saben muy bien, pero, ante segú n qué honorarios, no hilan demasiado delgado.

Genchi era una persona seria de quien los jueces se fiaban. Y era ló gico que así fuera. Jamá s se habrí a prestado a declarar en un juicio para decir bobadas o para presentar un informe amañ ado. Dellissanti habí a elegido a un experto que jamá s habrí a permitido que alguien ejerciera su influencia para conseguir que exagerara sus valoraciones. Lo cual significaba que se sentí a muy seguro.

Mientras leí a con preocupació n percibí una presencia a mi espalda. Me volví, levantando los ojos. Alessandra Mantovani, con la toga ya sobre los hombros. Me saludó de manera muy profesional ‑ buenos dí as, abogado‑ y yo contesté de la misma manera. Buenos dí as, fiscal.

Despué s fue a sentarse en su sitio. Su rostro estaba imperceptiblemente tenso. Unas arruguitas en las comisuras de la boca; los ojos levemente entornados. Tuve la certeza de que ya habí a leí do la lista de Dellissanti. El funcionario que la seguí a depositó en su banco dos polvorientas carpetas de tapas descoloridas, llenas de expedientes. Trascurrieron unos minutos y finalmente entró Dellissanti con su consabido sé quito de secretarias, ayudantes y pasantes. Casi inmediatamente sonó el timbre elé ctrico que señ alaba el comienzo de la vista.

Habí an llegado prá cticamente juntos. El abogado del acusado y el juez.

Una casualidad, seguro.

 

 

Los preliminares concluyeron enseguida.

El juez declaró abierto el juicio oral y ordenó leer las acusaciones al secretario judicial; í ntegramente, segú n las disposiciones legales. Algo que no suele hacerse en la prá ctica. El juez pregunta a las partes: «¿ damos por leí das las acusaciones? ». Y, por regla general, ni siquiera escucha la respuesta y sigue adelante. Da por descontado que a nadie le interesa escuchar la lectura de las acusaciones, porque todo el mundo ya las conoce perfectamente por adelantado.

Aquel dí a Caldarola no dio por leí das las acusaciones y las tuvimos que escuchar í ntegras en la nasal y opresiva voz del secretario judicial Filannino Barletta. Un hombre delgado, de piel grisá cea, poco pelo y una mueca de tristeza perversa en las comisuras de la boca.

Eso no me gustó. Caldarola era un sujeto que intentaba por encima de todo despachar rá pidamente los asuntos. Olí a a chamusquina que perdiera tanto tiempo con las formalidades, debí a de significar algo, pero yo no entendí a muy bien qué.

Tras la lectura de las acusaciones, Caldarola invitó al ministerio pú blico a presentar sus peticiones de pruebas. Alessandra se levantó y la toga se deslizó impecablemente a lo largo del cuerpo sin que fuera necesario arreglarla sobre los hombros. Tal como le ocurrí a a casi todo el mundo y, por ejemplo, a mí.

Habló muy poco. Prá cticamente se limitó a decir que demostrarí a todos los hechos señ alados en las acusaciones a travé s de los testigos de su lista y la exhibició n de documentos. Por su manera de mirar al juez, me di cuenta de que ella tambié n experimentaba una sensació n similar a la mí a. La de que algo estaba ocurriendo a nuestras espaldas.

Despué s me tocó a mí, y yo hablé todaví a menos. Me remití a a las peticiones del ministerio pú blico, solicitaba interrogar al acusado, si é l accedí a a responder, y me reservaba hacer mis propias observaciones acerca de las peticiones de la defensa cuando las hubiera oí do.

– Se concede la palabra a la defensa del acusado.

Dellissanti se levantó.

– Gracias, Señ orí a. Estamos todos aquí, pero no deberí amos estarlo. En efecto, hay juicios que ni siquiera tendrí an que empezar. Y é ste es uno de ellos.

Primera pausa. La cabeza se volvió hacia el banco donde está bamos sentados nosotros. Alessandra y yo. Buscaba provocarnos. Alessandra mostraba un rostro inexpresivo y miraba al vací o, hacia algú n lugar por detrá s del estrado del juez. Yo no era tan há bil y, en lugar de ignorarlo, tení a los ojos clavados sobre é l, que era exactamente lo que é l querí a.

– Un profesional, un acadé mico í ntegro a carta cabal, miembro de una de las familias má s importantes y respetadas de nuestra ciudad, ha sido arrastrado al barro por unas acusaciones falsas que só lo tienen su origen en el resentimiento de una mujer desequilibrada y…

Me levanté casi de golpe. Habí a mordido el anzuelo.

– Señ or juez, la defensa no puede hacer estas afirmaciones ofensivas. Y menos aú n en esta fase en la que se tiene que limitar a la petició n de pruebas. Le ruego que invite al abogado Dellissanti a atenerse escrupulosamente a las disposiciones legales: exponer los hechos que pretende demostrar y solicitar la admisió n de las pruebas. Sin comentarios.

Caldarola me dijo que no era necesario que me alterara. Aunque, de todos modos, en caso de que no me tranquilizara, darí a exactamente lo mismo. El juego no estaba en mis manos.

– Abogado Guerrieri, no se lo tome de esta manera. La defensa tiene derecho a aclarar el contexto y las razones de su petició n de pruebas. De otro modo, ¿ có mo puedo yo comprender si dicha petició n está justificada? Usted siga adelante, abogado Dellissanti. Y usted, abogado Guerrieri, procuremos evitar ulteriores interrupciones.

Hijo de puta. Lo pensé, pero habrí a deseado decirlo. Grandí simo hijo de puta. ¿ Qué te han prometido?

Dellissanti tomó de nuevo la palabra, totalmente a sus anchas.

– Gracias, Señ orí a, usted ha captado perfectamente el sentido, como siempre. Es, en efecto, evidente que, para presentar nuestras pruebas, tengo que exponer algunas consideraciones que constituyen la premisa de dichas pruebas. Queremos presentar, en esencia, tal como efectivamente haremos, una petició n de comparecencia de un asesor psiquiá trico. Debemos decir, y debemos poder decir, que lo haremos porque consideramos que la presunta persona ofendida está aquejada de graves trastornos psí quicos que ponen en entredicho su credibilidad e igualmente su capacidad para prestar declaració n como testigo. En estas circunstancias, sobre todo cuando está en juego la honorabilidad, la libertad y la propia vida de un hombre como el profesor Scianatico, queda muy poco espacio para eufemismos o circunloquios. Les guste o no les guste al ministerio pú blico y a la parte civil.

Otra pausa. Su cabeza se volvió de nuevo hacia nuestro banco. Alessandra era una especie de esfinge. Si bien, mirá ndola con atenció n, se podí a percibir en ella una minú scula y rí tmica contracció n de la mandí bula un poco por debajo del pó mulo. Pero eso só lo mirá ndola con mucha atenció n.

– Así que solicitamos, en primer lugar, probar que la presunta ‑ dijo presunta con un bisbiseo que casi pareció un escupitajo‑ persona ofendida está aquejada de patologí as psiquiá tricas que sabrá exponer mejor nuestro asesor, debidamente consignado en la lista, el profesor Genchi. Un nombre que no necesita presentació n. Pedimos, ademá s, demostrar la existencia de dichas patologí as, las razones de la separació n que tuvo lugar a su debido tiempo y, con cará cter má s general, las de una situació n de grave inadaptació n social e inadecuació n personal de la presunta parte ofendida a travé s de los testigos incluidos en nuestra lista. Solicitamos tambié n que preste declaració n el profesor Scianatico, quien, lo comunico ya desde ahora, accede ciertamente a ser interrogado y a responder a cualquier pregunta para, de esta manera, poder facilitar ulteriores elementos que demuestren su inocencia. No tenemos ninguna consideració n que hacer acerca de las peticiones de prueba presentadas por el ministerio pú blico. Y tampoco acerca de las presentadas por la parte civil, la cual, a decir verdad, no parece haber hecho ninguna que sea especialmente significativa. Gracias, Señ orí a, he terminado.

Cuando Dellissanti terminó de hablar, Caldarola ya estaba empezando a dictar su decreto.

– El juez, oí das las peticiones de las partes, considerando…

– Pido perdó n, Señ orí a, pero tengo algunas observaciones que hacer sobre la petició n de pruebas formulada por la defensa. Si me concede usted la palabra.

Alessandra habí a hablado con una voz baja y cortante, apenas modulada por su leve acento de la regió n del Vé neto. Caldarola adoptó una expresió n un tanto turbada e incluso me pareció observar un atisbo de rubor en su rostro, habitualmente amarillento. Como si lo hubieran sorprendido haciendo algo vagamente vergonzoso.

– Faltarí a má s, señ ora fiscal.



  

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