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Gianrico Carofiglio 2 страница



No habí a oí do hablar de eso y é l me explicó lo que era. Sor Claudia permanecí a en silencio, sin quitarme los ojos de encima. Desprendí a un leví simo perfume que yo no sabí a identificar.

Safe Shelter era una comunidad con sede secreta ‑ que siguió siendo secreta incluso despué s de nuestra conversació n‑ en la que se acogí a a mujeres ví ctimas de trata de blancas, de verdugos, maltratadas por maridos violentos y obligadas a abandonar el domicilio conyugal, ex prostitutas y colaboradoras de la justicia.

Cuando ellos ‑ la policí a o los carabineros‑ necesitaban colocar a alguna de estas personas, sabí an que siempre tení an abierta la puerta de Safe Shelter. Incluso de noche o en dí as festivos.

Tancredi hablaba, yo asentí a con la cabeza y sor Claudia me miraba. Estaba empezando a sentirme un poco incó modo.

– Muy bien pues, ¿ en qué puedo servirles? ‑ dije, pero ya mientras terminaba de pronunciar la frase me sentí un perfecto imbé cil.

Como cuando se me escapan expresiones del tipo «qué hay», o «buen dí a» o «¿ todo bien? », etc.

Tancredi no prestó atenció n y fue directamente al grano.

– Hay una chica que colabora como operadora voluntaria en la comunidad de sor Claudia. En realidad, colaboraba. Ahora no se encuentra en las mejores condiciones para hacerlo. Bueno, te voy a contar brevemente la historia. Hace unos añ os esta chica conoce a un tí o. Lo conoce despué s de un difí cil perí odo de su vida que, en realidad, jamá s ha sido fá cil. Este individuo parece un prí ncipe azul. Amable, atento, enamorado. Rico. E incluso guapo, dicen las mujeres. Prá cticamente perfecto. En resumen, a los pocos meses se van a vivir juntos. Por suerte, sin casarse.

Era una historia que ya me habí an contado otras veces y no só lo por motivos de trabajo. Por eso me colé en una pausa del relato de Tancredi.

– Y, al cabo de unos cuantos meses de convivencia, é l empieza a cambiar. Al principio, ya no es tan amable; despué s empieza a mostrarse violento, en un primer momento só lo de palabra, pero má s tarde tambié n fí sicamente. En resumen, la convivencia se convierte en un infierno. ¿ Es eso?

– Má s o menos. Por lo que respecta a la primera parte de la historia. A lo mejor, el resto te lo quiere contar sor Claudia.

Buena idea, pensé. Así dejará de mirarme de esa manera, que ya me está empezando a poner nervioso.

Sor Claudia tení a una voz suave y femenina, casi hipnó tica. En contraste con su aspecto, con su cara, con su mirada. Seguro que sabe cantar, pensé mientras ella daba comienzo a su relato.

– Yo digo que no cambió despué s del inicio de la convivencia. Ya era así antes. Simplemente dejó de fingir porque ya no lo consideraba necesario. A aquellas alturas, ella le pertenecí a. Empezó a ofenderla, despué s a pegarle y, a continuació n, a hacerle cosas que ella misma podrá contar, si quiere. Má s adelante, a montar guardia cerca de su lugar de trabajo, convencido de que ella tení a un amante. Para pillarla desprevenida. Como es natural, jamá s la pilló, porque no habí a nada que descubrir. Pero eso no lo tranquilizó. Intensificó su maldad. Cuando una noche ella le dijo que ya no podí a má s y que, si la situació n no terminaba, se irí a, é l la machacó.

Interrumpió bruscamente su relato. Su rostro decí a que habrí a querido estar presente cuando ocurrieron los hechos. Y no para quedá rselos mirando.

– Al dí a siguiente, ella cogió algunas de sus cosas, só lo las que podí a llevar sin ayuda, y se fue a casa de su madre. Antes viví a en su propio apartamento, pero lo habí a dejado al irse a vivir con é l. A partir de aquel momento empezó la persecució n. Delante del despacho. Delante de casa de su madre. Por la mañ ana. Por la noche. La seguí a. La llamaba al mó vil. La llamaba a casa. A todas horas del dí a y, sobre todo, de la noche.

– ¿ Qué le decí a?

– De todo. Dos veces le pegó por la calle. Una mañ ana se encontró el coche completamente arañ ado con un destornillador. Como es natural, no hubo pruebas de que hubiera sido é l. En cualquier caso y resumiendo, su vida, tal como usted ha dicho, abogado, se convirtió en un infierno. Yo y las chicas de la comunidad estamos tratando de ayudarla. Cuando podemos, la acompañ amos y la vamos a recoger al trabajo. Durante unas cuantas semanas, estuvo viviendo en la casa‑ refugio, que por lo menos es un lugar que é l no conoce y en el que no la puede encontrar. Pero eso no son soluciones. Ya no tiene vida, no puede salir de noche, no puede salir a dar un paseo, ir a comprar al supermercado, nada sin el terror de encontrá rselo delante. O a su espalda. Y, en efecto, ya no sale. Vive encerrada en casa, como si estuviera en la cá rcel. En cambio, é l puede andar por ahí tranquilamente.

– Pero ¿ ha presentado una denuncia, esta chica?

Contestó Tancredi.

– Ha presentado tres. Una a los carabineros, una a nosotros en la comisarí a y la tercera directamente a la Fiscalí a del Estado. Por suerte, esta ú ltima le fue asignada a la Mantovani, que trabajó en el caso como Dios manda. Hizo las investigaciones que se podí an hacer, escuchó a la chica, obtuvo los listados de los telé fonos y los certificados mé dicos y despué s solicitó la captura sin pé rdida de tiempo del animal.

– ¿ Con qué cargos?

– Malos tratos y actos de violencia con agravantes. Pero fue inú til. El juez rechazó la petició n señ alando que no habí a motivos para adoptar medidas preventivas. Y ahora llegamos a la parte má s interesante del asunto. Porque sor Claudia ha venido para preguntarte si está s dispuesto a asumir la defensa de esta chica y a constituirte en parte civil en su nombre. Despué s de que otros dos compañ eros tuyos se hayan negado a hacerlo. Un malpensado dirí a: «por la misma razó n que ha inducido al juez a no detener a ese caballero».

Le pedí que me lo explicara mejor y é l se limitó a pronunciar un nombre. Me lo hice repetir para estar seguro de que habí a oí do bien. Cuando tuve la certeza de que está bamos hablando de la misma persona, solté una especie de silbido. Sin decir nada.

Tancredi me contó el resto. La fiscal sustituta Mantovani, inmediatamente despué s de haber recibido la negativa a la petició n de medidas preventivas, habí a solicitado el enví o a juicio. É l habí a recibido la citació n para la vista y habí a ido a ver a la chica a la puerta de su casa.

Le dijo que lo denunciara todas las veces que quisiera, total, a é l no le iba a pasar nada. Porque nadie tendrí a el valor de tocarlo. Y añ adió que, de paso, la harí a picadillo.

Por eso ella necesitaba un abogado. Porque tení a miedo, pero no querí a echarse atrá s. Tancredi tambié n me reveló quié nes eran mis dos compañ eros de profesió n a los que habí a recurrido la muchacha antes que a mí. Uno habí a dicho que lo sentí a, pero que tení a por principio no asumir la defensa de la parte civil. Yo sabí a muy bien quié n era y me pregunté si conocí a siquiera el significado de la palabra principio.

El otro habí a dicho que estaba desbordado de trabajo y que, por desgracia, no podí a aceptar el caso. Por desgracia, claro. En aquel momento, la muchacha estaba desesperada y aterrorizada. No sabí a qué hacer. Habí a hablado con sor Claudia y é sta habí a hablado con Tancredi. Para pedirle consejo. É ste le habí a mencionado mi nombre. Y ambos habí an ido a verme. Sin la chica. Ni siquiera le habí an hablado de la reunió n porque, si yo tambié n me negaba, sor Claudia no querí a que la chica lo supiera.

Llegados a aquel punto, el relato ya habí a terminado. No me tení a que sentir obligado a aceptar el caso, terminó diciendo Tancredi. Si me negaba, ellos lo comprenderí an. Y estaban seguros de que no alegarí a motivos de principios o de exceso de trabajo para negarme.

Silencio.

Miré a sor Claudia. No tení a la pinta de alguien capaz de comprenderlo. Para nada.

Me pasé la mano por la cara a contrapelo de la barba, que ya me habí a vuelto a crecer desde la mañ ana. Despué s me pellizqué cuatro o cinco veces la mejilla entre el í ndice y el pulgar sin dejar de rascarme la barba.

Al final, hice una mueca de suficiencia y me encogí de hombros. No habí a ningú n problema, dije. Yo era un abogado y un cliente era igual que otro. Mientras lo decí a, pensé que era una gilipollez.

Me pareció que los rasgos de sor Claudia se relajaban imperceptiblemente. Algo similar al alivio. Tancredi sonrió sin apenas mover los labios, con cara de no haber tenido jamá s la menor duda acerca del resultado de la partida.

Ya no quedaba apenas nada que decir. La chica tendrí a que acudir a mi despacho para firmarme el poder. Y para conocernos, claro, puesto que yo estaba a punto de convertirme en su abogado. Despué s yo irí a a ver al ministerio pú blico para hacer las copias del expediente. Me lo tendrí a que estudiar todo rá pidamente. El juicio empezarí a dentro de dos semanas. Le pedí a sor Claudia que me dejara un nú mero de telé fono y, tras dudar un instante, ella anotó en un papelito el nú mero de un mó vil.

– Es mi nú mero. Un telé fono que está siempre encendido.

Cuando se fueron, me apoyé de espaldas contra la puerta, mirando al techo. Hice el gesto de buscar en los bolsillos el paquete de cigarrillos que no estaba allí.

 

 

Por regla general, yo tambié n me habrí a tenido que ir. Ya habí a superado ampliamente mi horario, no habí a pasado por casa ni siquiera cinco minutos desde que saliera por la mañ ana y necesitaba darme una ducha y quizá tambié n comer algo.

Pero, en lugar de irme, me quedé en el despacho. Me senté detrá s del escritorio de mi secretaria. Para pensar, o algo por el estilo.

Gianluca Scianatico era un cé lebre imbé cil. Un tí pico y conocido exponente de la Bari pija. Algo mayor que yo, ex mató n fascista, jugador de pó quer. Y cocainó mano, segú n se decí a.

Era mé dico y trabajaba en un hospital universitario de la Policlí nica. Nadie que conociera ciertos ambientes de Bari podí a creer que hubiera llegado hasta allí ‑ licenciatura, cursos de especializació n, oposició n, etc. ‑ por sus propios mé ritos.

Su padre era Ernesto Scianatico, presidente de una de las salas de lo penal del Tribunal de Alzada. Uno de los hombres má s poderosos de la ciudad. Sobre é l, sus amistades, sus asuntos extrajudiciales, se habí a dicho prá cticamente todo. Siempre en voz baja, en los pasillos del tribunal o en otro lugar. Se hablaba de declaraciones anó nimas acerca de toda una serie de hechos relacionados con é l, tanto de manera directa como indirecta. Se decí a que algú n abogado, y tambié n algú n magistrado, habí a intentado denunciarlo.

Se sabí a que todas aquellas declaraciones, tanto anó nimas como firmadas, no habí an surtido el menor efecto. El presidente Scianatico era de esos que saben cubrirse las espaldas.

Una de las ideas má s estú pidas que se le podí an ocurrir a alguien que se dedicara a mi oficio ‑ el de abogado penalista en Bari‑ era enfrentarse con é l. Aproximadamente la mitad de los juicios, tras la sentencia de primera instancia, pasaba a su sala para la revisió n del juicio. Es decir, aproximadamente la mitad de mis juicios pasaba a aquella sala para la revisió n. Se me estaba abriendo un brillante futuro profesional, pensé.

– Enhorabuena, Guerrieri ‑ dije entonces en voz alta, tal como me ocurrí a desde la infancia cuando mis pensamientos se volví an demasiado ruidosos‑, has encontrado una vez má s un folló n en el que meterte. Has superado el fatí dico umbral de los cuarenta, pero tu habilidad para acabar en lí os de todo tipo, orden y condició n sigue absolutamente intacta. Bravo.

Me quedé un buen rato así, preocupado. Con la mirada vagando por las estanterí as y entre los volú menes que las llenaban.

Despué s me harté.

Una constante de mi vida es que, al cabo de un rato, siempre me harto de todo.

De las cosas buenas y de las malas.

De casi todo.

En cualquier caso, mientras dejaba de preocuparme, acudieron a mi mente algunas de las cosas que poco antes me habí a contado Tancredi. De cuando é l habí a ido a verla tras haber recibido la citació n. ¿ Qué le habí a dicho? Ah, sí. Que podí a denunciarlo todas las veces que quisiera, total, a é l no le ocurrirí a nada. A é l nadie tendrí a el valor de tocarlo.

Y de esta manera, mientras dejaba de preocuparme, empecé a cabrearme. Me hizo falta muy poco para llegar al punto justo.

– A tomar por culo Scianatico, padre e hijo. A tomar por culo los dos. Ahora veremos si no te puede ocurrir lo que se dice nada, cabró n.

Despué s me dije que aqué l sí era el momento de irme a casa.

Eso me lo dije mentalmente. Señ al de que el estruendo del cerebro se estaba amortiguando.

 

 

Martina Fumai se presentó en el despacho sobre las siete de la tarde siguiente en compañ í a de sor Claudia. Maria Teresa las hizo pasar a mi despacho y yo las invité a sentarse en las dos sillas que habí a delante de mi escritorio.

Martina era muy agraciada, cabello castañ o corto, muy bien maquillada, un no sé qué de huidizo en la mirada y los gestos. Muy delgada. Una delgadez un poco antinatural, como si hubiera seguido una dieta y no se hubiera detenido en el momento adecuado. Llevaba un suave perfume y puede que se hubiera puesto má s del necesario.

Hablaba en voz baja y, nada má s sentarse, me preguntó si podí a fumar. Podí a, por supuesto que podí a, y entonces ella se encendió un fino cigarrillo sacado de una cajetilla blanca con motivos florales. Una marca desconocida. La clase de cigarrillos que jamá s me han gustado. Tení a un encendedor cilí ndrico con la cara de Betty Boop. Pensé que debí a de significar algo.

Me agradeció que hubiera aceptado el caso. Yo le dije que no habí a ningú n problema ‑ justamente así, con una expresió n que detesto: no hay ningú n problema‑ y despué s le entregué las hojas con los poderes que tení a que firmar.

Me preguntó si hací a bien en constituirse en parte civil. Por supuesto que no. Es una locura. Saldremos con los huesos rotos. Tú y, sobre todo, yo. Y todo porque de niñ o leí a tebeos de Tex Willer y ahora no soy capaz de echarme atrá s cuando serí a lo má s inteligente que se podrí a hacer. Como en este caso precisamente. Tal como han hecho mis pragmá ticos compañ eros.

Pero no lo dije. En vez de eso, la tranquilicé. Le dije que no tení a que preocuparse, que efectivamente no era un procedimiento fá cil, pero que lo abordarí amos de la mejor manera posible, con decisió n pero tambié n con prudencia. Y todo un montó n de bobadas por el estilo. Al dí a siguiente irí a a la Fiscalí a para hablar con la representante del ministerio pú blico y recoger los papeles. Dije que, por suerte, la magistrada Mantovani, era una persona seria. Y eso era cierto.

Dije que nos volverí amos a ver cuando yo hubiera examinado los papeles, unos cuantos dí as antes de la vista. Preferí a hablar del caso tras haberme hecho una idea de lo que contení a el expediente.

La reunió n duró una hora como mucho. Durante todo este tiempo sor Claudia no dijo ni una sola palabra. Se pasó el rato mirá ndome con aquellos ojos indescifrables.

Cuando se fueron, dirigí casi involuntariamente una mirada a sus ajustados vaqueros. Fue só lo un momento, antes de recordar que era una monja y que aqué lla no era manera de mirar a una monja.

 

 

Llegó una vez má s el fin de semana. Nos habí an invitado a una fiesta dos amigos de Margherita. Rita y Nicola. Alocados pero simpá ticos. Para disponer de má s espacio, se habí an ido a vivir a un chalet de las afueras de la ciudad, junto a la vieja carretera que conduce al sur y discurre entre el mar y el campo.

Dicho de esta manera, podrí a parecer romá ntico. Pero el chalet estaba medio en ruinas, el jardí n parecí a el de la casa de los Usher, tal como lo describe Poe en su cé lebre relato y, a pocos metros de la verja, se reuní an cada noche unas chicas del Este má s o menos vestidas, segú n la temporada. Los vehí culos de sus clientes se detení an prá cticamente en casa de Rita y Nicola. Llegaban constantemente hasta bien entrada la noche. De vez en cuando tambié n aparecí an la policí a o los carabineros, hací an una redada de clientes y de chicas, repatriaban a algunas y, durante unos cuantos dí as, cesaba el trá fico. Despué s, en cuestió n de una semana, todo volví a a ser como antes. La campiñ a que se extendí a en la parte de atrá s del chalet estaba poblada por manadas de perros asilvestrados y salpicada de ruinas que se utilizaban como depó sitos de objetos robados. Eso yo podí a afirmarlo con conocimiento de causa, puesto que uno de los contrabandistas que usaban aquellas ruinas era cliente mí o y una vez habí a sido detenido mientras descargaba un camió n de aparatos de alta fidelidad precisamente en una de aquellas barracas.

Para Rita y Nicola todo aquello no suponí a aparentemente ningú n problema. Pagaban un alquiler tan bajo que hasta resultaba ridí culo por má s de trescientos metros cuadrados de superficie que en el centro de la ciudad jamá s se habrí an podido permitir el lujo de conseguir. El chalet estaba lleno de toda suerte de cosas de lo má s extrañ as. Y, cuando se celebraba alguna fiesta, de personas de lo má s extrañ as.

Rita era pintora y daba clases en la Academia de Bellas Artes. Nicola era propietario de una librerí a especializada en new age, filosofí as y prá cticas orientales y esoterismo.

Una de las habitaciones del chalet estaba decorada con esteras en el suelo y espejos en las paredes. Allí se hací an seminarios de meditació n trascendental, de tai chi chuan, de shiatsu; reuniones de estudio acerca del Libro Tibetano de los Muertos, el horó scopo chino y similares.

Nicola era una especie de Buda del extrarradio, estilo personaje de Hanif Kureishi, para entendernos. Só lo que no actuaba en el Londres de los añ os setenta, sino en la Bari del dos mil. Má s concretamente, entre el barrio de Iapigia y Torre a Mare.

 

Antes de salir, en el momento de prepararme, mientras me estaba lavando los dientes delante del espejo del cuarto de bañ o, me pareció ver algo bajo los ojos. Como una ligera sombra o una leve hinchazó n. Enjuagué el cepillo, lo dejé en su sitio y miré con má s detenimiento. Eran efectivamente dos ligerí simas inflamaciones entre los ojos y los pó mulos.

Bolsas debajo de los ojos, pensé textualmente. Me cago en la mar. Mierda.

Con cierto titubeo y sin dejar de mirarme al espejo, acerqué el í ndice de la mano derecha a una de aquellas… cosas. Allí estaban. Lo decí a el tacto ademá s de la vista.

Probé a tirar hacia abajo con el dedo de aquella piel que ya no me parecí a la mí a. No era elá stica; tení a la debilitada resistencia de un tejido un poco desgastado. Eso pensé, por lo menos en aquel momento.

Entonces me empecé a estudiar la cara muy de cerca en el espejo. Me di cuenta de que tení a arrugas en las comisuras de la boca, cerca de los ojos y, sobre todo, en la frente. Largas y profundas como trincheras. ¿ Có mo era posible que me hubieran salido sin que me diera cuenta? Me pellizqué la piel en distintos puntos de la cara para ver cuá nto tiempo tardaba en volver a su sitio. Mientras hací a el experimento, me vino a la mente cuando de pequeñ o, sentado en el regazo de la bisabuela, le pellizcaba las mejillas. Tiraba de ellas hacia abajo y despué s observaba có mo la piel volví a a su sitio. Muy despacio.

Eso me hizo recordar tambié n el cuello, todo lleno de arrugas y pliegues, de la bisabuela. Entonces estudié el mí o. Que, naturalmente, era el cuello normal de un señ or de cuarenta añ os, sano y en aceptable buena forma fí sica. Mi bisabuela, cosa en la cual no me habí a detenido a pensar en un primer momento, tení a por lo menos ochenta y cinco añ os en la é poca de mi recuerdo, y puede que algunos má s.

Estaba a punto de dar comienzo a una afanosa bú squeda de señ ales del tiempo ‑ que evidentemente habí a pasado sin que yo me diera cuenta‑ cuando sonó el timbre de la puerta. Entonces, consultando el reloj, observé en este orden: a) que Margherita ya estaba lista y llamaba a mi puerta probablemente pensando que yo tambié n lo estaba, puesto que ya era la hora de irnos; b) que no estaba listo en absoluto; c) que, a lo mejor, me estaba agilipollando ligeramente.

Fui a abrir, no señ alé el punto c) a Margherita (y para evitar que lo percibiera ella sola por su cuenta, me abstuve tambié n de preguntarle si, a su juicio, yo tení a arrugas o bolsas debajo de los ojos), terminé de prepararme a toda prisa y, un cuarto de hora despué s, ya está bamos en la calle. Por aquella noche dejé de preocuparme por el paso del tiempo y por los anexos dermatoló gicos.

Ya desde fuera del chalet se oí a la mú sica. Instrumentos de viento y de cuerda, tonalidades remotas y mí sticas, algunos golpes de gong. Lo mejor de la new wave vietnamita, me explicó alguien poco despué s. Un gé nero musical que me encanta escuchar. Incluso durante cinco minutos seguidos.

La casa estaba llena de humo de incienso y de personas. Algunas eran casi normales.

Margherita desapareció casi de inmediato en la niebla y entre la gente; poco despué s la vi charlando con un tipo alto, delgado y barbudo, de unos cincuenta añ os. El barbudo vestí a un impecable traje cruzado prí ncipe de Gales y, allí en medio, parecí a una aparició n irreal. Yo no conocí a a casi nadie y no me apetecí a demasiado conversar con los pocos que conocí a. Así que me entregué casi de inmediato a la comida, que estaba abundantemente dispuesta encima de una larga mesa.

Habí a una cosa que parecí a una especie de gulasch, pero que no era hú ngara, sino indonesia, y se llamaba rendang de buey. Despué s habí a algo semejante a una paella, pero que no era españ ola, sino tambié n indonesia y se llamaba nasi goreng. Y despué s una cosa que parecí a una inofensiva ensalada mixta italiana. Pero no era italiana ‑ tambié n era indonesia‑ y, sobre todo, no era inofensiva. Cuando la probé, tuve la sensació n de haberme metido en la boca la llama oxhí drica de un soplete. No recuerdo su nombre indonesio exacto, pero la traducció n sonaba má s o menos así: ensalada de verduras con salsa muy picante.

Sea como fuere, me lo comí todo, incluso unas crepes de mango con salsa de coco y un pastel de plá tanos y canela. Puede que estas dos cosas fueran vietnamitas; en cualquier caso, estaban muy ricas.

Me di una vuelta por la casa y mantuve charlas insulsas con sujetos alelados. De vez en cuando veí a a Margherita, que seguí a conversando con el barbudo. Empecé a molestarme ligeramente y miré a mi alrededor en busca de alguien que tuviera un cigarrillo que ofrecerme. Pero enseguida recordé que habí a dejado de fumar y, de todos modos, nadie fumaba. El humo es decididamente old age.

Estaba sentado en un sofá, bebié ndome el cuarto ‑ o puede que el quinto‑ vaso de vino tinto procedente de viñ edos de agricultura ecoló gica. Se parecí a un poco al viejo Folonari toscano, pero, bueno, tampoco querí a ser tan tiquismiquis.

Se sentó a mi lado una chica vestida estilo revolució n cultural. Pantalones de tela color azul cielo y una chaqueta‑ camisa del mismo tejido con cuello a la coreana.

Era muy mona, tirando má s bien a rolliza, piercing con un brillantito en la nariz, cabello largo negro y ojos azules. Tení a un aire vagamente soñ ador ‑ o vagamente idiota‑ en la mirada, pensé. Habló sin previo aviso.

– A mí esta mú sica vietnamita no me gusta mucho.

Entonces no eres tan tonta como pareces, pensé. Me alegro. A mí tampoco me gusta, es má s, se me antoja una serenata para uñ a y pizarra. Estaba a punto de decir algo por el estilo cuando ella añ adió:

– A mí me gusta mucho la mú sica tibetana. Creo que es má s adecuada para evocar auté nticos momentos de meditació n.

Ah, ya. La mú sica tibetana. Perfecto.

– ¿ Has escuchado alguna vez mú sica tibetana?

No me miraba a la cara. Estaba sentada con aire muy comedido casi en el borde del sofá, con la mirada dirigida hacia delante. Directamente hacia delante, clavada en un punto indefinido, como una loca. Mientras me disponí a a contestar, me di cuenta de que estaba adoptando la misma posició n.

– ¿ Tibetana? No estoy muy seguro. A lo mejor…

– Pues deberí as. Es la mejor para desbloquear los chakras, para dejar libre el paso de la energí a. Estando a tu lado, percibo que tienes un aura intensa, un gran potencial energé tico, pero que no eres capaz de liberarlo.

Me bebí otro buen trago de Folonari ecoló gico y decidí liberar mi potencial energé tico. Allí y en aquel momento. Pensé que se lo habí a buscado.

– Qué raro. Me dijeron algo muy parecido, con otras palabras, claro está, cuando me empecé a interesar por la astrologí a druí dica.

La otra se volvió a mirarme, mostrando ahora en sus ojos algo muy similar a una atenció n primordial.

– ¿ Astrologí a druí dica?

– Pues sí. Es un sistema astroló gico de fundamentos esoté ricos, elaborada por los sumos sacerdotes de Stonehenge.

– Ah, Stonehenge. Aquella ciudad antigua de Escocia, con aquellas extrañ as construcciones de piedra.

Analfabeta. Stonehenge no está en Escocia, sino en Inglaterra, y, como todo el mundo sabe, no es una ciudad.

No lo dije de esta manera. La felicité por el hecho de que conociera Stonehenge, nos presentamos ‑ Silvana se llamaba‑ y despué s la ilustré en los principios de la astrologí a druí dica. Disciplina inventada por mí aquella noche en su honor. Le hablé de los ritos astroló gicos en las noches del solsticio de verano, de las intersecciones astrales y de las afinidades siderales. Fuese lo que fuera lo que todo eso significaba.



  

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