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Gianrico Carofiglio 3 страница



Ahora Silvana se mostraba verdaderamente interesada. Era difí cil encontrar a un hombre con aquella pasió n y aquellos conocimientos tan profundos, dijo. Y con aquella sensibilidad.

Dijo «sensibilidad» lanzá ndome una mirada preñ ada de significados e insinuaciones. Me fui a aprovisionarme de vino ecoló gico.

– ¿ Bebes vino? ‑ preguntó con una leve nota de reproche.

Las chicas new age beben zumos de zanahoria y tisanas de ortiga. Yo ya estaba decididamente alegre.

– Pues claro. El vino tinto es una bebida druí dica. Es un medio ritual, ú til para inducir estados dionisí acos.

No mentí a. Estaba diciendo que beber vino es ú til para emborracharse. Y, efectivamente, estaba bebiendo vino y me estaba emborrachando. Y de esta manera, se me ocurrió hablar de un extraordinario mé todo adivinatorio. Tambié n inventado por mí. Se trataba de la lectura del codo, practicada por el antiguo y mí stico pueblo caldeo. De vez en cuando, era tambié n un experto en aquel mé todo, aparte del horó scopo de Stonehenge.

Así que le expliqué el modo en que, sobre la base de la antigua sabidurí a caldea, se pueden leer en el codo izquierdo de una persona la estrategia de sus destinos cruzados. La cosa me pareció esplé ndidamente falta de sentido, pero ella no se dio cuenta.

En lugar de ello, me preguntó si se le podí a hacer inmediatamente una prueba de lectura del codo. Le dije que sí, que muy bien. Me eché al coleto el ú ltimo trago de vino del vaso semivací o y le dije que dejara al descubierto el brazo izquierdo.

Mientras le pellizcaba la piel del codo ‑ sistema indispensable para descubrir las estrategias de los destinos cruzados‑ reparé en Margherita. De pie delante del sofá. Muy cerca.

– Está s aquí.

– Sí, estoy aquí. Desde hace unos cuantos minutos, en realidad. Pero tú estabas, ¿ có mo dirí a?, má s bien ocupado. ¿ No me presentas a tu amiga?

Hice las presentaciones mientras pensaba que, de repente, ya no me lo estaba pasando tan bien. Margherita dijo «encantada» ‑ jamá s dice «encantada»‑ con la amistosa expresió n de un tiburó n martillo. Silvana dijo «hola» con la intensa expresió n de un mero.

Entonces dije que quizá ya iba siendo hora de que nos fué ramos. Margherita dijo que sí, que quizá ya lo iba siendo, en efecto.

Así que me despedí de mi nueva amiga Silvana, que parecí a un pelí n desorientada.

Nos despedimos de otras pocas personas y diez minutos despué s ya está bamos en el coche, con el mar a la derecha y los perfiles de los edificios del paseo marí timo unos cuantos kiló metros por delante. Si he de ser sincero, diré que el mar, los edificios y todo lo demá s no estaban perfectamente enfocados, pero bueno, yo conseguí a sujetar el volante.

– ¿ Te has divertido con aquella chica?

Traté de mirarla a la cara sin perder de vista la carretera. Tarea nada fá cil.

– Venga, mujer, estaba jugando un poco. Le he hablado del horó scopo druí dico.

– Y de la lectura del codo.

– Ah, sí, lo has oí do.

– Sí, lo he oí do. Y lo he visto.

– Bueno, era só lo para pasar el rato, no he hecho nada malo. En cualquier caso, yo he visto que tú no te has aburrido con aquel Rasputí n en traje prí ncipe de Gales cruzado. ¿ Quié n era, el secretario administrativo del Cí rculo Recreativo Asistencial de los filó sofos?

Pausa.

– Qué gracioso eres.

– ¿ Verdad?

– Muy gracioso. Má s o menos como una tortí colis ‑ se detuvo un instante‑. Mejor dicho, como un dolor de muelas.

– ¿ Te parece má s apropiado un dolor de muelas?

– Sí ‑ le estaban entrando ganas de reí r, aunque hací a un esfuerzo por contenerse‑. Pero có mo se te ocurren esas cosas. La lectura del codo. Está s loco.

– A mí se me ocurren muchas cosas. Ahora, por ejemplo, se me ocurren algunas. A propó sito de ti.

– Ah, ¿ sí? ¿ Cosas interesantes para una chica?

– Pues sí. Creo que sí.

Hizo una pausa momentá nea. Yo intentaba mantener los ojos clavados en la carretera, que cada vez me resultaba má s escurridiza entre los vapores del vino ecoló gico. Pero sabí a exactamente qué expresió n tení a Margherita en aquel momento.

– Bueno, pues a ver si haces caminar este coche, astró logo druí dico, lector del codo. Vamos a casa.

 

 

El lunes por la mañ ana fui a la Fiscalí a.

Entré en el edificio de los despachos judiciales por la puerta reservada a los magistrados, al personal y a los abogados. Un joven carabinero al que jamá s habí a visto me pidió la documentació n. Le dije que era abogado y é l me volvió a pedir la documentació n. Como es natural, no llevaba el carnet y entonces el joven carabinero me dijo que saliera y volviera a entrar a travé s de la puerta destinada al pú blico. La que disponí a de detector de metales, por si acaso tení a un fusil ametrallador bajo la trenca.

O un hacha. Los detectores de metales se habí an instalado despué s de que un loco hubiera entrado en una sala de justicia con un hacha oculta en los pantalones. Nadie habí a efectuado ningú n control y, una vez dentro, habí a empezado a destrozarlo todo. Cuando los carabineros consiguieron finalmente inmovilizarlo y desarmarlo, dijo que habí a acudido allí para hablar con el juez que no le habí a dado la razó n en un juicio por herencia. Debí a de ser la idea que é l tení a de un recurso.

Estaba a punto de dar media vuelta y hacer lo que me habí a dicho el carabinero cuando me vio un comandante que prestaba diariamente servicio en los tribunales y me conocí a. Le dijo al muchacho que yo era efectivamente un abogado y que me podí a dejar pasar.

El vestí bulo estaba lleno de gente; mujeres, muchachos, carabineros, agentes de la policí a penitenciaria y abogados, sobre todo de provincias. Se iba a celebrar la primera vista del juicio contra una banda de camellos de Altamura. El ruido de fondo era el que se oye en un teatro antes del comienzo del espectá culo. El olor de fondo era el de ciertas estaciones de tren o de ciertos autobuses abarrotados de gente. O de muchos vestí bulos de tribunales.

Me abrí paso entre la muchedumbre, el ruido y el olor, alcancé el ascensor y subí a la Fiscalí a.

El despacho de Alessandra Mantovani, fiscal sustituta del Estado, se encontraba sumido en el consabido desorden. Montones de expedientes encima del escritorio, las sillas, el sofá e incluso en el suelo.

Cada vez que entraba en el despacho de un fiscal, me alegraba de no serlo y haberme dedicado en vez de ello al ejercicio de la abogací a.

– Abogado Guerrieri.

– Señ ora fiscal.

Cerré la puerta mientras Alessandra se levantaba, rodeaba el escritorio, esquivaba una columna de expedientes y me salí a al encuentro. Nos saludamos con un beso en la mejilla.

Alessandra era amiga mí a, una señ ora muy guapa y probablemente el mejor miembro de la Fiscalí a.

Era de Verona, pero unos añ os atrá s habí a pedido el traslado a Bari. Habí a viajado con un billete só lo de ida, dejando a su espalda un marido rico y una vida sin problemas. Para irse a vivir con un sujeto que ella creí a el gran amor de su vida. Hasta las mujeres muy inteligentes hacen tonterí as. El sujeto no era el amor de su vida, sino un hombrecillo vulgar como tantos. Y, como tantos, al cabo de unos cuantos meses la abandonó de un modo vulgar. Y, de esta manera, ella se habí a quedado sola en una ciudad desconocida, sin amigos y sin ningú n sitio adonde ir. Y sin quejarse.

– ¿ Es una visita de cortesí a o es que te has puesto a defender a algú n maní aco?

Alessandra trabajaba en la secció n de la Fiscalí a que se encargaba de los delitos sexuales. Por regla general, yo no defendí a a aquella clase de clientes, en aquel sector no era frecuente que alguien se constituyera en parte civil, por lo cual Alessandra y yo no tení amos muchas ocasiones de coincidir por motivos de trabajo.

– Sí, tu compañ ero del despacho de al lado ha sido detenido mientras paseaba por el parque municipal en gabardina. Y sin nada debajo. Lo pilló una cuadrilla especial del servicio municipal de limpieza y me ha encargado su defensa.

El compañ ero del despacho de al lado no tení a lo que se dice una reputació n intachable. Se contaban a cuenta suya unas historias de lo má s divertidas. Como tambié n se contaban sobre las numerosas secretarias, funcionarias judiciales, mecanó grafas ‑ generalmente entradas en añ os‑ que pasaban por su despacho fuera del horario oficial.

Bromeamos un rato y despué s le expliqué el motivo de mi visita.

Me habí a metido en un buen lí o, fue lo primero que dijo. Gracias, ya me habí a dado cuenta.

Sabí a, evidentemente, quié n era el encausado y quié n era su padre. Pues sí, evidentemente, y gracias una vez má s por el tono tranquilizador. Cuando tenga algú n problema y necesite apoyo moral, ahora ya sé adonde tengo que dirigirme.

¿ Qué tal iba el juicio? Apestaba, ¿ qué otra cosa esperaba? Apestaba desde todos los puntos de vista. Esencialmente, era la palabra de ella contra la de é l, de entrada, en los hechos má s graves. El acoso telefó nico quedaba probado por los listados, pero eso era un delito menor. Habí a un par de certificados mé dicos emitidos por los servicios de urgencias que documentaban lesiones leves, pero, cuando se produjeron los hechos má s graves, durante la convivencia, ella no habí a solicitado atenció n mé dica. Se avergonzaba de contar lo que habí a ocurrido. Es lo que siempre sucede. Las machacan y despué s ellas se avergü enzan de ir a contar que sus maridos o sus compañ eros son unas bestias.

– Si quieres mi opinió n, creo que Fumai fue violada durante la convivencia. Ocurre muy a menudo, pero casi nunca se presenta denuncia. Les da vergü enza. Es increí ble, pero les da vergü enza.

– ¿ Quié n es el juez?

– Caldarola.

– Estupendo.

El juez Cosimo Caldarola era un buró crata triste e incoloro. Lo conocí a desde hací a má s de quince añ os, es decir, desde que empecé a ejercer en los tribunales, y jamá s lo habí a visto sonreí r. Su lema era: «no quiero lí os». Lo ideal para aquel juicio.

– Dame alguna otra buena noticia. ¿ Quié n es el abogado de nuestro amigo?

– ¿ Quié n crees tú?

– ¿ Dellissanti?

– ¡ Bravo! Ya verá s có mo no nos vamos a aburrir en este juicio.

Dellissanti era un cabró n. Pero bueno, peligrosamente bueno. Una especie de pit bull de ciento diez kilos. Nadie deseaba tenerlo por adversario. Yo lo habí a visto repreguntar a testigos del fiscal, conseguir hacerles decir una cosa e, inmediatamente despué s, justo todo lo contrario. Sin que se dieran cuenta. Por un breve instante tuve la inquietante visió n de mi frá gil cliente bregando con Dellissanti y pensé que está bamos bien arreglados. Pedí ver las actas y Alessandra Mantovani me dijo que estaban en la secretarí a. Podí a pasarme por allí, echar un vistazo al expediente y mandar que me fotocopiaran lo que me interesara.

Despué s de todas aquellas buenas noticias, me levanté para no seguir molestando.

– Espera ‑ me dijo, y empezó a rebuscar en los cajones de su escritorio.

Poco despué s, reunió un pequeñ o montó n de fotocopias que sacó de distintos cajones. Las introdujo en un sobre amarillo y me las entregó.

– Para las fotocopias de las actas, pá sate por secretarí a y paga los derechos. Pero é stas te las regalo yo. Creo que constituyen una lectura interesante. Para que te hagas una idea de la clase de sujeto que es nuestro amigo.

Cogí el sobre y me lo guardé en la cartera. Nos despedimos y me dirigí a secretarí a para hacer fotocopias del expediente. Pensaba que todo estaba saliendo de maravilla.

 

 

Fui a secretarí a y empecé a seleccionar las actas que me podí an ser ú tiles y, al poco rato, me di cuenta de que estaba perdiendo el tiempo só lo para ahorrarme un dinerillo en fotocopias y derechos de material de escritorio. Así que le dije al funcionario que querí a una copia í ntegra del expediente y que la necesitaba para aquella misma mañ ana. Pagué los derechos con sobretasa de urgencia y eso me hizo recordar que no les habí a pedido ni siquiera un anticipo a la señ orita Fumai y a su amiga la monja.

Regresé al despacho a la hora de la comida con todo un cartapacio de fotocopias.

Le dije a Maria Teresa que me pidiera un par de bocatas y una cerveza en el bar de abajo y, cuando llegó mi almuerzo, me puse a trabajar y a comer.

El expediente no contení a datos de especial interé s. En sí ntesis, ya lo sabí a todo.

Tal como habí a dicho Alessandra, los cargos contra Scianatico consistí an esencialmente en las declaraciones de mi cliente. Habí a un par de pruebas: dos certificados mé dicos, los listados telefó nicos. En un juicio normal, puede que eso hubiera sido suficiente. Pero el nuestro no era un juicio normal.

En cuestió n de una hora terminé de estudiar el expediente. Despué s abrí la cartera, saqué aquel sobre amarillo y examiné su contenido.

Eran fotocopias de un libro de criminologí a de un psiquiatra americano. Hablaba de un tipo de criminal con el que yo jamá s habí a tratado desde que era abogado. O puede que sí, pero sin saberlo. El stalker, el acosador.

En las primeras pá ginas, el autor citaba la legislació n de los Estados Unidos, numerosos estudios y el manual de clasificació n criminal del FBI, para terminar describiendo la figura del acosador como «un depredador que sigue furtiva y obstinadamente a una ví ctima sobre la base de un criterio especí fico y adopta una conducta encaminada a suscitar angustia emocional y tambié n el razonable temor a ser ví ctima de asesinato o a sufrir lesiones fí sicas; o que adopta una conducta continuada, voluntaria y premeditada consistente en seguir y acosar a otra persona».

En esencia, explicaba el autor, la persecució n es una forma de terrorismo dirigida contra un sujeto determinado con el propó sito de entrar en contacto con é ste y dominarlo. A menudo es un delito invisible hasta que estalla la violencia, a veces homicida. Entonces suele intervenir la policí a; pero entonces suele ser demasiado tarde.

El libro seguí a explicando que muchos hombres pertenecientes a la categorí a de acosadores ocultan su propia sensació n de dependencia detrá s de una imagen hipermasculina estereotipada y son cró nicamente agresivos en sus tratos con las mujeres.

Muchos acosadores de este tipo han sufrido traumas en su infancia. La muerte de un progenitor, abusos sexuales, malos tratos fí sicos o psicoló gicos u otros problemas. En resumen, los stalkers presentan generalmente un desequilibrio emocional que es un reflejo de situaciones infantiles que trastocaron su vida afectiva. Son incapaces de vivir el dolor de manera normal, de dejar correr las cosas y de buscar otra relació n. A menudo, la rabia generada por el abandono es una defensa contra el despertar del dolor y de la humillació n intolerables provocados por los rechazos experimentados en la infancia, dolor y humillació n que, al parecer, se añ aden a la pé rdida má s reciente.

El autor explicaba que es difí cil comprender la intensidad del temor y del desasosiego que experimentan las ví ctimas. El horror es tan intenso y constante que a menudo escapa a la comprensió n de quien no participa de é l.

Habí a un pá rrafo señ alado con un marcador anaranjado: «a medida que el acoso se intensifica, la vida del/de la perseguido/a se convierte en una cá rcel. La ví ctima pasa con rapidez de la cobertura protectora de la casa a la del lugar de trabajo y de nuevo a la de la casa, tal como ocurre con un detenido que pasa de una celda a otra. Pero a menudo ni siquiera el lugar de trabajo es un refugio. Algunas ví ctimas está n demasiado aterrorizadas como para salir de casa. Viven confinadas y solas, contemplando el mundo a hurtadillas, ocultas detrá s de las persianas cerradas».

Dejé escapar un rá pido silbido; casi un soplo de aire apenas modulado. Justo lo que me habí a dicho sor Claudia. Vive encerrada en casa, como si estuviera en la cá rcel. Eso habí a dicho, pero, en un primer momento, yo no habí a prestado demasiada atenció n a la frase.

Ahora me daba cuenta de que era algo má s que una ocurrencia.

Cogí de nuevo el expediente y volví a leer los cargos, que antes habí a mirado só lo por encima. El má s interesante era el correspondiente a la violencia privada, es decir, al acoso. Scianatico, aparte de malos tratos, lesiones y acoso telefó nico, estaba acusado:

«…del delito contemplado en los artí culos 81, 610, 61 n. 1 y 5 del Có digo Penal, porque, con varios actos de un mismo propó sito criminal, actuando por causas viles o en cualquier caso insignificantes y aprovechando circunstancias de tiempo, lugar y persona susceptibles de obstaculizar la defensa privada, obligaba a Martina Fumai (tras el cesamiento de la relació n de convivencia more uxorio en cuyo á mbito tuvo lugar el delito de malos tratos familiares descrito en la susodicha acusació n), utilizando la violencia y las amenazas explí citas, implí citas y en cualquier caso descritas con má s detalle en los cargos que siguen, 1) a tolerar su continuada, insistente y persecutoria presencia en las cercaní as del domicilio, en el lugar de trabajo y en cualquier caso en los lugares normalmente frecuentados por la ví ctima; 2) a abandonar progresivamente las habituales ocupaciones y relaciones sociales; 3) a vivir en su domicilio en situació n de esencial privació n de la libertad personal, imposibilitada de salir libremente de é l sin verse sometida a las vejaciones arriba señ aladas y asimismo mejor descritas en los cargos que siguen; 4) a trasladarse a/y abandonar su lugar de trabajo con una sustancial limitació n de su libertad personal y necesariamente en compañ í a (encaminada a prevenir o impedir las agresiones de Scianatico) de terceras personas…

Pensé que jamá s habí a reflexionado seriamente acerca de una situació n semejante. Claro que me habí a encargado otras veces de casos de matrimonios o convivencias que terminaban mal y por supuesto que me habí a enfrentado en otras ocasiones a la violencia y las vejaciones que a menudo se producen como consecuencia de estos epí logos. Pero siempre los habí a considerado hechos secundarios. Consecuencias de las relaciones que acaban mal. Pequeñ as violencias, insultos, acosos reiterados.

Hechos secundarios.

Jamá s me habí a parado a pensar en el extremo hasta el que estos hechos secundarios podí an llegar a destrozar la vida de las ví ctimas.

Volví a las fotocopias que me habí a facilitado Alessandra Mantovani.

El acosador es un depredador que adopta un comportamiento encaminado a suscitar en la ví ctima angustia emocional y tambié n el razonable temor a ser ví ctima de asesinato o sufrir lesiones fí sicas. Es difí cil darse cuenta de la intensidad del temor y del desasosiego que experimentan las ví ctimas. El horror es tan intenso y constante que a menudo escapa a la comprensió n de quien no participa de é l. Etc.

Empecé a experimentar una sana sensació n de rabia.

Entonces cerré el expediente, aparté a un lado las fotocopias y empecé a redactar el texto de la constitució n en parte civil.

 

 

Margherita se habí a ido dos dí as. A Milá n, por motivos de trabajo.

Yo regresé directamente a mi apartamento con la intenció n de entrenarme una media hora. Desde que me habí a semitrasladado a casa de Margherita, habí a organizado en mi apartamento un rincó n de gimnasia con unas pesas y un saco de boxeo.

Algunas veces conseguí a ir al gimnasio de verdad, saltar a la cuerda, golpear el saco y combatir unos cuantos asaltos. Y recibir unos cuantos puñ etazos en la cara por parte de unos chicos ya demasiado rá pidos para mí. Otras veces, en cambio, cuando era demasiado tarde, cuando no tení a tiempo o no me apetecí a preparar la bolsa de deportes e irme al gimnasio, me entrenaba por mi cuenta en casa.

Estaba a punto de cambiarme, pero pensé que aquel dí a ya era demasiado tarde hasta para entrenarme en casa. Ademá s, estaba casi satisfecho de mi trabajo ‑ lo cual me ocurrí a muy raras veces‑ y, por consiguiente, ni siquiera experimentaba la sensació n de culpa que por regla general me impulsaba a emprenderla a golpes con el saco.

Así que decidí prepararme la cena. Desde que se iniciara mi relació n con Margherita, en cuyo apartamento solí a pasar bastante tiempo, mi frigorí fico y mi despensa siempre estaban bien abastecidos. Antes no, pero, a partir de entonces, siempre.

Me doy cuenta de que puede parecer una situació n absurda, pero es así. Puede que fuera mi manera de asegurarme de que mi independencia estaba en cualquier caso a salvo. Puede simplemente que el hecho de convivir con Margherita me hubiera llevado a estar má s atento a los detalles, es decir, a las cosas má s importantes.

En resumen, sea como fuere, siempre tení a el frigorí fico y la despensa llenos. Ademá s, incluso habí a aprendido a cocinar. Y creo que eso tambié n estaba relacionado con Margherita. No sabrí a explicar exactamente de qué manera, pero estaba relacionado con ella.

Me quité la chaqueta y los zapatos y me dirigí a la cocina para ver si tení a los ingredientes necesarios para lo que habí a pensado preparar. Judí as blancas, romero, un par de cebollones, huevas prensadas de atú n. Y espaguetis. Habí a de todo.

Antes de empezar, fui a elegir la mú sica. Tras pasarme un rato indeciso delante de la estanterí a, escogí las poesí as de Yeats con mú sica de Branduardi. Regresé a la cocina cuando ya estaba empezando a sonar la mú sica.

Puse a hervir el agua para la pasta y le eché sal de inmediato. Una costumbre personal mí a, porque, si no lo hago enseguida, se me olvida y la pasta me sale sosa.

Limpié los cebollones, los corté en rodajas finas y los puse a freí r en la sarté n con el aceite y el romero. Al cabo de cuatro o cinco minutos añ adí las judí as y una pizca de guindilla. Los dejé cocer mientras echaba en el agua doscientos gramos de espaguetis. Los escurrí cinco minutos despué s, porque a mí la pasta me gusta muy entera, y los salteé en la sarté n con el condimento. Tras haberlo puesto todo en el plato, lo espolvoreé abundantemente (má s de lo que exigí a la receta) con los huevas de atú n.

Me puse a cenar casi a las doce de la noche y me bebí media botella de un vino blanco siciliano de catorce grados que habí a probado unos meses atrá s en una enoteca y del que al dí a siguiente me habí a comprado dos cajas.

Al terminar, cogí uno de los libros del montó n de las ú ltimas adquisiciones, todaví a sin leer, que habí a dejado en el suelo al lado del sofá. Elegí una edició n de bolsillo de Penguin Books.

My family and other animals, de Gerald Durrell, el hermano del má s famoso ‑ y mucho má s aburrido‑ Lawrence Durrell. Era un libro que yo habí a leí do en traducció n italiana muchos añ os atrá s. Bien escrito, inteligente y, sobre todo, hilarante. Como pocos.

Ú ltimamente habí a decidido retomar el inglé s ‑ de muchacho lo hablaba casi bien‑ y por eso habí a empezado a comprarme libros de autores norteamericanos e ingleses en su idioma original.

Me tumbé en el sofá, me puse a leer y, casi simultá neamente, a reí rme solo sin recato.

Pasé sin darme cuenta de las carcajadas al sueñ o.

Un sueñ o bueno, fluido, sereno, lleno de ensoñ aciones juveniles.

Ininterrumpido hasta la mañ ana del dí a siguiente.

 

 

Cuando me dirigí a la secretarí a para depositar la constitució n en parte civil, tuve la sensació n de que el funcionario encargado de la recepció n de las actas me miraba de una manera un poco rara.

Mientras me retiraba, me pregunté si se habrí a fijado en el proceso del que yo me habí a constituido en parte civil y si era por eso por lo que me habí a mirado de aquella manera. Me pregunté si aquel secretario mantendrí a algú n tipo de relació n con Scianatico padre, o quizá con Dellissanti. Despué s me dije que tal vez me estaba empezando a volver un poco paranoico y lo dejé correr.

Por la tarde recibí en mi despacho una llamada de Dellissanti y, de esta manera, por lo menos supe que no me estaba volviendo paranoico. El secretario no debí a de haber tardado má s de un minuto en llamarlo para comunicarle la noticia despué s de haber recibido mi saludo de despedida.

Parte de la afortunada situació n profesional de Dellissanti se basaba en la cuidadosa gestió n de sus relaciones con secretarios, asistentes y ujieres. Regalos para todos por Navidad y por Pascua. Regalos especiales ‑ e incluso muy especiales, se decí a por los pasillos‑ para alguno en concreto, en caso necesario.

No perdió tiempo con preá mbulos ni circunloquios.

– Me he enterado de que te has constituido en parte civil en representació n de esa Fumai.

– Es evidente que las noticias vuelan. Menudo espí a que tienes en la secretarí a, supongo.

Aquel secretario era un tipo bajito y delgado. Pero Dellissanti no captó el doble sentido. O, si lo captó, no le pareció gracioso.

– Está claro que has comprendido quié n es el encausado, ¿ verdad?

– Vamos a ver… pues sí, el señ or, es decir, el doctor Gianluca Scianatico, natural de Bari…

Me estaba cabreando por aquella llamada y querí a ponerlo nervioso. Lo conseguí.

– Guerrieri, no seamos niñ os. ¿ Sabes que es hijo del presidente Scianatico?

– Sí. No me habrá s llamado só lo para facilitarme esta informació n, supongo.

– No. Te he llamado para decirte que te está s metiendo en una historia acerca de la cual no has comprendido nada y que só lo te reportará problemas.

Silencio a mi lado de la lí nea. Querí a ver hasta dó nde podí a llegar.

Transcurrieron unos cuantos segundos hasta que é l recuperó el control. Y probablemente pensó que no era oportuno decir cosas demasiado comprometedoras.

– Escú chame, Guerrieri. No quiero que haya malentendidos entre nosotros. Por eso ahora voy a intentar explicarte bien cuá l es el objeto de mi llamada.



  

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