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Gianrico Carofiglio 5 страница



De vez en cuando me habí an hablado de é l algunos amigos comunes, pero cada vez menos con el paso de los añ os. En el perí odo mí tico de mi vida, a caballo entre finales de los añ os setenta y principios de los ochenta, Emilio habí a sido uno de mis poquí simos amigos de verdad. Despué s habí a desaparecido; y yo tambié n habí a desaparecido de alguna manera.

– Guido. Cuá nto me alegro. Coñ o, pero si está s igual, aparte de un poco menos de pelo.

É l no estaba igual. Conservaba todo el pelo, pero lo tení a casi enteramente blanco. En los á ngulos de los ojos tení a unas arrugas que parecí an excavadas en cuero; violentas y dolorosas, me parecieron. Y hasta la sonrisa era distinta, como asustada y derrotada.

Pero yo tambié n me alegraba. Es má s, me encantaba haberlo encontrado. Mi amigo Emilio.

– Yo tambié n me alegro. Pero ¿ qué haces en Bari?

– Ahora trabajo aquí.

– ¿ Qué significa eso de que trabajas aquí?

– Estaba en el paro desde que cerró L’Unità. Despué s me enteré de que aquí en Bari buscaban gente para completar la redacció n de la ANSA [†], me ofrecí y me contrataron. Con los tiempos que corren, se puede decir que me ha ido bien.

– ¿ Quieres decir que ahora vives aquí permanentemente?

– Si no me echan. Cosa no imposible, pero bueno, procuraré portarme bien.

Mientras Emilio me hablaba, experimenté una extrañ í sima y dolorosa mezcla de alegrí a, rabia y tristeza. Habí a reparado de repente en una verdad que me habí a ocultado cuidadosamente a mí mismo: desde hací a tiempo, ya no tení a ni un solo amigo.

Puede que eso sea normal cuando llegas a los cuarenta. Todos tienen sus ocupaciones, familias, niñ os, separaciones, carreras, amantes, y la amistad es un lujo que no se pueden permitir. Quizá la verdadera amistad es el lujo de los veinte añ os.

O, a lo mejor, es que só lo digo chorradas. El caso es que en aquel momento me di cuenta, dolorosamente, de que ya no tení a amigos.

Por eso me alegraba tanto de que Emilio estuviera allí conmigo; me alegraba de que aquel juicio se hubiera aplazado y me alegraba de haber decidido tomarme una hora libre.

– Venga, vamos a tomarnos un café.

– Vamos ‑ dijo é l, esbozando una vez má s aquella sonrisa como asustada.

Tan incongruente en aquel rostro suyo de jefe del servicio de orden de la Federació n Juvenil Comunista Italiana, en la é poca de las palizas con los fascistas por una parte y las brigadas autó nomas socialistas por otra.

Nos sentamos en un pequeñ o bar en los confines de la ciudad vieja. Yo tomé un capuchino y un croissant; Emilio solo café. Tras habé rselo bebido, se fumó uno de los MS que fumaba desde la é poca del instituto. É ste no era el cigarrillo ultraslim y ultralight de Martina, a los que era tan fá cil renunciar. Era un pedazo de historia, un prisma de emociones, una especie de má quina del tiempo.

Cuando dije no, gracias, con un trivial gesto de la mano, casi rechazando el paquete que Emilio me habí a ofrecido, observé una especie de decepció n en el rostro de mi amigo.

Fumar juntos, lo sabí a muy bien, siempre habí a tenido un significado especial. Como un ritual de amistad.

Intercambiamos unas cuantas palabras sin la menor consistencia, de esas que se dicen para reanudar el contacto cuando ha transcurrido mucho tiempo; de esas que se dicen para volver a crear las coordenadas de un territorio que se ha convertido en desconocido.

Y tambié n sin la menor consistencia le pregunté por su mujer ‑ no la conocí a, solo sabí a que Emilio se habí a casado seis o siete añ os atrá s en Roma con una compañ era‑, formulando la habitual y trivial pregunta que la gente se suele intercambiar hacia los cuarenta.

– ¿ Tú está s separado o has resistido?

Mientras hací a la pregunta, oí caer un hielo metá lico. Antes de que Emilio contestara; antes incluso de que terminara de pronunciar aquellas palabras que ya estaban fuera y no podí a retirar.

– Lucia murió.

La escena pasó a blanco y negro. Muda y ensordecedora. Y repentinamente sin sentido.

Me vino a la mente una frase de Fitzgerald, pero no la recordaba muy bien. En la noche oscura del alma siempre son las tres de la madrugada.

Se mezcló con los fragmentos de una conversació n inexistente en el interior de mi cabeza, que giraba en vací o como el motor de un automó vil. ¿ Cuá ndo murió? ¿ Por qué? Ah, se llamaba Lucia. Encantado. Es un bonito nombre, Lucia. Lo siento. ¿ Cuá ntos añ os tení a? ¿ Era guapa? ¿ Có mo está s, Emilio? Mi má s sentido pé same. Hay que seguir adelante. ¿ Por qué nunca nadie me dijo nada? ¿ Y quié n me lo habrí a tenido que decir? ¿ Quié n?

Oh, mierda, mierda, mierda.

– Se puso enferma y murió en tres meses.

La voz de Emilio era serena, casi á tona. Delante de mi rostro mudo y disperso contó su historia y la de Lucia. Muchacha de treinta y cuatro añ os que un dí a de abril fue al mé dico a recoger unos aná lisis y se enteró de que su tiempo ya estaba casi a punto de caducar. A pesar de las muchas cosas que todaví a le quedaban por hacer. Cosas importantes, como un niñ o, por ejemplo.

– Sabes, Guido, en estos momentos piensas un montó n de cosas. Y, sobre todo, piensas en el tiempo malgastado. Piensas en los paseos que no has dado, en las veces que no has hecho el amor, en la vez que mentiste. Y en las veces que hiciste de contable con la moneda de los afectos. Sé que es una tonterí a, pero piensas que desearí as volver atrá s y decirle lo mucho que la quieres todas las veces que no lo hiciste y deberí as haberlo hecho. Es decir, siempre. Y no es só lo el hecho de que no quieres que se muera. Es el hecho de que quisieras no haber malgastado el tiempo de aquella manera.

Hablaba en presente. Porque su tiempo se habí a roto.

Me lo contó todo con calma. Como si quisiera agotar el tema. Me contó có mo ella se habí a transformado en el transcurso de aquellas pocas semanas; có mo se le habí a empequeñ ecido el rostro, se le habí an adelgazado los brazos y se le habí an quedado las manos sin fuerza.

Yo permanecí a en silencio, pensando que jamá s en mi vida habí a contemplado el dolor de una manera tan tersa, ní tida y pura.

Desesperada.

Despué s llegó el momento de despedirnos.

Nos levantamos de la mesita y dimos unos cuantos pasos juntos. Emilio parecí a tranquilo. Yo no. Sacó el billetero, rebuscó un poco en su interior y sacó un resguardo. De una lavanderí a que funcionaba con fichas, de esas que estaban empezando a proliferar por toda la ciudad, con ró tulos amarillos y un nombre americano. Escribió encima su nú mero de telé fono y me lo entregó mientras yo le daba una de mis estú pidas tarjetas de visita. Me dijo que lo llamara, aunque é l me llamarí a de todos modos.

Parecí a tranquilo. Sus ojos miraban hacia otro lugar.

 

Lo dejé sonar tres, cuatro, cinco, seis veces. A cada timbrazo aumentaba la urgencia y la angustia. Estaba a punto de colgar y probar con el mó vil cuando oí en el otro extremo de la lí nea la voz de Margherita que contestaba.

– ¿ Sí?

Tono apremiante de alguien que está a punto de salir de casa para irse al trabajo. Yo permanecí en silencio un instante porque, de repente, no sabí a qué decir y me sentí a la garganta obstruida.

– ¿ Quié n habla?

– Soy yo.

– Uy. Estaba a punto de salir, me has pillado en la puerta. ¿ Ya está s en Lecce?

– Te querí a decir…

– ¿ …?

– Te querí a decir…

– Guido, ¿ qué pasa? ¿ Te encuentras bien? ¿ Ha ocurrido algo?

Ahora una ligera nota de alarma en la voz.

– No, no. No ha ocurrido nada. No he ido a Lecce, el juicio se ha aplazado.

Interrumpí mis palabras, pero esta vez ella no preguntó nada. Permaneció en silencio, esperando.

– Margherita ‑ mientras hablaba, me di cuenta de que jamá s la llamaba por su nombre‑, ¿ recuerdas la vez que me enviaste un mensaje a travé s del mó vil…?

– La recuerdo. Te escribí que haberte encontrado era una de las cosas má s bonitas que me habí an ocurrido en la vida. No era verdad. Es la má s bonita.

– Pues bueno, yo querí a decirte lo mismo… pero querí a decir que ahora no te puedo explicar…

Tartamudeaba.

– Guido, yo te quiero. Como jamá s he querido a nadie en toda mi vida.

Entonces dejé de tartamudear.

– Gracias.

– ¿ Gracias? Eres un tí o muy raro, Guerrieri.

– Es verdad. ¿ Cenamos fuera esta noche?

– ¿ Invitas tú?

– Sí. Hasta luego.

– Hasta luego. Nos vemos esta noche.

Se cortó la comunicació n. Yo estaba parado en la esquina entre Corso Vittorio Emanuele y Via Sparano. Las tiendas estaban abriendo, los camiones descargaban sus mercancí as, la gente caminaba con la cabeza gacha.

Gracias, repetí antes de reanudar mi camino.

 

 

A la mañ ana siguiente fui al Tribunal directamente desde casa. Tení a un juicio por proxenetismo.

Mi clienta era una ex modelo y actriz de pelí culas porno, acusada de haber organizado un negocio con otras chicas. Junto con otras dos, actuaba de intermediaria entre las chicas y los clientes; trabajaba con el telé fono e Internet y cobraba una comisió n sobre las transacciones que llegaban a feliz té rmino. Ella misma se prostituí a con algunos clientes muy selectos y muy acaudalados. No gestionaba una casa de citas ni nada por el estilo. Simplemente poní a en contacto la demanda con la oferta. Las chicas trabajaban en casa, ninguna de ellas era explotada; nadie sufrí a dañ os.

Con un empeñ o digno sin duda de mejor causa, la Fiscalí a y la policí a se habí an pasado meses indagando acerca de esta peligrosa organizació n. Habí an efectuado labores de vigilancia, habí an detenido a los clientes a la salida de los domicilios de las chicas y, sobre todo, habí an pinchado telé fonos y ordenadores.

Al té rmino de la investigació n, se habí a dictado el ingreso en prisió n para las tres organizadoras del tinglado. La disposició n decí a que «el alto grado de peligrosidad social manifestado por las tres investigadas, su capacidad de servirse con soltura, para la puesta en prá ctica de sus proyectos delictivos, de los medios má s sofisticados de la moderna tecnologí a (telé fonos mó viles, Internet, etc. ), su habilidad para reiterar conductas antisociales, conduce a considerar indispensable la custodia cautelar en su forma má s severa, es decir, la prisió n preventiva».

Nadia habí a permanecido dos meses en la cá rcel y otros dos bajo arresto domiciliario, tras los cuales habí a sido puesta en libertad. En la primera fase del juicio la habí a representado otro compañ ero; despué s habí a recurrido a mí sin explicarme por qué motivo habí a querido cambiar de abogado.

Era una mujer elegante e inteligente. Aquella mañ ana yo tení a que defender su causa en un proceso abreviado, es decir, delante del juez de la audiencia preliminar.

Casi el total de las pruebas en su contra lo proporcionaban los telé fonos y ordenadores pinchados. Sobre la base de los resultados de las grabaciones quedaba claro que Nadia, junto con sus dos amigas, habí a ‑ tal como se leí a en los cargos‑ «organizado, coordinado, dirigido a un nú mero indeterminado pero en cualquier caso considerable de mujeres dedicadas a la prostitució n, sirviendo de intermediaria entre las citadas mujeres y sus clientes y percibiendo por el mencionado servicio y, en general, por el apoyo logí stico proporcionado al ilí cito trá fico, porcentajes sobre los emolumentos de las meretrices, que oscilaban entre el diez y el veinte por ciento…», etc, etc.

Mientras leí a atentamente las actas, me habí a dado cuenta de que habí a un vicio de forma en las disposiciones mediante las cuales se habí an autorizado los pinchazos. Sobre aquel vicio de forma tení a previsto jugarme el juicio. Si el juez me daba la razó n, los pinchazos no se podrí an utilizar y quedarí a verdaderamente muy poco en contra de mi cliente. Y, por supuesto, no lo suficiente para una condena.

Cuando el secretario judicial pasó lista y Nadia contestó que estaba presente, el juez la miró sin conseguir ocultar una sombra de estupor. Con su traje sastre gris antracita, la blusita blanca, el sobrio e impecable maquillaje, parecí a todo menos una puta. Cualquiera que hubiera entrado en la sala y la hubiera visto allí, sentada a mi lado entre las copias del expediente, habrí a pensado que era una abogada. Só lo que mucho, pero que mucho, má s agraciada que la media.

Una vez despachadas las formalidades, el juez dio la palabra a la acusació n pú blica. Era un joven fiscal de aspecto descuidado y aburrido. Sustituí a al que habí a llevado a cabo las investigaciones y no se esforzaba lo má s mí nimo en disimular su tedio. No me caí a demasiado simpá tico.

Dijo que la responsabilidad penal de la acusada resultaba evidente en las actas del juicio, que el decreto de aplicació n de la custodia cautelar ya contení a una reconstrucció n completa de los hechos y las responsabilidades y que la pena a cumplir indicada en este caso, indudablemente grave, era la de tres añ os de reclusió n y multa de dos mil quinientos euros. Fin de las conclusiones.

Nadia entornó los ojos un segundo mientras escuchaba aquellas peticiones y meneó la cabeza como si quisiera apartar un pensamiento desagradable. El juez me dio la palabra.

– Señ orí a. Podrí amos defendernos fá cilmente de estas acusaciones examinando punto por punto los resultados de las investigaciones y demostrando de qué manera no se deduce de ellos, por parte de mi defendida, una conducta de explotació n o tan siquiera de encubrimiento de la prostitució n ajena.

Era falso. Examinando punto por punto los resultados de las investigaciones, se deducí a con toda claridad que Nadia habí a organizado, coordinado y dirigido un grupo indeterminado pero en cualquier caso considerable de mujeres dedicadas a la prostitució n. Justo eso.

Pero nosotros los abogados funcionamos por reflejo condicionado. Cualquiera que sea la situació n, nuestro cliente es inocente, y lo que haga falta. No conseguimos evitarlo.

– Sin embargo, el deber de un defensor ‑ añ adí ‑, es tambié n el de detectar y señ alar al juez cualquier cuestió n preliminar que permita llegar a una decisió n rá pida y econó mica.

Y le expliqué cuá l era la decisió n rá pida y econó mica. Expliqué que las grabaciones no se podí an utilizar porque algunas de las ó rdenes emitidas carecí an por completo de motivo. La ausencia de motivo es un defecto irreparable en cualquier orden de autorizació n para una intervenció n telefó nica. Dije que, si aquellas intervenciones no se podí an utilizar ‑ y, efectivamente, no se podí an utilizar‑, ni siquiera era posible considerarlas y contra mi cliente no quedaba má s que un castillo de arena de conjeturas, etc etc. Mientras me dirigí a al juez, hojeaba el expediente.

Cuando terminé, el juez se retiró a la sala de deliberaciones y allí se quedó durante casi una hora. Despué s salió y leyó una sentencia absolutoria con la fó rmula: por falta de pruebas.

Bravo, Guerrieri, me dije mientras el juez leí a. Despué s saludé con gran cordialidad ‑ nosotros los abogados saludamos siempre con cordialidad a los jueces cuando absuelven a nuestros clientes‑ y abandoné la sala en compañ í a de Nadia.

Tení a las mejillas arreboladas, como cuando te has pasado mucho rato en un ambiente muy caldeado o está s muy alterado. Sacó un paquete de Marlboro y se encendió un cigarrillo utilizando un zippo.

– Gracias ‑ dijo, tras haber dado un par de ansiosas caladas.

Hice un movimiento de modestia con la cabeza. Pero me sentí a muy orgulloso.

Me dijo que pasarí a por la tarde por mi despacho. Para saldar las cuentas. Despué s, tras haberme mirado unos segundos a la cara, me preguntó si podí a decirme una cosa. Por supuesto que sí, contesté.

– Usted es un abogado muy bueno, por lo que yo he podido ver. Pero es tambié n algo má s. Yo hago un trabajo en el que he aprendido a conocer a los hombres y a reconocer a los que valen la pena. Las pocas, poquí simas veces que los encuentro. Tuve dos abogados antes de usted. Los dos me pidieron, ¿ có mo dirí a?, un complemento de la minuta directamente en sus despachos y cerrando con llave la puerta. Supongo que para ellos debí a de ser normal, en el fondo soy una puta y, por consiguiente…

Dio una profunda calada al cigarrillo; yo no supe qué decir.

– Y bueno, usted, aparte de conseguirme la absolució n, me ha tratado con respeto. Y eso yo jamá s lo olvidaré. Cuando vaya a su despacho le llevaré un libro. Aparte del dinero, claro.

Despué s me estrechó la mano y se fue.

 

Decidí irme a tomar un café o cualquier otra cosa. Me sentí a tan liviano como despué s de un examen en la universidad. O de haber ganado un juicio, precisamente.

En el pasillo que conducí a al bar, vi delante de mí a Dellissanti en medio de un grupo de pasantes, jó venes abogados y secretarias. Despué s de su llamada a mi despacho, no nos habí amos vuelto a hablar.

Mi primer impulso fue dar media vuelta, abandonar el Palacio de Justicia e irme a tomar el café en un bar de la calle. Para evitar el encuentro. Incluso aminoré el ritmo de mis pasos y casi me habí a detenido cuando oí un vozarró n dicié ndome en mi cabeza: «¿ pero es que te has agilipollado del todo? ¿ Tienes miedo de este fanfarró n y de su banda de esbirros? El café te lo tomas donde te da la gana y ellos que se jodan». Textualmente. A veces me ocurre.

Volví a acelerar el paso, adelanté a Dellissanti y a su sé quito fingiendo no verlos y entré en el bar.

Me alcanzaron en la barra mientras estaba pidiendo un zumo de naranja.

– Hola, Guerrieri.

Amable como una pitó n.

Me volví como si só lo en aquel momento me hubiera percatado de su presencia.

– Ah, hola, Dellissanti.

– Bueno, pues, ¿ qué me dices?

– ¿ Sobre qué?

– ¿ Has comprobado lo que te dije? Sobre esa señ orita, quiero decir.

No sabí a qué contestar. Me fastidiaba darle cualquier tipo de respuesta y aquel hombre sabí a có mo poner nervioso a su interlocutor. Vaya si sabí a.

En realidad, habrí a tenido que decirle que se cuidara de atender a su cliente. Acusado de graves delitos. Yo me cuidarí a de defender a mi cliente. Ví ctima de aquellos mismos graves delitos.

Habrí a tenido que decirle que no volviera a intentar hacerme llamadas como la de unos cuantos dí as atrá s, porque yo le quitarí a las ganas de hacerlo.

En resumen, respuestas de hombre.

En lugar de eso, me las arreglé para decirle que las cosas no eran lo que parecí an y que, en todo caso, eran distintas a como se las habí an contado. Y, ademá s, que no sabí a có mo salir de aquel lí o apenas unos dí as despué s de haber aceptado el encargo. Sin un pretexto vá lido, no habí a nada que hacer. Quizá en cuestió n de unas cuantas semanas o unos cuantos meses, segú n la marcha del juicio, podrí amos volver a hablar.

En resumen, respuestas de cobarde.

– De acuerdo, Guerrieri. Yo lo que te tení a que decir ya te lo he dicho. Haz lo que te parezca, despué s cada cual asume sus responsabilidades y paga las consecuencias de sus actos.

Dio media vuelta y se fue. Y con é l todos los demá s, alineados como los miembros de un equipo. Perfectamente entrenados.

Al cabo de unos segundos, meneé la cabeza, tal como hacen los perros cuando está n mojados y quieren sacudirse el agua de encima, y despué s me acerqué a la caja del bar para pagar.

– Ya ha pagado el abogado Dellissanti ‑ me dijo el cajero.

Estuve a punto de contestar que el zumo me lo pagaba yo o algo por el estilo. Despué s pensé que era mejor evitar hacer el ridí culo.

Siempre es mejor, dentro de los lí mites de lo posible.

Así que asentí con la cabeza, hice un gesto de saludo y me fui.

El buen humor que me habí a proporcionado el resultado del juicio de aquella mañ ana habí a desaparecido.

 

 

Martina y sor Claudia acudieron a mi despacho la ví spera de la vista.

No fui directamente al grano. Me pasé un rato dando unas cuantas vueltas alrededor, tal como suelo hacer casi siempre. Lo primero que hice fue decirle a Martina que no era necesario que se presentara a la mañ ana siguiente. En aquella vista só lo se abordarí an cuestiones preliminares, sugerencias de la acusació n y peticiones de pruebas. Para eso era suficiente mi presencia.

No era necesario que perdiera un dí a de trabajo, dije.

No era necesario que se asustara antes de lo necesario. Pensé.

Só lo tendrí a que estar presente en la vista en la que la tendrí amos que interrogar, probablemente en cuestió n de unas cuantas semanas.

Me preguntó qué ocurrirí a exactamente en aquella vista. He ahí la cuestió n.

Le dije lo que ocurrirí a con todo el tacto del que fui capaz.

Primero la interrogarí a la Fiscalí a y despué s yo tambié n le harí a algunas preguntas. Al final, vendrí a el turno de la defensa.

– É sta es la parte má s… complicada. La acusació n se basa esencialmente en su palabra y, por consiguiente, el propó sito del abogado de Scianatico es muy sencillo: desacreditarla. Intentará conseguirlo por todos los medios. Intentará hacerla incurrir en contradicciones; intentará provocarla para que pierda la calma. No es probable que se comporte amablemente y, si lo hace, será tan só lo para hacerle bajar la guardia. Hice una pausa antes de revelarle la peor parte. La miré a la cara. Parecí a tranquila. Un poco aturdida, pero tranquila.

– Sacará a relucir sus problemas de salud, Martina. Sacará a relucir la historia de su ingreso hospitalario y el hecho de que haya tenido problemas… el tratamiento psiquiá trico.

Martina no cambió de expresió n. Tal vez só lo hubo un aumento del desconcierto de su mirada.

Tal vez. Pero percibí casi de inmediato el olor. Intenso y ligeramente á cido.

Siempre he podido percibir el olor de las personas, reconocerlo y darme cuenta cuando cambia.

De niñ o, cuando entraba en el ascensor, siempre sabí a decir cuá l de los vecinos habí a pasado antes por allí. Y hasta asignaba nombres a los olores. Por ejemplo, habí a una señ ora que viví a en nuestro edificio que olí a a sopa de judí as. Una chica triste, gafotas y pá lida olí a, en cambio, a papel viejo y polvo. El propietario de una charcuterí a dejaba en el ascensor un olor cá lido y compacto que ocupaba el espacio y provocaba una sensació n de incomodidad. Muchos añ os despué s aspiré otro igual en una tienda de Estambul. Era tan parecido que, por un instante, pensé que el señ or Curci iba a salir de repente de algú n sitio, con su grueso cuello, su pequeñ a cabeza y sus cortos y macizos brazos. Transcurrieron unos cuantos segundos antes de que consiguiera escapar de aquel cortocircuito olfativo y recordar que aquel señ or habí a muerto diez añ os atrá s, cuando yo aú n viví a en casa de mis padres. Y, por consiguiente, no era posible que estuviera recorriendo las tiendas de Estambul.

A menudo me doy cuenta de si una mujer está indispuesta por el olor. Es una cosa que no suelo decir por ahí, porque no es exactamente la clase de noticia que hace que las señ oras se sientan có modas.

Soy capaz de percibir y reconocer el olor del miedo, que es muy desagradable, rancio y ancestral. Lo he advertido muchas veces en las comisarí as, en los cuarteles de los carabineros, en las cá rceles, asistiendo a los interrogatorios de mis clientes. De los má s desesperados, los má s dé biles o só lo los má s cobardes, cuando comprenden que está n metidos de verdad en un buen lí o y no tienen ninguna escapatoria.

La primera vez fue cuando, recié n convertido en letrado, tuve que atender de oficio a un hombrecillo acusado de homicidio. Me llamaron de noche desde la comisarí a ‑ estaba de guardia‑ porque tení an que someterlo urgentemente a interrogatorio. Decí an que habí a apuñ alado a un energú meno que poco antes le habí a propinado una tanda de bofetadas y puñ etazos en un bar. Decí an que habí a un testigo que lo habí a visto. El hombrecillo ‑ hombros estrechos y un poco encorvados, cara extraviada de pequeñ o depredador‑ se defendí a, negá ndolo todo. No es verdad, no es verdad, no es verdad, repetí a meneando la cabeza con una voz casi monó tona y fuera de lugar, dada la situació n. Pedí a un careo con el testigo, que se equivocaba y seguramente se darí a cuenta del error cuando lo viera. Era convincente en la gris y escueta esencia de su defensa, y a mí me asaltó la duda de que los agentes hubieran metido la pata. Y creo que esa duda tambié n asaltó al fiscal sustituto que lo estaba interrogando.

Despué s se produjo un golpe de escena. En la sala donde tení a lugar el interrogatorio entraron dos agentes; uno de ellos llevaba una bolsita de plá stico transparente a travé s del cual se veí a un cuchillo de gran tamañ o, de esos tipo «rambo», con la hoja manchada de sangre. La cara de ambos agentes era la de un gato con un rató n en la boca. El de la bolsita la balanceó delante de la cara del hombrecillo.

– Ahora sí que está s bien jodido, cabroncete. Habrí a sido mejor que tú mismo nos ayudaras a encontrarlo. Ahora ya no sabemos qué hacer con tu confesió n. Hay má s huellas aquí que en todos los archivos de la comisarí a. Y son todas tuyas.

Estaba muy claro que el agente habrí a deseado subrayar sus palabras con un par de guantazos bien propinados. Pero, por desgracia ‑ debió de pensar‑, no podí a hacerlo en presencia del juez y el abogado.

No recuerdo exactamente lo que ocurrió despué s. El hombre empezó a negarlo, pero poco despué s confesó, hay que reconocerlo. Aunque no recuerdo muy bien la secuencia, ni lo que dijo, ni lo que preguntaba el fiscal y tampoco lo que dije yo para otorgar un significado a mi inú til presencia. En aquel momento no era importante. Lo que, en cambio, recuerdo muy bien es el olor que poco despué s invadió la pequeñ a estancia de la comisarí a. Anulando el pestazo a humo ‑ el pestazo frí o de muchos añ os y el pestazo aú n caliente de una noche de interrogatorios‑, los olores de las personas, del papel, del polvo, de los posos de café en los vasitos de plá stico.



  

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