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(Blancas: Alfil e5). (Negras: Torre x f3)



(Blancas: Alfil e5)

– Eso debe quedar por aquí, ¿ no? ‑ dijo Santi mirando por la ventanilla.

– Supongo, no sé ‑ hizo lo mismo Má ximo.

– Ahí delante ‑ les indicó el taxista‑. Pasado el pró ximo semá foro.

– Bueno ‑ suspiró Cinta.

Los dos chicos la miraron a ella, como si fuera la jefa o tuviera algo má s que decir.

– ¿ Qué hacemos? ‑ quiso saber Santi al ver que su novia no seguí a hablando.

– ¿ Qué quieres que hagamos?

– No sé. Una vez que nos reunamos con Eloy…

– Todos estamos fastidiados ‑ reconoció la muchacha‑, pero esto es de Eloy, así que lo ú nico… tratar de que no haga nada… En fin, ya me entendé is.

– Va a ser muy complicado.

– ¿ Tú está s bien? ‑ Santi le cogió una mano.

No se habí an tocado desde que estuvieron en la cama juntos.

– Sí.

– ¿ De verdad?

– Sí, de verdad.

No lo estaba, pero ahora al menos no se sentí a como en su casa, con aquella presió n y aquel miedo, pensando en Luciana.

Incluso agradeció el contacto lleno de calor de Santi.

El taxi recorrió el ú ltimo tramo de calle.

– ¡ Ahí está Eloy! ‑ Má ximo fue el primero en verlo.

 

 

 

(Negras: Torre x f3)

Eloy ya habí a visto el taxi, primero porque su velocidad decrecí a, despué s por el intermitente indicando que se detení a, y, finalmente, porque sentados detrá s contó tres cuerpos. Cuando el vehí culo se detuvo, abrió la puerta. Má ximo fue el primero en bajar, seguido de Cinta que iba en medio. Santi estaba pagando la carrera.

– ¡ Jo, tí o! ‑ expresó su liberació n de tensió n Má ximo‑. ¿ Có mo te lo has montado?

– Por Raú l.

– ¿ Has localizado a Raú l? ‑ abrió los ojos Cinta.

– Primero he estado en casa de Paco y Ana, y despué s lo he pillado a é l. Le hubiera traí do conmigo de no haber estado completamente ido.

– Lo suyo es demasiado ‑ reconoció Má ximo.

Santi ya estaba fuera. El taxista les dirigió una ú ltima mirada, sobre todo a ella, y luego arrancó alejá ndose de allí.

Se quedaron solos.

– ¿ Dó nde está? ‑ quiso saber Má ximo.

– En una discoteca llamada Popes, aquí cerca.

– No la conozco ‑ plegó los labios Santi.

– Es de barrio, quinceañ eros y gente así ‑ le informó Eloy.

– ¿ Seguro?

– Raú l me ha dicho que sí, que a esta hora y en sá bado suele estar siempre ahí.

– ¿ Y de veras crees que saber lo que hay en una pastilla de esas puede ayudar a Luciana? ‑ repitió Cinta la misma duda que aquella mañ ana.

– El mé dico lo dijo, ¿ no? ¿ Se os ocurre algo mejor para ayudarla?

Ninguno tení a una respuesta vá lida. Eso zanjó el tema.

Quedaba, tan só lo, dar el primer paso.

– ¿ Qué hacemos?

Se miraron los cuatro. Las diferencias de la mañ ana habí an desaparecido. Eran cuatro amigos unidos por las circunstancias, pero tambié n por algo surgido má s allá de ellas. Algo que só lo conocí an ellos mismos, igual que lo conocí an todos los que compartí an un mismo sentimiento comú n en la adolescencia.

Por lo general, ese sentimiento se desvanecí a despué s.

Aunque eso aú n no lo sabí an, lo intuí an por la vida de sus padres.

– Vamos ya, ¿ no?

– Espera ‑ le detuvo Cinta.

Eloy sintió la presió n de la mano de su amiga en el brazo. Se detuvo y la miró a los ojos. Los tení a enrojecidos, y no era necesario preguntar por qué.

– Tranquila ‑ musitó comprendiendo el tono de su inquietud‑. Lo primero es Luciana.

Entonces Cinta lo abrazó.

Un abrazo cá lido, de corazó n, preñ ado de emociones sin medida. Y é l le correspondió con la misma intensidad.

Fue lo ú ltimo antes de que los cuatro echaran a andar calle arriba.

 

 

 



  

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