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(Blancas: Rey d2)



No habí a ni rastro del camello, así que el primer atisbo de frustració n asomaba ya en sus rostros cansados de mirar a todas partes, luchando contra los flashes de las luces estroboscó picas y el movimiento continuo de la discoteca, la mú sica y los gritos de los que intentaban hablar entre sí.

Como ellos ahora.

– ¡ Yo creo que no está! ¡ Lo verí amos! ¡ Un tí o de má s de veinte aquí canta mucho!

– ¡ Puede que esté fuera, apostado en alguna parte, y que no le hayamos visto, o que haya llegado mientras tanto!

– ¿ Y si preguntá ramos a uno de é stos dó nde poder comprar algo?

– ¿ Está s loco? ¿ Crees que todos hacen lo mismo o qué?

Má ximo los miró como si así fuera.

– ¿ Salimos? ‑ propuso Cinta.

– ¡ Sí! ‑ accedió Eloy.

Regresaron a la puerta del Popes. Tardaron cerca de tres o cuatro minutos en abrirse paso por entre los cuerpos juveniles que pululaban por el espacio lú dico. Un portero con aires de gorila les puso el habitual sello invisible en la muñ eca, mirá ndolos imperté rrito. Una vez fuera empezaron a moverse de nuevo por el aparcamiento y las proximidades de la discoteca, que ocupaba un lugar propio en la calle, abierta a los cuatro vientos. No tardaron en regresar a las inmediaciones del recinto, má s y má s desconcertados. De no haber sido por la determinació n de Eloy, Santi y Má ximo ya habrí an arrojado la toalla, convencidos de que el camello no estaba por allí ni tení a intenció n de ir.

Pero les bastó con ver la cara de su amigo.

– Volvamos dentro ‑ ordenó é l‑. Y esta vez nos separaremos. Yo iré al lavabo, tú te pones entre la pecera del disc jockey y la barra del bar, y Cinta y Santi que se queden en la puerta, viendo a todo el que entra y sale.

– Bien ‑ asintió ella.

Má ximo y Santi no dijeron nada.

Volvieron a meterse en el Popes.

 

 

 



  

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