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(Negras: Rey d5). (Blancas: c4 +)



(Negras: Rey d5)

Los ojos.

Quiero abrirlos.

Y no puedo.

Siento una voz, en alguna parte, pero no la distingo, ni sé lo que me está diciendo. Es como la suma de muchas voces, de muchos sentimientos. Me llaman, me llaman.

Sigo intentá ndolo.

A un paso de la rendició n, de decir adió s, pero sigo, sigo intentá ndolo.

Necesito tan só lo hacer el ú ltimo movimiento.

Parece tan fá cil…

 

 

 

(Blancas: c4 +)

Eloy se sorprendió al ver có mo el camello, de pronto, parecí a detenerse en una fracció n de segundo, justo para cambiar el rumbo, casi de forma fulminante, saliendo de estampida hacia la izquierda.

A su derecha vio a dos hombres, tambié n corriendo hacia el fugitivo.

– ¡ Alto, Mosca! ‑ gritó uno de ellos.

– ¡ Quieto! ‑ ordenó el otro.

No tení a ni idea de quié nes eran, pero desde luego iban tras su perseguido igualmente. No perdió tiempo en dudas o vacilaciones. La ventaja se decantaba de su lado.

– ¡ Es la policí a! ‑ oyó gritar a Má ximo‑. ¡ Ya es nuestro!

Corrí an codo con codo, a la par. Má ximo se desvió un poco, para sortear un automó vil. Eloy no. De un salto se subió a su capó, y de é l pasó a otro vehí culo, como si acabase de encontrar un atajo aé reo.

– ¡ Mosca, maldita sea! ‑ volvió a oí rse la voz de uno de los policí as.

Eloy saltó a un tercer coche.

El camello ya no estaba a má s de diez metros.

Aunque iba a salir de entre los vehí culos aparcados, para volver a correr en lí nea recta.

Hizo un ú ltimo esfuerzo. Ahora é l iba en cabeza. Un ú ltimo esfuerzo por Luciana, por su vida.

El amor, tanto como el odio, pusieron las definitivas alas a sus pies.

Su perseguido giró la cabeza, como si percibiera su aliento.

Y entonces…

El camello resbaló, pisó algo, o fue su propia velocidad. Fuere como fuere sus piernas salieron disparadas hacia arriba, mientras el resto de su cuerpo se le quedaba atrá s. Manoteó en el aire, sorprendido, un breve instante.

Despué s cayó al suelo, de nuca.

El grito de victoria de Eloy se confundió con el sordo ruido del crá neo humano astillá ndose, lo mismo que una cá scara de huevo vací a. Fue audible desde la distancia.

El camello rebotó junto a una acera.

Llevaba algo en la mano.

Un paquete pequeñ o que a duras penas, y má s por instinto, consiguió echar por el agujero de la alcantarilla que quedaba allí, a su alcance, antes de quedarse definitivamente quieto.

– ¡ No! ‑ aulló Eloy comprendiendo de qué se trataba.

 

 

 



  

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