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Gianrico Carofiglio

Con los ojos cerrados

 

 

Gianrico Carofiglio

Con los ojos cerrados

 

Guido Guerrieri 02

Traducció n de Marí a Antonia Menini

Tí tulo original: Ad occhi chiusi

 

PRIMERA PARTE

 

 

Nadie deja de fumar.

Como mucho, se deja en suspenso. Durante unos dí as. O unos meses; o unos añ os. Pero nadie deja de hacerlo. El cigarrillo sigue ahí, al acecho. Algunas veces aparece en mitad de un sueñ o, puede que incluso despué s de cinco o diez añ os de haberlo «dejado».

Entonces notas el tacto de los dedos sobre el papel; notas el ligero, sordo y tranquilizador ruido que produce cuando lo golpeas sobre la superficie del escritorio; notas el contacto de los labios con el filtro ocre; notas el chasquido de la cerilla y ves la llama amarilla de base azul.

Notas hasta el golpe en los pulmones y ves el humo que se disipa entre los papeles, los libros, la tacita de café.

Entonces te despiertas. Y piensas que un cigarrillo, uno solo, no puede hacer dañ o. Que lo podrí as encender porque siempre tienes aquella cajetilla de emergencia guardada en el cajó n del escritorio o en algú n otro sitio. Pero despué s te dices, naturalmente, que la cosa no funciona de esta manera; que, si enciendes uno, encenderá s otro y despué s otro, etc., etc. A veces funciona; otras no. Pase lo que pase, en aquellos momentos comprendes que la expresió n dejar de fumar es un concepto abstracto. La realidad es distinta.

Y, ademá s, hay ocasiones má s concretas que los sueñ os. Las pesadillas, por ejemplo.

 

Ya hací a varios meses que no fumaba.

Regresaba de la Fiscalí a del Estado, donde me habí a pasado un buen rato examinando las actas de un proceso en el que tení a que constituirme en parte civil. Y sentí a unas ganas terribles de entrar en un estanco, comprarme un paquete de cigarrillos á speros y fuertes ‑ tal vez unos MS amarillos‑ y fumá rmelos hasta reventarme los pulmones.

El encargo me lo habí an confiado los padres de una niñ a que habí a caí do en la trampa de un pedó filo. É ste se habí a acercado a la puerta de una escuela, habí a llamado a la niñ a y ella lo habí a seguido. Ambos habí an entrado juntos en el portal de un viejo edificio. Una bedela que habí a presenciado la escena tambié n entró en el portal. El cerdo estaba restregando la pata sobre el rostro de la niñ a, que mantení a los ojos cerrados y no decí a nada.

La bedela gritó. El cerdo se largó, levantá ndose el cuello de la chaqueta. Un recurso habitual pero eficaz, pues la bedela no consiguió verle bien la cara.

Cuando la niñ a habló, con la ayuda de una experta psicó loga, se descubrió que no habí a sido la primera vez. Y ni siquiera la segunda o la tercera.

Los agentes de la policí a hicieron bien su trabajo, identificaron al maní aco y lo fotografiaron a escondidas. Delante de la oficina municipal donde trabajaba como un funcionario modelo. La niñ a lo reconoció. Señ alando la fotografí a con el dedo mientras le castañ eteaban los dientes y apartando finalmente la mirada.

Cuando fueron a detenerlo, los agentes encontraron una colecció n de fotografí as. De pesadilla.

Las mismas que yo habí a visto aquella mañ ana en el expediente.

Tení a ganas de romperle la cara a alguien. Al cerdo, a ser posible. O a su abogado. Habí a escrito que «las declaraciones de la niñ a ofrecen una evidente falta de credibilidad, fruto de las fantasí as morbosas tí picas de ciertos sujetos en edad preadolescente». Le habrí a partido la cara. Tambié n se la habrí a partido a los jueces que presidieron el recurso de solicitud de la condicional y que habí an dejado al preso bajo arresto domiciliario. En aquella resolució n se leí a que «para evitar el riesgo de reiteració n de conductas innegablemente graves como las contempladas en el expediente era suficiente una restricció n de la libertad personal en la forma atenuada del arresto domiciliario».

Tení an razó n. Té cnicamente, tení an razó n. Bien lo sabí a yo, que era abogado. Yo mismo me habí a mostrado favorable a aquella medida en numerosas ocasiones. Para mis clientes. Ladrones, estafadores, atracadores, individuos en quiebra e incluso algú n que otro camello.

Pero no violadores de niñ os.

En cualquier caso, querí a romperle la cara a alguien.

O fumar.

O hacer cualquier otra cosa que no fuera regresar a mi despacho y ponerme a trabajar.

 

 

Pero regresé al despacho y trabajé sin hacer ninguna pausa, ni siquiera para ir a comer algo, hasta bien entrada la tarde. Despué s le dije a Maria Teresa que tení a algo urgente que hacer y me fui a la librerí a.

Estuve dando vueltas entre las estanterí as hasta la hora del cierre y fui el ú ltimo en salir, cuando la persiana metá lica ya estaba medio bajada y los dependientes permanecí an todos en fila junto a la caja, mirá ndome sin la menor simpatí a.

 

Llamé al timbre de casa de Margherita y esperé a que me abriera.

Tení a las llaves, pero casi nunca las utilizaba. Lo mismo hací a ella con mi apartamento, dos pisos má s abajo.

Cada uno conservaba su vivienda, con los libros, los pó sters, los discos y todo lo demá s; el desorden, concretamente en mi pequeñ o apartamento. El suyo era un á tico grande, bonito y ordenado. No de manera obsesiva. El orden propio de quien controla con serenidad la situació n. Entre nosotros dos, el control lo ejercí a ella, pero a mí me parecí a bien.

El ú nico cambio tuvo lugar en su casa. Compramos una cama enorme. La má s grande que habí a, y la colocamos en su dormitorio. Me apropié del rincó n de un armario y dejé allí unas cuantas cosas mí as. Despué s ocupé un estante del cuarto de bañ o. Y nada má s.

A menudo me quedaba a dormir en su casa. Pero no siempre. A veces me apetecí a quedarme a ver la televisió n hasta muy tarde ‑ cada vez menos‑ y a veces querí a leer hasta muy tarde. A veces era ella la que querí a dormir sola, sin nadie a su alrededor. A veces, uno de los dos salí a con sus amigos. A veces ella viajaba por asuntos de trabajo y yo me quedaba en mi casa. No entraba nunca en la suya cuando ella no estaba. Y la echaba de menos a las pocas horas de haberse ido.

Volví a pulsar el timbre justo en el momento en que se abrí a la puerta.

– ¿ Nervioso?

– ¿ Sorda?

– Si quieres quedarte en ayunas, basta con que lo digas. No es necesario andarse con indirectas ni rodeos.

No querí a quedarme en ayunas y desde el interior del apartamento me llegaban los deliciosos efluvios de una comida recié n preparada. Levanté las manos a la altura del pecho, le enseñ é las palmas en señ al de rendició n y entré pasando entre su cuerpo y el marco de la puerta.

– ¿ Te he dado permiso para entrar?

– Te he comprado un libro.

Ella me miró las manos vací as y yo me saqué del bolsillo de la trenca la bolsita de la librerí a. Entonces cerró la puerta.

– ¿ Qué es?

– Constantinos Kavafis. Es un poeta griego. Escucha esto: Í taca.

Abrí el librito blanco, me senté en el sofá y leí.

– Tienes que desear que el camino sea largo. / Que sean muchas las mañ anas de verano / cuando en los puertos ‑ al final y con cuá nta alegrí a‑ / tú toques tierra por vez primera: / detente en los emporios fenicios y compra ná cares corales y á mbares / valiosas mercancí as todas ellas, tambié n perfumes / penetrantes de todas clases, todos los embriagadores / perfumes que puedas, / visita muchas ciudades egipcias / aprende muchas cosas de los sabios. / Que tengas siempre Í taca en la mente / que llegar a ella sea tu constante pensamiento. / Por encima de todo, no apresures el viaje, / cuida de que dure mucho tiempo, añ os…

Margherita me quitó el libro de las manos. Marcando la pá gina con un dedo, miró la tapa ‑ ninguna ilustració n, só lo una poesí a, tambié n allí ‑, pasó los dedos por la cartulina blanca y lisa; leyó la contraportada. Despué s regresó al poema que yo le estaba leyendo y vi que moví a en silencio los labios.

Al final, me volvió a mirar y me dio un rá pido beso.

– De acuerdo. Te puedes quedar a cenar. Lá vate las manos. Pon un disco y pon la mesa. En este orden.

Me lavé las manos. Puse a Tracy Chapman. Puse la mesa y me serví un vaso de vino. Todaví a me apetecí a un cigarrillo, pero por aquel dí a el peor momento ya habí a pasado.

 

 

Despué s de cenar a ambos nos apetecí a salir. Decidimos ir a un local que habí a abierto unos cuantos meses atrá s. Una vieja nave industrial reformada donde se podí a comer, se podí a beber, se podí a coger un libro, o un perió dico, o un juego. Sobre todo, habí a una minú scula sala de cine donde, a partir de medianoche y hasta la madrugada, pasaban viejas pelí culas ininterrumpidamente.

Podí as presentarte a cualquier hora de la noche y siempre habí a gente. Me parecí a una especie de avanzadilla contra la trivialidad de los ritmos ordinarios. Dí a / trabajo / vigilia / gente. Noche / casa / descanso / soledad.

El cine, sobre todo, era precioso. Mi cine ideal.

Habí a unas cincuenta localidades, no estaba prohibido hablar, la gente se podí a mover y se permití a beber. A veces, entre una pelí cula y otra, serví an espaguetis, o, cerca ya de la madrugada, café con leche en grandes tazas sin asa y croissants rellenos de nocilla.

A la mañ ana siguiente yo no tení a ninguna vista y, por consiguiente, me lo podí a tomar todo con un poco má s de calma. Margherita trabajaba las horas que ella querí a. Así que nos vestimos y salimos de muy buen humor.

Almacenes de Ultramar, se llamaba el local. Llegamos allí poco despué s de las once y, como de costumbre, habí a gente a pesar de que está bamos a media semana. A muchos de los que habí a sentados alrededor de las mesas los conocí a de vista. Má s o menos los que se veí an en ciertos locales, en ciertos conciertos y en ciertas fiestas. Má s o menos como yo.

Yo trataba de darme un aire distante y autoiró nico en cuanto a mi presencia en aquellos ambientes ‑ má s o menos de izquierdas, má s o menos intelectuales, má s o menos sin problemas econó micos, má s o menos por encima de los treinta y por debajo de los cincuenta (bueno, no, tambié n algunos por encima de los cincuenta)‑, pero los seguí a visitando. Como todos los demá s.

Aquella noche la primera pelí cula del programa era House of Games. Una de mis diez pelí culas preferidas. Una extraordinaria historia, nocturna y alucinada, de psiquiatras y estafadores.

Faltaban por lo menos tres cuartos de hora para el comienzo de la pelí cula. Margherita vio a dos amigas sentadas a una mesa, se acercó a saludarlas y ellas nos invitaron a sentarnos. Las amigas de Margherita eran novias y ambas se llamaban Giovanna. Y hasta se parecí an. Ambas llevaban ropa de hombre y ambas se moví an con gestos masculinos. Hasta el extremo de que me pregunté cuá les serí an sus papeles ‑ si es que los habí a‑ en la pareja. Iban al mismo gimnasio de artes marciales que Margherita.

– ¿ Os quedá is a ver la pelí cula? ‑ preguntó Margherita.

– No, no creo. Mañ ana Giovanna tiene que madrugar ‑ dijo Giovanna.

– Sí, nos terminamos este ron y nos vamos a dormir ‑ añ adió Giovanna.

En cierto modo me ignoraban. Quiero decir que ambas se habí an vuelto hacia Margherita, hablaban só lo con ella y habrí a podido jurar que no la miraban con inocencia.

En determinado momento Giovanna le preguntó a Margherita si habí a decidido apuntarse con ellas al curso de paracaidismo.

¿ Qué curso de paracaidismo?

– Lo estoy pensando. Me encantarí a. Es algo que quiero probar desde hace muchos añ os. Só lo que no estoy segura de que tenga tiempo.

Conseguí meterme en la conversació n.

– Perdona, ¿ qué es esta historia del curso de paracaidismo?

– Ah, un amigo de las Giovannas es instructor de paracaidismo. Las ha invitado un montó n de veces a participar en un curso. Ya sabes, para sacarse el tí tulo. Y ellas me han invitado tambié n a mí.

Te han invitado tambié n a ti porque se te quieren tirar. Quieren que te saques el tí tulo de lesbiana. Eso es: el tí tulo de lesbiana voladora.

No se lo dije así. Claro. Nosotros, los hombres de izquierdas, no decimos estas cosas; como mucho, las pensamos. Y, ademá s, las dos Giovannas parecí an muy capaces de arrancarme las pelotas y de jugar con ellas al flipper por mucho menos.

Guardé silencio mientras ellas hablaban del curso de paracaidismo y de lo sensacional que iba a ser, del poco tiempo que exigí a en realidad ‑ dos horas semanales entre teorí a y preparació n fí sica‑ y del hecho de que con só lo tres saltos te daban el tí tulo.

Me vino a la cabeza la idea de hacer algú n comentario mordaz acerca del cará cter imprescindible del tí tulo de paracaidista para una joven profesional urbana a la entrada del nuevo milenio. Y, claro, realmente era una suerte que con só lo tres lanzamientos se pudiera sacar aquel tí tulo. Pues sí, chicos, só lo tres lanzamientos.

Me quedé callado, e hice muy bien. Porque tener el valor de lanzarme desde un avió n en el cielo, en el vací o, sin miedo, era uno de mis sueñ os má s secretos y prohibidos. Un sueñ o que jamá s habí a tenido el valor de revelar a nadie y que, lo sabí a muy bien pasados los cuarenta, jamá s tendrí a el valor de cumplir.

Un sueñ o que ahondaba en mis miedos y mis fantasí as de niñ o y que estaba allí para recordarme el paso del tiempo. Y el resto de cosas ‑ pequeñ as y grandes‑ que habrí a querido hacer y que nunca habí a tenido el valor de hacer. Que nunca habrí a tenido el valor de hacer.

Consiguieron convencerla de que encontrarí a tiempo para seguir aquel curso. Se pusieron de acuerdo para verse dos dí as despué s en la sede de la asociació n de paracaidismo deportivo, donde las tres se matricularí an juntas con un descuento gracias al amigo de las dos Giovannas.

– Yo me voy a ver la pelí cula. Empieza dentro de dos o tres minutos. Pero tú no te preocupes, qué date charlando tranquila ‑ dije dignamente.

– No, no. Yo tambié n vengo. Ellas ya se van.

Las dos Giovannas asintieron. Una de las dos, con un gesto de auté ntico duro de pelí cula, apuró lo que quedaba en su vaso. Nos saludaron ‑ en realidad, saludaron a Margherita‑ y se fueron.

Nosotros entramos en la pequeñ a sala de cine cuando las luces ya se habí an apagado y la pelí cula estaba empezando. Antes de abandonarme a las atmó sferas nocturnas y surrealistas de David Mamet, pensé, só lo durante un segundo, en lo mucho que me habrí a gustado lanzarme al vací o desde un avió n o desde cualquier otro lugar bien alto.

Al vací o. Sin temor.

 

 

– ¿ Quiere saber de dó nde he sacado este dinero, abogado?

Yo no querí a saber de dó nde habí a sacado aquel dinero el señ or Filippo Abbrescia, apodado Pupuccio el Negro. Era un viejo cliente mí o y su oficio consistí a en robar y estafar a las aseguradoras, aunque cuando los jueces le preguntaban, decí a ser albañ il.

A la mañ ana siguiente tení amos un juicio en el tribunal de apelació n. Por asociació n ilí cita y estafa, precisamente, y habí a venido para pagar. Por eso yo no querí a conocer el origen del dinero que estaba a punto de entregarme. Pero, aun así, é l me lo dijo.

– Abogado, he acertado una combinació n de tres aciertos, correspondiente a las extracciones de la sede de la Lotto de Bari. La primera vez en mi vida.

Puso una cara muy rara, Pupuccio el Negro. Me dije que era la cara de alguien que se habí a pasado la vida robando y ahora no se podí a creer que hubiera ganado algo. Me dije que, como muchos otros, se dedicaba a robar y a estafar porque no se le habí a ofrecido otra opció n. Me dije que me estaba volviendo gilipollas por momentos y que me deslizaba sin remedio hacia lo paté tico.

Así que llamé a Maria Teresa y le confié el dinero que é l habí a dejado encima del escritorio; despué s Pupuccio y yo repasamos lo que ocurrirí a al dí a siguiente.

Tení amos dos posibilidades, le dije. La primera era ir a juicio; en primera instancia lo habí an condenado a cuatro añ os ‑ pocos, pensé yo, para todas las estafas que habí a cometido‑ y yo podí a intentar conseguir que lo absolvieran. Pero si se confirmaba la sentencia no tardarí a en regresar a la cá rcel. La segunda era cerrar un acuerdo con el sustituto del fiscal general. Por norma, a los fiscales generales sustitutos ‑ y tambié n a los jueces del tribunal de apelació n‑ les gustan los acuerdos. Todo va muy rá pido, la vista termina a media mañ ana y cada cual puede regresar tranquilamente a su casa o a donde le dé la gana.

En realidad, a los abogados tambié n les gustan los acuerdos en el tribunal de apelació n. Todo se hace muy rá pido y cada cual puede regresar tranquilamente a su despacho o a donde le dé la gana. Pero eso no se lo dije a Pupuccio.

– Y, si llegamos a un acuerdo, ¿ cuá nto tendré que cumplir, abogado?

– Pues mira, creo que podrí amos intentar acordar dos añ os y medio. No será fá cil porque el ministerio pú blico es muy duro, pero lo podemos intentar.

Estaba mintiendo. Conocí a al sustituto del fiscal general que al dí a siguiente estarí a en la Audiencia. Serí a capaz de pactar dos meses con tal de irse y no hacer una mierda. No podí a decirse que fuera muy trabajador. Pero eso no se lo podí a decir a Pupuccio el Negro o a los que eran como é l.

La secuencia en casos como é ste era la siguiente: decir que el ministerio pú blico era muy duro; decir que se intentarí a llegar a un acuerdo, pero que no serí a nada fá cil y no podí a garantizarse; plantear como hipó tesis una condena decididamente superior a la que yo tení a previsto conseguir; llegar al acuerdo que ya tení a previsto alcanzar desde un principio, confirmar mi fama de abogado cojonudo y de confianza; embolsarme el resto de los honorarios.

– ¿ Dos añ os y medio? ¿ Y vale la pena llegar a un acuerdo, abogado? Ya casi da lo mismo ir a juicio.

– Sí, claro, lo podrí amos intentar ‑ dije en tono pausado y ecuá nime‑. Pero si se confirman los cuatro añ os, vuelves al trullo. Eso lo tienes que saber.

Pausa profesional. Despué s añ adí:

– Por debajo de tres añ os, está la libertad bajo custodia prestando servicios sociales a la comunidad. Tú verá s.

Pausa del cliente ahora.

– Vale, abogado, pero procure que sean menos de dos añ os y medio. Cualquiera dirí a que he matado a alguien. Dos o tres estafas habré cometido.

Yo pensé que, en resumidas cuentas, habrí a cometido por lo menos doscientas estafas, aunque los carabineros só lo hubieran descubierto unas quince; tambié n habí a formado parte de aquella asociació n para delinquir que precisamente se encargaba de cometer estafas a escala industrial; y tení a unos bonitos antecedentes penales, llenos de eso que se llama antecedentes especiales. No me parecí a oportuno entrar en detalles al respecto con el señ or Filippo Abbrescia.

– Muy bien, Pupuccio. Tú me firmas ahora el poder y mañ ana no vayas a la Audiencia.

De esta manera, no me veré obligado a montar numeritos y nos arreglaremos en un momento con el sustituto del fiscal general, pensé.

– Vale, abogado, pero por lo que má s quiera, procuremos que sea lo mí nimo.

– No te preocupes, Pupuccio. Y despué s ven a mi despacho y te digo có mo ha acabado. Y, cuando salgas, que mi secretaria te dé la minuta.

Ya se habí a levantado, pero aú n se encontraba delante del escritorio.

– ¿ Abogado?

– Dime.

– Abogado, pero, ¿ por qué hace la minuta? Despué s tendrá que pagar impuestos sobre ese dinero. ¿ Vale la pena? Recuerdo que cuando vení a a verle al principio, usted no hací a minutas.

Yo me quedé mirá ndolo desde mi asiento, de abajo a arriba. Era cierto. Durante muchos añ os, buena parte del dinero que habí a ganado habí a sido en negro. Despué s, cuando cambiaron tantas cosas en mi vida, empecé a avergonzarme de semejante conducta. No se trataba de una reflexió n lú cida acerca del tema. Simplemente me avergonzaba defraudar a Hacienda y entonces ‑ casi siempre y conforme a una valoració n personal de lo justo que era pagar al erario pú blico para cumplir con mi deber‑ extendí a minutas y pagaba un montó n de dinero en concepto de impuestos. Era uno de los cuatro o cinco abogados má s ricos de Bari. Segú n la declaració n de la renta.

Pero estas cosas no se las podí a contar al señ or Filippo Abbrescia, llamado Pupuccio el Negro. No lo habrí a comprendido; es má s, habrí a pensado que estaba un poco mal de la cabeza y habrí a cambiado de abogado. Cosa que yo no querí a. Era un buen cliente y, en resumidas cuentas, un hombre de bien que pagaba con puntualidad. Algunas veces incluso con dinero que no procedí a de un delito.

– La Policí a Fiscal, Pupuccio, la Policí a Fiscal. En estos momentos los abogados la tenemos encima. Tenemos que andarnos con cuidado. Montan guardia cerca de los despachos, ven cuá ndo baja un cliente y despué s comprueban si tiene la minuta. Si no la tiene, entran en el despacho y efectú an la comprobació n. Y entonces se acaba el trabajo. Yo prefiero no correr el riesgo.

Pupuccio pareció aliviado. Yo era un poco gallina, pero, en el fondo, pagaba los impuestos para evitar males peores. É l no lo habrí a hecho, pero podí a comprenderlo.

Esbozó una especie de saludo militar, acercando la mano a una imaginaria visera. Adió s, abogado; adió s, Pupuccio.

Despué s dio media vuelta y se fue.

Cuando hubo transcurrido por lo menos un minuto y estuve seguro de que ya habí a abandonado el despacho, me puse a hablar solo en voz alta.

– Soy un gilipollas. De acuerdo, soy un gilipollas. ¿ Hay alguna ley que lo prohí ba? ¿ No? Pues entonces me comportaré como un gilipollas todo lo que me dé la gana.

Despué s apoyé la cabeza contra el respaldo del silló n y me quedé contemplando un punto indefinido del techo.

Permanecí de aquella guisa un tiempo indeterminado hasta que sonó el telé fono.

 

 

Maria Teresa contestó, como siempre, al tercer timbrazo. Al momento oí el zumbido de la lí nea interna.

– ¿ Qué hay?

– El inspector Tancredi, de la Brigada Mó vil.

– Pá samelo.

Tancredi era casi un amigo. Sin que jamá s nos hubié ramos tratado, yo tení a ‑ y creo que é l tambié n la tení a‑ la sensació n de que habí a algo en comú n entre nosotros. La clase de policí a que desearí as encontrar cuando eres la ví ctima de un delito; la que desearí as evitar como la peste si el delito lo has cometido tú. Sobre todo, cierto tipo de delitos. Tancredi se encargaba de maní acos, violadores, pedó filos y similares. Ninguno de ellos se habí a alegrado de que Tancredi se hubiera encargado de é l.

– Carmelo. ¿ Có mo está s?

– Hola, Guido. Estoy bien, má s o menos. ¿ Y tú?

Hablaba en voz baja, con un ligero acento siciliano. Oyé ndolo hablar por telé fono sin conocerlo, uno habrí a podido imaginarse a un hombretó n alto, grueso y barrigudo. Tancredi no medí a má s de metro setenta, era delgado y llevaba el cabello un poco largo y siempre alborotado y tení a un poblado bigote negro. Despachamos rá pidamente los cumplidos y despué s me dijo que tení a que verme. Un asunto de trabajo, especificó. ¿ Del mí o o el suyo? Del mí o y del suyo, en cierta manera. Querí a ir a verme al despacho con una persona. No dijo quié n era la persona ni yo se lo pregunté. Le dije que nos podí amos ver pasadas las ocho, cuando yo me quedara solo en mi despacho. Le iba bien y quedamos así.

 

Llegaron sobre las ocho y media. Ya se habí an ido todos y fui yo mismo a abrir la puerta.

Tancredi iba acompañ ado de una treintañ era o poco má s. Debí a de medir por lo menos un metro setenta y cinco y llevaba el cabello recogido en una coleta, vestí a unos vaqueros desteñ idos y un gastado chaleco de piel negra.

Una compañ era de Tancredi, pensé, aunque jamá s la habí a visto. Tí pico estilo masculino de agente femenina de la brigada antitironeros o de la de lucha contra la droga. Debí a de haberla liado y ahora necesitaba un abogado. Al verla ‑ con aquella cara de alguien con quien no desearí as pelearte‑, pensé que podí a haber llegado a maltratar a algú n sospechoso o un detenido. Son cosas que ocurren en los cuarteles y las comisarí as.

Los hice pasar a mi despacho y allí Tancredi hizo las presentaciones.

– El abogado Guido Guerrieri…

Le tendí la mano, esperando oí r algo así como «el agente Fulana o el inspector (en Italia no hay que llamar jamá s inspectora a un inspector de policí a de sexo femenino: se cabrean como fieras) Zutana». Pero Tancredi no dijo nada de eso.

– …y ella es sor Claudia.

Me volví hacia Tancredi y despué s volví a mirar a la cara a la chica. É l esbozaba una leve sonrisa, como si le hiciera gracia comprobar mi asombro; ella no sonreí a. Me estrechó la mano sin decir ni una sola palabra, mirá ndome directamente a la cara con una expresió n extrañ amente concentrada. Só lo en aquel momento presté atenció n al minú sculo crucifijo de madera que llevaba colgado alrededor del cuello con un cordoncito de cuero.

– Sor Claudia es la directora de Safe Shelter. ¿ Has oí do hablar de esto?



  

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