|
|||
(Negras: Torre f1)– ¿ Qué edad tienen sus hijos, jefe? No le gustaba que le llamasen «jefe». Le sonaba a pelí cula de gá ngsters americana. Pero se olvidó de ello por la sorpresa de la pregunta. – Veintitré s, diecinueve y quince. – La mí a tiene siete, y el golferas tres, que menudo toro está hecho. – Cuando son pequeñ os sufrimos porque son pequeñ os y parecen indefensos, y cuando son mayores sufrimos porque son mayores y se creen que lo saben todo ‑ contestó Vicente Espinó s. Quizá lo mejor era hablar, aunque fuera de aquello. Llevaban demasiado rato en silencio, envueltos en el ruido del trá fico del anochecer. – Lo de esa chica es un palo, ¿ verdad? – ¿ Lo dices por sus padres? – Y por nosotros. La prensa va a hincarle el diente al tema. Una cosa es que la palme un drogata, y otra una chica normal y corriente que habí a salido a divertirse. – Cada fin de semana mueren una docena de chicos y chicas jó venes por accidentes de circulació n. – Ya, pero son una docena, como dice. É sta está sola, y ademá s está en coma, porque si te mueres, a los pocos dí as ya no es noticia, pero como siga así mucho tiempo… ¿ Pongo la sirena, jefe? Esto no se mueve. – No, no la soporto. – ¿ Sus hijos salen de noche? Era una buena pregunta. – Sí ‑ convino con desgana. – Y llegan de madrugada, claro. Como todos. No hací a un mes que le habí a encontrado a Fernando, el de diecinueve añ os, una pastilla de hierba en un cajó n. – Roca, no me toques los huevos, ¿ quieres? – Jefe, si yo só lo… – Y no me llames jefe. – Vaya ‑ suspiró el policí a‑, parece que é ste va a ser un caso movido. Tení a su gracia, por el acento y la forma de decirlo, así que hasta forzó una media sonrisa en sus labios. – Tú está te alerta con el toro ese que dices que tienes, que ya verá s dentro de quince añ os. – No, si ahora ya puede conmigo. – Pues eso. – Pero una buena leche a tiempo… – Ya. – La culpa es nuestra, que como se lo damos todo hecho… – Roca. – ¿ Qué, jef… inspector? – No me filosofees, ¿ vale? Y pon la sirena para salir de este atasco, pero luego la apagas. No tuvo que decí rselo dos veces. En un minuto ya estaba pisando el acelerador casi a fondo.
|
|||
|