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(Negras: f6)



Poli Garcí a entró en el bar, se detuvo en la misma puerta, y miró en direcció n a la barra. El ú nico camarero era Victorino, y no le hizo ningú n gesto, así que acabó de traspasar el umbral y caminó unos pasos, no en direcció n a la barra, sino hacia una de las mesas ubicadas en la parte posterior. Se sentó en una de las sillas de plá stico, y se apoyó con cansancio sobre el má rmol de la mesa, circular y castigado por miles de partidas de dominó. Tener mesas con la superficie de má rmol y sillas de plá stico era un antagonismo muy propio de Alejandro Castro. El muy…

Esperó casi cinco minutos. Se le hicieron eternos. Acabó llamando a Victorino para que le trajera una cerveza. El camarero no dijo nada, ni antes, ni durante ni despué s de serví rsela. No hací a falta. Se la dejó sobre la mesa, con el pequeñ o ticket de la consumició n al lado. Pero sí desapareció unos segundos por la puerta de atrá s, para regresar al instante, tal cual, manteniendo su mutismo. Poli cogió el ticket maquinalmente. En la parte superior estaba escrito el nombre del local: Bar Restaurante La Perla. Muy adecuado, pensó.

Jugó con é l, enrollá ndolo, matando el tiempo de espera.

Alejandro Castro acabó asomando la cabeza por la misma puerta, miró hacia é l y le hizo un leve gesto. No tení a cara de buenos amigos, má s bien de todo lo contrario. Poli se levantó con la intenció n de ir tras é l. Le detuvo la voz de Victorino.

– ¡ Eh, tú, paga!

Poli le lanzó una mirada de ira. Era un desgraciado. No tení a agallas má s que para ser camarero.

– ¿ Qué pasa? Tengo que volver a salir, ¿ no?

– Mira, esto no es gratis, y tú eres capaz de irte por la puerta de atrá s, así que…

Todaví a llevaba el ticket en la mano, pero no miró el importe. Sacó dos monedas de cien pesetas y una de veinticinco y las dejó en el plato. El ticket se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Fue otro gesto maquinal. Lo ú nico que querí a era pasar de Victorino, hablar con Castro y largarse de allí cuanto antes.

Se metió por la puerta del fondo del local y fue tras los pasos del dueñ o del tinglado. Allí habí a un pasillo que daba al almacé n, a la cocina, a los retretes y, finalmente, en la parte posterior, a un par de despachos. Uno tení a la puerta abierta. Entró. Alejandro Castro ya lo esperaba, sentado detrá s de la mesa de su despacho. La cerró y cubrió la breve distancia que lo separaba de la ú nica silla libre frente a la mesa.

– ¿ Qué está s haciendo aquí? ‑ le espetó sin contemplaciones el hombre.

A Poli Garcí a no le gustó su tono.

– Esa crí a está en coma ‑ le dijo.

El otro valoró debidamente la informació n, pero sin pestañ ear.

– ¿ Y qué? ‑ acabó diciendo.

– ¿ Sabes lo que eso significa? ‑ se movió inquieto en la silla el camello‑. ¡ Van a remover cielo y tierra por su culpa!

– Oye, tú, tranquilo ‑ Alejandro Castro le apuntó con un dedo‑. Cada dí a mueren drogatas, y una docena de chicos y chicas sufren comas etí licos o golpes de calor o lo que sea. Y no pasa nada. Nunca pasa nada.

– ¡ Esto es diferente!

– No grites, Poli.

– Esto es diferente ‑ repitió cambiando la voz aunque no el nerviosismo‑. Sé de qué va. Era una crí a, ya sabes, quince, diecisé is o diecisiete añ os. Los perió dicos van a meter bulla, y la policí a montará una de las suyas. ¡ Ya me está n buscando!

– ¿ Có mo que te está n buscando?

– He ido a mi pensió n y la dueñ a me ha dicho que uno que conozco, Vicente Espinó s, andaba tras de mí.

– Será una casualidad.

– ¡ Y una leche, casualidad!

– Te han detenido otras veces por camello, así que…

– Mira, Castro, yo me abro. He venido a devolverte las pastillas y a liquidar.

Sacó un montó n de billetes de mil, dos mil y cinco mil de un bolsillo, y un paquetito del otro. Lo puso todo sobre la mesa. Alejandro Castro cogió el dinero. No tocó el paquetito.

– Recó gelo ‑ ordenó.

– ¿ Qué?

– Recó gelo y sal a vender. No me jodas, Poli.

– ¡ No puedo!

– Acaba eso ‑ señ aló el paquetito‑, y luego, si quieres, desapareces unos dí as.

– Castro…

Al traficante se le acabaron de endurecer las facciones.

– Poli, me estoy hartando de ti. Anoche Pepe vendió el doble que tú. El doble, y sin chorradas. ¿ Cuá nto me debes? ¿ Lo tienes? Yo tambié n tengo mis problemas, y mis obligaciones. Y he de cumplir con otros, porque esto es una cadena, ¿ te enteras? No puedo parar el negocio ni cerrar só lo porque una crí a tenga un mal viaje.

Si tienes miedo, vé ndelo todo esta noche, que para eso es sá bado, y mañ ana desapareces unos dí as. Pero precisamente porque es sá bado, no vas a dejarlo hoy, ni a dejarme colgado a mí. ¿ Lo has entendido?

Lo habí a entendido, pero seguí a sin gustarle.

– Esto es un mal rollo ‑ rezongó.

– Las dos piernas rotas o tu cadá ver en una cuneta son un mal rollo ‑ le aclaró Alejandro Castro.

Poli recogió el paquete y se lo guardó de nuevo en bolsillo. Apretó las mandí bulas al hacerlo.

– Si me cogen… ‑ suspiró.

– Si te cogen, sabes que te mandamos un abogado. Pero salvo que lo hagan con una pastilla igual a la que tomó esa crí a encima, no van a poder tocarte un pelo. Por eso tienes que acabar hoy con lo que te queda y en paz. Yo tengo quince kilos aquí, cincuenta mil pastillas, ya te lo he dicho antes. Y no voy a tirarlas por el retrete. Así que tranquilo, ¿ eh?

Poli se puso en pie.

Estaba de todo menos tranquilo.

 

 

 



  

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