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Gianrico Carofiglio 4 страница



Vale, pues explí camelo bien. Gordinfló n.

– Tú sabes que esa Fumai es una desequilibrada, una psicolá bil, ¿ verdad?

– ¿ Qué quieres decir?

– Quiero decir exactamente lo que he dicho. Es una mujer que ha tenido que ingresar en centros psiquiá tricos por problemas graves. Está siempre en tratamiento, bajo observació n psiquiá trica. Eso es lo que quiero decir.

Ahora era é l quien disfrutaba de una pausa impuesta por el silencio. Mi silencio suspendido. Cuando pensó que ya era suficiente, reanudó el diá logo. Ya con el tono propio de alguien que controla la situació n.

– En resumen, nosotros querrí amos evitar, en la medida de lo posible, situaciones enojosas. Esa chica no está bien. Ha tenido serios problemas y los sigue teniendo. Scianatico hijo fue lo suficientemente estú pido como para meté rsela en casa, despué s la historia terminó y la chica se inventó un cuento. Y la otra, que es una faná tica feminista de la vieja escuela ‑ se referí a a la Mantovani‑ se lo ha tragado como si fuera verí dico. Fui a hablar con ella, naturalmente, pero no sirvió de nada. Conocié ndola como la conozco, tendrí a que haberlo previsto.

Contuve el impulso de preguntarle cuá les eran los problemas psiquiá tricos de Martina. No querí a darle esa satisfacció n.

– No existen pruebas contra mi cliente. Só lo la palabra de esa mujer, y ya sabes lo que eso vale en un juicio. É ste es un proceso que jamá s deberí a haber llegado a juicio. Deberí a haber terminado mucho antes archivando bien archivada la causa. Evitemos ahora, por lo menos, desencadenar una polvareda inú til y perjudicial. Mira, Guerrieri, no te quiero decir nada. Haz tú mismo las pesquisas que consideres oportunas, recaba informació n y comprueba si te estoy diciendo alguna tonterí a. Y despué s hablamos. Al final me dará s las gracias.

Se interrumpió, pero casi inmediatamente reanudó el diá logo, como si hubiera olvidado algo.

– Y, como es natural, no te preocupes por tus honorarios. Tú busca la manera de librarte de esta historia y de lo que te corresponda por el trabajo que ya has hecho nos encargamos nosotros. Eres un buen abogado y, sobre todo, un tí o muy listo. No hagas gilipolleces inú tiles. Se trata só lo de una pequeñ a disputa entre un tontorró n y una desequilibrada. No vale la pena.

Se despidió y despué s colgó el telé fono sin esperar mi respuesta.

 

La primera vez ocurrió cuando yo tení a nueve añ os, una mañ ana de verano.

Mi madre se habí a ido a trabajar. É l se habí a quedado en casa conmigo y con mi hermana. Tres añ os menor que yo. Estaba en casa porque lo habí an despedido. Nosotros está bamos en casa porque habí an empezado las vacaciones de verano pero no tení amos ningú n sitio adonde ir. Aparte del patio de la comunidad de propietarios.

Recuerdo que hací a mucho calor. Pero ahora no sé si de verdad hací a tanto calor.

Está bamos en el patio mi hermana, yo y los demá s niñ os. Qué extrañ o. Recuerdo que jugá bamos al fú tbol y yo acababa de marcar un gol. É l se asomó al balcó n y me llamó. Iba en calzoncillos cortos de color beige y camiseta blanca.

Me dijo que subiera, que necesitaba una cosa.

Yo le pregunté si podí a terminar de jugar y é l me dijo que subiera, que en cuestió n de cinco minutos podrí a volver a bajar. Les dije a los otros niñ os que volví a enseguida y subí corriendo los dos pisos que llevaban a nuestra vivienda barata. En aquellos edificios no habí a ascensor.

Llegué al rellano y encontré la puerta entornada. Cuando entré, lo oí llamarme desde la habitació n que ellos ocupaban al fondo del pasillo. La puerta de aquella habitació n tambié n estaba entornada.

Dentro, la cama estaba deshecha y olí a a cigarrillos. É l estaba tumbado con las piernas separadas y me dijo que me acercara.

Porque me tení a que explicar una cosa, dijo.

Tení a nueve añ os.

 

 

Al té rmino de la conversació n telefó nica con Dellissanti le dije a Maria Teresa que no querí a que me molestaran por espacio de diez minutos. Siempre me sentí a un poco idiota cuando le decí a a mi secretaria que no querí a que me molestaran por ningú n motivo, pero a veces era necesario. Apoyé los pies en el escritorio, entrelacé las manos detrá s de la nuca y cerré los ojos.

Un antiguo mé todo para cuando noto que me invade la ansiedad y no sé qué hacer.

Abrí de nuevo los ojos diez minutos despué s, encontré entre los papeles la hojita con aquel nú mero de telé fono mó vil y llamé a sor Claudia. El telé fono sonó diez veces sin que hubiera respuesta y, al final, pulsé la tecla roja de fin de llamada.

Me estaba preguntando qué hacer en aquel momento. Cuando llamo a un mó vil y no me contestan, siempre experimento la desagradable sensació n de que lo hacen a propó sito. Quiero decir que han visto el nú mero, se han dado cuenta de que soy yo y se han abstenido deliberadamente de contestar. Porque no les apetece hablar conmigo. Un legado de mis inseguridades infantiles, supongo.

Sonó mi mó vil. Era sor Claudia que, evidentemente, no se habí a abstenido de contestar, puesto que me estaba llamando pocos segundos despué s de que yo lo hiciera.

– ¿ Sí?

– Acabo de recibir una llamada de este nú mero. ¿ Con quié n hablo?

– Soy el abogado Guerrieri.

Pausa con silencio interrogativo.

Dije que necesitaba hablar con ella. Sin que estuviera presente Martina y con cierta urgencia. ¿ Podí a acudir a mi despacho, a ser posible aquella misma tarde?

No, aquella misma tarde no podí a ir; tení a que quedarse en la casa‑ refugio. No estaba ninguna de sus colaboradoras y no se podí a dejar la casa sin vigilancia. Entre otras cosas, tambié n se ocupaban de muchachas bajo arresto domiciliario y siempre tení a que haber alguien en la casa para los controles de los carabineros y la policí a y todo lo demá s. ¿ Y a la mañ ana siguiente? A la mañ ana siguiente tambié n irí a bien. ¿ Pero cuá l era el problema? No habí a ninguno. O, mejor dicho, algú n problema sí habí a, pero querí a hablar con ella personalmente, no por telé fono.

No sé có mo se me ocurrió, pero le dije que, en tal caso, yo mismo podí a acercarme a la casa‑ refugio a la mañ ana siguiente, puesto que no tení a ningú n juicio.

Hubo una larga y silenciosa pausa y entonces me di cuenta de haber metido la pata hasta el fondo. La casa‑ refugio se encontraba en un lugar secreto, me habí a dicho Tancredi. Con mi extemporá nea y muy poco profesional propuesta habí a dejado a sor Claudia en un apuro. O me decí a que no era posible que nos vié ramos en la casa‑ refugio, porque yo no podí a ir a la casa‑ refugio, y ella se veí a obligada, a pesar de que la culpa hubiera sido mí a, a decirme una cosa desagradable, o me decí a a regañ adientes que fuera para no mostrarse ofensiva.

O me soltaba una buena excusa, cosa que probablemente habrí a sido la mejor solució n.

– Muy bien, pues nos vemos aquí, en nuestra casa.

Lo dijo en el tono tranquilo de alguien que ha evaluado la situació n y ha llegado a la conclusió n de que se puede fiar. Despué s me explicó lo que tení a que hacer para ir a «su casa». Estaba fuera de la ciudad y las indicaciones parecí an elaboradas por un paranoico en fase terminal.

 

Me puse en marcha a las diez de la mañ ana del dí a siguiente y despué s, entre el trá fico urbano y los errores de trayecto ya en el campo, tardé casi una hora. En el momento de salir me habí a puesto en el lector de CD The Ghost of Tom Joad; cuando llegué, el compact habí a terminado y estaba empezando a escucharlo por segunda vez. Ante mis ojos, la carretera de tierra, por la que yo circulaba muy despacio, se confundí a con las imá genes nocturnas de las carreteras norteamericanas, llenas de seres desesperados.

 

Shelter line stretchin’ round the corner

Welcome to the new world order

Families sleepin’ in their cars in the Southwest

No home no job no peace no rest. [1]

 

Al final llegué a una verja oxidada, cerrada con una cadena oxidada y un enorme candado. No habí a portero automá tico y, por consiguiente, llamé a sor Claudia por el mó vil para que me fueran a abrir. Poco despué s la vi aparecer, doblando una curva del camino particular, entre unos pinos de aspecto un tanto maltrecho. Abrió la verja y con un gesto de la mano me indicó dó nde aparcar, señ alando detrá s de la curva y los á rboles por entre los cuales ella habí a salido; despué s cerró cuidadosamente la verja y el candado mientras yo avanzaba por el camino de tierra sin perderla de vista a travé s del espejo retrovisor.

Acababa de aparcar en una explanada que habí a detrá s de la casa ‑ que, en realidad, era una alquerí a‑ y estaba bajando del vehí culo cuando vi regresar a sor Claudia.

Entramos en la alquerí a. Olí a a limpio, a jabó n neutro y a otra cosa que debí a de ser una especie de hierba, pero que yo no conseguí a identificar con exactitud. Nos encontrá bamos en una espaciosa estancia, con una chimenea de piedra de cara a la entrada, una mesa en el centro y puertas a los lados. Sor Claudia abrió una de ellas y me precedió. Recorrimos un pasillo, al fondo del cual habí a una especie de distribuidor cuadrado con tres puertas a cada lado. Detrá s de una de aquellas puertas estaba el despacho de sor Claudia. Era una estancia muy amplia, con un viejo escritorio de madera clara, ordenador, telé fono y fax. Una vieja y voluminosa instalació n de alta fidelidad con tocadiscos. Dos silloncitos de piel negra con grietas por todas partes. Una guitarra clá sica apoyada en un rincó n. Un leví simo aroma de incienso con esencia de sá ndalo.

Y estanterí as. Y libros, y discos. Las estanterí as estaban llenas, pero ordenadas. Só lo conseguí echar un vistazo. Apenas suficiente para leer al vuelo unos cuantos tí tulos en inglé s. Why they kill era uno de ellos; Patterns of criminal homicide, otro. Me pregunté de qué se tratarí a y por qué una monja hací a semejante tipo de lecturas. Nada de crucifijos por las paredes o, por lo menos, yo no los vi. Desde luego, no habí a ninguno detrá s del escritorio. Lo que habí a allí era un cartel con una frase impresa en cursiva, imitando la escritura infantil.

Dejad que los niñ os se acerquen a mí y no se lo impidá is, porque de ellos es el Reino de Dios.

Evangelio segú n Lucas, 18, 16.

En una esquina del cartel habí a un dibujo. Un niñ o de espaldas, cubrié ndose la cabeza con las manos, como para protegerse de los golpes de alguien desde fuera de la escena; en el suelo, en primer plano, un osito de peluche abandonado. Era un dibujo muy triste y debajo tení a una leyenda que parecí a una especie de logotipo, pero no conseguí leerla.

Sor Claudia me hizo señ as de que me sentara en uno de aquellos silloncitos y ella se acomodó en el otro con un gesto fluido.

Aquella mañ ana, en la casa‑ refugio, só lo habí a, aparte de ella, tres chicas bajo arresto domiciliario. Y estaban muy bien escondidas, pensé, pues el lugar parecí a completamente desierto.

¿ Y bien?, me preguntó con la mirada.

Era ló gico. Pero, en aquel momento, no sabí a por dó nde empezar. En mi despacho habrí a sido má s fá cil. Y, ademá s, no estaba seguro de saber por qué motivo habí a querido ir a parar allí. Lo cual constituí a un problema añ adido.

– Necesito… necesito saber algo má s acerca de Martina. De cara al juicio que empieza, como usted sabe, dentro de unos dí as.

– Algo má s, ¿ en qué sentido?

Ahí está, precisamente. ¿ Y si Martina es una psicolá bil, una loca, una mitó mana y estamos a punto de meternos en un lí o todaví a má s gordo del que pensá bamos al principio?

– Lo que quiero decir… ¿ le consta de alguna manera que Martina haya tenido problemas psiquiá tricos?

– ¿ Y eso qué significa?

Tono muy poco colaborador.

– ¿ Ha estado sometida alguna vez a tratamiento, ha sufrido depresió n, agotamiento nervioso o alguna otra cosa? ¿ Está loca?

– ¿ Por qué me pregunta eso? ¿ Qué tiene que ver con el juicio?

El mismo tono de antes. Mejor dicho, un poco peor.

Muy bien, no quieres colaborar. Total, en la vista seré yo el que se cubra de mierda y despué s, cuando todo termine, me dedicaré a llevar asuntos relacionados con accidentes de trá fico. Eso, si todo va bien.

Larga pausa por mi parte. Respiració n profunda. Por la nariz. La mí a. Del tipo «yo tengo mucha paciencia, pero, coñ o, me tienes que dejar hacer mi trabajo». Ella, callada. A la espera. Me estaba poniendo nervioso.

– Pré steme atenció n, sor Claudia. Los juicios son una cosa bastante delicada y, sobre todo, bastante complicada. El hecho de que uno, o una, tenga razó n casi nunca es suficiente. Cuando se celebra un juicio, se hacen preguntas y repreguntas; el defensor de un acusado, cuando interroga a un testigo de cargo, trata de desacreditarlo por todos los medios lí citos posibles. Y a veces incluso ilí citos. Si nos constituimos en parte civil, yo tengo que saber qué es lo que sacará a relucir el abogado de Scianatico. Tengo que saber si tratará n de afirmar que Martina es una persona psicolá bil, carente de credibilidad, o cualquier otra cosa; tengo que estar preparado para rebatir sus afirmaciones.

– No le sigo. Si se demuestra que é l ha hecho determinadas cosas, ¿ eso no es suficiente? ¿ Qué tienen que ver los problemas de salud de Martina?

– Quisiera hablar claro, pero es evidente que no lo consigo. De eso se trata, precisamente: hay que demostrar que é l ha hecho determinadas cosas. Y nuestra prueba son precisamente las declaraciones de la señ orita Fumai, porque para el juicio no hay mucho má s. Todo gira alrededor de su credibilidad. O a la ausencia de ella. A un acusado que se defiende en un juicio como é ste, aunque tenga un buen abogado ‑ en este caso, es un abogado muy bueno y peligroso‑ le interesa mucho revelar por sorpresa que la presunta ví ctima…

– ¿ Presunta ví ctima?

– Hasta que en un juicio no se demuestra que alguien ha cometido un determinado delito, este alguien es un presunto inocente. Y, si hay un presunto inocente, lo má s que podemos tener es una presunta ví ctima. Tanto si le gusta como si no, aquí las cosas funcionan así.

No habí a levantado la voz, pero el tono era decididamente tenso.

– Martina ha tenido problemas psiquiá tricos ‑ dijo finalmente sor Claudia.

– ¿ Qué clase de problemas?

– No sé si estoy autorizada a hablar de ellos. No sé si Martina quiere que se sepan estas cosas.

– Ya se saben. Quiero decir, ya las sabe Scianatico y las sabe su abogado. Fue é l quien me llamó ayer por la tarde. Má s o menos me ha amenazado y me ha venido a decir que mi cliente es una loca. Yo no puedo ignorar eso. Podrí a haber hablado directamente con ella, claro. Es má s, tendré que hacerlo con toda seguridad. Aunque só lo sea para explicarle lo que podrí a ocurrir en el juicio. Pero, cuando le hable, es mejor que sepa de qué hablo. ¿ Me sigue?

Apoyó el codo en el brazo del silloncito y la cabeza en la mano abierta. Permaneció en dicha posició n puede que un minuto, sin mirarme. Sin mirar nada de la estancia.

– Martina tuvo problemas en su infancia. Descarto que ellos puedan saber algo acerca de esos problemas. De mayor y en los ú ltimos añ os ha padecido una forma de depresió n combinada con anorexia nerviosa. Probablemente, é sta es la informació n de que disponen.

– ¿ Cuá ndo ocurrió?

– Quizá hace unos cinco añ os, puede que un poco má s. Por lo que respecta a la anorexia, se manifestó de una forma, tal como dicen los mé dicos, especialmente grave. Estuvo ingresada varios dí as y tuvieron que alimentarla de manera artificial. Incluso con sonda.

– ¿ Ya habí a conocido a Scianatico?

– No. Al salir del hospital, estuvo sometida a terapia durante mucho tiempo. Cuando conoció a aquel… a aquel sujeto, ya se habí a curado. Dentro de los lí mites en que una persona se cura de este tipo de problema.

– ¿ Quiere decir que tuvo recaí das?

– No. Por lo menos, no en el sentido de haber tenido que ingresar en un centro. En los momentos de crisis tiene problemas con la comida, pero son problemas que consigue controlar. Lo consiguió incluso en los momentos má s difí ciles de su historia con ese tí o. En cualquier caso, tiene un mé dico que la sigue.

– ¿ Un psiquiatra?

– Un psiquiatra.

Hice una pausa. Por una cuestió n personal. Un retazo repentino de mi pasado; unos recuerdos que aparté de mi mente sin conseguir librarme del todo de la cacofoní a de su acompañ amiento.

– Y Scianatico lo sabe todo acerca de esta historia.

No era una pregunta.

– En este momento creo sinceramente que sí.

No habí a mucho má s que añ adir. Me habí a temido lo peor. Quiero decir, Martina no estaba loca, no era una esquizofré nica, una maní aco‑ depresiva ni nada de todo eso. Habí a tenido problemas de depresió n y trastornos de alimentació n, pero los habí a superado. Má s o menos. Era una cosa que se podí a manejar en el transcurso del juicio. Una situació n ideal, no, por supuesto ‑ y eso ya se sabí a‑, pero me habí a temido cosas peores.

– Ahora só lo necesito que sea la propia Martina la que me hable de todo esto. En primer lugar, porque necesito má s detalles, papeles, documentació n mé dica. Todo. Y despué s, porque es justo que así sea. Ella me dirá cuá les son, cuá les han sido, sus problemas y yo le diré a qué nos enfrentamos en el juicio. Al final, tendrá que ser ella quien decida.

Sor Claudia dijo que muy bien, que en cuestió n de unos dí as acompañ arí a a Martina a mi despacho. Antes le explicarí a lo que yo necesitaba y tambié n le explicarí a por qué lo necesitaba.

Hubo unos cuantos minutos de silencio en suspenso. Despué s ambos nos levantamos casi simultá neamente. Hora de irme.

– ¿ Le puedo hacer una pregunta?

Me miró a los ojos un instante; despué s me hizo señ as de que sí, de que podí a.

– ¿ Por qué me ha permitido venir aquí?

Tras mirarme otro instante en silencio, se encogió de hombros y no me contestó.

Salimos de la alquerí a y recorrimos en sentido contrario el camino de la ida. No se veí a ni rastro de las chicas que viví an en aquel lugar. No habí a nadie. A nuestro alrededor el viento agitaba las ramas de los olivos, dando la vuelta a las hojas que, de esta manera, cambiaban de color, desde el verde del haz al misterioso y plateado gris del envé s.

Caminando muy despacio llegamos a mi automó vil.

– A veces soy agresiva. Sin motivo.

La miré sin contestar porque estaba claro que no habí a terminado.

– Es que me cuesta fiarme de las personas. Incluso de las que está n en el lado apropiado. Es un problema mí o.

– Yo intento descargar la agresividad liá ndome a puñ etazos.

Se me ocurrió decirlo así e inmediatamente me di cuenta de que la expresió n podí a resultar equí voca.

– Quiero decir que practico un poco el boxeo. Creo que ayuda. Como las artes marciales orientales.

Sor Claudia levantó la mirada hacia mí, ligeramente sorprendida.

– Qué extrañ o.

– ¿ Por qué?

– Porque yo soy instructora de boxeo oriental.

Bueno, ahora la cosa ya era un poco fuerte.

– ¿ Boxeo chino? ¿ Quiere decir kung fu?

– La expresió n kung fu no significa nada. O, mejor dicho, lo significa todo, pero no se refiere a ningú n arte marcial en particular. Kung fu significa aproximadamente «trabajo duro».

La conversació n era ligeramente irreal. Habí amos pasado de los problemas psiquiá tricos de Martina a las artes marciales y a la filosofí a china, con algú n apunte de filologí a.

Le pregunté a sor Claudia qué era exactamente aquel boxeo chino del cual ella era instructora. Me explicó que, segú n la leyenda, se trataba de una disciplina creada en China por una joven monja en el siglo XVI. El nombre de aquella disciplina era wing tsun y sor Claudia impartí a sus clases dos veces a la semana en un gimnasio donde se practicaba la danza y el yoga.

Dije que me gustarí a asistir a un entrenamiento y ella, tras haberme mirado a la cara unos momentos ‑ como para asegurarse de que hablaba en serio y no habí a dicho algo só lo por hablar‑, contestó que me invitarí a alguna vez.

Ahora sí que ya habí amos terminado. Así que hice un gesto de despedida un poco torpe con la mano, subí al automó vil y lo puse en marcha mientras ella se dirigí a a abrir la verja para dejarme salir.

Mientras me alejaba muy despacio por la carretera de tierra, miré a travé s del espejo retrovisor. Sor Claudia no habí a vuelto a entrar. Permanecí a de pie junto a una columna y parecí a contemplar có mo mi coche se alejaba.

O, a lo mejor, miraba otra cosa, hacia algú n punto que yo no conocí a y ni siquiera podí a imaginar. Habí a algo en el hecho de que estuviera allí sola, sobre el trasfondo de aquella campiñ a solitaria e irreal, que me provocó una repentina punzada de tristeza.

Al cabo de diez minutos, transcurridos en una especie de suspensió n de la conciencia, me encontré otra vez en una carretera asfaltada, de nuevo en el mundo exterior.

 

 

A la mañ ana siguiente tení a un juicio en Lecce. De modo que me levanté temprano y, despué s de la ducha y el afeitado, me puse uno de aquellos trajes serios que me poní a cuando viajaba por motivos de trabajo. Eso del traje serio, generalmente de color gris oscuro, era una costumbre adquirida cuando era un jovencí simo procurador. Habí a aprobado los exá menes a los veinticinco añ os y a aquella edad mi aspecto era el de un novato estudiante universitario. Para parecer un auté ntico abogado, tení a que envejecer un poco, pensaba; y el traje gris oscuro me parecí a ideal.

Con el paso de los añ os, en Bari, donde me conocí an, el uniforme gris dejó de ser indispensable. Entre otras cosas porque, con el paso de los añ os, mi rostro de novato estudiante universitario ya mostraba alguna señ al de evolució n. Por así decirlo.

A los cuarenta añ os conservaba la costumbre de ponerme un traje gris cuando viajaba por motivos de trabajo. Para que quedara claro allí donde no me conocí an que era efectivamente un abogado. Concepto acerca del cual yo mismo albergaba en mi fuero interno alguna duda secreta.

En resumen y sea como fuere, me puse un traje gris, una camisa azul, una corbata estilo uniforme, cogí la cartera que me habí a llevado a casa del despacho la ví spera y salí tras haber dejado un café en la mesilla de Margherita. Seguí a durmiendo, con su firme y serena respiració n.

Habí a llegado al garaje y estaba a punto de subir al coche cuando sonó el mó vil.

Era el compañ ero de Lecce que me habí a incorporado a su defensa. Me comunicaba que el presidente del tribunal al que se habí a asignado nuestra causa se habí a puesto enfermo y, por consiguiente, el juicio se aplazarí a. O sea que era inú til que me desplazara a Lecce só lo para escuchar un decreto de aplazamiento. Era inú til, en efecto, convine. Pero ¿ có mo se las habí a arreglado para saber a las siete y media de la mañ ana que el presidente se habí a puesto enfermo? Bueno, ya lo sabí a desde la ví spera, pero habí a tenido un dí a muy ajetreado y se habí a olvidado. Muy bien, hombre. En cualquier caso, ya me comunicarí a la fecha del aplazamiento. Ah, gracias, demasiado amable. Entonces, adió s. Pues sí, adió s. Y a tomar por culo.

A mí, por regla general, no me gusta levantarme temprano por la mañ ana, a menos que sea estrictamente indispensable. Si me apetece ver un amanecer ‑ a veces ocurre‑, prefiero quedarme despierto toda la noche y despué s irme a dormir por la mañ ana. Un procedimiento de cierta dificultad los dí as laborables. Levantarme temprano ‑ tener que levantarme temprano‑ me pone má s bien de los nervios.

Y aquella mañ ana habí a ocurrido, por culpa de mi compañ ero de Lecce. O sea que estaba por ahí poco antes de las ocho en una bonita mañ ana de noviembre. Sin nada que hacer, puesto que aquel dí a, segú n el programa, lo iba a dedicar al juicio que se habí a aplazado en otra ciudad.

Estaba claro que no tardarí a en sentirme dominado por el ansia y acabarí a en mi despacho, tramitando asuntos que no eran urgentes y haciendo llamadas que no serví an para nada. Conozco el ansia. A veces consigo comprender sus trucos y derrotarla.

Pero a menudo gana ella y me obliga a cometer estupideces, aunque yo sepa muy bien que son estupideces. Como ir al despacho un dí a en que podrí a irme a otro sitio a leer un libro, escuchar un disco o ver una pelí cula en uno de aquellos cines de sesiones matinales.

O sea que me irí a al despacho, pero aú n no eran las ocho; demasiado pronto para dejarse aspirar por el torbellino del ansia de producció n. Así que pensé que podí a acercarme al paseo marí timo y desayunar en uno de aquellos bares de la zona del puerto que tanto me gustaban.

Tambié n me podí a fumar un buen pitillo.

No, eso no.

Menuda idea tan cabrona esa de dejar de fumar, pensé mientras me dirigí a hacia Corso Vittorio Emanuele.

Ya casi habí a llegado a las ruinas del Teatro Margherita y a sus obras de restauració n definitiva cuando vi acercarse a mi encuentro un rostro que me resultaba vagamente familiar. Entorné los ojos ‑ las gafas só lo me las poní a en el cine y para conducir‑ y observé que el otro esbozaba una especie de sonrisa y despué s levantaba un brazo a modo de saludo.

– ¡ Guido!

– ¡ Emilio!

Emilio Ranieri. Quince añ os sin vernos, quizá. Puede que má s. Cuando nos acercamos el uno al otro, tras un breve titubeo, me abrazó. Despué s de otro instante de titubeo, yo correspondí al abrazo. Emilio Ranieri habí a sido compañ ero mí o de estudios en el instituto y despué s, durante dos o tres añ os, habí amos ido juntos a la universidad. É l lo habí a dejado antes de licenciarse para dedicarse al periodismo. Habí a empezado en una radio de Toscana y má s adelante lo habí a contratado el perió dico comunista L’Unità, donde habí a permanecido hasta su cierre.



  

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